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John Maynard Keynes ✆ Cummings
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Karl Marx ✆ Mark Stenson
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Ismael Hossein-Zadeh | Muchos economistas liberarles imaginaron un
nuevo amanecer del keynesianismo con el colapso financiero de 2008. Casi seis
años después, está claro que las muy esperadas recetas keynesianas han sido
completamente ignoradas. ¿Por qué? La respuesta de los economistas keynesianos:
la "ideología neoliberal", que según ellos se remonta a la
presidencia de Ronald Reagan.
Este artículo
argumenta, en cambio, que la transición del keynesianismo a la economía
neoliberal tiene raíces mucho más profundas que la pura ideología; que la
transición comenzó mucho antes de que Reagan fuera elegido presidente; que la
confianza keynesiana en la capacidad del gobierno para re-regular y revitalizar
la economía mediante políticas de gestión de la demanda descansa en la
percepción esperanzada de que el estado puede controlar el capitalismo; y que,
al contrario de esas percepciones desiderativas, las políticas públicas son
algo más que simples decisiones administrativas o técnicas; son, sobre todo,
políticas de clase.
El artículo sostiene
además que la teoría marxista del empleo y el desempleo, basada en la teoría
del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación más sólida de
los prolongados y elevados niveles de desempleo que la visión keynesiana, la
cual atribuye la plaga del paro a las "políticas equivocadas del
neoliberalismo". Del mismo modo, la explicación que ofrece la teoría
marxista de cómo y porqué los niveles salariales de miseria y el predominio
generalizado de la pobreza pueden ir acompañados de grandes beneficios y una
mayor concentración de la riqueza, resulta mucho más convincente que la que
aportan las ideas keynesianas, según las cuales las altas tasas de empleo y los
elevados salarios serían condiciones necesarias para un ciclo económico
expansionista [1].
Algo más que "ideología neoliberal"
El cuestionamiento y
el abandono gradual de las estrategias keynesianas de gestión de la demanda no
se debió simplemente a las propensiones puramente ideológicas de los
republicanos "de derechas" o a las preferencias personales de Ronald
Reagan, como muchos economistas liberales y radicales manifiestan, sino a los
cambios estructurales reales en las condiciones económicas y el mercado, tanto
a escala nacional como internacional. Las políticas New Deal/socialdemócratas se
pusieron en marcha inmediatamente después de la Gran Depresión, cuando tanto
los trabajadores y otras organizaciones de base políticamente conscientes como
las condiciones económicas favorables del momento volvieron efectivas esas
políticas. Esas condiciones favorables incluían la necesidad de reconstruir e
invertir en las devastadas economías de posguerra, la casi ilimitada demanda de
productos manufacturados estadounidenses en el país y en el extranjero, y el
hecho de que tanto el capital como la mano de obra estadounidenses no tuvieran
competencia. Estas circunstancias propicias, junto con la presión desde abajo,
permitió a los trabajadores estadounidenses exigir salarios dignos y una serie
de prestaciones, mientras disfrutaban de una elevada tasa de empleo. Los
salarios elevados y la fuerte demanda funcionaron entonces como un estímulo
maravilloso que trajo consigo, en forma de círculo virtuoso, el largo ciclo
expansionista del periodo de posguerra.
A finales de los
sesenta y principios de los setenta, sin embargo, tanto el capital como la mano
de obra estadounidenses vieron cómo se incrementaba la competencia en los
mercados mundiales. Además, durante el largo ciclo expansionista de posguerra,
los fabricantes estadounidenses habían invertido tanto en capital fijo, en
desarrollar capacidades, que para finales de los sesenta sus tasas de beneficio
ya habían comenzado a disminuir a medida que los enormes "costes a fondo
perdido", sobre todo en forma de instalaciones y equipo, se volvían cada
vez más elevados [2].
Más que ninguna otra
cosa, fueron estos cambios en las condiciones reales de producción, y el
simultáneo realineamiento de los mercados globales, lo que motivó las cada vez
mayores reservas hacia los postulados keynesianos y su abandono final. Al contrario
de lo que repiten los economistas liberales/keynesianos, no fueron las ideas o
los planes de Ronald Reagan los que estaban detrás del desmantelamiento de las
reformas del New Deal; más bien, fue la globalización, primero del capital y
después de la fuerza de trabajo, lo que hizo que las políticas económicas de
corte keynesiano dejaran de resultar atractivas para la rentabilidad
capitalista, y lo que propició el ascenso de Ronald Reagan y las políticas
neoliberales de austeridad económica [3].
Debería destacarse que
las políticas keynesianas de estabilización no fueron abandonadas por razones
puramente ideológicas; esto es, porque, como sostienen muchos críticos del
neoliberalismo, desde Chicago se extendiera un espíritu de laissez-faire que
afectó a políticos de todos los partidos y los convenció de las ventajas de los
mercados libres. [...] Los mecanismos keynesianos de regulación financiera
(controles de capital y tipos de cambio regulados) no pudieron resistir la
expansión del crédito internacional desregulado, los Euromercados, que pasaron
a dominar las finanzas internacionales [4].
Cuando, inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial, en la Conferencia de Bretton Woods (NH,
Nueva Inglaterra), se establecieron regulaciones financieras, controles de
capital y un nuevo sistema monetario internacional, los mercados
internacionales financieros y de crédito eran prácticamente inexistentes. El
dólar estadounidense (y en menor extensión el oro) era, en líneas generales, el
único medio de comercio y crédito internacional. Bajo esas circunstancias, los
préstamos internacionales se realizaban principalmente a través del Fondo
Monetario Internacional (FMI) y los bancos centrales de los países
prestatarios/beneficiarios de los préstamos, de ahí la aplicabilidad de
controles.
Sin embargo, este
cuadro de los mercados de crédito/financieros fue cambiando gradualmente y,
para finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, esos
mercados habían alcanzado un valor de cientos de miles de millones de dólares,
posibilitando transacciones internacionales de crédito por fuera de los canales
del FMI y los bancos centrales. Los dos factores principales que contribuyeron
de manera significativa a la drástica inflación de los mercados financieros
internacionales fueron (a) el crédito internacional generado por ordenador, y
(b) la inmensa proliferación de Eurodólares, esto es, dólares estadounidenses
depositados en bancos extranjeros. El crédito/las finanzas mundiales han
crecido tantísimo durante las últimas décadas que han vuelto prácticamente
inútiles los controles y las regulaciones internas o nacionales:
Los críticos de las finanzas internacionales
han hecho varias propuestas para estabilizar el sistema y adecuarlo a los
propósitos del desarrollo económico y social. La recomendación más común ha
sido la vuelta a los controles de capital transnacional que existían durante
los años 40 y 50 del siglo pasado. Dichos controles, en muchos casos, no fueron
eliminados hasta los años noventa. Sin embargo, los depósitos bancarios
internacionales y los activos financieros en el extranjero son ahora tan
grandes que sería difícil hacer cumplir tales controles. De hecho, la razón
principal para deshacerse de dichas regulaciones fue precisamente que no podían
hacerse cumplir [5].
Es obvio, entonces,
que el debilitamiento de las medidas de control y/o las salvaguardias
normativas tuvo menos que ver con las tendencias puramente ideológicas de
ciertos políticos y responsables de políticas que con la evolución de los
mercados financieros internacionales.
Todo empezó mucho antes de la llegada de Reagan
a la Casa Blanca
La afirmación de que
el abandono de las políticas keynesianas a favor de las neoliberales se produjo
con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1980 es objetivamente
falsa. Pruebas irrefutables demuestran que la fecha de vencimiento de las
recetas keynesianas expiró al menos una docena de años antes. Las políticas
keynesianas de expansión económica mediante la gestión de la demanda habían perdido
fuelle (esto es, habían dado de sí todo lo que podían) a finales de los sesenta
y principios de los setenta; no se vieron frenadas brusca y repentinamente bajo
la dirección de Reagan.
Como señala el
profesor Alan Nasser del Evergreen State College, los argumentos de que
"las políticas de equidad económica suponían sacrificios en términos de
eficiencia" fueron elaborados por los asesores económicos de las
administraciones demócratas mucho antes de que la reaganomía los formalizara.
Tanto Arthur Okun como Charles Schultze ocuparon el cargo de presidente del
Consejo de Asesores Económicos con presidentes demócratas. En su libro Equality and Efficiency: The Big Tradeoff,
Okun (1975) manifestó que "el objetivo intervencionista de mayor
equidad tuvo unos costes de eficiencia que perjudicaron la economía
privada". Del mismo modo, Schultze (1977) afirmó que
"las políticas del gobierno que afectan a
los mercados en nombre de la imparcialidad y la equidad son necesariamente
ineficientes", y que tales políticas "iban a perjudicar a las
personas que los responsables de las políticas trataban de proteger, y a
desestabilizar la economía privada en el proceso" [6].
Jerome Kalur también
señala que "los esfuerzos de la
Cámara de Comercio y la Mesa Redonda Empresarial para obtener el control de las
decisiones reguladoras del gobierno comenzaron al menos nueve años antes"
de la elección de Ronald Reagan como presidente, "cuando el abogado Lewis
Powell envió a la Cámara su conocido memorando 'Attack of American Free Enterprise
System'" [7]. Conjuntamente con la ofensiva legal de Powell contra la
normativa laboral y reguladora, las grandes empresas actuaron rápidamente para
"impedir la sindicalización" y "eliminar los controles
reguladores mediante sucesivas campañas de propaganda promovidas por think-tanks como
el Instituto Americano de Empresa (1972), la Fundación Heritage (1973) y el
Instituto Cato (1977)" [8]. Kalur apunta algo más:
Cuando Powell entregó su memorando a la Cámara,
la patronal estadounidense tenía a su servicio 175 firmas de cabildeo
registradas. En 1982, el número de torcedores de brazos de la calle K [1] financiados por
las empresas había llegado a los 2.500. Y si en los setenta había 400 PACs [2] respaldados por
empresas, una década más tarde sumaban 1.200. Resumiendo, las grandes empresas
estaban provocando el descenso en la afiliación sindical, influyendo
fuertemente en las agencias federales y la legislación, y dominando la Comisión
de Bolsa y Valores (SEC, por sus siglas en inglés) mucho antes de la llegada de
Reagan a la presidencia. Con el nombramiento de Powell como juez del Tribunal
Supremo, para 1978 el mundo empresarial estadounidense estaba más cerca de su
meta de suprimir las restricciones a los donativos para las campañas a través
de procedimientos clandestinos
[9].
Si bien el giro
teórico de la economía del New Deal/keynesiana por parte de las lumbreras del
Partido Demócrata es anterior a la presidencia de Carter, la ejecución política
de dichas teorías comenzó bajo su administración. Reagan recogió la copia
demócrata de la agenda neoliberal y le sacó provecho, reemplazando la retórica
del capitalismo con rostro humano por la retórica arrogante y farisaica del
individualismo acentuado, según la cual la codicia y el interés propio son
valores que hay que alimentar. El presidente Clinton no atenuó las políticas
económicas por el lado de la oferta de los años de Reagan, y el presidente
Obama no está vacilando al llevarlas a cabo.
El papel del Estado: esperanzas, mitos y
(falsas) ilusiones
La visión keynesiana
según la cual el gobierno puede ajustar la economía a través de políticas
fiscales y monetarias para mantener el crecimiento se basa en la idea de que el
capitalismo puede ser controlado o manipulado por el estado y gestionado por
economistas profesionales desde los distintos departamentos gubernamentales de
acuerdo al interés general. La eficiencia del modelo keynesiano, por lo tanto,
se apoya en gran medida en una esperanza, o una ilusión, puesto que la relación
de poder entre el estado y el mercado/capitalismo es normalmente la inversa. Al
contrario de la percepción keynesiana, la elaboración de políticas económicas
es algo más que una mera decisión administrativa o técnica; se trata sobre todo
de un asunto socio-político que está relacionado orgánicamente con la naturaleza
de clase del estado y los aparatos de definición de políticas.
La ilusión keynesiana
ha estado alimentada o enmascarada por dos grandes mitos. El primero proviene
de la idea que atribuye la aplicación de las reformas económicas del New Deal y
la socialdemocracia tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial al genio
de Keynes. Sin embargo, las pruebas demuestran que la aplicación de dichas
reformas y, por tanto, el mayor protagonismo de Keynes, fue más el resultado de
durísimas luchas de clase y enormes presiones por parte de grupos de base que
de las mentes de expertos como Keynes. De hecho, fuera de los estrechos
círculos académicos, Keynes no era conocido en los Estados Unidos cuando se
llevaron a cabo la mayoría de las reformas del New Deal.
El segundo mito deriva
de la visión que atribuye la larga expansión económica durante el periodo que
va desde 1948 a 1968 en los Estados Unidos a la eficacia o al éxito de las
políticas keynesianas de gestión de la demanda. Aunque es cierto que en aquel
momento las políticas expansionistas del gobierno tuvieron un papel fundamental
en el fantástico desarrollo económico de ese periodo, el éxito de esa expansión
también se debió a una serie de condiciones o factores favorables. Entre ellos
se encontraban la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas
economías de posguerra de todo el mundo, la necesidad de cubrir la gran demanda
global de bienes de consumo y de capital, y la falta de competencia para los
productos y el capital estadounidenses en los mercados globales; en pocas
palabras, el hecho de que en el periodo de posguerra había un enorme espacio
para el crecimiento y la expansión.
Amparándose en estos
mitos e ilusiones, los economistas keynesianos imaginaron un pequeño resquicio
en el derrumbe financiero de 2008 y la Gran Recesión subsiguiente: una
oportunidad para un nuevo amanecer de la economía keynesiana. Casi seis años
después resulta suficientemente claro que las recetas keynesianas están cayendo
en saco roto.
Rechazadas, las
esperanzas e ilusiones keynesianas se han convertido en decepción y enfado. Por
ejemplo, en su columna en el New York Times, el profesor Paul Krugman
arremete a menudo contra la administración Obama por ignorar las políticas
keynesianas de expansión económica y creación de empleo:
La verdad es que crear empleo en una economía
deprimida es algo que el gobierno podría y debería hacer. [...] Piensen en
ello: ¿Dónde están los grandes proyectos de obras públicas? ¿Dónde están los
ejércitos de empleados públicos? Hay exactamente medio millón menos de
funcionarios ahora que cuando el Sr. Obama asumió el cargo [10].
En el centro de la frustración
y decepción de los economistas keynesianos está la percepción irrealista de que
las políticas económicas son producciones intelectuales, y que la formulación
de políticas es principalmente una cuestión de conocimientos técnicos y
preferencias personales. Lo que estos economistas pasan por alto es el hecho de
que dicha formulación no es simplemente una cuestión optativa, es decir, de
política "buena" vs. "mala"; es sobre todo una cuestión de
política de clase.
No basta con tener
buen corazón o un alma compasiva; es igualmente importante no peder de vista
cómo se hacen las políticas públicas bajo el capitalismo. No es suficiente con
despotricar continuamente contra Ronald Reagan como un rey malvado y alabar a
FDR como un rey sabio. La tarea más importante es explicar porqué la clase
dominante derrocó al rey sabio y abrió la puerta al malvado. Como señala el
profesor Peter Gowan de la London Metropolitan University, "los
keynesianos defienden un argumento esencialmente falso a favor de la re-regulación
al no ver la unidad del estado y Wall Street" [11].
Crecimiento y empleo: Keynes vs. Marx
No solo es inexacto el
relato de los hechos que condujeron a la desaparición del keynesianismo y al
auge del neoliberalismo que hacen los economistas liberales, también lo es su
explicación de los continuos problemas de desempleo y estancamiento económico.
Culpando de las altas y persistentes tasas de desempleo al "capitalismo
neoliberal" en vez de al capitalismo per se, los defensores de la
economía keynesiana tienden a perder de vista las causas estructurales o
sistémicas del desempleo: la tendencia secular y/o sistémica de la producción
capitalista a reemplazar continuamente la fuerza de trabajo por máquinas y, por
tanto, a generar una masa considerable de desempleados, o un "ejército
industrial de reserva", en palabras de Marx.
Bajo el capitalismo,
tal y como lo explicó Marx, las leyes fundamentales de la oferta y la demanda
de trabajo se ven fuertemente afectadas por la capacidad del mercado para
producir de manera regular un ejército obrero de reserva, o
"sobrepoblación". Este ejército de reserva es por tanto tan
importante para la producción capitalista como lo es el ejército obrero activo
(o realmente empleado). Así como para un buen uso del agua es importantísimo
realizar ajustes periódicos y oportunos del nivel de un embalse de riego, para
la rentabilidad capitalista resulta decisiva la existencia de una cantidad
"apropiada" de desempleados:
Durante los períodos de estancamiento y de
prosperidad media, el ejército industrial de reserva o sobrepoblación relativa
ejerce presión sobre el ejército obrero activo, y pone coto a sus exigencias
durante los períodos de sobreproducción y de paroxismo. La sobrepoblación
relativa, pues, es el trasfondo sobre el que se mueve la ley de la oferta y la
demanda de trabajo. Comprime el campo de acción de esta ley dentro de los
límites que convienen de manera absoluta al ansia de explotación y el afán de
poder del capital [12].
En la era de la
globalización de la producción y el empleo, el ejército industrial de reserva
ha sobrepasado las fronteras nacionales. Según un reciente estudio de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre 1980 y 2007 la fuerza de
trabajo mundial creció un 63%. El estudio demuestra además que, debido a la
urbanización y/o desruralización, la proporción del ejército obrero activo es
menor del 50%, es decir, más de la mitad de la fuerza de trabajo mundial está
desempleada [13].
Es precisamente esta
enorme y disponible masa de desempleados, junto con la relativa facilidad de
deslocalización de la producción a cualquier lugar del mundo —no las
"malas intenciones de los republicanos o los malvados neoliberales",
como manifiestan muchos keynesianos— lo que ha obligado a la clase trabajadora a
someterse, sobre todo en los países capitalistas centrales: aceptando los
brutales planes de austeridad que suponen recortes de salarios y prestaciones,
despidos y acoso sindical, empleos a tiempo parcial y eventuales, y similares.
Esto explica también
porqué siguen sonando huecas las continuas llamadas keynesianas de los últimos
años que proponen paquetes de estímulos de tipo keynesiano para poner fin a la
recesión y paliar el desempleo. Bajo las nuevas condiciones de producción, que
ha pasado de lo nacional o lo global, y en ausencia de la abrumadora presión
política de los trabajadores y otras organizaciones de base, simplemente no se
pueden volver a poner en práctica las recetas del doctor Keynes, las cuales
fueron emitidas bajo condiciones socioeconómicas radicalmente diferentes, bajo
circunstancias o marcos nacionales, no internacionales o mundiales.
Teóricamente, la
estrategia keynesiana del "círculo virtuoso" de altas tasas de
crecimiento y empleo es a la vez sencilla y razonable: el aumento del gasto
público en un momento de grave crisis económica haría crecer el empleo y los
salarios, aumentaría el poder de compra de la economía, lo que a su vez
incentivaría a los productores a crecer y contratar, aumentando así el empleo,
los salarios, la demanda, la oferta... hasta el infinito. Pero aunque la
estrategia suene relativamente sencilla y bastante razonable, adolece de una
serie de fallos.
Para empezar, asume
implícitamente que los empleadores y quienes diseñan las políticas públicas
están interesados de verdad en lograr el pleno empleo, pero por alguna razón no
saben cómo alcanzar este objetivo. La consecución del pleno empleo, sin
embargo, puede no ser el ideal o el nivel óptimo de beneficios para la
producción capitalista, lo que significa que quizá no sea el objetivo real de
los empresarios y/o responsables de políticas públicas. Como se mencionó
anteriormente, para la rentabilidad capitalista es tan esencial que haya una
considerable cantidad de desempleados como que exista el número de trabajadores
necesarios para producir. En su afán de mantener los costes laborales tan bajos
como sea posible, perpetuando una clase trabajadora dócil, el capitalismo
tiende a menudo a preferir elevadas tasas de desempleo y bajos salarios a un
bajo nivel de desempleo y elevados salarios.
Esto explica porqué,
por ejemplo, el mercado de valores a menudo tiende a incrementarse cuando los
informes señalan un aumento del desempleo, y viceversa. También explica porqué,
aprovechando el largo (y persistente) ciclo recesionista, las empresas dominantes/los
responsables de políticas públicas de los países centrales capitalistas se han
embarcado en un programa de austeridad sin precedentes con medidas para reducir
el sector público y el gasto correspondiente, cuyo objetivo principal es
debilitar la fuerza de trabajo y disminuir su coste.
En segundo lugar, el
argumento keynesiano que sostiene que el "círculo virtuoso" de
índices de empleo, salarios y crecimiento elevados resultaría relativamente
sencillo de alcanzar si no fuera por las "malas" políticas del
neoliberalismo y la oposición de los empleadores, se basa en la suposición de
que los empleadores/productores ignoran su propio interés. Según este
argumento, si fueran conscientes de las ventajas de los "salarios
Ford" podrían ayudarse a sí mismos y ayudar a los trabajadores, y
contribuir al crecimiento económico y la prosperidad de todos. La visión sobre
este asunto del conocido profesor liberal (y ex Secretario de Trabajo durante
la primera administración de Clinton) Robert Reich ejemplifica el razonamiento
keynesiano:
Durante la mayor parte del último siglo, el
acuerdo básico que constituía el núcleo de la economía estadounidense era que
los empleadores pagaran a sus trabajadores lo suficiente para que pudieran
comprar lo que las empresas estadounidenses vendían. [...] Ese compromiso
generó un ciclo virtuoso de mayor nivel de vida, más puestos de trabajo y
mejores salarios. [...] El acuerdo básico ya no es válido. [...] En estos
momentos los beneficios empresariales son elevados en gran medida porque los
salarios son bajos y las empresas no están contratando. Pero se trata de una
apuesta perdedora a largo plazo, incluso para las empresas. Sin suficientes
consumidores estadounidenses sus días rentables están contados. Después de
todo, existe un límite en el beneficio que pueden extraer recortando las
nóminas [14].
Existen dos problemas
fundamentales con este argumento. El primero es que asume (implícitamente) que
los productores estadounidenses dependen de los trabajadores del país no solo
como trabajadores sino también para que les compren sus productos, como si
fuera una economía cerrada. Sin embargo, la realidad es que los productores
estadounidenses dependen cada vez menos de la fuerza de trabajo doméstica, ni
como trabajadores ni como consumidores, pues continuamente están ampliando sus
mercados de producción y venta en el extranjero: "Tanto en el lado de la
oferta [empleo] como en el de la demanda, el trabajador/consumidor
estadounidense tiene un papel cada vez más secundario" [15].
El segundo problema
radica en que los salarios y los beneficios son categorías a nivel micro o de
empresa, establecidas por empleadores individuales o directores de empresa, no
por los estrategas a nivel macro o nacional de la demanda agregada (como ocurre
en una economía de planificación centralizada). Los productores individuales
(grandes y pequeños) ven los salarios y las prestaciones, en primer lugar, como
un coste de producción que debe ser minimizado a toda costa; y solo de forma
secundaria, o nunca, como parte de la demanda agregada nacional que puede
contribuir (indirectamente) a la venta de sus productos.
Marx caracterizó la
disposición y la capacidad del capitalismo para crear una gran masa de
desempleados (con el fin de conseguir una clase trabajadora mayoritariamente
pobre y dócil) como "pauperización" y sumisión de la fuerza de
trabajo; un mecanismo incorporado que resulta esencial para la "ley
general" de la acumulación capitalista:
De esto se sigue que a medida que se acumula el
capital empeora la situación del obrero, sea cual fuere su remuneración.
La ley, finalmente, que mantiene un equilibrio constante entre la
sobrepoblación relativa o ejército industrial de reserva y el volumen e
intensidad de la acumulación, encadena el obrero al capital con grillos más firmes
que las cuñas con que Hefestos aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce
una acumulación de miseria proporcional a la acumulación de capital. La
acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de
miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y
degradación moral en el polo opuesto, esto es, donde se halla la clase que
produce su propio producto como capital [16].
Conclusión
La teoría marxista del
desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona
una explicación de los niveles de desempleo prolongados más sólida que la
visión keynesiana, que atribuye la plaga del desempleo a las
"equivocadas" o "malas" políticas neoliberales. Igualmente,
la teoría marxista de los salarios de miseria o subsistencia ofrece una
explicación más convincente de cómo y porqué esos bajísimos niveles salariales
y el predominio generalizado de la pobreza en todo el país pueden ir
acompañados de grandes beneficios empresariales y/o el crecimiento de los
mercados de valores, que la que brinda la percepción keynesiana, según la cual
para que se produzca un ciclo económico expansionista son necesarios niveles
salariales elevados.
Además, y quizá sea lo
más importante, la idea marxista de que los programas de protección económica
significativos y duraderos solo pueden llevarse a cabo con la presión de las
masas — y siendo coordinada globalmente — ofrece una solución mucho más lógica
y prometedora al problema de las dificultades económicas de la abrumadora
mayoría de la población mundial que los paquetes de estímulos keynesianos a
nivel nacional, puramente académicos y esencialmente apolíticos. No importa lo
alto, lo mucho o lo apasionadamente que los keynesianos de buen corazón
supliquen empleos y nuevos programas de reformas del tipo New Deal, sus
peticiones para aplicar tales programas van a ser ignoradas por los gobiernos
que han sido elegidos y son controlados por poderosos intereses financieros. El
principal fallo de las recetas keynesianas de gestión de la demanda es que
consisten en una serie de propuestas populistas carentes de política de clase,
es decir, de los mecanismos políticos que serían necesarios para llevarlas a
cabo. Solamente con la movilización de las masas trabajadoras (y otras organizaciones
de base) y luchando, en vez de suplicando, por una parte equitativa de lo que
es verdaderamente el producto de su trabajo, puede la mayoría trabajadora
alcanzar la seguridad económica y la dignidad humana.
Referencias | Notas
[1] Este artículo es
básicamente una versión (significativamente) reducida del Capítulo 2 de mi
libro, Beyond Mainstream Explanations of the
Financial Crisis: Parasitic Finance Capital (Routledge, 2014).
[2] Anwar Shaikh, “The
Falling Rate of Profit and the Economic Crisis in the U.S.”, en Robert et
al. (eds.) The Imperiled Economy, Tomo I, Nueva York: Union for
Radical Political Economy, 1987.
[3] Harry Shutt , The
Trouble with Capitalism: An Enquiry into the Causes of Global Economic Failure,
Londres: Zed Books, 1998.
[4] Jan Toporowski, Why
the World Economy Needs a Financial Crash and Other Critical Essays on Finance
and Financial Economics, Londres: Anthem Press, 2010, p. 18.
[5] Ibid., p. 25.
[6] Como aparece
citado en Alan Nasser, “New Deal Liberalism Writes Its Obituary”, .
[7] Jerome S. Kalur,
reseña del libro de Andrew Kliman The Failure of Capitalist Production, .
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] Paul Krugman,
“No, We Can’t? Or Won’t?”, .
[11] Peter Gowan, “The
Crisis in the Heartland”, en M. Konings (ed.) The Great Credit Crash,
Londres y Nueva York: Verso, 2010.
[12] Karl Marx, Capital,
vol. 1, Nueva York: International Publishers, 1967, p. 639.
[13] Organización
Internacional del Trabajo (OIT), The Global Employment Challenge, Ginebra,
2008; como aparece citado en John Bellamy Foster, Robert W. McChesney y R.
Jamil Jonna, “The Global Reserve Army of Labor and the New Imperialism”,
[14] Robert Reich,
“Restore the Basic Bargain”, .
[15] Alan Nasser, “The
Political Economy of Redistribution: Outsourcing Jobs, Offshoring Markets”, .
[16] Karl Marx, Capital,
vol. 1, Nueva York: International Publishers, 1967, p. 645.
[1] También conocida como "El bulevar del
lobby", esta avenida de la capital estadounidense alberga empresas
importantes, grupos de reflexión y sedes de grupos de interés [N. de la T.].
[2] Un Comité de Acción Política, (PAC, por sus
siglas en inglés) es un organismo registrado en la Comisión Federal de
Elecciones de Estados Unidos con el propósito de recaudar fondos para campañas
políticas [N. de la T.].