Juan Ramón Capella [1983] | En
el centenario de la muerte de Marx tiene aún sentido aproximarse a este gran
clásico también del pensamiento político buscando inspiración para los
problemas de la idealidad emancipatoria del presente. Inspiración; no
soluciones hechas.
En las metrópolis del capitalismo maduro —USA, el Japón,
Europa occidental— el movimiento portador de aquella idealidad experimenta un
eclipse; lo que hay son más bien jirones de la subjetividad revolucionaria de
lo que ha sido un movimiento obrero y embriones de actividad social
tendencialmente emancipatoria que crecen a menudo sin conexión visible con lo
que sin duda fue su tradición en ese movimiento. Embriones surgidos contra el
exterminismo, contra el carácter predatorio del industrialismo actual, contra
el sexismo. Esta forma embrionaria da cuenta de la acentuada fragmentación de
la consciencia, la voluntad y la práctica emancipatoria colectiva potencial.
Las clases trabajadoras, cuya hegemonía política, económica
e ideal sigue siendo condición necesaria para que nuestra especie pueda
liberarse finalmente de las formas de organización social que la hacen
desgraciada, no son aún capaces, en la situación presente, aplastadas y atomizadas
por la crisis, de apartarse del objetivo de la producción por la producción
que
ha logrado imponerles el poder económico y político que las explota y
oprime. Y por ello tampoco es fácil que sea generalizadamente perceptible que
no puede dejar de haber exterminismo, sexismo y predación sin lucha contra la
explotación, sin revolución social internacional.
Hay que ver más allá del presente, en qué tantos
trabajadores se alejan de las instituciones de la tradición revolucionaria con
los mismos pasos con que se acercan a ella por un lado desacostumbrado, el de
la lucha contra el exterminismo, la predación, u otro, o en el que no pocos de
los más aplastados, marginados y sufrientes, dispersos en una colmena estremecida,
violan las normas configuradoras del caos. La amoralidad moralmente justificada
de unos, lo inusitado de la práctica social de otros, la impotencia literal de
los más, configuran un presente caracterizado por la dificultad de obtener
perspectiva. Salvo negativamente. Sin lucha práctica es seguro el avance de la
barbarie.
On s'engage; et après, on voit
La práctica emancipatoria, por cualquiera de sus lados,
habrá de afrontar tarde o temprano la problemática del poder político. Éste ha
cambiado muy apreciablemente desde la muerte de Marx. El estado interviene hoy
en la actividad económica no sólo estableciendo sus condiciones de
funcionamiento sino como su regulador y como agente económico. El metabolismo
del trabajo internacionalmente dividido en el Imperio capitalista ha limitado
aspectos de la soberanía del estado «nacional». Y lo que amenaza en el plano
político, en la crisis presente, es la tiranía integral, servida por nuevos
instrumentos tecnocientíficos de manipulación de las consciencias.
Vale la pena, con este cargamento de temas, mirar
críticamente el conjunto de la aproximación de Marx a aquella problemática.
Que tiene un postulado ideal ineliminable: la sustitución del gobierno de las
personas por la administración de las cosas, el autodominio moral y apolítico
de la especie, la desaparición del estado.
Lo que sigue intenta exponer las que parecen líneas
fundamentales de esa aproximación clásica. Sin pretensión de exhaustividad,
como tampoco con la de intervenir en debates en curso entre los cultivadores de
la reflexión sobre el estado en la tradición de Marx: trata, más bien, de
mostrar cómo puede inspirarse la multilateral práctica emancipatoria del
presente en la reflexión de Marx sobre el estado si parte del reconocimiento
tanto de su núcleo de verdad como de sus insuficiencias.
***
Es posible diferenciar analíticamente los distintos puntos de vista genéricos
desde los que abordó Marx su consideración de la problemática
político-jurídica al objeto de facilitar la exposición. Aparece así, por una
parte, una crítica de las ideologías político-jurídicas más destacadas de su
época; una reflexión genética y funcional acerca del papel desempeñado por las
instituciones políticas y jurídicas en la reproducción social (principalmente
en el capitalismo, pero también en otras formas históricas); por último, una
reflexión de tipo programático, inspiradora de práctica política. Estos tres
planos o puntos de vista diferenciables analíticamente aparecen internamente
trabados en la obra de Marx, fundidos por la aspiración dialéctica de
recorrer también las separaciones de lo contemplado desde los distintos planos
y establecer sus vinculaciones internas reales.
Marx criticó las ideologías político-jurídicas más
destacables de su época. Siendo aún muy joven, y todavía un demócrata radical,
formuló su oposición a la doctrina jurídico-política de la llamada Escuela
histórica del derecho, la cual sostenía la tesis de que el dictado de normas
generales no puede confiarse a un poder legislativo representativo porque el
derecho es una creación del «espíritu nacional»1. Esta posición, que ha sido
enormemente influyente en la constitución ideológica de los nacionalismos y
del autoritarismo contemporáneo, no podía ser admitida por un demócrata; pero la
crítica de Marx no es «marxista» más que indicialmente; se produce en el contexto
de un ataque indirecto al principal representante de la Escuela, Savigny,
convertido en ministro del gobierno reaccionario de Prusia que propiciaba una
legislación contraria a los derechos consuetudinarios de los más pobres. Esta
paradoja —que un ministro doctrinario de la tradición jurídica
impulsara una legislación contra las costumbres que aún beneficiaban
a las capas pobres de la población—2 hubo de producir un ensanchamiento de
la perspectiva del joven Marx acerca de la ideología jurídico-política, no sólo
la aristocratizante sino también de la burguesía. Tuvo que percibir entonces,
pese a sostener aún el democratismo radical burgués, que la función de las
leyes que sustituyen a las viejas costumbres es precipitar la cristalización de
nuevas relaciones sociales de clase.
A través de la crítica de la filosofía del estado de Hegel
(1843) conseguiría Marx su primera aproximación importante al tema de la
desvelación de la falsa consciencia. Respecto de los demás pensadores burgueses
Hegel contaba con la superioridad de haber advertido la contraposición entre
la «sociedad civil», la esfera de los intereses particulares, y el estado, el
ámbito de los intereses supuestamente comunes. Pero hay un gigantesco
paralogismo en la construcción hegeliana que pretendía superar esa
contraposición y presentar el poder político como realizador de la
racionalidad social. Según Marx el antagonismo entre intereses particulares e
interés general se resuelve en la filosofía hegeliana de un modo a la vez
apriorista e idealista, tratándose como momentos opuestos del desarrollo
lógico de la Idea. Lo real aparece sin más en el plano ideal como un valor, y
despojado por otra parte de sus rasgos empíricos, absolutizado. Las contradicciones
de la vida social de nuestra especie quedan reducidas a lisa unidad en la
esencia de la idea estatal. Marx concluyó entonces por vez primera que
oposición entre intereses particulares e interés general no puede solventarse
mediante construcciones ideológicas sino sólo por medio de la resolución real de
los conflictos internos de la sociedad.
A partir de este momento, en que Marx ha llegado a una
conclusión fundamental en su reflexión político-social, conclusión que le
distancia de los pensadores políticos que le precedieron, puede abordar un tema
que, a pesar del tiempo transcurrido, hace de él un autor aún contemporáneo. Se
trata —siempre dentro de esta referencia genérica a su crítica de la ideología
político-jurídica— de la crítica de la concepción liberal y representativa del
estado y del derecho, de la ideología legitimadora del estado representativo y
del derecho burgués. La encontramos formulada explícitamente en un artículo
todavía juvenil, «Sobre la cuestión judía» (en los Anuarios
franco-alemanes, 1843), y con añadido de detalle analítico en el libro I de El
Capital; implícitamente, esta crítica de la concepción paradigmáticamente
burguesa del estado se encuentra en otros muchos lugares de la obra de Marx 3.
Frente al radicalismo político democrático —la posición que
él mismo sostenía muy poco antes— señala Marx la contradicción existente entre
liberación o libertad solamente política y falta de libertad social.
Se trata, nuevamente, del análisis de la sociedad burguesa dividida en dos
esferas: la esfera pública, de los intereses supuestamente generales, de las
relaciones políticas, en la que las personas aparecen como libres e
iguales, y la esfera privada, de los intereses particulares, en la que los
individuos son materialmente desiguales. La crítica de Marx en «Sobre
la cuestión judía» señala que libertad política no significa pura y
simplemente libertad, no significa ausencia de sujección. Pues sin modificar
las relaciones sociales que convierten a los individuos en desiguales y
consiguientemente en no libres en la esfera privada no pueden ser en la esfera
pública, en las relaciones políticas, verdaderamente libres. Que las
relaciones entre los ciudadanos en la esfera pública son formales, abstractas,
aparentes; en esa esfera figuran todos como libres sin serlo, y como
políticamente iguales sin necesidad de una verdadera distribución democrática
del poder. Según Marx, para obtener verdadera libertad es necesario operar
modificaciones en lo que en la sociedad burguesa aparece como «esfera privada»,
que es donde reina la desigualdad y donde se gesta la falta de libertad. Sólo
transformando las relaciones que en la sociedad capitalista aparecen como
privadas puede recibir contenido material la «libertad» que encontramos en el
estado representativo en la esfera pública.
Lo que está defendiendo Marx frente al pensamiento
revolucionario burgués no es pues la libertad política sino la libertad, sin
más; una libertad que no sea ni siquiera política. Tampoco piensa Marx en
transformaciones que alteren meramente la esfera privada, sino en transformaciones
que eliminen la distinción de ámbitos, de «esferas». En suma: lo que está
sosteniendo Marx al criticar la concepción liberal del estado representativo
moderno es la transformación de la sociedad de clases en una sociedad
comunista. De la crítica se pasa a una proposición ideal, programática,
comunista por vez primera en la obra de Marx.
En El Capital señala Marx otros efectos de falsa
consciencia en esta concepción liberal del estado representativo moderno. Al
hablar del instrumento jurídico fundamental para la actividad económica
capitalista, el contrato de trabajo, se refiere a él como un acuerdo entre
personas que aparecen jurídicamente como libres e iguales porque ambas partes
contractuales son propietarios: unos lo son de capital en forma de dinero
—esto es, detentadores de un poder social privatizado, puesto que el
dinero, como mercancía universal, no es más que el poder de intercambiar
cualquier valor de uso que asuma la forma mercancía, en el que cristalicen
trabajos parciales privados; por la necesidad social de componer el
trabajo dividido es el dinero un poder social privatizado—, y otros
propietarios de su capacidad para trabajar, pues eso es lo que venden. Entre
los individuos hay una desigualdad material substancial en lo que les define
como «propietarios», en aquello sobre lo que la ley burguesa hace recaer el derecho
de propiedad; pero son, pese a ello, «igualmente iguales». Iguales aunque
quienes son «propietarios» de su capacidad para trabajar no hagan otra cosa, al
contratar «voluntaria y libremente», que someterse a la necesidad de
entrar en relación con quienes detentan privadamente el poder social para tener
acceso a los medios de vida, para convertir, a través de este rodeo —que
incluye la realización del trabajo en las condiciones impuestas por el
empresario capitalista y su estado—, su capacidad para trabajar en medios de
vida. Así muestra Marx cómo lo que recubre el derecho privado burgués con la
forma de libertad y de igualdad entre los individuos es la real desigualdad
fundamental entre esos mismos individuos. Que la «voluntad libre» es el nombre
de la necesidad, de la constricción.
Este aspecto de la obra de Marx sigue teniendo interés hoy
fundamentalmente porque lo criticado por él aún es un aspecto destacado de la
hegemonía de las clases sociales poseedoras nacidas con el capitalismo. En la
reflexión sobre el estado y el derecho la aportación de Marx sirve para
escapar al formalismo político y jurídico, esto es, a la consideración del
estado (y de sus instrumentos, y de la ideología estatolátrica) como algo
cerrado en sí mismo: si se sabe ver, bajo las categorías políticas y
jurídicas, las relaciones materiales metapolíticas y metajurídicas que las
sostienen, es posible comprender aquellas doctrinas como ideología de
legitimación del estado que fuerza, mediante la coerción política, la dictadura
social de la burguesía.
El punto, sin embargo, ha sido dejado globalmente de lado en
la tradición del marxismo. Pues no es infrecuente que incluso en el seno de
instituciones obreras de esta tradición se profese la aceptación de las
instituciones estatales burguesas como realizadoras de la liberación política
y se identifique la democracia con el estado representativo. Esto es ideología
aberrante entre los trabajadores, manifestación de la hegemonía ideológica de
la burguesía. En el estado burgués las libertades políticas son limitadas y
condicionadas a la aceptación de sus ejercicios concretos por las propias
instituciones del estado, que sólo por la fuerza de los explotados, y aun
puntual y ocasionalmente, pierden la facultad de discriminación última entre
«orden» (burgués) y «desorden». El ejercicio del igual derecho al voto, que la
ideología presenta como conformador único de la voluntad estatal, no excluye el
moldeado real de esa voluntad por instancias que no son precisamente el cuerpo
electoral, sino articulaciones de las exigencias del capital. Y la democracia
(como el socialismo, por otra parte) sigue siendo un ideal, un objetivo
programático (que exige cambios sociales y no sólo político): no una realidad.
El poder político del estado representativo burgués es tan
contradictorio como la esfera económica a la que sirve. En él se realiza la
ficción de la igualdad abstracta de una concreta desigualdad. La concreta
desigualdad designa la autoridad política, la cual ha de separarse de
aquella para realizar la ficción de la igualdad abstracta. Por eso la autoridad
política es asunto de élites, en las sociedades burguesas. Las instituciones
del estado representativo, insuficientemente democráticas, llevan en sí el
germen del autoritarismo. Este germen puede desarrollarse históricamente en
dos direcciones: bien liquidando el débil nexo entre lo privado y lo público
que es la representación política, sustituida en los fascismos por
vinculaciones ideológicas entre masa y poder, bien manipulando científicamente
la élite política e institucional el mecanismo de la representación, que es el
camino que lleva a la tiranía integral.
La crítica de Marx del estado representativo burgués y de la
doctrina que se inyecta socialmente para legitimarlo forma parte de su empeño
general de crítica y desvelación de la falsa consciencia. Con la notable excepción
de Antonio Gramsci no ha tenido desarrollo interesante posterior. Ciertos
socialismos, por otra parte, han acabado reservando este aspecto de su obra
para el esoterismo de los sacerdocios académicos. Todo menos que penetre en las
gentes. Pero es probable que este aspecto del legado de Marx sea bastante más
cultivado en el futuro. Pues cualquier movimiento emancipatorio, por mucho que
se aparte de la concepción que Marx se hacía de la revolución social, habrá de
pugnar también en el ámbito de la eliminación de la falsa consciencia, de la
crítica de la ideología, y especialmente el de la crítica de la ideología política.
Ya hoy, los núcleos asociativos de personas no procedentes de la tradición
marxista pero preocupados por problemas sociales cuya resolución tiene un
contenido emancipatorio —ecologistas, pacifistas, feministas, antimilitaristas—
han de pasar, cuando han delimitado el ámbito de problemática social de que
son portadores, a la explicación del surgimiento de esa problemática y a la crítica
de la falsa consciencia en el sentido fundado por Marx.
* * *
En un plano distinto y más complicado aparece un conjunto de
reflexiones de Marx acerca del estado considerado desde el punto de vista de
su génesis y funcionalidad, es decir, preguntándose cómo surgen las instituciones
político-jurídicas y qué papel desempeñan en la reproducción de la vida social.
Éste es el plano más analítico —aunque no siempre «científico», pues Marx no
desdeñó abordar precientíficamente, o filosóficamente, una temática cuando no
podía proceder de otro modo—, destinado a esclarecer, a dar razonabilidad, a la
práctica emancipatoria.
En el ámbito de las consideraciones genéticas generales, el
más filosófico, es inevitable señalar un problema profundo que afecta a la obra
de Marx y agudísimamente a la tradición marxista. Aparece paradigmáticamente en
el conocido Prólogo de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía
política.
Acaso no esté de más recordar algunos elementos de ese
Prólogo: el resultado general al que llega Marx, que le sirve de hilo
conductor, es que «en la producción social de su vida los hombres contraen
determinadas relaciones necesarias independientes de su voluntad, relaciones de
producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus
fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción
forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se
levanta la sobreestructura política y jurídica. «No es la consciencia del
hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social lo que
determina su consciencia.» Y, a continuación, en este contexto, «las fuerzas
productivas materiales de la sociedad, al llegar a una determinada fase de su
desarrollo, chocan con las relaciones de producción existentes, o, lo que no es
más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro
de las cuales se han desenvuelto hasta allí». «Al cambiar la base económica [al
cambiar las relaciones de producción] se revoluciona más o menos rápidamente
toda la inmensa sobreestructura erigida sobre ella.» También, en el mismo
sentido: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas
las fuerzas productivas que caben dentro de ella».
Pues bien: en este texto, probablemente uno de los más
influyentes —por cierto que no positivamente— de Marx, hay un lío, una
ambigüedad fundamental por la copresencia de varios elementos distintos que
vale la pena considerar por separado.
Hay, por un lado, afirmaciones inmanentistas, materialistas,
como «No es la conciencia del hombre lo que determina su ser sino el ser
social lo que determina la conciencia», que en un sentido genético, muy de
fondo, como tesis filosóficas, se pueden aceptar en sí mismas sin más. Proceden
de Feuerbach.
Junto a este elemento materialista, aceptable, según el cual
los fenómenos objetivos constituyen la condición o el límite de los subjetivos,
aparece otro elemento distinto, de matriz hegeliana: la idea de un desarrollo
histórico movido objetivamente. Este objetivismo de raíz hegeliana está en el
origen de uno de los aspectos más interesantes de la aportación de Marx a la
reflexión sobre la historia y también de la política: el tomar en consideración
no sólo los factores subjetivos sino también los objetivos en la causación de
los fenómenos sociales. Pero suscita una ambigüedad en la reflexión de Marx —y
una unilateralidad en el tronco de la tradición marxista— al reforzarse su
interpretación con motivos fuerbachianos. Así, la idea que los cambios sociales
se producen en cierto modo «por sí mismos», con independencia de la subjetividad:
la noción marxiana de que el desarrollo de las fuerzas productivas llega a
chocar con las relaciones de producción existentes hasta abrir una época de
revolución social no es mera afirmación materialista ni coincide con la de que
el ser social condiciona la sobreestructura política (y jurídica, y lo que se
puede pensar), sino que puede verse como una abstracción (generalizante) de lo
ocurrido en las revoluciones burguesas.
Hay pasajes, en la obra de Marx, contradictorios de este
objetivismo: en su vejez, las reflexiones acerca del destino de la comuna rural
rusa como punto de partida del socialismo contradicen la afirmación según la
cual «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las
fuerzas productivas que caben dentro de ella»; o antes, en elManifiesto,
cuando Engels y Marx admiten que la tensión social no resuelta puede dar lugar
a una crisis civilizatoria por la «ruina común de las clases en lucha»; o los
lugares en que Marx señala que las fuerzas productivas son también fuerzas
destructivas bajo el capitalismo (que por otra parte hoy ha quedado corta).
Pero en general aquella posición ha dado lugar en el marxismo a una
minimización del papel de las sobreestructuras —y en particular de las
sobreestructuras político-jurídicas— en la reproducción social. Textos como el
del Prólogo a la Contribución han suscitado una pésima lectura de
otros: piénsese en la utilización tradicional del capítulo del libro III de El
Capitaldedicado al tema lógico-teórico (del conjunto de teoremas que componen
la teoría del valor-trabajo) de la tendencia decreciente de la tasa de
ganancia. Esa ley se desprende lógicamente de los postulados de la teoría. Pero
su exposición va seguida, en el montaje coherente realizado por Engels del
libro III, de la exposición de las «causas que contrarrestan la ley»4. Si el
tema de la tendencia decreciente del primero de los capítulos se lee según la
matriz hegeliana del Prólogo a la Contribución se obtiene la teoría
catastrofista del hundimiento: el capitalismo se derrumbará por sí mismo,
objetivamente. Las prácticas socialdemócratas quedan justificadas: ¿por qué
oponer al capital voluntad revolucionaria, si por su propia lógica no puede
aguantar en pie? Se quiere decir, en una palabra, que ese objetivismo de raíz
hegeliana, que dibuja una especie de desarrollo ciego de la historia si se lee
a la luz del condicionamiento —interpretado como determinación causal— de la
sobreestructura por la base económica, ha suscitado en la tradición marxista
la tentación permanente de desatender el papel de la subjetividad en la
historia (como si la subjetividad no fuera también cristalización de la
realidad), tentación que en cualquier caso encaja mal con la práctica
revolucionaria que Marx quiso esclarecer con el estudio científico y muy bien,
en cambio, con las (per-)versiones economicista y apoliticista del marxismo,
por no hablar de su mutación en ideología de estado.
Pero es sólo una ambigüedad de Marx; hay que
imputar sus consecuencias a la utilización de su discurso por la Bestia5. Pues
cuando no hace filosofía ni habla de «resultados generales» sino que analiza la
sociedad capitalista no queda literalmente nada del objetivismo o del papel
meramente reflejo de las sobreestructuras; por el contrario, la metáfora
tectónica de base y sobreestructura resulta de una inesperada simplificación a
la luz de esos análisis.
Hay al menos dos momentos esenciales de El Capital dedicados
al análisis de la sociedad capitalista en los que Marx recurre para la
explicación a instituciones políticas y jurídicas, a la función del estado, del
derecho y de la lucha social. Examinarlos exige un breve excurso para aludir a
algunas de las ideas centrales de El Capital; ese excurso quedará
justificado si el rodeo aporta alguna claridad acerca de la función de las
sobreestructuras político-jurídicas y la redundancia del objetivismo de raíz
hegeliana.
Para Marx el trabajo, visto en general, ahistóricamente, es
un metabolismo de la especie humana con la Naturaleza, una relación de
intercambio entre seres humanos y Naturaleza. El trabajo humano tiene las
características de ser social(de estar dividido socialmente, de no poder
ser realizado por Robinsones autosuficientes) y de ser mediado (con
instrumentos, sobre objetos; ser realizado con medios de producción).
En la sociedad capitalista el metabolismo —es decir, la
puesta en comunicación— de los diferentes fragmentos del trabajo social (con la
importante excepción del trabajo doméstico) se realiza por medio del
intercambio de mercancías. Lo que hace posible el intercambio de mercancías es
que éstas tengan una «sustancia» común: el valor. El valor es cosa
distinta del valor de uso, de —digamos— la utilidad de cada uno de los bienes
que toman la forma mercancía, y del valor de cambio, es decir, de su razón de
intercambiabilidad por otros. La sustancia común consiste en último término en
el tiempo de trabajo social medio necesario cristalizado en cada mercancía. En
cada bien producido en condiciones capitalistas confluye una determinada cantidad de
ese tiempo de trabajo medio necesario y por ello es posible compararlos e
intercambiarlos: es posible el metabolismo del trabajo dividido y parcelado en
las condiciones del capitalismo.
Pues bien: para que la producción capitalista asuma la forma
de mercancía es necesario no sólo que todo bien seamedible en términos del
tiempo de trabajo social medio necesario para producirlo, sino también que cada
mercancía searealmente la cristalización de una determinada cantidad de
tiempo de trabajo social medio. Para que la lógica de los teoremas corresponda
a la realidad es preciso que determinados fenómenos se produzcan en la realidad.
Y esos fenómenos pueden comprenderse fácilmente: se trata en substancia de la
existencia de una clase social absolutamente despojada de medios de producción
(éstos, en forma de mercancías, o en forma de capital-dinero, los posee sólo la
clase de los capitalistas) y absolutamente despojada de medios de
subsistencia. Al carecer de ellos lo único que se puede hacer es vender la
capacidad para trabajar durante un determinado tiempo y, en función
de esto, los bienes producidos para el mercado podrán medirse a base de trabajo
social medio necesario, en cantidades de ese tiempo real.
Pero para explicar cómo se establecen las
relaciones de producción capitalistas, o sea, relaciones entre productores
despojados de medios de producción y de vida y detentadores de medios de
producción y de vida, Marx tiene que poner en juego —de acuerdo con lo que se
da en el mundo real, además de lo que presentan los teoremas— no sólo factores
económicos sino también factores políticos y jurídicos.
Ello en los dos puntos importantes anunciados anteriormente.
Por un lado —es quizás el ejemplo más fácil— en el capítulo del libro I de El
Capital dedicado al tema de la «acumulación originaria». ¿Cómo se forma
ese conjunto de productores despojados de medios de producción y de vida? Se
crea a lo largo de varios siglos en los que se dan unasleyes que mantienen
bajos los salarios, unas leyes que imponen el trabajo asalariado a
los campesinos expulsados de las tierras o a las personas que quedaban sin
ocupación como resultado de la disolución de los séquitos feudales; por medio
de una serie de leyes que convertían en delito la mendicidad o la negativa a
realizar trabajo asalariado; y en un delito grave: quien se negaba a trabajar
era marcado o mutilado o reducido a la condición de esclavo. Dicho con
palabras del propio Marx (en El Capital): «La burguesía naciente necesita
y utiliza la fuerza del estado para regular el salario, esto, es para forzarlo
dentro de los límites aceptables para la plusmanipulación, para prolongar la
jomada de trabajo y para mantener al trabajador mismo en el estado normal de dependencia.
Éste es el momento esencial de la llamada acumulación originaria».
De otro modo: fue necesario convertir a una población
campesina acostumbrada a trabajar estacionalmente, y un número de horas
relativamente reducido, con cierta seguridad en el acceso a los medios de vida,
en asalariados de la industria, para lo que hubo que forzar a esa población
mediante la violencia coercitiva del estado a que entrara en relaciones
capitalistas de producción.
Para describir el proceso habla Marx, por supuesto, de una
cierta violencia económica, como se verá más adelante; pero habla sobre todo
de violencia del estado. Y con mucho detalle, pues cuenta también cómo
quienes aplicaban esas leyes mediante las que se imponía el trabajo asalariado
eran los mismos propietarios de medios de producción y de vida. Resulta así que las
instituciones políticas y jurídicas —sobreestructurales, subjetivas— han
sido necesarias para constituir las relaciones de producción capitalistas, la
base económica. Puede concluirse que la interrelación entre base y
sobreestructura es bastante menos lineal y bastante más interactiva que como
aparece dibujada en las vulgarizaciones del «marxismo». Y no puede ser de otro
modo: si estas instituciones no desempeñaran más que el papel reflejo que les
atribuye el marxismo mecanicista resultarían redundantes.
También en otro lugar importante habla Marx del papel
determinante del momento coercitivo, del momento político, a propósito de
cuestiones de base. Así, para medir el valor hay que medir trabajo social
medio necesario. Pues bien: ¿qué es el trabajo medio necesario? El
trabajo medio tiene que ver con lo que dura la jornada de trabajo. No es lo
mismo una jornada de trabajo de ocho horas que una de cuatro o de doce; la
compra de la capacidad para trabajar una jomada de los productores puede
hacerse por un número variable de horas; y puede hacerse todos los días de la
semana y del año —como hoy en Hong Kong y Taiwán, estas situaciones ejemplares que
tanto gustan a los economistas neoliberales— o establecerse días festivos. En
la decisión de cuál es la duración de la jomada de trabajo —que para
el trabajador señala la relación entre la cantidad de trabajo prestado y el
acceso a los medios de vida —intervienen factores fundamentalmente políticos
(y jurídicos): se decide por la lucha entre las clases de los
capitalistas y de los trabajadores, tal como se expone en El Capital.
El concepto de base de Marx, el concepto de
relaciones de producción, aquello sobre lo que se alza la sobreestructura
política y jurídica, aparece constituido también históricamente por
la acción de la sobreestructura. El tema del desarrollo objetivista de la
historia ha de ser interpretado, por tanto, muy prudente y restrictivamente.
Pues lo relevante es la organicidad de los elementos de lo real, uno de los
cuales es la idealidad subjetiva más o menos colectivamente sostenida. El
subdesarrollo del estudio de los factores sobreestructurales respecto del
cultivo del saber económico es una de las limitaciones de la tradición marxista
(«se corresponde» con la fuerza del mecanismo y el economicismo en esa
tradición) que sin embargo no estaba presente en la práctica teórica (a ésta sí
que se la puede llamar así) de Karl Marx. El marxismo ha sustituido el análisis
de las instituciones políticas y de su específica dinámica interna por la
determinación de su matriz económica, y ha tendido a agotar en el ámbito
económico la explicación causal de los fenómenos sociales. Pero cuando Marx
hizo análisis y estudió el concreto histórico de la sociedad capitalista no se
sometió a un esquema filosófico prejuzgado, sino que explicó la realidad
histórica —cómo se constituyó la sociedad capitalista, qué función
desempeñaron los factores político-jurídicos en esa constitución, cuál
desempeñan en su reproducción— sin preocupación de rastrear «correspondencias»
con la base y, lo que es más importante, sin suponer un proceso objetivo de la
historia independiente de la subjetividad, de la voluntad y la acción de los
seres humanos, sin la lucha de clases.
* * *
El tercer plano de la reflexión política de Marx que
interesa destacar —según la convención establecida al principio— tiene que ver
con la posición de la clase obrera ante su propio poder político
cuando domine el estado. Es, pues, una reflexión expresiva de una posición
programática. Aunque esta posición se desprende de varios lugares de su obra,
parece conveniente centrarse en la Crítica del Programa de Gotha, el
último de los textos programáticos marxianos.
Cuando Marx se refiere a la sociedad comunista adopta un
punto de vista no ya de clase sino de especie. Pues la clase trabajadora es
vista como revolucionaria social por su potencialidad de disolverse como clase
al convertirse en clase universal: toda la especie humana pasa a ser
trabajadora sin necesidad de oprimir a una clase particular. En este contexto,
esa clase-especie no necesita organizar la vida social mediante la escisión de
la sociedad en clases y, consiguientemente, no necesitaría para mantener su
organización un poder de naturaleza política, una institución con capacidad de
violencia separada y aparte de ella misma.
La tesis de Marx es que de la sociedad capitalista no se
pasa directamente a la comunista; entre una y otra hay un período de transición
en el cual, una vez tomado el poder político por las clases trabajadoras, es
necesario poner en propiedad común los medios de producción, desarrollar las
fuerzas productivas sociales para acabar con la miseria y hacer desaparecer la
subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo o, lo
que es lo mismo, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual.
En un período de transición así —al que Marx llama, por
contraposición a la dominación burguesa (incluso con regímenes políticos
representativos, instrumento de la dictadura social de la burguesía), dictadura
del proletariado— el estado sigue siendo necesario para la realización de
varias funciones. Pero asumiría formas más democráticas al sustituir
a los representantes políticos por mandatarios revocables, unificar las
funciones legislativas y ejecutivas, eliminar el funcionariado permanente dotado
de poder político y remunerar el servicio del estado como el de la industria 6.
El estado es necesario por un lado para someter a las
antiguas clases. No quiere decir Marx que el estado sea el agente de la
transformación social, pues afirma no compartir «la fe servil de la secta
lassalleana [léase hoy socialdemócrata] en el estado»; pero sí que se necesita
del estado para garantizar una distribución del producto social mediante un
derecho igual para todos basado en la aportación desigual, de capacidades
desiguales, al proceso productivo. O sea: un derecho que, siendo igual para
todos porque mide lo que se va a distribuir a cada uno con la misma vara de
medir —lo que aporte cada uno al producto social—, resulta desigual («como
todo derecho», dice Marx) precisamente porque la medida igual se aplica a
personas desiguales. En ese período de transición el derecho podría ser
desigual para realizar una verdadera igualdad, aunque Marx no llega a proponer
un derecho integrado por privilegios e inmunidades pues cree que toda esa
desigualdad es inevitable en el tránsito a una sociedad comunista desde las
condiciones de partida del capitalismo.
Sólo después de la aplicación de este derecho desigual,
cuando se consiga que las fuentes de la riqueza colectiva broten en abundancia,
se podrá pasar a una distribución comunista, según las necesidades. En
esta etapa el estado no será necesario y se extinguirá, al igual que su instrumento
jurídico. Las sociedades de seres humanos asumirán las funciones organizativas
que tuvo el estado en su prehistoria.
Tal es el dibujo programático.
Este gran clásico del pensamiento político y del movimiento
emancipatorio que es Karl Marx aporta hoy insuficiente luz para una reflexión programática
que comparta con él su idealidad fundamental, socialmente comunista y
políticamente ácrata. Las razones básicas de esta insuficiencia se hallan en el
hecho de que el desarrollo de las fuerzas productivas —ese supuesto recurrente,
en cierto modo hegeliano, de Marx— no es condición suficiente, y ni siquiera
siempre necesario, para la transición a una sociedad comunista.
La pervivencia de los sistemas de dominación de clase en la
reproducción de nuestra especie parece hoy más anclada en rasgos de la
sobreestructura social (ideológicos, organizativos, políticos), o incluso
económico-políticos, que en rasgos tan básicos, fundamentales, como el
nivel de dominio sobre la Naturaleza (salvo ese fragmento- producto de la
Naturaleza, la especie humana misma), que es lo implicado por el concepto de
desarrollo de las fuerzas productivas sociales.
Acaso una concepción objetivista de la historia pudiera
sostener que ciertas sociedades de nuestra especie necesitaron la dominación de
clase para acrecentar sus fuerzas productivas y hacer posible su supervivencia.
Pero ni eso es universal —han subsistido sociedades de humanos cuyo nivel de
desarrollo fue superado hace milenios en nuestra tradición cultural, incluidos
sus hundimientos— ni tiene en cuenta las catástrofes ecológicas locales que el
desarrollo de las fuerzas productivas suscitó en el pasado —agotamiento de la
fertilidad del suelo, etcétera—, por no hablar de las sociales. Hoy sabemos,
por otra parte, que el desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas
sociales no es materialmente posible. Con el industrialismo y las relaciones
sociales contemporáneas ese desarrollo se convierte en un problema universal.
Destruye el ecosistema en que se basa la vida de la especie.
Este problema no podía ser previsto por un autor que en 1875
está tratando de determinar las bases materiales del comunismo. El
acrecentamiento substancial de las fuerzas productivas que Marx señalaba como
condición para escapar a la miseria (pues una sociedad de necesidades
básicas de imposible satisfacción difícilmente sostiene su comunismo
primitivo) se ha dado ya, y por el carácter productivo-destructivo de esas
fuerzas se puede decir que energuménicamente, cien años después de su muerte.
Cabe argumentar que las fuerzas productivas existentes hoy sólo son sociales
objetivamente en el plano de la producción (pues es la sociedad quien las ha
acrecentado); desde el punto de vista de la apropiación esas fuerzas siguen
siendo particulares, no dirigidas a satisfacer necesidades sociales sino las
que se originan en las aguas heladas del cálculo egoísta. Este argumento, sin
embargo, ni milita en favor del ulterior incremento de las fuerzas productivas
ni afecta al carácter productivo-destructivo de las ya existentes (la física, o
la química actuales, la ingeniería genética, etc., son peligrosos en sí
mismas): señala, simplemente, que la socialización subjetiva de las fuerzas
productivas es una cuestión pendiente. La proposición que ha de formular al
respecto un programa emancipatorio ya no puede consistir en el propósito de
liberar esas fuerzas del corsé de las relaciones de producción que
supuestamente impide su desarrollo, sino en liberar a la sociedad de
lo que impide ponerlas bajo control. La administración racional de las cosas está
hoy impedida por las exigencias de explotación de personas y de su dominio
(mediante la coerción política) inevitables en las sociedades de clases.
Que las fuerzas productivo-destructivas existentes sigan
sin ser sociales subjetivamente incluso, en un aspecto significativo, en las
sociedades postcapitalistas hace necesaria una revisión o precisión adicional
de la reflexión político-programática de K. Marx. En tales sociedades la
puesta en propiedad estatal de los medios de producción sólo se ha realizado
parcialmente: se han convertido en públicos, en propiedad del estado, los
medios de producción de naturaleza fundamentalmente material —la tierra, la
industria, cuando esto se ha hecho; sin embargo, en las sociedades
contemporáneas hay una serie de medios de producción esenciales de naturaleza
intelectual o predominantemente no material, como el saber organizativo o la
tecnociencia, que no han sido socializados: existen privadamente, como
cualidad o propiedad de las personas, o son en todo caso medios de producción
eminentes de acceso restringido. No se ha avanzado, en substancia, en la
superación de la división clasista del trabajo. Esto constituye un segundo
obstáculo importante para la constitución hoy de un verdadero programa
emancipatorio. Aunque Marx, por influencia de Ferguson y otros autores,
percibió el contradictorio papel que desempeña la ciencia bajo el capitalismo
(y señaló que se opone a los trabajadores como una fuerza extraña), nunca
afrontó el tema de cómo podría realizarse su socialización, pese a ser la
ciencia un medio de producción tanto más necesario cuanto más «avanzadas» —en
el sentido de materialmente productivas— son las sociedades. Todo ello sin
entrar en el tema, que enlaza con el de la destructividad de las fuerzas productivas
actuales, de la peligrosidad de la ciencia hoy: peligrosidad
material —hay armas científicas suficientes para acabar con la vida de la
especie y con casi todas las especies de vida— y peligrosidad social, como
potenciales instrumentos de una tiranía integral.
El primero de los problemas aludidos, relativo a la
socialización de los medios predominantemente intelectuales de producción, sólo
se puede abordar mediante una decidida intervención política y masiva en la
división clasista del trabajo, señaladamente en la división entre trabajo
intelectual y trabajo mecánico. Abordar este problema al tiempo que el de la
administración de las fuerzas productivas es esencial para un programa
revolucionario hoy.
Hay que revisar, por último —aunque ello no agote las
revisiones posibles—, el concepto mismo de necesidades. Tal como lo
utiliza Marx —programáticamente, la sociedad comunista sería aquella en la
cual cada uno pudiera recoger del producto social según sus necesidades—
plantea una fortísima duda. Cuando Marx habla de necesidades en otros
contextos —por ejemplo, al analizar la sociedad capitalista— está claro a qué
se refiere: bajo el capitalismo necesidad es todo aquello que permite la
realización de la plusvalía capitalista. Pero en este texto programático que es
la Crítica del programa de Gotha no está pensando en necesidades de
este tipo, sino, con toda probabilidad, en necesidades definidas hasta cierto
punto subjetivamente. Unas de naturaleza material, como alimentación, vestido,
vivienda, medicina, calefacción en su caso, y otras —podemos pensar nosotros,
pues no hay en esto filología que valga— de naturaleza no material, como la
necesidad de libertad, de autodependencia, de educación. Necesidades así. En
cualquier caso el concepto programático de necesidades ha de ser elaborado y
definido por los movimientos de intencionalidad emancipatoria dadas las
condiciones del presente. Las sociedades capitalistas poseen industrias de
manipulación de las consciencias que producen y difunden sentimientos de
carencia; los estados postcapitalistas utilizan medios parecidos para producir
ideología de aceptación de lo dado. Si se quiere elaborar hoy el legado de Marx
es preciso definir con mesura qué es una necesidad. Dicho brutalmente: tal vez
haya que formular un catálogo de necesidades humanas básicas,
convencionalmente sostenido, de la misma manera que es un catálogo de derechos
convencional, por ejemplo el de las Naciones Unidas. Un movimiento
emancipatorio tendría que elaborar algo así.
Si se comparte la idealidad de Marx es preciso revisar su
pensamiento, no beatificarlo. Marx nos orienta hoy muy poco programáticamente
—no críticamente, aspecto en el que vive para nosotros, como también, en gran
medida, analíticamente. Hay, además, como se ha dicho, fenómenos excluidos de
la consideración de estas páginas que escapan por completo a lo que Marx pudo
contemplar. En el futuro habrá que abordar cuestiones que tendrán que ver con
el problema de si una especie comunista puede organizarse o no en comunidades
autodependientes, y, en cualquier caso, cómo establecer su comunicación y las
formas de regulación común. Hoy, por otra parte, temas como el de la
implicación económica del estado burgués, que le proporciona un aspecto del
poder del que carecía en el siglo XIX, o el de la división internacional
capitalista del trabajo y el metabolismo de ese trabajo dividido
internacionalmente, con el correlato de la constitución de nuevas formas de
estado imperial y, consiguientemente, de estados de soberanía limitada,
redundan en la obsolescencia de bastantes planteamientos marxianos. En esta
situación cultivar el legado de Karl Marx significa hacer como él: combatir la
barbarie con el estudio y la lucha político-social práctica, en busca de perspectiva
programática. Sin ella el movimiento no es nada o, peor, es impotente ante la
perspectiva de exterminio que dibujan con creciente precisión los restantes
poderes de la Tierra.
Notas
1. Sobre la crítica de Marx a la Escuela histórica del
derecho puede verse P. Vilar, «Histoire du droit, histoire totale», en Revista
de Historia del Derecho de la Universidad de Granada, 1, 1976. La influencia en
España de la escuela histórica del derecho ha sido enorme, ya por la vía del
pensamiento conservador de los nacionalismos del xix (Duran i Bas, Reynals i
Rabassa), ya a través de su recuperación e influencia en las universidades
durante el franquismo.
2. Vid. los artículos de Marx sobre la penalización de la recogida
de leña, oct./nov. 1842, incluidos en castellano en el libro titulado En
defensa de la libertad. Los artículos de la Gaceta Renana 1842-1843 (Valencia,
F. Torres, 1983.
3. Así, en El 18
Brumario de Luis Bonaparte (1852) y en los escritos reunidos con el
título La guerra civil en Francia (1871), por ejemplo.
4. Respecto de la ley de la tendencia decreciente de la tasa
de ganancia vale la pena subrayar que, a diferencia de otros aspectos del
esquema lógico de la teoría del valor, éste no encuentra al lado de su
desarrollo lógico, como teorema, un desarrollo histórico: Marx no intentó
probar empíricamente, históricamente, que la tasa de ganancia se viene
irreversiblemente abajo, sino que expuso una ley formal cuya limitación señaló
inmediatamente.
5. No es ésta la opinión de L. Colletti, quien en su
artículo conmemorativo del centenario de Marx publicado en el diario El País atribuía al pensamiento de
Marx la «responsabilidad indirecta» del Gulag soviético. Si Colletti cultivara
la filosofía del derecho encontraría más fácil empleo a su —llamémosle— razonamiento
en la justificación de legislaciones de excepción.
6. Así se infiere de los escritos de Marx sobre La
guerra civil en Francia, que suministran indicaciones en este sentido a partir
de la experiencia de la Comuna de París de 1871. La expresión «dictadura del
proletariado» ha de leerse, por supuesto, en términos de hegemonía social. De
otro modo se cultivan a la vez el desprecio por la consecución del consenso para
el poder político revolucionario (que exige la identificación intelectual y
moral de la mayoría de la población con sus objetivos y sus medios) y por la
libertad política, y el énfasis, consiguiente a ese desprecio, en la coerción
física y la violencia.
El presente trabajo es la
redacción de unas conferencias conmemorativas del centenario de Marx dadas en
las Facultades de Derecho de Valladolid y San Sebastián y de Ciencias de la
Información de Bilbao en abril de 1983, y se resiente, por su descriptivismo,
de su origen oral, donde las sugerencias y cuestiones no resueltas encontraban
su lugar en la discusión posterior.