- “La riqueza (valor de uso) es atributo del hombre; el
valor, atributo de las mercancías. Un hombre o una sociedad son ricos; una
perla o un diamante son valiosos... Una perla o un diamante encierran valor
como tal perla o diamante.”
- “… cualquiera que sea el juicio que nos merezcan los
papeles que aquí representan unos hombres frente a otros, el hecho es que las
relaciones sociales de las personas en sus trabajos se revelan como relaciones
personales suyas, sin disfrazarse de relaciones sociales entre las cosas, entre
los productos de su trabajo.”
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Karl Marx ✆ Sheri Berman
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Karl Marx | A
primera vista, parece como si las mercancías fuesen objetos evidentes y
triviales. Pero, analizándolas, vemos, que son objetos muy intrincados, llenos
de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos. Considerada como valor
de uso, la mercancía no encierra nada de misterioso, dando lo mismo que la
contemplemos desde el punto de vista de un objeto apto para satisfacer
necesidades del hombre o que enfoquemos esta propiedad suya como producto del
trabajo humano. Es evidente que la actividad del hombre hace cambiar a las
materias naturales de forma, para servirse de ellas.
La forma de la madera, por ejemplo, cambia al convertirla en
una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, sigue siendo un objeto
físico vulgar y corriente. Pero en cuanto empieza a comportarse como mercancía,
la mesa se convierte en
un objeto físicamente metafísico. No sólo se incorpora
sobre sus patas encima del suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las
demás mercancías, y de su cabeza de madera empiezan a salir antojos mucho más
peregrinos y extraños que si de pronto la mesa rompiese a bailar por su propio
impulso.
1
Como vemos, el carácter místico de la mercancía no brota de
su valor de uso. Pero tampoco brota del contenido de sus determinaciones de
valor. En primer lugar, porque por mucho que difieran los trabajos útiles o
actividades productivas, es una verdad fisiológica incontrovertible que todas
esas actividades son funciones del organismo humano y que cada una de ellas,
cualesquiera que sean su contenido y su forma, representa un gasto esencial de
cerebro humano, de nervios, músculos, sentidos, etc. En segundo lugar, por lo
que se refiere a la magnitud de valor y a lo que sirve para determinarla, o
sea, la duración en el tiempo de aquel gasto o la cantidad de trabajo
invertido, es evidente que la cantidad se distingue incluso mediante los
sentidos de la calidad del trabajo.
El tiempo de trabajo necesario para producir sus medios de
vida tuvo que interesar por fuerza al hombre en todas las épocas, aunque no le
interesase por igual en las diversas fases de su evolución.
2 Finalmente,
tan pronto como los hombres trabajan los unos para los otros, de cualquier modo
que lo hagan, su trabajo cobra una forma social. ¿De dónde procede, entonces,
el carácter misterioso que presenta el producto del trabajo, tan pronto como
reviste forma de mercancía? Procede, evidentemente, de esta misma forma. En las
mercancías, la igualdad de los trabajos humanos asume la forma material de una
objetivación igual de valor de los productos del trabajo, el grado en que se gaste
la fuerza humana de trabajo, medido por el tiempo de su duración, reviste la
forma de magnitud de valor de los productos del trabajo, y, finalmente, las
relaciones entre unos y otros productores, relaciones en que se traduce la
función social de sus trabajos, cobran la forma de una relación social entre
los propios productos de su trabajo.
El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por
tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social
del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios
productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por
tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo
colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos
objetos, al margen de sus productores. Este quid pro quo es lo que
convierte a los productos de trabajo en mercancía, en objetos físicamente
metafísicos o en objetos sociales.
Es algo así como lo que sucede con la sensación luminosa de
un objeto en el nervio visual, que parece como si no fuese una excitación
subjetiva del nervio de la vista, sino la forma material de un objeto situado
fuera del ojo. Y, sin embargo, en este caso hay realmente un objeto, la cosa
exterior, que proyecta luz sobre otro objeto, sobre el ojo. Es una relación
física entre objetos físicos. En cambio, la forma mercancía y la relación de
valor de los productos del trabajo en que esa forma cobra cuerpo, no tiene
absolutamente nada que ver con su carácter físico ni con las relaciones
materiales que de este carácter se derivan. Lo que aquí reviste, a los ojos de
los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales
no es más que una relación social concreta establecida entre los mismos hombres.
Por eso, si queremos encontrar una analogía a este fenómeno,
tenemos que remontarnos a las regiones nebulosas del mundo de la religión,
donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de
existencia independiente, y relacionados entre sí y con los hombres. Así
acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre.
A esto es a lo que yo llamo el fetichismo bajo el que
se presentan los productos del trabajo tan pronto como se crean en forma de
mercancías y que es inseparable, por consiguiente, de este modo de producción.
Este carácter fetichista del mundo de las mercancías responde, como lo ha
puesto ya de manifiesto el análisis anterior, al carácter social genuino y
peculiar del trabajo productor de mercancías. Si los objetos útiles adoptan la
forma de mercancías es, pura y simplemente, porque son productos de trabajos
privados independientes los unos de los otros. El conjunto de estos trabajos
privados forma el trabajo colectivo de la sociedad.
Como los productores entran en contacto social al cambiar
entre sí los productos de su trabajo, es natural que el carácter
específicamente social de sus trabajos privados sólo resalte dentro de este
intercambio. También podríamos decir que los trabajos privados sólo funcionan
como eslabones del trabajo colectivo de la sociedad por medio de las relaciones
que el cambio establece entre los productos del trabajo y, a través de ellos,
entre los productores. Por eso, ante éstos, las relaciones sociales que se
establecen entre sus trabajos privados aparecen como lo que son; es decir, no
como relaciones directamente sociales de las personas en sus trabajos, sino
como relaciones materiales entre personas y relaciones sociales entre cosas.
Es en el acto de cambio donde los productos del trabajo
cobran una materialidad de valor socialmente igual e independiente de su
múltiple y diversa materialidad física de objetos útiles.
Este desdoblamiento del producto del trabajo en objeto útil
y materialización de valor sólo se presenta prácticamente allí donde el cambio
adquiere la extensión e importancia suficientes para que se produzcan objetos
útiles con vistas al cambio, donde, por tanto, el carácter de valor de los
objetos se acusa ya en el momento de ser producidos. A partir de este instante,
los trabajos privados de los productores asumen, de hecho, un doble carácter
social. De una parte, considerados como trabajos útiles concretos, tienen
necesariamente que satisfacer una determinada necesidad social y encajar, por
tanto, dentro del trabajo colectivo de la sociedad, dentro del sistema
elemental de la división social del trabajo. Mas, por otra parte, sólo serán
aptos para satisfacer las múltiples necesidades de sus propios productores en
la medida en que cada uno de esos trabajos privados y útiles concretos sea
susceptible de ser cambiado por cualquier otro trabajo privado útil, o lo que
es lo mismo, en la medida en que represente un equivalente suyo.
Para encontrar la igualdad toto coelo(13) de
diversos trabajos, hay que hacer forzosamente abstracción de su desigualdad
real, reducirlos al carácter común a todos ellos como desgaste de fuerza humana
de trabajo, como trabajo humano abstracto.
El cerebro de los productores privados se limita a reflejar
este doble carácter social de sus trabajos privados en aquellas formas que
revela en la práctica el mercado, el cambio de productos: el carácter
socialmente útil de sus trabajos privados, bajo la forma de que el producto del
trabajo ha de ser útil, y útil para otros; el carácter social de la igualdad de
los distintos trabajos, bajo la forma del carácter de valor común a todos esos
objetos materialmente diversos que son los productos del trabajo.
Por tanto, los hombres no relacionan entre sí los productos
de su trabajo como valores porque estos objetos les parezcan envolturas
simplemente materiales de un trabajo humano igual. Es al revés. Al equiparar
unos con otros en el cambio, como valores, sus diversos productos, lo que hacen
es equiparar entre sí sus diversos trabajos, como modalidades de trabajo
humano. No lo saben, pero lo hacen.
3
Por tanto, el valor no lleva escrito en la frente lo que es.
Lejos de ello, convierte a todos los productos del trabajo en jeroglíficos
sociales. Luego, vienen los hombres y se esfuerzan por descifrar el sentido de
estos jeroglíficos, por descubrir el secreto de su propio producto social, pues
es evidente que el concebir los objetos útiles como valores es obra social
suya, ni más ni menos que el lenguaje.
El descubrimiento científico tardío de que los productos del
trabajo, considerados como valores, no son más que expresiones materiales del trabajo
humano invertido en su producción, es un descubrimiento que hace época en la
historia del progreso humano, pero que no disipa ni mucho menos la sombra
material que acompaña al carácter social del trabajo. Y lo que sólo tiene razón
de ser en esta forma concreta de producción, en la producción de mercancías, a
saber: que el carácter específicamente social de los trabajos privados
independientes los unos de los otros reside en lo que tienen de igual como
modalidades que son de trabajo humano, revistiendo la forma del carácter de
valor de los productos del trabajo, sigue siendo para los espíritus cautivos en
las redes de la producción de mercancías, aun después de hecho aquel
descubrimiento, algo tan perenne y definitivo como la tesis de que la descomposición
científica del aire en sus elementos deja intangible la forma del aire como
forma física material.
Lo que ante todo interesa prácticamente a los que cambian
unos productos por otros, es saber cuántos productos ajenos obtendrán por el
suyo propio, es decir, en qué proporciones se cambiarán unos productos por
otros. Tan pronto como estas proporciones cobran, por la fuerza de la
costumbre, cierta fijeza, parece como si brotasen de la propia naturaleza
inherente a los productos del trabajo; como si, por ejemplo, 1 tonelada de
hierro encerrase el mismo valor que 2 onzas de oro, del mismo modo que 1 libra
de oro y 1 libra de hierro encierran un peso igual, no obstante sus distintas
propiedades físicas y químicas.
En realidad, el carácter de valor de los productos del
trabajo sólo se consolida al funcionar como magnitudes de valor. Estas cambian
constantemente, sin que en ello intervengan la voluntad, el conocimiento previo
ni los actos de las personas entre quienes se realiza el cambio. Su propio
movimiento social cobra a sus ojos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo
control están, en vez de ser ellos quienes las controlen.
Y hace falta que la producción de mercancías se desarrolle
en toda su integridad, para que de la propia experiencia nazca la conciencia
científica de que los trabajos privados que se realizan independientemente los
unos de los otros, aunque guarden entre sí y en todos sus aspectos una relación
de mutua interdependencia, como eslabones elementales que son de la división
social del trabajo, pueden reducirse constantemente a su grado de proporción
social, porque en las proporciones fortuitas y sin cesar oscilantes de cambio
de sus productos se impone siempre como ley natural reguladora el tiempo de
trabajo socialmente necesario para su producción, al modo como se impone la ley
de la gravedad cuando se le cae a uno la casa encima.4
La determinación de la magnitud de valor por el tiempo de
trabajo es, por tanto, el secreto que se esconde detrás de las oscilaciones
aparentes de los valores relativos de las mercancías. El descubrimiento de este
secreto destruye la apariencia de la determinación puramente casual de las
magnitudes de valor de los productos del trabajo, pero no destruye, ni mucho
menos, su forma material. La reflexión acerca de las formas de la vida humana,
incluyendo por tanto el análisis científico de ésta, sigue en general un camino
opuesto al curso real de las cosas. Comienza post festum y arranca,
por tanto, de los resultados preestablecidos del proceso histórico.
Las formas que convierten a los productos del trabajo en
mercancías y que, como es natural, presuponen la circulación de éstas, poseen
ya la firmeza de formas naturales de la vida social antes de que los hombres se
esfuercen por explicarse, no el carácter histórico de estas formas, que
consideran ya algo inmutable, sino su contenido. Así se comprende que fuese
simplemente el análisis de los precios de las mercancías lo que llevó a los
hombres a investigar la determinación de la magnitud del valor, y la expresión
colectiva en dinero de las mercancías lo que les movió a fijar su carácter
valorativo.
Pero esta forma acabada del mundo de las mercancías –la
forma dinero –, lejos de revelar el carácter social de los trabajos privados y,
por tanto, las relaciones sociales entre los productores privados, lo que hace
es encubrirlas. Si digo que la levita, las botas, etc., se refieren al lienzo
como a la materialización general de trabajo humano abstracto, enseguida salta
a la vista lo absurdo de este modo de expresarse. Y sin embargo, cuando los
productores de levitas, botas, etc., refieren estas mercancías al lienzo –o al
oro y la plata, que para el caso es lo mismo – como equivalente general,
refieren sus trabajos privados al trabajo social colectivo bajo la misma forma
absurda y disparatada.
Estas formas son precisamente las que constituyen las
categorías de la economía burguesa. Son formas mentales aceptadas por la
sociedad, y por tanto objetivas, en que se expresan las condiciones de
producción de este régimen social de producción históricamente dado que es la
producción de mercancías.
Por eso, todo el misticismo del mundo de las mercancías,
todo el encanto y el misterio que nimban los productos del trabajo basados en
la producción de mercancías se esfuman tan pronto como los desplazamos a otras
formas de producción. Y ya que la economía política gusta tanto de las
robinsonadas,5 observemos ante todo a Robinson en su isla. Pese a su
innata sobriedad, Robinson tiene forzosamente que satisfacer toda una serie de
necesidades que se le presentan, y esto le obliga a ejecutar diversos trabajos
útiles: fabrica herramientas, construye muebles, domestica llamas, pesca, caza
etc. Y no hablamos del rezar y de otras cosas por el estilo, pues nuestro
Robinson se divierte con ello y considera esas tareas como un goce. A pesar de
toda la diversidad de sus funciones productivas, él sabe que no son más que
diversas formas o modalidades del mismo Robinson, es decir, diversas
manifestaciones de trabajo humano. El mismo agobio en que vive le obliga a
distribuir minuciosamente el tiempo entre sus diversas funciones. El que unas
ocupan más sitio y otras menos, dentro de su actividad total, depende de las
dificultades mayores o menores que tiene que vencer para alcanzar el resultado
útil apetecido. La experiencia se lo enseña así, y nuestro Robinson que ha
logrado salvar del naufragio reloj, libro de cuentas, tinta y pluma, se
apresura, como buen inglés, a contabilizar su vida. En su inventario figura una
relación de los objetos útiles que posee, de las diversas operaciones que
reclama su producción y finalmente del tiempo de trabajo que exige, por término
medio, la elaboración de determinadas cantidades de estos diversos productos.
Tan claras y tan sencillas son las relaciones que median entre Robinson y los
objetos que forman su riqueza, riqueza salida de sus propias manos, que hasta
un señor M. Wirth podría comprenderlas sin estrujar mucho el caletre. Y, sin
embargo, en esas relaciones se contienen ya todos los factores sustanciales del
valor.
Trasladémonos ahora de la luminosa isla de Robinson a la tenebrosa Edad Media
europea. Aquí, el hombre independiente ha desaparecido; todo el mundo vive
sojuzgado: siervos y señores de la gleba, vasallos y señores feudales, seglares
y eclesiásticos. La sujeción personal caracteriza, en esta época, así las
condiciones sociales de la producción material como las relaciones de vida
cimentadas sobre ella. Pero, precisamente por tratarse de una sociedad basada
en los vínculos personales de sujeción, no es necesario que los trabajos y los
productos revistan en ella una forma fantástica distinta de su realidad.
Aquí, los trabajos y los productos se incorporan al
engranaje social como servicios y prestaciones. Lo que constituye la forma
directamente social del trabajo es la forma natural de éste, su carácter
concreto, y no su carácter general, como en el régimen de producción de
mercancías. El trabajo del vasallo se mide por el tiempo, ni más ni menos que
el trabajo productivo de mercancías, pero el siervo sabe perfectamente que es
una determinada cantidad de su fuerza personal de trabajo la que invierte al
servicio de su señor. El diezmo abonado al clérigo es harto más claro que las
bendiciones de éste.
Por tanto, cualquiera que sea el juicio que nos merezcan los
papeles que aquí representan unos hombres frente a otros, el hecho es que las
relaciones sociales de las personas en sus trabajos se revelan como relaciones
personales suyas, sin disfrazarse de relaciones sociales entre las cosas, entre
los productos de su trabajo.
Para estudiar el trabajo común, es decir, directamente
socializado, no necesitamos remontarnos a la forma primitiva del trabajo
colectivo que se alza en los umbrales históricos de todos los pueblos
civilizados.6 La industria rural y patriarcal de una familia campesina, de
esas que producen trigo, ganado, hilados, lienzo, prendas de vestir, etc., para
sus propias necesidades, nos brinda un ejemplo mucho más al alcance de la mano.
Todos esos artículos producidos por ella representan para la familia otros
tantos productos de su trabajo familiar, pero no guardan entre sí relación de
mercancías. Los diversos trabajos que engendran estos productos, la agricultura
y la ganadería, el hilar, el tejer y el cortar, etc., son, por su forma
natural, funciones sociales, puesto que son funciones de una familia en cuyo
seno reina una división propia y elemental del trabajo, ni mas ni menos que en
la producción de mercancías.
Las diferencias de sexo y edad y las condiciones naturales
del trabajo, que cambian al cambiar las estaciones del año, regulan la
distribución de esas funciones dentro de la familia y el tiempo que los
individuos que la componen han de trabajar. Pero aquí, el gasto de las fuerzas
individuales de trabajo, graduado por su duración en el tiempo, reviste la
forma lógica y natural de un trabajo determinado socialmente, ya que en este
régimen las fuerzas individuales de trabajo sólo actúan de por sí corno órganos
de la fuerza colectiva de trabajo de la familia.
Finalmente, imaginémonos, para variar, una asociación de
hombres libres que trabajen con medios colectivos de producción y que
desplieguen sus numerosas fuerzas individuales de trabajo, con plena conciencia
de lo que hacen, como una gran fuerza de trabajo social. En esta sociedad se
repetirán todas las normas que presiden el trabajo de un Robinson, pero con
carácter social y no individual. Los productos de Robinson eran todos producto
personal y exclusivo suyo, y por tanto objetos directamente destinados a su
uso.
El producto colectivo de la asociación a que nos referimos
es un producto social. Una parte de este producto vuelve a prestar servicio
bajo la forma de medios de producción. Sigue siendo social. Otra parte es
consumida por los individuos asociados, bajo forma de medios de vida. Debe, por
tanto, ser distribuida. El carácter de esta distribución variará según el
carácter especial del propio organismo social de producción y con arreglo al
nivel histórico de los productores. Partiremos, sin embargo, aunque sólo sea a
título de paralelo con el régimen de producción de mercancías, del supuesto de
que la participación asignada a cada productor en los medios de vida depende de
su tiempo de trabajo. En estas condiciones, el tiempo de trabajo representaría,
como se ve, una doble función. Su distribución con arreglo a un plan social
servirá para regular la proporción adecuada entre las diversas funciones del
trabajo y las distintas necesidades.
De otra parte y simultáneamente, el tiempo de trabajo
serviría para graduar la parte individual del productor en el trabajo colectivo
y, por tanto, en la parte del producto también colectivo destinada al consumo.
Como se ve, aquí las relaciones sociales de los hombres con su trabajo y los
productos de su trabajo son perfectamente claras y sencillas, tanto en lo
tocante a la producción como en lo que se refiere a la distribución. Para una
sociedad de productores de mercancías, cuyo régimen social de producción
consiste en comportarse respecto a sus productos como mercancías, es decir como
valores, y en relacionar sus trabajos privados, revestidos de esta forma
material, como modalidades del mismo trabajo humano, la forma de religión más
adecuada es, indudablemente, el cristianismo, con su culto del hombre
abstracto, sobre todo en su modalidad burguesa, bajo la forma de
protestantismo, deísmo, etc.
En los sistemas de producción de la antigua Asia y de otros
países de la Antigüedad, la transformación del producto en mercancía, y por
tanto la existencia del hombre como productor de mercancías, desempeña un papel
secundario, aunque va cobrando un relieve cada vez más acusado a medida que
aquellas comunidades se acercan a su fase de muerte. Sólo enquistados en los
intersticios del mundo antiguo, como los dioses de Epicuro o los judíos en los
poros de la sociedad polaca, nos encontramos con verdaderos pueblos
comerciales.
Aquellos antiguos organismos sociales de producción son
extraordinariamente más sencillos y más claros que el mundo burgués, pero se
basan, bien en el carácter rudimentario del hombre ideal, que aún no se ha
desprendido del cordón umbilical de su enlace natural con otros seres de la
misma especie, bien en un régimen directo de señorío y esclavitud.
Están condicionados por un bajo nivel de progreso de las fuerzas
productivas del trabajo y por la natural falta de desarrollo del hombre dentro
de su proceso material de producción de vida, y, por tanto, de unos hombres con
otros y frente a la naturaleza. Esta timidez real se refleja de un modo ideal
en las religiones naturales y populares de los antiguos. El reflejo religioso
del mundo real sólo podrá desaparecer para siempre cuando las condiciones de la
vida diaria, laboriosa y activa, representen para los hombres relaciones claras
y racionales entre si y respecto a la naturaleza. La forma del proceso social
de vida, o lo que es lo mismo, del proceso material de producción, sólo se
despojará de su halo místico cuando ese proceso sea obra de hombres libremente
socializados y puesta bajo su mando consciente y racional.
Mas, para ello, la sociedad necesitará contar con una base
material o con una serie de condiciones materiales de existencia, que son, a su
vez, fruto natural de una larga y penosa evolución. La economía política ha
analizado, indudablemente, aunque de un modo imperfecto,7 el concepto del
valor y su magnitud, descubriendo el contenido que se escondía bajo estas
formas. Pero no se le ha ocurrido preguntarse siquiera por qué este contenido
reviste aquella forma, es decir, por qué el trabajo toma cuerpo en el valor y
por qué la medida del trabajo según el tiempo de su duración se traduce en la
magnitud de valor del producto del trabajo.8
Trátase de fórmulas que llevan estampado en la frente su estigma de fórmulas
propias de un régimen de sociedad en que es el proceso de producción el que
manda sobre el hombre, y no éste sobre el proceso de producción; pero la
conciencia burguesa de esa sociedad las considera como algo necesario por
naturaleza, lógico y evidente como el propio trabajo productivo. Por eso, para
ella, las formas preburguesas del organismo social de producción son algo así
como lo que para los padres de la Iglesia, v. gr., las religiones anteriores a
Cristo.9
Hasta qué punto el fetichismo adherido al mundo de las
mercancías, o sea la apariencia material de las condiciones sociales del
trabajo, empaña la mirada de no pocos economistas, lo prueba entre otras cosas
esa aburrida y necia discusión acerca del papel de la naturaleza en la
formación del valor de cambio.
El valor de cambio no es más que una determinada manera
social de expresar el trabajo invertido en un objeto y no puede, por tanto,
contener materia alguna natural, como no puede contenerla, v. gr., la
cotización cambiaria. La forma mercancía es la forma más general y rudimentaria
de la producción burguesa, razón por la cual aparece en la escena histórica muy
pronto, aunque no con el carácter predominante y peculiar que hoy día tiene;
por eso su fetichismo parece relativamente fácil de analizar.
Pero al asumir formas más concretas, se borra hasta esta
apariencia de sencillez. ¿De dónde provienen las ilusiones del sistema
monetario? El sistema monetario no veía en el oro y la plata, considerados como
dinero, manifestaciones de un régimen social de producción, sino objetos
naturales dotados de virtudes sociales maravillosas. Y los economistas
modernos, que miran tan por encima del hombro al sistema monetario ¿no caen también,
ostensiblemente, en el vicio del fetichismo, tan pronto corno tratan del
capital? ¿Acaso hace tanto tiempo que se ha desvanecido la ilusión fisiocrática
de que la renta del suelo brotaba de la tierra, y no de la sociedad? Pero no
nos adelantemos y limitémonos a poner aquí un ejemplo referente a la propia
forma de las mercancías.
Si éstas pudiesen hablar, dirían: es posible que nuestro
valor de uso interese al hombre, pero el valor de uso no es atributo material
nuestro. Lo inherente a nosotras, como tales cosas, es nuestro valor. Nuestras
propias relaciones de mercancías lo demuestran. Nosotras sólo nos relacionamos
las unas con las otras como valores de cambio. Oigamos ahora cómo habla el
economista, leyendo en el alma de la mercancía: el valor (valor de cambio) es
un atributo de las cosas, la riqueza (valor de uso) un atributo del hombre. El
valor, considerado en este sentido, implica necesariamente el cambio; la
riqueza, no.10
“La riqueza (valor de uso) es atributo del hombre; el valor,
atributo de las mercancías. Un hombre o una sociedad son ricos; una perla o un
diamante son valiosos... Una perla o un diamante encierran valor como tal perla
o diamante.” 11 Hasta hoy, ningún químico ha logrado descubrir valor de
cambio en el diamante o en la perla. Sin embargo, los descubridores económicos
de esta sustancia química, jactándose de su gran sagacidad crítica, entienden
que el valor de uso de las cosas es independiente de sus cualidades materiales
y, en cambio, su valor inherente a ellas. Y en esta opinión los confirma la
peregrina circunstancia de que el hombre realiza el valor de uso de las cosas
sin cambio, en un plano de relaciones directas con ellas, mientras que el valor
sólo se realiza mediante el cambio, es decir, en un proceso social. Oyendo esto,
se acuerda uno de aquel buen Dogberry, cuando le decía a Seacoal, el sereno: “La traza y la figura las dan las
circunstancias, pero el saber leer y escribir es un don de la naturaleza.”12
Notas
1
Recuérdese cómo China y las mesas
rompieron a bailar cuando todo el resto del mundo parecía estar tranquilo...
pour
encourager les autres. (12)
2
Nota a la 2° ed. Los antiguos germanos calculaban las
dimensiones de una yugada de tierra por el trabajo de un día, razón por la cual
daban a la fanega el nombre de Tagwek (o Tagwanne) (jurnale o jurnalis,
terra jurnalis, jurnalis o diornalis, en latín), Mannwerk, Mannshraft,
Mannsmahd, Mannshauet, etc.
Véase
Jorge Luis von Maurer, Einleitung zur Geschichte der Mark–, Hof–, ustv,
Verfassung, Munich, 1854, pp. 128 s.
3
Nota a la 2° ed. Por tanto, cuando Galiani dice que
el valor es una relación entre personas (“la ricchezza é una ragione tra due
persone”), debería añadir: disfrazada bajo una envoltura material (Galiani, Della
Moneta, p. 220, t. III de la Colección “Scrittori Classic Italiani di
Economía Política”, dirigida por Custodi. Parte Moderna. Milán, 1803).
4“¿Qué pensar de una ley que sólo puede imponerse a través de revoluciones
periódicas? Trátase, en efecto, de una ley natural basada en la inconsciencia
de los interesados”. (Federico Engels, “Apuntes para una crítica de la economía
política”, en Deutsch–Franzosische Jahrbücher, dirigidos por Arnold
Ruge y Carlos Marx, París, 1844.)
5 Nota a la 2° ed. Tampoco en Ricardo falta la consabida estampa
robinsoniana. “Al pescador y al cazador primitivos nos los describe
inmediatamente cambiando su pescado y su caza como poseedores de mercancías,
con arreglo a la proporción del tiempo de trabajo materializado en estos valores de cambio, E incurre en el
anacronismo de presentar a su cazador y pescador primitivos calculando el valor
de sus instrumentos de trabajo sobre las tablas de anualidades que solían
utilizarse en 1817 en la Bolsa de Londres. Los 'paralelogramos del señor Owen' parecen ser
la única forma de sociedad que este autor conoce, fuera de la burguesa.”
(Carlos Marx, Contribución a la crítica, etc., pp. 38 y 39.)
6 Nota a la 2° ed. “Es un prejuicio ridículo, extendido en estos últimos
tiempos, el de que la forma de la propiedad colectiva natural sea una forma
específicamente eslava, más aún, exclusivamente rusa. Es la forma primitiva que
encontramos, como puede demostrarse, entre los romanos, los germanos y los
celtas, y todavía hoy los indios nos podrían ofrecer todo un mapa con múltiples
muestras de esta forma de propiedad, aunque en estado ruinoso algunas de ellas.
Un estudio minucioso de las formas asiáticas, y especialmente de las formas indias de
propiedad colectiva, demostraría cómo de las distintas formas de la propiedad
colectiva natural se derivan distintas formas de disolución de este régimen.
Así por ejemplo, los diversos tipos originales de propiedad privada romana y
germánica tienen su raíz en diversas formas de la propiedad colectiva india”.
(Carlos Marx, Contribución a la crítica, etc., p. 10.)
7 Cuán insuficiente es el análisis que traza Ricardo de la magnitud del
valor –y el suyo es el menos malo – lo veremos en los libros tercero y cuarto
de esta obra. Por lo que se refiere al valor en general, la economía política
clásica no distingue jamás expresamente y con clara conciencia de lo que hace
el trabajo materializado en el valor y el que toma cuerpo en el valor de uso de
su producto. De hecho, traza, naturalmente, la distinción, puesto que en un
caso considera el trabajo cuantitativamente y en otro caso desde un punto de vista cualitativo. Pero no
se le ocurre pensar que la simple diferencia cuantitativa de varios trabajos
presupone su unidad o igualdad cualitativa, y por tanto, su reducción a trabajo
humano abstracto. Ricardo, por ejemplo, se muestra de acuerdo con Destutt de Tracy, cuando dice:
“Siendo evidente que no tenemos más riqueza originaria que nuestras capacidades
físicas y espirituales, el uso de estas capacidades, una cierta especie de
trabajo, constituye nuestro tesoro originario; este uso es el que crea todas las cosas a
que damos el nombre de riquezas... Además, es evidente que todas esas cosas no representan más que el trabajo que
las ha creado, y si poseen un valor, o incluso dos valores distintos, es
gracias al del (al valor del) trabajo de que brotan.” ([Destutt de Tracy,
Eléments d'ideologie IV y V partes, París, 1826, pp. 35 y 36].
Véase Ricardo, The Principles
of Political Economy, 3° ed., Londres, 1821, p. 334.) Advertimos de
pasada que Ricardo atribuye a Destutt un sentido profundo que es ajeno a él. Es
cierto que Destutt dice, de una parte, que todas aquellas cosas que forman la
riqueza “representan el trabajo que las ha creado”, pero por otra parte dice
que obtienen sus “dos valores distintos” (el valor de uso y el valor de cambio)
del “valor del trabajo”. Cae por tanto en la simpleza de la economía vulgar, al
presuponer el valor de una mercancía (aquí, el trabajo) para luego determinar,
partiendo de él, el valor de las demás. Ricardo le interpreta en el sentido de
que tanto el valor de uso como el valor de cambio representan trabajo (trabajo
y no valor de éste). Pero ni él mismo distingue el doble carácter del trabajo,
representado de ese doble modo, como lo demuestra el que en todo el capítulo
titulado “El valor y la riqueza, sus características distintivas”, no hace más
que darle vueltas, fatigosamente, a las vulgaridades de un J. B. Say. Por eso,
al terminar, se muestra completamente asombrado de que Destutt esté de acuerdo
con él acerca del trabajo como fuente del valor, entendiéndose al mismo tiempo
con Say al definir el concepto de éste.
8 Uno de los defectos fundamentales de la economía política clásica es el
no haber conseguido jamás desentrañar del análisis de la mercancía, y más
especialmente del valor de ésta, la forma del valor que lo convierte en valor
de cambio. Precisamente en la persona de sus mejores representantes, como Adam Smith y
Ricardo, estudia la forma del valor como algo perfectamente indiferente o
exterior a la propia naturaleza de la mercancía. La razón de esto no está
solamente en que el análisis de la magnitud del valor absorbe por completo su
atención. La causa es más honda. La forma de valor que reviste el producto del
trabajo es la forma más abstracta y, al mismo tiempo, la más general del
régimen burgués de producción, caracterizado así corno una modalidad específica
de producción social y a la par, y por ello mismo, como una modalidad
histórica. Por tanto, quien vea en ella la forma natural eterna de la
producción social, pasará por alto necesariamente lo que hay de específico en
la forma del valor y, por consiguiente, en la forma mercancía, 'que, al
desarrollarse, conduce a la forma dinero, a la forma capital, etc.' He aquí por
qué aun en economistas que coinciden totalmente en reconocer el tiempo de
trabajo como medida de la magnitud del valor nos encontramos con las ideas más
variadas y contradictorias acerca del dinero, es decir, acerca de la forma
definitiva en que se plasma el equivalente general. Así lo revelan, por
ejemplo, de un modo palmario, los estudios acerca de los Bancos, donde no
bastan esas definiciones del dinero hechas de lugares comunes.
De aquí que surgiese, por antítesis, un sistema
mercantilista restaurado (Ganith, etc.), que no ve en el valor más que la forma
social, o más bien su simple apariencia, desnuda de toda sustancia. Y, para
decirlo de una vez por todas, advertiré que yo entiendo por economía política
clásica toda la economía que, desde W. Petty, investiga la concatenación
interna del régimen burgués de producción, a diferencia de la economía vulgar,
que no sabe más que hurgar en las concatenaciones aparentes, cuidándose tan
sólo de explicar y hacer gratos los fenómenos más abultados, si se nos permite
la frase, y mascando hasta convertirlos en papilla para el uso doméstico de la
burguesía los materiales suministrados por la economía científica desde mucho
tiempo atrás, y que por lo demás se contenta con sistematizar, pedantizar y
proclamar como verdades eternas las ideas banales y engreídas que los agentes
del régimen burgués de producción se forman acerca de su mundo, corno el mejor
de los mundos posibles.
9 “Los economistas tienen un modo curioso de proceder. Para ellos, no hay
más que dos clases de instituciones: las artificiales y las naturales. Las
instituciones del feudalismo son instituciones artificiales; las de la
burguesía, naturales. En esto se parecen a los teólogos, que clasifican también
las religiones en dos categorías. Toda religión que no sea la suya propia, es
invención humana: la suya, en cambio, revelación divina. Así, habrá podido
existir una historia, pero ésta termina al llegar a nuestros días.” (Carlos
Marx, Misére de la Philosophie. Reponse á la philosophie de la Misére par
M. Proudhon, 1847, p. 113). Hombre verdaderamente divertido es el señor
Bastiat, quien se figura que los antiguos griegos y romanos sólo vivían del
robo. Mas, para poder vivir del robo durante tantos siglos, tiene que existir
por fuerza, constantemente, algo que pueda robarse, o reproducirse
incesantemente el objeto del robo. Es de creer, pues, que los griegos y los
romanos tendrían también un proceso de producción, y, por tanto, una economía,
en que residiría la base material de su mundo, ni más ni menos que en la
economía burguesa reside la base del mundo actual. ¿0 es que Bastiat piensa,
acaso, que un régimen de producción basado en el trabajo de los esclavos es un
régimen de producción erigido sobre el robo como sistema? Sí lo piensa así, se
situará en un terreno peligroso. Y sí un gigante del pensamiento como
Aristóteles se equivocaba al enjuiciar el trabajo de los esclavos, ¿por qué no
ha de equivocarse también al enjuiciar el trabajo asalariado un pigmeo de la
economía como Bastiat? Aprovecharé la ocasión para contestar brevemente a una
objeción que se me hizo por un periódico alemán de Norteamérica al publicarse,
en 1859, mi obra Contribución a la crítica de la economía política. Este
periódico decía que mi tesis según la cual el régimen de producción vigente en
una época dada y las relaciones de producción propias de este régimen, en una
palabra “la estructura económica de la sociedad, es la base real sobre la que
se alza la supraestructura jurídica y política y a la que corresponden
determinadas formas de conciencia social” y de que “el régimen de producción de
la vida material condiciona todo el proceso de la vida social, política y
espiritual” era indudablemente exacta respecto al mundo moderno, en que
predominan los intereses materiales, pero no podía ser aplicada a la Edad
Media, en que reinaba el catolicismo, ni a Atenas y Roma, donde imperaba la
política. En primer lugar, resulta peregrino que haya todavía quien piense que
todos esos tópicos vulgarísimos que corren por ahí acerca de la Edad Media y
del mundo antiguo son ignorados de nadie. Es indudable que ni la Edad Media
pudo vivir del catolicismo ni el mundo antiguo de la política. Lejos de ello,
lo que explica por qué en una era fundamental la política y en la otra el
catolicismo es precisamente el modo como una y otra se ganaban la vida. Por lo
demás, no hace falta ser muy versado en la historia de la república romana para
saber que su historia secreta la forma la historia de la propiedad territorial.
Ya Don Quijote pagó caro el error de creer que la caballería andante era una
institución compatible con todas las formas económicas de la sociedad.
10 “Value is a property
of things, riches of men. Value, in this sense, necessarily implies exchange,
riches do not”. Observations on certain verbal disputes in Political Economy,
particularly relating to value and to demand and supply. Londres, 1821, p. 16.
11 “Riches are the attribute of man, value is the attribute of
commodities. A man or a community is rich, a pearl or a diamond is valuable...
A pearl or a diamond is valuable as a pearl or a diamond.” S. Bailey, A
Critical Dissertation, etc., p. 165.
12 El autor de las “Observations” y S. Bailey reprochan a Ricardo el haber
convertido el valor de cambio de un valor puramente relativo en algo absoluto.
Todo lo contrario. Es él quien reduce la
aparente relatividad que poseen estos objetos, los diamantes y las perlas por
ejemplo, considerados como valores de cambio, a la verdadera relación que se
esconde detrás de esa apariencia, a su relatividad como simples expresiones que
son del trabajo humano. Y si los ricardianos contestan a Bailey bastante
groseramente, pero sin argumentos decisivos, es sencillamente porque el propio
Ricardo no les orienta acerca del enlace interno que existe entre el valor y la
forma del valor o valor de cambio.
Texto extraído de la versión
electrónica de la segunda edición alemana de El Capital de Karl Marx, publicada en 1873. Capítulo: “El
fetichismo de la mercancía y su secreto”. p.p. 46-58