- La pluralidad y fragmentación de las identidades y
actores sociales en el mundo contemporáneo deberían ser una fuente de pesimismo
político
- Construir una perspectiva política, en las nuevas
condiciones, en la cual el mantener abierta la brecha entre universalidad y
particularidad se vuelve la matriz misma del imaginario político es el
verdadero desafío que enfrenta la democracia contemporánea.
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Foto: Ernesto Laclau |
Ernesto Laclau | Las
discusiones sobre la viabilidad de la democracia en lo que puede ser llamada
una era "posmoderna" ha girado principalmente alrededor de dos temas
centrales: 1) La presente dispersión y fragmentación de los actores políticos,
¿no conspira en contra de la emergencia de identidades fuertes que podrían
operar como puntos nodales para la consolidación y expansión de prácticas
democráticas?; y 2) ¿no es esta misma multiplicidad la fuente de un
particularismo de los objetivos sociales que podría resultar en la disolución
de discursos emancipatorios más abarcadores, considerados como constitutivos
del imaginario democrático? El primer tema está conectado con la creciente conciencia
de las ambigüedades de esos mismos movimientos sociales sobre los cuales se
depositaron tantas esperanzas en los años setenta. No hay duda de que su
aparición implicó una expansión del imaginario igualitario a áreas cada vez más
amplias de las relaciones sociales. Sin
embargo, también se hizo cada vez más
claro que tal expansión no lleva necesariamente a una agregación de la
pluralidad de demandas alrededor de una voluntad colectiva más amplia (en el
sentido gramsciano). Hace algunos años, por ejemplo, en San Francisco, había
una extendida creencia en la potencial formación de un poderoso polo popular, dada
la proliferación de demandas de negros, chicanos y homosexuales.
Nada de esto, sin
embargo, sucedió, entre otras razones porque las demandas de cada uno de estos grupos
chocaban unas con otras. Más aún: ¿no es esta fragmentación de las demandas sociales
la que facilita que el aparato del Estado lidie con ellas de una forma administrativa
- lo que resulta en la formación de redes clientelares capaces de neutralizar
cualquier tipo de apertura democrática? La expansión horizontal de esas demandas,
a las que el sistema político es sensible, conspira contra su agregación vertical
en una voluntad popular capaz de desafiar el orden de cosas existente. Los proyectos
políticos como la "tercera vía" o el "centro radical"
expresan claramente este ideal que implica la creación de un aparato estatal
sensible hasta cierto punto a las demandas sociales, pero que opera como un
instrumento desmovilizador. En cuanto al segundo tema, su formulación va en la
misma dirección. Con el quiebre de los discursos totalizantes de la modernidad,
corremos el riesgo de enfrentarnos con una pluralidad de espacios sociales,
gobernados por sus propios objetivos y reglas de constitución, dejando la
gestión de la comunidad - en un sentido global - en las manos de una
tecnoburocracia situada más allá de cualquier control democrático. Con esto, la
noción de esfera pública, con la cual ha sido vinculada la posibilidad misma de
una experiencia democrática, es seriamente puesta en cuestión. Sólo basta
pensar en la imagen de Lyotard de un espacio social constituido por una
multiplicidad de juegos de lenguaje inconmensurables, en la cual cualquier
mediación entre ellos puede ser sólo concebida como daño, como una
interferencia externa que algunos ejercen sobre los demás.
Estas afirmaciones son, sin embargo, exageradas y
unilaterales. Presentan un cuadro muy optimista de las características de las
experiencias y discursos democráticos clásicas socavadas por la "condición
posmoderna", mientras ignoran las posibilidades de profundizar tales
experiencias que abren las nuevas culturas de la particularidad y la diferencia.
Podríamos, en este sentido, presentar al conjunto de la tradición democrática como
dominado por una ambigüedad esencial: por un lado, la democracia fue el intento
por organizar el espacio político alrededor de la universalidad de la
comunidad, sin jerarquías ni distinciones. El jacobinismo fue el nombre del
primer y más extremo intento por constituir al pueblo como UNO. Por el otro
lado, la democracia ha sido concebida también como la expansión de la lógica de
la igualdad a cada vez más amplias esferas de las relaciones sociales -
igualdad social y económica, igualdad racial, igualdad de género, etc. Desde
este punto de vista, la democracia implica constitutivamente el respeto por las
diferencias. Lo que no se dice es que la unilateralización de cualquiera de
estas tendencias lleva a la perversión de la democracia como régimen político.
La primera se enfrenta con la paradoja de afirmar una universalidad inmediata que,
sin embargo, sólo puede lograrse mediante la universalización de algunas
particularidades dentro de la comunidad. El etnocentrismo implícito que permea
los discursos de varios ruidosos defensores de la razón universal es bien
conocido. Pero la democracia, unilateralmente concebida como el respeto por la diferencia,
igualmente se enfrenta rápidamente con sus propios límites, que amenazan con
transformarla en su opuesto - es decir, puede llevar a la aceptación sin
desafío de las comunidades culturales existentes, ignorando las fuerzas que,
dentro de ellas, luchan por romper con sus estrechos y conservadores límites
culturales.
Algunas secciones de este
trabajo fueron publicadas en ‘Judith
Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Zizek, Contingency, Hegemony, Universality’
(Londres: Verso, 2000). Esta traducción fue publicada en ‘Actuel Marx’, N° 1,
2001, edición argentina. Traducción de Sebastián Barros, revisada por el autor.