- Se reproduce a continuación la versión castellana de un
breve texto inédito de Edward P. Thompson escrito en el marco del Programa
Historia y Sociedad de la Universidad de Minnesota en el año académico
1987-88 con el título informal de “Reflexiones sobre Jacoby y todo eso”.
El ‘working paper’ circuló fotocopiado entre los estudiantes del Programa y
parece solicitado como comentario al bestseller de Russell Jacoby ‘The Last
Intellectuals: American Culture in the Age of Academe’ [Los últimos
intelectuales: la cultura norteamericana en la edad de la academia].
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Foto: Edward P. Thompson |
Se me ha invitado a decir algo sobre las relaciones entre
la escritura, la historia y la política conforme a mi propia experiencia.
[1]
En cierto sentido, hay poco que decir que no resulte obvio. O eso me parece
a mí. Uno escribe historia como historiador y se embarca en la polémica
política como ciudadano, y una cosa no excluye a la otra. En efecto, los dos
papeles pueden solaparse o aun confundirse a veces, pero tampoco significa eso
que se precise de llegar a grandes compromisos. Los modos de salir airoso del
asunto son menos un problema teórico que un problema práctico. Yo estoy
resueltamente en contra de mezclar la docencia con cualquier variante de
proselitismo político, porque eso es aprovecharse injustamente de una posición
de ventaja sobre los estudiantes. Mi impresión, de todas, todas, es que ese
abuso lo suele cometer de manera flagrante, mucho más que la izquierda, una
derecha incautamente habituada a suponer que sus puntos de vista constituyen la
única ortodoxia posible. Pero eso no debe ser excusa para que la izquierda se
ponga a emular abusos de la derecha.
Tal vez parto de este simple punto de vista porque mi padre
fue un escritor: un historiador y un polemista en asuntos que tenían que ver
con la independencia de la India. De manera que la forma “normal” de ir a
trabajar que yo observé en mi infancia consistía en bajar en pantuflas al
estudio con una humeante taza de café en mano. [2] El ruido de la máquina de
escribir era “trabajo”. Mi padre tenía también cierta relación contractual a
tiempo parcial con la Universidad de Oxford, como Lector de bengalí y, luego,
como investigador asociado en Historia de la India; pero sus tareas no eran
demasiado exigentes, de manera que pasaría probablemente por el filtro de la severa
definición de “intelectual” de Russell Jacoby. Él, sin embargo, se
entendía a sí mismo como “escritor”: como poeta, novelista, historiador,
periodista y hombre de letras. Y cuando abría el correo, rebosante de
interminables peticiones para escribir sobre esto, hablar sobre estotro, leer
tal manuscrito o asesorar sobre tal otro (casi siempre de balde), se entendía
también a sí mismo como servus servorum [siervo de los siervos].
Los años en que yo he venido desempeñando un papel
prominente en el movimiento por la paz me han permitido comprender demasiado
bien esa forma de entenderse a sí propio. El mundo está lleno de gente
encantadora y meritoria que, por alguna razón, suponen que un escritor es un
servidor público sin goce de sueldo. A veces, la mitad o más de mi vida laboral
se destina a responder el correo, y la pila de cartas todavía sin respuesta
gravita permanentemente sobre mi mente. Una parte de esa correspondencia hace
al mantenimiento de una buena relación con un público, pero ese público también
puede ser irreflexivamente exigente. La
Trampa-22 del
asunto es que uno nunca llega a conocer a los corresponsales delicados,
precisamente porque tienen demasiado tacto como para inundarte con cartas.
Baste eso como prólogo. Quedan por añadir tan sólo algunos
breves detalles biográficos. Cuando era joven, yo suponía que podría llegar a
ser un Escritor (con mayúscula). Mi primer empleo fue de tutor extramuros,
cargo que desempeñé 17 años en West Yorkshire para la Universidad de Leeds: se
trataba de tutorías externas en la educación de adultos. Volveré sobre eso. Yo
me hice historiador en esa época escribiendo mis libros sobre William Morris y
sobre La formación de la clase obrera en Inglaterra. [3] Dorothy (mi mujer) y
yo andábamos muy metidos en el activismo político: el momento culminante fue el
feroz conflicto dentro (y, luego, fuera) del Partido Comunista (1956) y la
formación y el trabajo editorial para The New Reasoner y la New Left Review. Mi
siguiente puesto de trabajo fue ya dentro de una universidad, la recientemente
fundada Universidad de Warwick: sólo me duró seis años, pero una de sus
recompensas fue la formación de un excelente centro de graduados, especialmente
fuerte en el estudio de la historia social inglesa del siglo XVIII. Luego
dimití (1971) para poder escribir, oportunidad que me brindaba Dorothy, quien
(con los chicos ya un poco crecidos) logró tardíamente entrar en le enseñanza
universitaria, lo que significaba el ingreso de un salario académico regular en
la familia. Mi libertad para ser un intelectual dependía de eso, y tal vez
Jacoby presta poca atención a este tipo de asuntos materiales garbanceros.
Escribir seriamente por cuenta propia no proporciona un sustento. De vez en
cuando, en las dos últimas décadas, hemos recargado nuestra cuenta bancaria y
también nuestros recursos intelectuales aceptando la amable hospitalidad de
universidades norteamericanas, canadienses y otras para enseñar ocasionalmente
o durante cursos enteros. De modo que yo soy medio intelectual y medio
académico. Mi vida de escritor académico se ha visto interferida –y
repetidamente aplazada— por las exigencias de la publicística política
polémica: primero, en defensa de libertades civiles como la integridad del
sistema de jurados populares y en oposición al autoritarismo creciente en Gran
Bretaña; y luego, en representación del movimiento por la paz. Si hay que
distinguir entre el escritor de historia y el escritor político, entonces el
historiador que hay en mí lamenta mucho los años desperdiciados en política: y
nunca más que ahora, cuando me hallo rodeado de obra inacabada y demasiado poco
tiempo por delante. Pero, como ciudadano, no tengo por qué disculparme con el
historiador.
Volvamos a Russell Jacoby, aunque supongo que ya os habéis
hecho una idea suficiente de su posición durante el seminario. A mí, en
general, me gusta su libro. Con una prosa viva y abundancia de ejemplos,
presenta a la cultura académica, no como una solución, sino como un problema.
Tal vez me gusta el libro porque yo mismo he venido sosteniendo tesis parecidas
durante años. En una discusión sobre el papel de la universidad en la educación
de adultos, escribí (en 1968) lo que sigue:
“La cultura educada
superior no está ya aislada de la cultura popular conforme a las viejas
fronteras de clase: pero sigue estando aislada dentro de sus propios muros de
autoestima intelectual y soberbia espiritual. Hay, huelga decirlo, más gentes
que nunca que atraviesan los muros y entran. Pero es un gravísimo error –en el
que sólo pueden caer quienes miran la universidad desde fuera— suponer que,
dentro de los muros, se hallan ardientes protagonistas (…) de valores
intelectuales y culturales. En la buena clase de adultos, la crítica de la vida
se lleva al trabajo o al objeto de estudio. Es natural que esto resulte menos
común entre los estudiantes universitarios corrientes; y buena parte del
trabajo del profesor universitario es del tipo de un charcutero intelectual:
pesar y medir programas de estudio, listas de lecturas o temas de ensayo en pos
del entrenamiento profesional que se pretende. El peligro es que ese tipo de
necesaria tecnología profesional se confunda con la autoridad intelectual: y
que las universidades –presentándose a sí mismas como sindicato de todos los
‘expertos’ en todas las ramas del conocimiento— expropien al pueblo su
identidad intelectual. Y en eso se ven secundadas por los grandes medios
centralizados de comunicación –señaladamente, por la televisión—, que suelen
presentar al académico (¿o tal vez debería hablar de ciertos académicos
fotogénicos?), no como un profesional especializado, sino, precisamente en ese
sentido, como un verdadero ‘experto” en la Vida.” (“Education
and Experience,” págs. 21-22)
Esta no es exactamente la misma queja que la de Jacoby,
porque lo que a él le preocupa es la incapacidad de los académicos para
proyectarse como intelectuales públicos, mientras que lo que a mí me preocupaba
era la expropiación de la vida intelectual de la nación por parte de las
universidades. Pero ambos estamos radicalmente interesados en el intercambio,
en el diálogo entre la academia y el público. Sin embargo, Jacoby presenta el
problema de manera demasiado fácil. A pesar de las salvedades, su libro parece
presentar un autoaislamiento voluntario en el que los intelectuales
comprometidos han terminado optando por el progreso profesional en el cuadro de
los mefíticos vocabularios de las carreras académicas. Es verdad que eso se da
ahora, como se dio en el pasado. En momentos materialistas y horros de heroísmo
eso se dio ya antes. Pero seguramente no es sino la mitad del proceso. Jacoby
no se molesta en inquirir más allá, en indagar en las razones “estructurales”
del autoaislamiento de una categoría de intelectuales: no se pregunta si ese
aislamiento y ese autoencarcelamiento con jerga autopromocional es consecuencia
no menos que causa. ¿No será que las relaciones políticas e intelectuales entre
los intelectuales y el gran público se han visto interrumpidas por cambios en
las tecnologías de la comunicación, o tal vez que, como consecuencia de
ulteriores cambios políticos e ideológicos, los intelectuales se han quedado
hablando consigo mismos o sin tener mucho que decir que sea de interés general?
Llegados a este punto, yo les invitaría a ustedes a echar un
vistazo a dos artículos míos que entraban en ese problema desde distintos
ángulos. El primero, “The Segregation of Dissent” [La segregación del disenso],
fue escrito para la BBC y finalmente rechazado por ella en 1961; terminó
publicándose en un pequeño periódico estudiantil publicado en Oxford, The New
University. [6] El destino final de su publicación parecía la ilustración de su
argumento. El segundo, “The Heavy Dancers” [Los bailarines grávidos] venía a
ser, en cierto modo, una reelaboración del argumento del primero, pero en el
contexto harto más autoritario que se daba veinte años después. [7] Fue un
encargo de una unidad de producción algo osada de una TV comercial que
trabajaba para el ocasionalmente intelectual Chanel Four. Pero la iniciativa no
era tan osada, ni mucho menos, porque el nervio sensible de mi charla –que
tenía que ver con la Guerra de las Malvinas— ya había sido ampliamente enervado
por la victoria de la Señora Thatcher. Durante esa guerra, aun cuando todos los
sondeos de opinión arrojaban entre un 20% y un 25% de la población contraria a
la guerra, la presentación televisiva o radiofónica de argumentación antibélica
habría resultado imposible. Me limito a subrayar ante ustedes la obviedad de
que hay razones estructurales y políticas para el aislamiento de los
intelectuales (si son disidentes). Lo que resulta especialmente obvio en la
Gran Bretaña de las pasadas décadas, con el constantemente creciente
autoritarismo, la absurda obsesión gubernamental con la pseudoseguridad, la
complicidad del poder judicial y la prensa popular decadente. Hay, desde luego,
y lo digo complacido, cierto movimiento de resistencia entre los propios
profesionales de los medios de comunicación –señaladamente, en la televisión—,
pero la Señora Thatcher ya se está ocupando de eso.
A mí me parece que algo similar ha venido ocurriendo en los
EEUU desde el final de la II Guerra Mundial. En la revista Tri-Quaterly (nº 70)
he esbozado una especie de biografía intelectual de vuestro distinguido
compatriota de Mineápolis, el poeta Thomas MGrath, comparándolo con un
movimiento de resistencia desarrollado a través de “samizdat” compuestos con
pequeñas reseñas. [8] Ahora mismo, este distinguido intelectual se encuentra
marginado de la vida académica norteamericana: su obra no figura en los
programas de estudio, ni se discute en la New York Review of Books. ¿No será
que los argumentos de Jacoby son circulares y autoconfirmatorios? No menciona a
McGrath, presumiblemente porque no ha oído hablar de él. ¿Y cuántos
intelectuales habrá que resulten invisibles por las mismas razones? Envié un
manuscrito de mi estudio sobre McGrath a ese fino historiador literario que fue
el último Warren Susman. Su respuesta me resultaó estimulante. Pero en una
cuestión disentía vigorosamente. La cultura de resistencia de los pequeños
periódicos samizdat por todos los EEUU debería considerarse tan “típica” de las
décadas recientes como la cultura “oficial” de la academia y la New York Review
of Books. “Para el historiador cultural”, sostenía Susman, “los hechos
culturales importantes son tanto la tipicidad como la especificidad única de
McGrath”.
Yo no sé cómo lidiar con este problema. Doy todo mi apoyo a
la labor de las revistas minoritarias, y no sabría ni contar las horas, días,
semanas, meses y años de mi vida dedicados a la edición de, a la colaboración
con y a la financiación de ese tipo de publicaciones, desde Our Time hasta el New
Reasoner, desde la New Left Review hasta, hoy mismo, el END Journal. Pero por
importantes que sean estas publicaciones, no resuelven por sí propias el
problema de la comunicación con un público más amplio. Se necesitan ciertos
mecanismos de transmisión o de mediación. Cuando conocí a Wright Mills en los
primeros días de la New Left Review, andaba muy preocupado por este problema.
Creía poder encontrar una solución con el pequeño libro de bolsillo, y
construyó una particular alianza amistosa con Ian Ballantine, de Ballantine
Books, quien planeó poner esa idea por obra sirviéndose de máquinas
expendedoras de libritos de bolsillo en las grandes superficies comerciales a
lo largo de los EEUU: podría llegar a vender hasta 20.000 ejemplares de cada
libro, aun si se limitara a ofrecer una cubierta sobre un cuaderno de páginas
en blanco. (Yo sospecho que si hubiera llegado a poner eso en práctica con
demasiada frecuencia, sus máquinas habrían sido saboteadas.) [El libro de
Wright Mills] Escucha Yanky fue escrito para ese tipo de audiencia de
Ballantine, y (la primera versión de) La imaginación sociológica, así como Las
causas de la III Guerra Mundial, pensaban en una audiencia similar. [9] Recuerdo
claramente haber discutido sobre todo eso con Mills y Ballantine en una finca
rural de una montaña galesa, y yo, desde luego, veía la edición del libro
de bolsillo como un medio “de masas”, como una respuesta a la TV y a la prensa
popular. El problema no es sólo que los productos intelectuales o políticos
compiten pobremente cuando comparten salida comercial con el sensacionalismo,
la pornografía ligera, la novelita de ocasión o aun las guías para
computadores, sino que, en el intento de convertirlos en competidores
efectivos, pueden diluirse sus cualidades intelectuales. Admiré mucho –y sigo
admirando— el ejemplo de Wright Mills. Pero pensaba que Escucha Yanky habría
resultado más eficaz, si no hubiera sido escrito en telegrafés; que La
imaginación sociológica presentaba un argumento demasiado facilón; y que Las
causas de la III Guerra Mundial –que he releído recientemente— arruinaba los
efectos de algunas visiones de notable penetración (que han resistido el paso
del tiempo) al envolverlas en un formato argumentativo pobremente servido por
una prosa asertiva y exclamatoria. La popularización es un tipo especializado
de escritura para el que pocos están dotados, y si un pensador populariza sus
propias ideas, puede terminar sin otro resultado que el de su devaluación.
Lo que pueda suministrar un medio de transmisión de las
ideas disidentes acaso no sea una solución técnica –un periódico popular o una
máquina expendedora de libritos de bolsillo—, sino un movimiento político,
religioso, nacionalista o del tipo que sea. Sí, será gallina o será huevo, pero
a menudo gallina y huevo aparecen juntos: las ideas se popularizan y se difunden
rápidamente, porque: a) la opinión pública ya está preparada para recibirlas; y
b) cierta excitación pública junta a las gentes en asociaciones, clubs,
ejércitos o entusiasmos religiosos, en los que las ideas se debaten
rápidamente. Las ideas radicales pueden mantenerse dormidas por décadas,
derrotadas por la aniquiladora propaganda del statu quo; pero si pueden cambiar
las circunstancias de modo que apunten a una nueva oportunidad, si aparecen
razones para la esperanza, entonces las ideas radicales pueden florecer al
instante y por doquiera. (Aun cuando los primeros 18 meses de reformas del Sr.
Gorbachov se vieron con sospecha y cautela, yo creo que en la Unión Soviética
puede apreciarse ahora en acción esa esperanza que es siempre una potente
fuerza histórica.)
[Esta línea falta en
la copia mimeografiada del manuscrito de Thompson que se está usando para la
traducción] … durante el New Deal, las preocupaciones del común y el
discurso del común se difundieron por todos los EEUU; en Gran Bretaña, una
parte del público llegó a organizar en clubs de préstamo de libros. A fines de
los 50, fenómenos similares llevaron a la fundación de la New Left Review (NLR).
Durante un breve período (tal vez entre 1961 y 1963) tuvimos 20 o más clubs de
la NLR en los grandes centros urbanos: servían como estafetas de entrada y
salida de la revista y como lugares de irradiación para iniciativas políticas
locales. Se trataba tanto de una correa de transmisión como de una audiencia
con una identidad conocida: la sección final del libro de Raymond Williams The
Long Revolution [10] se dirigía tal vez a esa audiencia, lo mismo que (ciertas
partes de) mi libro La formación de la clase obrera en Inglaterra. Pero prestar
servicio a esos clubs representaba una pesada carga para nuestro desbordado
comité editorial, que funcionaba en parte como asesor y en parte como
organizador de un nuevo movimiento de izquierda. Algunos miembros del comité
sentían que su intervención en el movimiento resultaba incompatible con una
actividad intelectualmente congruente de la revista, y varios jóvenes y
brillantes colegas terminaron (a resultas de otras dificultades) por hacerse
con el control de la revista y cortaron de todos los vínculos con los
(deteriorados) clubs, dejando incluso de mencionarles en los créditos de la
revista y purgando al comité editorial de todos los miembros conectados con el
movimiento (¡incluido el minero que luego terminaría siendo secretario general
de la Unión Nacional de Trabajadores Mineros!).
Menciono todo esto, no por echar gárrulamente la lengua a
pacer, sino porque guarda relación con la cuestión de las audiencias y los
cambios registrados en las últimas décadas. Porque si en vuestras estanterías
conserváis la colección de la New Left Review (NLR), podéis examinar todos los
números. El estilo de la revista cambió al cabo de dos o tres números. En vez
de dirigirse a una audiencia activista, con su correspondiente retórica y, a
veces, sensiblería, la NLR empezó a afectar un tono y un formato de rigor,
claramente dirigido a la academia. Su circulación probablemente cayó, pero se
convirtió en una publicación internacional y las bibliotecas universitarias
llegaron a considerarla de tan obligatoria presencia como Past&Present o la
Economic History Review. Consiguió evitar el colapso y consolidarse con una
notable consistencia durante veinticinco años, desarrollando y definiendo una
teoría socialista de la academia. Su audiencia –y su sentido de las relaciones
con la audiencia— es de todo punto diferente de la de vuestra New Masses y de
la de nuestra Left Review de fines de los 30. Su trayectoria parecería
confirmar e ilustrar, en ciertos respectos, la tesis de Jacoby. Pero deberíamos
añadir también que la historia todavía continua. Si la NLR ha sido un laboratorio
académico, aún es posible que sus innovaciones y su influencia lleguen a ser
potentes en la década venidera. Yo no estoy seguro de que eso termine de
gustarme. Como tantas otras cosas que nos circundan por todas partes, la NLR es
el producto de una era excesivamente cerebral y poco creativa. [11]
El movimiento feminista y el movimiento por la paz también
han proporcionado sus propias correas de transmisión para libros e ideas. El
primero parece haber conseguido una audiencia substantiva y permanente. El
segundo ha sido más volátil y se va visto sometido a los vientos de la moda.
Muy notablemente en los EEUU, con las subitáneas alzas y bajas de la audiencia
del Freeze, que se pueden ilustrar con el sensacional éxito del libro de Schell
Fate of the Earth. [12] (Dicho sea de paso: ¿por qué no cuenta Jonathan Schell
entre los “intelectuales” de Jacoby?) Yo he observado oscilaciones parecidas en
Gran Bretaña. La formación de nuestro movimiento constituyó un ejemplo notable
del uso de instrumentos y medios de comunicación premodernos para irrumpir en
un “consenso” manipulado o indiferente u hostil. Nos servimos del panfleto, de
la hoja volandera semanal, de la reunión en la parroquia o en la escuela, de la
manifestación callejera o del piquete, y con efectos tales, que, hacia 1981,
nuestras manifestaciones llegaron a ser lo bastante numerosas y coloridas como
para que los medios de comunicación mayoritarios no pudieran seguir
ignorándolas como si no existieran. Los esfuerzos y las horas de trabajo voluntario
fueron un prodigio difícilmente mantenible durante más de dos o tres años con
ese grado de intensidad. Llegamos a irrumpir en la TV y (con feas distorsiones)
en la peor prensa sensacionalista popular. Ni que decir tiene que al precio de
perder el control directo en la forma de presentabar nuestros argumentos cuando
parecía que éstos triunfaban: nuestras voces pasaron a otros (comentaristas
políticos, animadores mediáticos, locutores) que planteaban sus cuestiones, no
las nuestras. Como es característico en la Gran Bretaña, toda la complejidad de
nuestras propuestas quedaba reducida a sólo dos cuestiones: a favor o en contra
del “unilateralismo”, y “unilateralismo” al modo en que ellos, no nosotros, lo
definían; y –prescindiendo directamente de nuestra política de no alineamiento
y de nuestros múltiples contactos con los “disidentes” del otro lado— a
favor o en contra de las políticas soviéticas. Dada la capacidad de los medios
de comunicación mayoritarios para falsificar y manipular, uno se pregunta si no
habríamos hecho mejor siguiendo ignorados.
A todo eso, he dicho más bien poco sobre mi propia práctica
como escritor político e historiógrafo. Como solté al comienzo, tengo poco que
decir que no resulte evidente; y si he pasado por alto cuestiones significativas,
preguntadme. Una cosa ha sido importante para mí y para algunos de mis colegas.
Mi primer empleo –que duró 17 años— fue en la educación para adultos. Eran
tiempos –inmediatamente después de la Guerra— en los que el movimiento era
vigoroso y contaba con un amplio apoyo popular. Las clases estaban organizadas
por la Asociación de Trabajadores de la Educación, pero los cursos más largos y
formales los conducían tutores extramuros de la universidad o extensiones de
los departamentos universitarios. Esas clases duraban normalmente tres
inviernos de 14 sesiones cada uno, complementadas con escuelas de verano; los
estudiantes se embarcaban en esta considerable tarea (y la mayoría, a plena
satisfacción) con el único propósito de la instrucción propia: no había grado o
diploma al final, y raramente un incentivo vocacional directo. El grueso de los
cursos versaba sobre humanidades o ciencias sociales (teoría económica, asuntos
internacionales, historia, literatura, música). En una buena clase tutorial de
educación para adultos había un diálogo real entre el tutor y los estudiantes,
y un joven tutor como yo mismo tenía que afrontar esa clase con humildad antes
de adquirir experiencia. (En mi primera clase en una aldea minera del Yorkshire
meridional me resultó evidente desde las primeras semanas que no podría ganarme
el respeto de la clase hasta que no hubiera bajado con ellos al pozo local de
la mina.)
Eso era muy distinto de la enseñanza universitaria externa.
Por un lado, los estudiantes tenían poco tiempo para leer lo suficiente, y lo
que alcanzaban a leer eran libros, más que artículos académicos especializados.
(La era de la fotocopia barata todavía no había llegado, y no disponíamos de
revistas académicas encuadernadas en volúmenes en nuestras estanterías.) Pocos
eran capaces de escribir ensayos serios. Pero, por otro lado, el tutor se
esforzaba para exponer ante la clase, tan clara y ecuánimemente como le fuera
posible, el estado de los conocimientos, exposición a la que solía seguir un
tiempo de discusión de otra hora en la que los miembros de la clase
interrogaban al tutor, introducían su propia experiencia –a menudo,
pertinentemente—, y bajo esa luz, avanzaban sus propios juicios. A veces, en
una clase de historia, esos juicios estaban insuficientemente informados, pero
en la clase de literatura –yo enseñaba ambas cosas por igual: otra ventaja de
la educación para adultos— la experiencia del estudiante resultaba superior a
la del tutor, lo que resultaba francamente gratificante.
Esta experiencia de la educación para adultos ha influido
desde luego en una tradición de la historia social en Inglaterra. R.H. Tawney
fue un pionero de las clases de educación tutorial. No sé si los Hammond
participaron en eso también, pero sus libros suenan como si lo hubieran hecho. [13]
La cosa no ofrece duda: esa experiencia influyó en mi sentido de la audiencia
al escribir historia. Mi William Morris y La formación de la clase obrera en
Inglaterra se escribieron con una audiencia en la cabeza compuesta por una
clase para adultos o por activistas políticos. Poco que ver con una audiencia
universitaria interna. De aquí mi descuido del protocolo académico (del que
apenas conocía la etiqueta). He llegado a apreciar la diferencia luego. La
buena recepción de La formación me convirtió en blanco de la crítica académica,
de manera que en mi actividad literaria de las dos ultimas décadas he tenido en
mente también a esa audiencia crítica. Eso ha hecho mi obra más lenta y más
autoconsciente; más cautelosa en el juicio; más puntillosa en relación con el
aparato académico. Tal vez la obra ha ganado en pericia profesional, pero
también ha perdido en otros respectos.
Ha perdido, sobre todo, el sentido del diálogo con un
público. Y puede que eso sea inevitable, debido al aislamiento estructural y al
autoaislamiento de la academia. Se ha hecho más difícil conjugar academia y
público general no especializado. Y en eso todas las partes pierden: los
escritores, la audiencia del público y la academia. Porque la educación de
adultos ofrecía no sólo una salida a la universidad, sino también un ingreso de
experiencia y de crítica. En ese diálogo, aparecían nuevas disciplinas y se
ensayaban experimentos: por ejemplo, determinada historia económica y social
local, determinados temas sociológicos y culturales. Y los profesores se veían
obligados a evitar la jerga profesional introvertida y a dar prioridad a la
difícil tarea de la comunicación. Este diálogo y este “ingreso” de experiencia
es profundamente necesario para la salud intelectual de la propia academia. En
su ausencia, proliferan los escolasticismos y la vida intelectual del público
se ve confiscada por quienes tienen una disposición profesional a teorizar que
los miembros de la elite intelectual (es decir, ellos mismos) son los únicos
agentes libres de la historia, siendo todos los demás meros prisioneros de
estructuras o de determinaciones (conceptuales, o de otro tipo) que les reducen
a no ser otra cosa que enemigos de la intelectualidad o cómplices de sus
victimarios. No es sólo que eso sea falso; es que es un error cargado de
consecuencias. Acepta, en nombre de una teoría supuestamente elevada, nuestra
fracturada vida intelectual; y reproduce las alienaciones. Pero esa es ya otra
historia.
Notas
[1] Se ha mantenido la
ortografía original del manuscrito. Las palabras y los títulos subrayados se
han convertido en cursiva. Todas las notas a pie de página son de Carlos
Aguirre.
[2] Sobre Edward John Thompson (1886-1946), véase E.P.
Thompson, Alien Homage. Edward Thompson and Rabindranath Tagore (Delhi: Oxford
University Press, 1993) y Mary Lago, “India’s Prisoner.” A Biography of Edward
John Thompson, 1886-1946 (Columbia: University of Missouri Press, 2001), así
como Scott Hamilton, The Crisis of Theory. E.P. Thompson, the new left and
postwar British politics (Manchester: Manchester University Press, 2012), págs.
11-21
[3] William Morris: Romantic to Revolutionary (London: Lawrence &
Wishart, 1955) [Traducción castellana en Editorial Destino de Barcelona]; The
Making of the English Working Class (London: Victor Gollancz, 1963) [Nueva
edición castellana reciente, conmemorativa del cincuentenario, en la editorial
madrileña Capitán Swing, con
prólogo de Antoni
Domènech.]
[4] Dorothy Thompson (1923-2011), la mujer de Edward, fue una
historiadora sociasl, autora, entre otras obras, de: TheChartists: Popular
Politics in the Industrial Revolution (New York: Pantheon Books, 1984). Sobre
la relación de Thompson (y otros historiadores) con el Partido Comunista
británico, véase: Harvey J. Kaye, The British Marxist Historians. An
Introductory Analysis( New York:Polity Press, 1984).
[5] E.P. Thompson,
“Education and Experience: Fifth Mansbridge Memorial Lecture” (Leeds 1968),
págs. 21-22. Este textito se incluyó en su libro póstumo The Romantics: England
in a Revolutionary Age (New York: The New Press, 1997), 4-32.
[6] New
University, 6, 1961, 13-16, reproducido en Writing by Candlelight (London: The
Merlin Press, 1980), 1-10
[7] “The Heavy Dancers of the Air”, New Society, 11,
Noviembre 1982, 243-7, reproducido en The Heavy Dancers (London: The
Merlin Press, 1985), 1-11
[8] E.P. Thompson, “Homage to Thomas McGrath,” TriQuarterly,
70 (Primavera 1987), 116-17.
[9] C. Wright Mills, Listen Yankee: The Revolution
in Cuba (New York: Ballantine Books, 1960); The Sociological Imagination (New
York: Oxford University Press, 1959); The Causes of World War Three (London:
Secker & Warburg, 1958).
[10] Raymond Williams, The Long Revolution (London:
Chato and Windus, 1961).
[11] La historia de la New Left Review ha sido
estudiada por Duncan Thompson en: Pessimism of the Intellect?: A History of the
New Left Review (London: Merlin Press, 2006).
[12] Jonathan Schell, The
Fate of the Earth (New York: Knopf, 1982). EPT se refiere aquí al movimiento
“Freeze” contra las armas nucleares. Véase al respecto: Alexander Cockburn y
James Ridgeway, “The Freeze Movement versus Reagan,” New Left Review, 137,
Enero-Febrero 1983.
[13] Thompson se refiere a John Lawrence y Barbara Hammond,
autores de numerosos y muy influyentes libros de historia social durante las
tres primeras décadas del siglo XX. Véase al respecto: Stewart Angas
Weaver, The Hammonds: A Marriage in History (Stanford: Stanford
University Press, 1998).
Edward P. Thompson fue el
historiador social más importante de la segunda mitad del siglo XX y el
pensador marxista más interesante y renovador del mundo angloparlante.
Traducción del inglés por Antoni Doménech