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Karl Marx ✆ Foto John Jabez Edwin Mayall 24-08-1875
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Franz Mehring
Como había hecho a fines de 1853, después de los últimos
estertores de la Liga Comunista, Marx, ahora, al final del año 1863, se retiró a su cuarto de trabajo.
Pero esta vez, para el resto de su vida. Se ha dicho que sus últimos diez años
fueron “una lenta agonía”, pero esto
es un poco exagerado. Es cierto que las luchas que siguieron a la represión de
la Comuna infligieron grave quebranto a su salud; durante el otoño de 1853
sufrió mucho de la cabeza y estuvo expuesto al peligro bastante inminente de
una embolia. Aquel estado cerebral de depresión crónica le incapacitaba para
trabajar y le quitaba las ganas de escribir; si se hubiese mantenido mucho tiempo,
podría haber acarreado consecuencias graves. Pero Marx se repuso después de
varias semanas de tratamiento en manos de un médico de Manchester, llamado
Gumpert, amigo suyo y de Engels, en quien tenía absoluta confianza.“
Por consejo de Gumpert se decidió á ir a tomar las aguas de Karlstad
en el año 1864, cosa que hizo también en los dos siguientes; en 1867 eligió,
por variar, el balneario de Neuenjahr; los dos atentados que sobrevinieron
contra el emperador de Alemania en el año 1878 y la batida contra los
socialistas que los siguió le cerraron las fronteras del Continente. Pero las
tres temporadas de aguas de Karlstad le habían sentado “a la maravilla”,
curándole casi por completo de su viejo padecimiento del hígado. Sólo le
quedaban las molestias crónicas del estómago y las depresiones nerviosas, que
se traducían en dolores de cabeza y sobre todo en un insomnio pertinaz. Estos
trastornos desaparecían más o menos radicalmente después de pasar una temporada
de verano en cualquier balneario o lugar de descanso, para reproducirse con
mayor algidez ya entrado el invierno. Para restaurar por completo su salud tenía que haberse
entregado al descanso a que sin duda alguna le había hecho acreedor al
acercarse a los sesenta años toda una vida de trabajo y sacrificio.
Pero no había
que pensar en esto, siendo el quién era. Afanoso de sacar adelante su obra científica
maestra, se entrego con ardoroso celo a los estudios cuyos horizontes se habían
ido dilatando poco a poco.
“Para un hombre que como el tenia que analizar los orígenes históricos
y las condiciones previas de todo —dice Engels, hablando de esto—, era natural
que cada problema entrañase, por concreto que fuese, toda una serie de
problemas nuevos. La prehistoria, la agronomía, el régimen ruso y
norteamericano de la propiedad territorial, la geología, etc., todo lo estudia
a fondo para construir con una integridad, como jamás hasta el había intentado
nadie, el capitulo del tercer tomo que trata de la renta del suelo. Además de
los idiomas germánicos y latinos, que ya leía en su totalidad, se puso a
estudiar la vieja lengua eslava, el ruso y el serbio.”
Y esto, con ser mucho, no era más que la mitad de su labor
diaria, pues Marx, aunque se hubiese retirado de la política activa, seguía
interviniendo con igual celo en el movimiento obrero europeo y americano. Mantenía
correspondencia con casi todos los dirigentes de los diversos países, que no
daban ningún paso importante sin antes consultarle, siempre que ello fuese
posible; poco a poco, iba convirtiéndose en el consejero acuciosamente
solicitado y siempre dispuesto del proletariado militante.
Liebknecht nos pinta al Marx de mediados de siglo; este de
los años 70 y siguientes aparece retratado muy sugestivamente en las páginas de
Lafargue, su yerno. Su organismo, dice, tenía que haber sido de una constitución
vigorosísima, para poder resistir aquella vida extraordinaria y aquel agotador
trabajo intelectual. “Y era, en efecto,
hombre muy vigoroso, de estatura más que mediana, ancho de hombros, pecho
fornido y miembros bien proporcionados, si bien el torso era un poco largo en comparación
con las piernas, como suele acontecer en la raza judía.” No solo en la raza
judía; el cuerpo de Goethe tenía un armazón parecido; también él se contaba
entre los “gigantes de sentados”,
como el pueblo suele denominar a estas figuras que por tener un torso
desproporcionadamente largo parecen, estando sentadas, mayores de lo que son.
Si Marx, en sus años mozos, hubiera practicado la gimnasia, habría
llegado a ser, a juicio de Lafargue, un hombre de vigor extraordinario. Pero el
único ejercicio físico que había practicado con cierta regularidad era el
paseo; podía recorrer, charlando, varios kilómetros o escalar una cumbre sin
experimentar la menor fatiga. Pero de ordinario tampoco hacía uso de estas
facultades más que para pasear de un extremo a otro de su cuarto de trabajo
poniendo en orden sus pensamientos; desde la puerta hasta la ventana, la
alfombra de su despacho estaba atravesada por una faja desgastada de tanto
pisar, como sendero trillado en una pradera.
Aunque no entraba nunca en la cama hasta altas horas de la
noche, por la mañana estaba siempre en pie de ocho a nueve, bebía su taza de café
negro, leía los periódicos, y se metía en su cuarto de trabajo, del que no
salia hasta media noche o de madrugada más que para comer y cenar, o para dar
un paseo camino de Hempstead Heath, al atardecer, cuando el tiempo lo permitía;
por de día, se echaba a veces en su sofá a dormir una o dos horillas. SI
trabajo era su verdadera pasión, hasta el punto de que muchas veces se olvidaba
de comer sobre los libros. Su estomago pagaba las costas de este imponente
trabajo cerebral. Comía muy poco y sin apetito, procurando combatir la
inapetencia con alimentos fuertemente salados, jamón, arenques, caviar y pickles. Tampoco era un gran
bebedor, aunque no tuviese nada de abstemio, ni, como hijo que era del Rin,
rechazase un buen vaso de vino cuando venía a cuento. En cambio, era un fumador
empedernido y un dilapidador incurable de cerillas; siempre decía que “El Capital” no le daría ni para
pagar los cigarros fumados mientras lo escribía. Y como en los largos años de
penuria había tenido que contentarse con fumar porquerías, esta pasión por el
tabaco acabó por dañar a su salud, y el médico hubo de prescribirle reiteradas
veces que la dejase.
Marx acudía a buscar reposo y deleite para su espíritu a la
bella literatura, que fue toda su vida su gran refugio. Poseía una cultura
literaria extensísima, sin que jamás la sacase a relucir ostentosamente; sus
obras apenas la delatan, con la única excepción de la polémica contra Vogt,
donde despliega al servicio de sus fines artísticos una serie numerosa de citas
tomadas de todas las literaturas europeas. Y así como su obra científica
capital refleja toda una época, sus favoritos literarios eran los grandes
poetas universales con cuyas creaciones ocurre lo mismo: desde Esquilo y Homero
hasta Goethe, pasando por el Dante, Shakespeare y Cervantes. A Esquilo lo leía,
según nos cuenta Lafargue, una vez al año en su texto original; siempre se
mantuvo leal a sus clásicos griegos, y hubiera arrojado a latigazos del templo
a esas míseras almas de mercaderes que siembran en los obreros el odio hacia la
cultura de la antigüedad clásica.
Sus conocimientos de literatura alemana se remontaban hasta
la Edad Media. Entre los modernos, sentía predilección, después de Goethe, por
Heine; a Schiller parece haberle tomado cierta ojeriza en su juventud, en
aquellos tiempos en que los buenos burgueses alemanes se entusiasmaban con el
“idealismo” más o menos bien interpretado de este poeta, cosa que para Marx no podía
significar más que una confusión de la necia miseria con la miseria
superabundante. Después de separarse definitivamente de Alemania, Marx no pareció
haberse preocupado gran cosa de la literatura alemana; no cita nunca ni
siquiera a aquellos dos o tres autores que hubieran sido, tal vez, acreedores a
su atención, como Hebbel o Schopenhauer; en cuanto a los desafueros cometidos
con la mitología alemana por Ricardo Wagner, tenían que merecer su fustigadora reprobación.
Entre los franceses, ponía muy alto a Diderot; para él, el “Sobrino de Rameau” era una obra maestra
única. Esta admiración hacíase extensiva a la literatura racionalista francesa
del siglo XVII, de la que Engels dice en alguna parte que es el fruto supremo
del espíritu francés, así en la forma como en lo tocante al contenido; que, por
lo que al contenido se refiere, sigue ocupando un lugar muy alto a los ojos de
todo el que conozca el estado de la ciencia en aquella época, y en cuanto a la
forma no ha sido todavía superada. Era natural que Marx repudiase a los románticos
franceses; Chateaubriand, con su falsa profundidad, sus exageraciones
bizantinas, su policroma coquetería sensiblera, en una palabra con su
mescolanza de mentiras sin igual, le repugno siempre. Le entusiasmaba, en
cambio, la “Comedia humana” de
Balzac, pues no en vano captaba toda una época entre sus mallas novelescas, y
hablaba de escribir acerca de ella cuando pusiese termino a su obra magna; pero
este plan, como tantos otros, hubo de quedarse en propósito.
Cuando se hubo instalado definitivamente en Londres paso a
primer plano, en sus aficiones literarias, la literatura inglesa, y en ella
descollaba por encima de todas la figura imponente de Shakespeare, a quien la
familia toda de Marx rendía un verdadero culto. Desgraciadamente, Marx no llego
nunca a expresarse acerca de la actitud de este autor frente a los problemas de
su época. En cambio, decía de Byron y de Shelley que quien amase y comprendiese
a estos poetas tenía que alegrarse de que Byron hubiese muerto a los treinta y
seis anos, pues de vivir más hubiera llegado a ser un burgués reaccionario, y
por el contrario, lamentara que Shelley hubiese encontrado la muerte en edad
tan temprana, siendo como era un revolucionario de los pies a la cabeza, que habría
figurado siempre en la vanguardia del socialismo. Marx tenía también en gran
estima las novelas inglesas del siglo XVIII, sobre todo el “Tom Jones” de Fieldings, que era
asimismo, a su modo, la imagen de un mundo y de una época; pero también
reconocia que ciertas novelas de Walter Scott eran un modelo en su género.
Marx, en sus opiniones literarias se desnudaba de todo
prejuicio político y social, como lo demuestran sus mismas preferencias por
Shakespeare y por Walter Scott, lo cual no quiere decir que estuviese de
acuerdo con esa “estética pura”, tan propensa a confundirse con el
indiferentismo, por no decir el enservilecimiento, en política. También en esto
era un hombre cabal, un espíritu original e independiente que repugnaba toda
receta. No desdeñaba de antemano ninguna lectura, ni hacía ascos a esos libros
ante los que se santiguan tres veces los estetas de profesión. Marx era un
voraz lector de novelas, como Darwin y Bismarck; sentía especial predilección
por los relatos humorísticos y de aventuras; de vez en cuando, descendía desde
Cervantes, Balzac y Fieldings a los novelones de Paul de Kock y Dumas padre,
aquel que tiene sobre su conciencia al “Conde de Montecristo”.
Otro terreno a que Marx solía acudir buscando reposo para su
espíritu, sobre todo en días de gran dolor espiritual o de agudo sufrimiento físico,
eran las matemáticas, que ejercían sobre él un influjo apaciguador. No
entraremos aquí a discutir si es o no cierto que Marx hizo descubrimientos
originales en este campo, como Engels y Lafargue afirman; algunos matemáticos
que han examinado sus manuscritos póstumos no comparten esta opinión.
Mas no se crea que Marx era como el fámulo de Fausto que,
recluido en su museo, no había visto jamás el mundo, ni desde lejos en un día
de fiesta; como tampoco era ningún Fausto en cuyo pecho anidasen dos almas. “Trabajar para el mundo” era una de sus
frases favoritas; decía que quien tuviese la suerte de poder consagrarse a la
ciencia debía poner también sus conocimientos al servicio de la humanidad. Y
esto era lo que mantenía caliente la sangre de Marx en sus venas y lo que infundía
vigor al tuétano de sus huesos. En el seno de su familia y entre sus amigos era
siempre el conversador más alegre e ingenioso, sobre cuyo ancho pecho corría la
risa a raudales, y quien acudía a visitar al “doctor terrorista rojo”, como
algunos llamaban a Marx desde los sucesos de la Comuna, no se encontraba con un
sombrío fanático ni con un sonador recluido en la jaula de su cuarto de
estudio, sino con un verdadero hombre de mundo con quien se podía conversar
agradablemente y con provecho de cualquier tema interesante.
Lo que con tanta frecuencia sorprende a quien lee sus cartas: la facilidad con
que esta rica inteligencia pasaba insensiblemente de sus esplendidas tensiones
de cólera tempestuosa a las aguas profundas, pero serenas, del análisis filosófico,
parece que producía también profunda impresión en quienes le oían. He aquí cómo
se expresa, por ejemplo, Hyndman acerca de sus conversaciones con Marx:
“Cuando hablaba, con
una violenta indignación, de la política del Partido liberal, sobre todo de su política
irlandesa, los ojuelos de aquel viejo guerrero, muy hundidos en sus cuencas,
nariz y todo el rostro cobraban un visible estremecimiento de pasión, y de sus
labios brotaba un torrente de palabras condenatorias que acreditaba a la par el
fuego de su temperamento y el dominio maravilloso que poseía de nuestro idioma.
El contraste entre su modo de comportarse cuando la indignación le sacudía y el
que adoptaba cuando pasaba a exponer sus ideas acerca de los fenómenos económicos
de la época, era muy marcado. Sin esfuerzo ninguno visible, pasaba del papel
del profeta y acusador inflexible al del sereno filosofo, y yo comprendí desde
el primer momento que tenían que pasar muchos años antes de que dejase de ser,
en aquel terreno, el discípulo que oye al maestro.”
Marx seguía manteniéndose retraído, como siempre, de todo
trato con la que llaman “sociedad”, a pesar de que en los sectores burgueses su
nombre era mucho más conocido que veinte años antes. A Hyndman, por ejemplo, le
había llamado la atención acerca de un diputado conservador. Pero su casa era,
en la década del sesenta, un centro de reunión frecuentadísimo, otra “posada de
la justicia” para los fugitivos de la Comuna, que acudían allí en busca de
ayuda y de consejos, y siempre los encontraban. Claro que aquel tropel inquieto
de huéspedes aportaba también sus molestias y preocupaciones; cuando, poco a
poco, fue desapareciendo, la mujer de Marx, a pesar de todas sus virtudes
hospitalarias, no pudo reprimir un suspiro de satisfacción.
Pero también había sus compensaciones. En el año 1872, Jenny
Marx se caso con Carlos Longuet, que había pertenecido al consejo de la Comuna
y dirigido su periódico oficial. El nuevo yerno no llego a compenetrarse, ni
personal ni políticamente, de modo tan intimo como Lafargue, con la familia de
su mujer, pero era también un hombre de valor. “Cocina, grita y argumenta como siempre —dice en una de sus cartas,
hablando de él, la mujer de Marx— pero
debo decir en honor suyo que ha explicado sus lecciones en el Kings College con
regularidad y a satisfacción de sus superiores.” El feliz matrimonio paso
por la pena de ver morirse tempranamente a su primer hijo, pero pronto les nació
y creció “un muchachote gordo, recio,
esplendido, que era la alegría de toda la familia, sin excluir a la abuela“.
Los Lafargues contábanse también entre los desterrados de la
Comuna y vivían muy cerca de la casa paterna. Habían tenido la desgracia de
perder a dos hijos en edad temprana; abatido por este golpe del infortunio,
Lafargue había renunciado a ejercer la medicina, en la que no se podía
prosperar sin una cierta dosis de charlatanería. “Es una pena que le haya sido infiel al viejo padre Esculapio”,
comenta la mujer de Marx. Abrió un taller fotolitográfico, pero tenía muy poco
trabajo y apenas progresaba, a pesar de que Lafargue, que seguía viéndolo todo
de color de rosa afortunadamente, trabajaba como un verdadero negro y de que su
valerosa mujer le ayudaba de un modo infatigable. Pero era difícil hacer frente
a la concurrencia del gran capital.
Por entonces, la tercera hija encontró también un
pretendiente francés: Lissagaray, que mas tarde había de escribir la historia
de la Comuna en cuyas filas había luchado. Eleonor parece que no le veía con
malos ojos, pero su padre tenía sus dudas respecto a la solidez del
pretendiente, y por fin, después de muchas dudas y vacilaciones, se quedo asi
la cosa.
Marx y su familia volvieron a cambiar de vivienda, una vez más,
en la primavera de 1865 pero sin dejar el barrio; se mudaron al número 41 de
Maitlandpark Road, Haverstock Hill, donde Marx paso los últimos años de su
vida, y donde murió.
El último
año
Marx no sobrevivió a su mujer más que unos quince meses,
pero su vida fue desde entonces más que vida una “lenta agonía”, y Engels no se
equivocaba cuando al morir su mujer, dijo: “También
el Moro ha muerto.”
Como durante este breve periodo los dos amigos estuvieron la
mayor parte del tiempo separados, su correspondencia cobro un último destello,
y en ella vemos desfilar, sombríamente augusto, el último año de la vida de
Marx, que estremece por el relato de las crueles torturas con que el destino
inexorable de los hombres puso también fin a este potente espíritu.
Lo único que ya le ataba a la vida era el ardoroso anhelo de
consagrar las últimas fuerzas que le quedaban a la gran causa a que había
ofrendado toda su vida. “Salgo —escribía
a Sorge el 15 de diciembre de 1881— doblemente
tullido de mi última enfermedad. Moralmente, por la muerte de mi mujer, y físicamente,
porque me ha quedado una hipertrofia de la pleura y una gran irritabilidad de
los bronquios. Tendré necesariamente que perder algún tiempo en maniobras para
reponer un poco de mi salud.” Este tiempo duro hasta el día de su muerte,
pues cuantas tentativas se hicieron para reponer su salud, resultaron fallidas.
Los médicos le enviaron primero a Yentnor, en la isla de
Wight, y luego a Argelia. Llego aquí el 20 de febrero de 1882, con una nueva pleuresía
que cogió con el frio del viaje. Añádase que el invierno y la primavera fueron
tan lluviosos y desapacibles como jamás se habían conocido. No le fue tampoco
mejor en Montecarlo, a donde se traslado el 2 de mayo y a donde llego con una
nueva pleuresía, causada por el frio y la humedad del viaje, encontrándose con
un tiempo malísimo y pertinaz.
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Franz Mehring ✆ Foto: Niemayer |
Hasta comienzos de junio, en que se fue a Argenteuil, al
lado de su yerno Longuet y de su hija, no experimento cierto alivio. A ello contribuiría,
sin duda, la vida de familia; además, le sentaron muy bien las aguas sulfurosas
del cercano balneario de Enghien pues le aliviaron de su bronquitis crónica. También
contribuyeron a levantar bastante su salud las seis semanas que luego paso con
su hija Laura en Vevey, junto al lago de Ginebra. Al volver a Londres, en el
mes de septiembre, tenía mucho mejor aspecto y subió varias veces con Engels,
sin cansarse, la colina de Hampstead, que estaba unos 300 pies más alta que su
casa. Abrigaba la idea de volver a sus trabajos, ahora que los médicos le
autorizaban para pasar el invierno, si no en Londres, a lo menos en la costa
del Sur de Inglaterra. Al amenazar las nieblas de noviembre, se traslado a
Ventnor, donde se encontró con el mismo tiempo que en Argelia y Montecarlo
durante la pasada primavera: niebla y humedad que le valían constantes enfriamientos
y que, en vez de permitirle moverse al aire libre, le condenaban a pasarse los
dias metido en el cuarto, perdiendo fuerzas. No había que pensar en volver a
los trabajos científicos, aunque seguía con vivísimo interés todos los
descubrimientos de la época, aun aquellos que quedaban muy lejos de su campo
.propio, como los experimentos de Deprez en la exposición de electricidad de Múnich.
En general, sus cartas acusan un estado de ánimo de abatimiento y malhumor.
Cuando en el nuevo Partido obrero de Francia empezaron a presentarse síntomas
de las inevitables enfermedades de la infancia de estos partidos, se mostro
descontento con la defensa que sus dos yernos hacían de sus ideas:
“!Que se vayan al diablo Longuet, el último
proudhoniano, y Lafargue, el ultimo bakuninista!” Fue tambien por entonces
cuando se le escapo esa frase satírica que tanto había de airear y en la que
tanto había de edificarse más tarde el mundo de los filisteos, la frase de que
personalmente el, Marx, no tenía nada de marxista.
El 11 de enero de 1883 sobrevino el golpe decisivo: la
inesperada muerte de su hija Jenny. Marx retorno a Londres al día siguiente con
una fuerte bronquitis, complicada con una inflamación de la laringe que casi le
impedía tragar. “Él, que había sabido resistir
siempre con firmeza estoica los más grandes dolores, prefería beberse un litro
de leche (que toda la vida había aborrecido) antes que tragar la cantidad
equivalente de alimento sólido.” En febrero se le presento un absceso en el
pulmón. Las medicinas ya no daban ningún resultado en aquel organismo
atiborrado de medicamentos desde hacia quince meses; para lo único que servían
era para quitarle el apetito y trastornarle las digestiones. El enfermo iba
adelgazando visiblemente de día en día. Sin embargo, los médicos no abandonaban
las esperanzas, pues la bronquitis había desaparecido casi por completo, y ya
le costaba menos trabajo tragar. El desenlace sobrevino inesperadamente. Carlos
Marx se durmió para siempre en su sillón, dulcemente y sin dolores, el 14 de
marzo de 1883.
Quebrantado por el dolor de aquella pérdida irreparable,
Engels comprendió sin embargo que el golpe llevaba el consuelo en sí mismo.
“Tal vez el arte de los
médicos hubiera podido asegurarle durante unos cuantos años mas de vida vegetativa,
la vida de un ser inerme que en vez de morir de una vez va muriendo a pedazos y
que no representa un triunfo más que para los médicos que la sostienen. Pero
nuestro Marx no hubiera podido resistir jamás esta vida. Vivir teniendo delante
tantos trabajos inacabados, con el suplicio tantálico de querer terminarlos y
la imposibilidad de hacerlo, hubiera sido para él mil veces más duro que esta
muerte dulce que acaba de arrebatárnoslo. La muerte, solía decir él con
Epicuro, no es infortunio para quien muere, sino para quien se sobrevive; ver
vegetar tristemente, como una ruina, a este hombre maravilloso y genial, para
gloria de la medicina e irrisión del vulgo a quien tantas veces aplastara
cuando estaba en posesión de sus energías; no, preferimos mil veces verle
muerto, mil veces preferimos llevarle a la tumba, donde duerme ya su mujer.”
El 17 de marzo, un sábado, fue enterrado Carlos Marx junto a
su mujer. La familia, con muy buen sentido, se había negado a aceptar “todo ceremonial”, que no hubiese servido
más que para poner una nota de estridente discordancia en aquella vida. Junto a
la tumba abierta solo se congregaron un punado de leales: Engels, con Lessner y
Lochner, dos viejos camaradas de la Liga Comunista; de Francia habían venido
Lafargue y Longuet; de Alemania, Liebknecht; la ciencia estaba alli
representada por dos hombres de primer rango: el químico Schorlemmer y el
zoologo Ray Lancaster.
He aquí el último saludo que Engels dirigió en inglés al
amigo muerto, resumiendo con una gran sinceridad y veracidad, en palabras
sencillas, lo que Carlos Marx había sido y seguiría siendo siempre para la
humanidad, y sean estas palabras las que pongan fin a nuestro libro:
“El 14 de marzo, a las
tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador viviente.
Apenas le habíamos dejado solo dos minutos, cuando al volver le encontramos
serenamente dormido en su sillón, pero para siempre.
Imposible medir en
palabras todo lo que el proletariado militante de Europa y America, todo lo que
la ciencia histórica pierden en este hombre. Harto pronto se hará sensible el
vacío que abre la muerte de esta imponente figura.
Así como Darwin
descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió
la ley por el cual se rige el proceso de la historia humana; el hecho, muy
sencillo pero que hasta él aparecía soterrado bajo una maraña ideológica, de
que antes de dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión,
etc., el hombre necesita, por encima de todo, comer, beber, tener donde habitar
y con qué vestirse y que, por tanto, la producción de los medios materiales e
inmediatos de vida, o lo que es lo mismo, el grado de progreso económico de
cada pueblo o de cada época, es la base sobre la que luego se desarrollan las
instituciones del Estado, las concepciones jurídicas, el arte e incluso las
ideas religiosas de los hombres de ese pueblo o de esa época y de la que, por
consiguiente, hay que partir para explicarse todo esto y no al revés, como
hasta Marx se venía haciendo.
Pero no es esto todo.
Marx descubre también la ley especial que preside la dinámica del actual
régimen capitalista de producción y de la sociedad burguesa engendrada por él.
El descubrimiento de la plusvalía puso en claro todo este sistema, por entre el
cual se habían extraviado todos los anteriores investigadores, lo mismo los
economistas burgueses que los críticos socialistas.
Dos descubrimientos
como estos parece que debían llenar toda una vida, y con uno solo de ellos
podría considerarse feliz cualquier hombre. Pero Marx dejó una huella personal
en todos los campos que investigó, incluso en el de las matemáticas, y por
ninguno de ellos, con ser muchos, paso de ligero.
Así era Marx en el
mundo de la ciencia. Pero esto no llenaba ni media vida de este hombre. Para
Marx, la ciencia era una fuerza en fusión histórica, una fuerza revolucionaria.
Y por muy grande que fuese la alegría que le causase cualquier descubrimiento
que pudiera hacer en una rama puramente teórica de la ciencia y cuya
trascendencia práctica fue muy remota y acaso imprevisible, era mucho mayor la
que producían aquellos descubrimientos que trascendían inmediatamente a la
industria, revolucionándola o a la marcha de la historia en general. Por eso
seguía con tan vivo interés el giro de los descubrimientos en el campo de la
electricidad, y últimamente los de Marc Deprez.
Pues Marx era, ante
todo y sobre todo, un revolucionario. La verdadera misión de su vida era
cooperar a la emancipación del proletariado moderno, a quien él por vez primera
infundió la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la
conciencia de las condiciones que informaban su liberación. La lucha era su
elemento. Y luchó con una pasión, con una tenacidad y con unos frutos como
pocos hombres los conocieron. La primera “Gaceta del Rin”, en 1842, el
Vorwaerts de Paris, en 1844, la “Gaceta alemana de Bruselas”, en 1847, la
“Nueva Gaceta del Rin”, en 1848 y 49, la New York Tribune, de 1852 a 1861, una
muchedumbre de folletos combativos, el trabajo de organización en las
asociaciones de Paris, Bruselas y Londres, hasta que por último vio surgir como
coronación y remate de toda su obra la gran asociación obrera internacional; su
autor tenía verdaderamente títulos para sentirse orgulloso de estos frutos,
aunque no hubiera dejado ningunos otros detrás de sí.
Así se explica que
Marx fuese el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Todos los
gobiernos, los absolutistas como los republicanos, le desterraban, y no había
burgués, desde el campo conservador al de la extrema democracia, que no le
cubriese de calumnias, en verdadero torneo de insultos. Pero el pisaba por
encima de todo aquello como por sobre una tela de araña, sin hacer caso de
ello, y solo tomaba la pluma para contestar cuando la extrema necesidad lo
exigía. Este hombre mucre venerado, amado, llorado por millones de obreros
revolucionarios como él, sembrados por todo el orbe, desde las minas de Siberia
hasta la punta de California, y bien puedo decir con orgullo que, si tuvo
muchos adversarios, no conoció seguramente un solo enemigo personal.
Su nombre vivirá a lo
largo de los siglos, y con su nombre, su obra.”
Nota
El título es una
ocurrencia del editor. El texto anterior fue extraído del libro “Carlos Marx. Historia de su vida” de Franz Mehring