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Karl Marx en su juventud |
Este un ensayo escrito por Marx para los exámenes escolares en
el Gimnasium Real Frederick William
III en Tréveris, en agosto de 1835. Solo siete páginas del examen de
Marx se han conservado. El ensayo antedicho, para la elección del escritor, un
ensayo en latín sobre el reino de Augusto y un ensayo religioso, un latín
inadvertido, una traducción del griego, una traducción en francés, y un folio
sobre matemáticas.
En el original hay numerosas acotaciones, presumiblemente
hechas por el maestro de historia y filosofía, el entonces director de colegio
del gimnasio, Johann Hugo Wyttenbach, que no se reproducen en la edición
presente. Hizo el comentario siguiente:
«Bastante
bueno. El ensayo es marcado por una riqueza de pensamiento y una narración
sistematizada buena. Pero generalmente el autor aquí ha cometido un error al
buscar expresiones pintorescas detalladas para la elaboración. Por consiguiente
muchos pasajes subrayan la falta de claridad necesaria y de definición; y, a
menudo, la precisión en las expresiones separadas así como en los párrafos
enteros».
*****
La naturaleza, en sí misma, ha determinado la esfera de la
actividad en la que el animal debe moverse, y lo hace pacíficamente dentro de
esa esfera, sin intentar ir más allá de ella, sin tener incluso una noción de
cualquier otro campo. Al hombre, también, la Deidad dio un objetivo general: el
de ennoblecerse así mismo y a la humanidad, pero él le dejó buscar la manera de
lograr este objetivo; él lo dejó elegir la posición social que más le
satisfizo, de la cual puede fortalecerse así mismo y a la sociedad.
Esta elección
no es un gran privilegio del hombre sobre el resto de la creación, pero al mismo tiempo es un
acto que puede destruir su vida entera, frustra todos sus planes, y lo hace
infeliz. Por consiguiente, considerar seriamente esta elección es ciertamente el primer
deber de un joven que está
empezando su carrera y no quiere dejar sus asuntos más importantes para arriesgarse.
Todos tenemos un objetivo, que nos parece grande; y,
realmente, para la convicción más profunda, es así, la más profunda voz del
corazón lo declara de esta manera, la Deidad nunca deja al hombre mortal
totalmente sin una guía; él habla suavemente pero con certeza.
Pero esta voz puede ahogarse fácilmente, y lo que nosotros
tomamos como inspiración puede ser el producto del momento, que quizás también
puede destruirse por otro. Nuestra imaginación, quizás, está en el fuego,
nuestras emociones agitadas, los fantasmas revolotean ante nuestros ojos, y nos
zambullimos precipitadamente en lo que nuestro impetuoso instinto sugiere,
pudiendo llegar a imaginar lo que la Deidad nos ha señalado. Pero lo que
nosotros abrazamos ardientemente pronto nos rechaza y ahí vemos nuestra existencia
entera en las ruinas.
Debemos examinar, por consiguiente, seriamente, si realmente
hemos estado inspirados al escoger nuestra profesión, si una voz interna lo
aprueba; o, si esta es un engaño, y lo que nosotros tomamos como una llamada de
la Deidad fue una autodecepción. Pero ¿cómo podemos reconocer esto, sino
rastreando la fuente de la propia inspiración?
Respecto al ímpetu,
este promueve la ambición,
y puede fácilmente
producir la inspiración,
o lo que nosotros tomamos por inspiración;
pero la razón no puede
refrenar al hombre que es tentado por el demonio de la ambición y se zambulle
precipitadamente en lo que sus impetuosos instintos le sugieren: él ya no escoge su posición en la vida, ahora esta es
tomada por casualidad o ilusión.
No somos llamados para adoptar la posición que nos ofrece
las oportunidades más brillantes; quizás no es lo que, en la larga serie de años,
podamos sostenerlo, nunca nos cansaremos, ni se diluirá nuestra pasión, no
permitamos que nuestro entusiasmo crezca impersonalmente, excepto si vemos
nuestros deseos incumplidos, nuestras ideas insatisfechas y debemos “descubrirnos”
contra la Deidad y la maldición de la humanidad.
Pero no sólo es la ambición la que puede despertar el
entusiasmo súbito por una profesión particular; quizás pudimos haberla
embellecido en nuestra imaginación, para hacerla parecer lo más alto que la
vida puede ofrecer. No hemos analizado, ni considerado la carga entera, la gran
responsabilidad que se impone en nosotros; sólo lo hemos visto a distancia, y
la distancia es engañosa.
Nuestra propia razón no puede aconsejarnos; para esta, la decisión
no se apoya por la experiencia ni por la observación profunda, se engaña por la
emoción y se deslumbra por la fantasía. Entonces ¿a quién debemos volver
nuestros ojos? ¿Quién debe apoyarnos donde nuestra razón nos desampara?
Nuestro corazón dice: nuestros padres, que han recorrido el
camino de vida y han experimentado la severidad del destino. Y si nuestro
entusiasmo todavía persiste, si continuamos amando una profesión y creemos su
llamada después de haberla examinado a sangre fría, después de percibir sus
cargas y dificultades, entonces debemos adoptarla, entonces nadie hará que
nuestro entusiasmo nos engañe ni que la impaciencia nos lleve lejos.
Más no siempre podemos lograr la posición a la cual creemos
que somos llamados, nuestras relaciones en la sociedad están relativamente
preestablecidas antes de que estemos en una posición de determinarlas.
Nuestra constitución física es a menudo un obstáculo
amenazante, y no permite a nadie mofarse de sus derechos. Es verdad que podemos
subir sobre esta; pero entonces nuestra caída es la más rápida de todas, de ahí
que somos aventurados en construir sobre las ruinas desmenuzadas, entonces
nuestra vida entera es un forcejeo infeliz entre los principios mentales y
corporales. Pero aquél, que es incapaz de reconciliar sus internos elementos en
pugna, ¿cómo puede resistir la tensión tempestuosa de vida, cómo podría actuar
serenamente? Y es exclusivamente desde la calma que esos grandes y finos hechos
pueden surgir; es el único terreno en el que las frutas maduras se desarrollan
con éxito.
Aunque no podamos trabajar de largo, y casi nunca de buena
gana con una constitución física que no se satisface a nuestra profesión, el
pensamiento, no obstante, surge del sacrificio de nuestro bienestar ante el
deber, actúa vigorosamente aunque seamos débiles. Pero si hemos escogido una profesión
para la que no poseemos el talento, nunca podremos ejercerla merecidamente,
comprenderemos pronto, con vergüenza, nuestra propia incapacidad y diremos que
somos seres inútiles, los miembros de la sociedad incapaces de cumplir su vocación.
Entonces la consecuencia más natural es el desprecio por sí mismo, y lo que es
más doloroso, el sentirse por todos como el menos capaz de lo que el mundo
exterior puede ofrecer. El desprecio por sí mismo es una serpiente que en la
vida roe el pecho de uno, a la vez que chupa la sangre de la vida del corazón y
lo mezcla con el veneno de misantropía y desesperación.
Una ilusión sobre nuestro talento, para una profesión a la
cual hemos examinado estrechamente, es una falta que toma su venganza sobre
nosotros mismos, y aun si no se encuentra con la censura del mundo exterior,
dando lugar al dolor más terrible que puede infligir en nuestros corazones.
Si hemos considerado todo esto, y si las condiciones de
nuestra vida nos permiten escoger cualquier profesión que nos guste, podemos
adoptar lo que nos asegura el valor más grande: aquel que está basado en las
ideas de cuya verdad nos convencen completamente, que nos ofrece el alcance más
amplio para trabajar para la humanidad y para nosotros mismos, para acercarse más
al objetivo general para la que cada profesión es un medio: la perfección.
El mayor mérito de un hombre es aquel que da una gran
nobleza a sus acciones y a todos sus logros, que lo hacen invulnerable,
admirado por la muchedumbre y que lo elevó anteriormente.
Pero el mérito solo puede asegurarse por una profesión en la
que no seamos herramientas serviles, en la cual actuemos independientemente en
nuestra propia esfera. Solo puede asegurarse por una profesión que no exija
actos reprobables, inclusive aquellos actos reprobables solo en su apariencia
exterior, una profesión que los mejores pueden seguir con noble orgullo. Una profesión
que asegure esto en el más amplio sentido no siempre es la mejor, pero siempre
será la preferida.
Pero así como una profesión que no nos da ninguna seguridad
de su mérito nos degrada, debemos ciertamente sucumbir bajo las cargas de quien
se ha basado en ideas que las reconoceremos posteriormente como falsas. Casi no
tenemos ningún recurso
para la autodecepción, y
lo que una salvación
desesperada es aquella que se obtiene por la traición a sí
mismo!
Esas profesiones que no son tan envueltas en la vida misma
concernientes con las verdades abstractas son las más peligrosos para el joven
cuyos principios no son todavía firmes y cuyas convicciones no son todavía
fuertes e inflexibles. Al mismo tiempo estas profesiones pueden parecer ser las
más excelsas si han sido tomadas de raíz en nuestros corazones y si somos
capaces de sacrificar nuestras vidas y todos los logros por los ideales que
aspiramos a conseguir en ellas.
Ellas pueden dar felicidad al hombre que tiene una vocación
para estas, mas destruyen a quien las adopta imprudentemente, sin reflexión, rindiéndose
al impulso del momento.
Por otro lado, tenemos más consideración en las ideas que
basan nuestra profesión en darnos un alto status en la sociedad, para reforzar
nuestro propio mérito y hacer nuestras acciones indiscutibles.
Uno que escoja una profesión que valore favorablemente, se
estremecerá ante la idea de ser indigno de ella; solo actuará noblemente si su posición
social es la de un noble.
Mas la guía principal que debe dirigirnos en la elección de
una carrera es el bienestar de la humanidad y nuestra propia perfección. No debe
pensarse que estos dos intereses pudieran estar en conflicto, que uno tendrá
que destruir el otro; al contrario, la naturaleza de hombre está constituida de
tal modo que solo puede lograr su propia perfección trabajando para la perfección,
para el bien de sus semejantes.
Si uno solo trabaja para sí mismo, quizás puede volverse un
famoso del aprendizaje, un gran sabio, un poeta excelente, pero nunca puede ser
perfecto, verdaderamente grande.
La historia llama a esos hombres los más grandes, los que se
han ennoblecido trabajando por el bien común; la experiencia aclama como el más
feliz a quien ha hecho el más grande número de la personas felices; la religión
misma nos enseña que el ideal de la vida por quienes todos se esfuerzan por
copiar se sacrifica por causa de la humanidad, y ¿quien se atreverá a dudar de
tales juicios?
Si en la vida hemos escogido la posición desde la cual
podemos trabajar más por la humanidad, ninguna carga nos puede doblegar, porque
son sacrificios en beneficio de todos; entonces experimentaremos una no pequeña,
limitada, egoísta alegría, sino que nuestra felicidad pertenecerá a millones de
personas, nuestros hechos se vivirán calladamente, pero por siempre por el
trabajo, y sobre nuestras cenizas se verterán las ardientes lágrimas de la
gente noble.
Tréveris, agosto de 1835