La
«crisis de los cuidados» es en este momento uno de los principales temas de
debate público
1. A menudo relacionado con ideas como
«pobreza de tiempo», «equilibrio familia-trabajo» y «vaciamiento social», hace
referencia a las presiones que desde diversos puntos están actualmente
exprimiendo un conjunto clave de capacidades sociales: las disponibles para
tener y criar niños, cuidar de amigos y familiares, mantener hogares y
comunidades más amplias, y sostener relaciones más en general
2. Históricamente, estos procesos de
«reproducción social» han estado considerados trabajo de mujeres, aunque los
hombres siempre han realizado también parte de los mismos. Los cuidados, que
comprenden tanto trabajo afectivo como material y a menudo se realizan sin
remuneración, son indispensables para la sociedad. Sin ellos no podría haber
cultura, ni economía, ni organización política. Ninguna sociedad que
sistemáticamente debilite su reproducción social logra perdurar mucho. Hoy en
día, sin embargo, una nueva forma de sociedad capitalista está haciendo
exactamente eso. El resultado es una enorme crisis, no solo de los cuidados,
sino también de la reproducción social en su sentido más amplio.
Entiendo
esta crisis como uno de los componentes de una «crisis general», que incluye
también vectores económicos, ecológicos y políticos, que se entrecruzan y
exacerban mutuamente. El aspecto de la reproducción social forma una dimensión
importante de esta crisis general, pero a menudo queda olvidado en los actuales
debates, que se centran principalmente en los peligros económicos o ecológicos.
Este «separatismo crítico» es problemático; el aspecto social es tan
fundamental en la crisis en general que ninguno de los otros puede entenderse
adecuadamente haciendo abstracción de él. Sin embargo, también puede afirmarse
lo contrario.
La crisis de la reproducción social no es un elemento
independiente y no puede entenderse adecuadamente por sí sola. ¿Cómo deberíamos
interpretarla, entonces? Yo sostengo que la «crisis de los cuidados» es mejor
interpretarla como una expresión más o menos aguda de las contradicciones
socioreproductivas del capitalismo financiarizado. Esta formulación sugiere dos
ideas. En primer lugar, las actuales tensiones a las que están sometidos los
cuidados no son accidentales, sino que tienen unas profundas raíces sistémicas
en la estructura de nuestro orden social, que yo denomino aquí capitalismo
financiarizado. No obstante, y este es el segundo punto, la actual crisis de la
reproducción social indica que hay algo podrido no solo en la actual forma
financiarizada del capitalismo, sino en la sociedad capitalista
per se.
Sostengo
que toda forma de sociedad capitalista alberga una contradicción o «tendencia a
la crisis» socioreproductiva profundamente asentada: por una parte, la
reproducción social es una de las condiciones que posibilitan la acumulación
sostenida de capital; por otra, la orientación del capitalismo a la acumulación
ilimitada tiende a desestabilizar los procesos mismos de reproducción social
sobre los cuales se asienta. Esta contradicción socioreproductiva del
capitalismo se sitúa en la base de la denominada crisis de los cuidados. Aunque
inherente al capitalismo como tal, asume una forma diferente y distintiva en
cada forma históricamente específica de la sociedad capitalista: en el
capitalismo liberal competitivo del siglo XIX; en el capitalismo gestionado por
el Estado de posguerra; y en el capitalismo neoliberal financiarizado de
nuestro tiempo. Los déficits de cuidados que experimentamos hoy son la forma
que esta contradicción adopta en esta tercera fase, la más reciente, del
desarrollo capitalista.
Para
desarrollar esta tesis, propongo explicar primero la contradicción social del
capitalismo como tal, en su forma general. En segundo lugar, esbozo su
evolución histórica en las dos fases anteriores del desarrollo capitalista. Por
último, sugiero interpretar los «déficits de los cuidados» de hoy en día como
expresiones de la contradicción social del capitalismo en su actual fase
financiarizada.
Aprovechándose del mundo de vida
La
mayoría de los estudiosos de la crisis contemporánea se centran en las
contradicciones internas del sistema económico capitalista. En el núcleo de
este, afirman, radica una tendencia innata a la autodesestabilización, que se
expresa periódicamente mediante crisis económicas. Este punto de vista es
acertado hasta cierto punto, pero no aporta una imagen completa de las
tendencias inherentes del capitalismo a la crisis. Al adoptar una perspectiva
economicista, interpreta el capitalismo de manera excesivamente restrictiva
como un sistema económico simpliciter.
Por el contrario, asumiré una interpretación ampliada del capitalismo, que
abarca tanto su economía oficial como las condiciones contextuales «no
económicas» de la misma. Dicho punto de vista nos permite conceptualizar y
criticar toda la gama de tendencias del capitalismo a las crisis, incluidas las
que afectan a la reproducción social.
Mi
argumento es que el subsistema económico del capitalismo depende de actividades
de reproducción social externas a él, que constituyen una de las condiciones
primordiales que posibilitan su existencia. Otras condiciones primordiales son
las funciones de gobernanza desempeñadas por los poderes públicos y la
disponibilidad de la naturaleza como fuente de «insumos productivos» y como
«sumidero» de los residuos de la producción
3. Aquí me centraré, sin embargo, en
el modo en el que la economía capitalista depende –podría decirse que se
aprovecha sin coste alguno– de actividades de reposición, prestación de
cuidados e interacción que producen y sostienen vínculos sociales, aunque no
les asigna valor monetario y los trata como si fuesen gratuitos. Denominada de
diversas formas («cuidados», «trabajo afectivo» o «subjetivación»), dicha
actividad forma los sujetos humanos del capitalismo, sosteniéndolos como seres
naturales personificados, al tiempo que los constituye como seres sociales,
formando sus
habitus y el
ethos cultural en los que se mueven. El
trabajo de traer al mundo y socializar a los niños es fundamental para este
proceso, al igual que cuidar a los ancianos, mantener los hogares, construir
comunidades y sostener los significados, las disposiciones afectivas y los
horizontes de valor compartidos que apuntalan la cooperación social. En las
sociedades capitalistas, buena parte de esta actividad, aunque no toda, se
efectúa al margen del mercado: en viviendas, barrios, asociaciones de la
sociedad civil, redes informales e instituciones públicas tales como los
colegios; y una parte relativamente pequeña de la misma adopta la forma de
trabajo asalariado. La actividad de reproducción social no asalariada es
necesaria para la existencia del trabajo asalariado, para la acumulación de
plusvalor y para el funcionamiento del capitalismo como tal. Ninguna de estas
cosas podría existir en ausencia del trabajo doméstico, la crianza de niños, la
enseñanza, los cuidados afectivos y toda una serie de actividades que sirven
para producir nuevas generaciones de trabajadores y reponer las existentes, así
como para mantener los vínculos sociales y las mentalidades compartidas. La
reproducción social es una condición de fondo indispensable para la posibilidad
de la producción económica en una sociedad capitalista
4.
Al
menos desde la era industrial, sin embargo, las sociedades capitalistas han
separado el trabajo de reproducción social del trabajo de reproducción
económica. Asociando el primero con las mujeres y el segundo con los hombres,
han remunerado las actividades «reproductivas» con la moneda del «amor» y la
«virtud», al tiempo que compensaban el «trabajo productivo» con dinero. De este
modo, las sociedades capitalistas crearon una base institucional para formas
nuevas y modernas de subordinación de las mujeres. Separando el trabajo
reproductivo del universo de las actividades humanas en general, en el que
antes el trabajo de las mujeres ocupaba un lugar reconocido, lo relegaron a una
«esfera doméstica» de nueva institucionalización, en la que la importancia
social de dicho trabajo quedó oscurecida. Y en este mundo nuevo, en el que el
dinero se convirtió en el principal medio de poder, el hecho de no estar
remunerado selló la cuestión: quienes efectúan dicho trabajo están
estructuralmente subordinadas a aquellos que reciben salarios en metálico,
aunque su trabajo proporcione una precondición necesaria para el trabajo asalariado,
e incluso mientras está siendo también saturado de nuevos y falseados ideales
domésticos de feminidad.
En
general, por lo tanto, las sociedades capitalistas separan la reproducción
social de la producción económica, asociando la primera con las mujeres, y
oscureciendo su importancia y su valor. Paradójicamente, sin embargo, hacen
depender sus economías oficiales de los mismísimos procesos de reproducción
social cuyo valor rechazan. Esta peculiar relación de
separación-dependencia-rechazo es una fuente inherente de inestabilidad: por un
lado, la producción económica capitalista no es autosuficiente, sino que
depende de la reproducción social; por otro, su tendencia a la acumulación
ilimitada amenaza con desestabilizar los mismísimos procesos y capacidades
reproductivas que el capital necesita (y también el resto de nosotros). Con el
tiempo la consecuencia puede ser, como veremos, la de hacer peligrar las
condiciones sociales necesarias para la economía capitalista. Se trata, en
efecto, de una «contradicción social» inherente en la estructura profunda de la
sociedad capitalista. Como las contradicciones económicas resaltadas por los
marxistas, también esta cimienta una tendencia a las crisis. En este caso, sin
embargo, la contradicción no se sitúa «dentro» de la economía capitalista, sino
en la frontera que simultáneamente separa y conecta producción y reproducción.
Ni intraeconómica ni intradoméstica, es una contradicción entre dos elementos
constituyentes de la sociedad capitalista. A menudo, por supuesto, esta
contradicción es silenciada, y la tendencia correspondiente a las crisis
permanece oculta. Se agudiza, sin embargo, cuando la tendencia del capital a
ampliar la acumulación se desancla de sus bases sociales y se vuelve contra
ellas. En dicho caso, la lógica de la producción económica se antepone a la de
la reproducción social, desestabilizando los mismísimos procesos de los que
depende el capital, y haciendo peligrar las capacidades sociales, tanto
domésticas como públicas, necesarias para sostener la acumulación a largo
plazo. Destruyendo las propias condiciones de posibilidad, la dinámica de
acumulación del capital se muerde de hecho su propia cola.
Realizaciones históricas
Esta
es la estructura de la tendencia general del «capitalismo como tal» a la crisis
social. Sin embargo, la sociedad capitalista solo existe en formas históricas
precisas o regímenes de acumulación también específicos. La organización
capitalista de la reproducción social ha experimentado de hecho grandes cambios
históricos, a menudo como resultado de la protesta política; en especial en
periodos de crisis en los que los actores sociales luchan por los límites que
separan la «economía» de la «sociedad», la «producción» de la «reproducción» y
el «trabajo» de la «familia», y en ocasiones consiguen trazarlos de nuevo.
Estas «luchas por los límites», como yo las llamo, son tan fundamentales para
las sociedades capitalistas como la lucha de clases analizadas por Marx, y los
cambios que producen marcan transformaciones que hacen época
5. Una perspectiva que sitúe en primer
plano estos cambios puede distinguir al menos tres regímenes de reproducción
social asociados a modelos específicos de producción económica en la historia
del capitalismo.
— El primero es el régimen de capitalismo competitivo liberal del siglo
XIX. Combinando explotación industrial en el núcleo europeo con la expropiación
colonial en la periferia, este régimen tendía a dejar a los trabajadores reproducirse
de manera «autónoma», fuera de los circuitos del valor monetizado, mientras los
Estados se mantenían al margen. Pero también creó un nuevo imaginario burgués
de domesticidad. Catalogando la reproducción social como territorio de las
mujeres dentro de la familia privada, este régimen elaboró el ideal de «esferas
separadas», al tiempo que privaba a la mayoría de las condiciones necesarias
para realizarlo.
— El segundo régimen es el capitalismo gestionado por el Estado propio del
siglo XX. Basado en la producción industrial y en elevados niveles de consumo
familiar en los países más desarrollados de la economía-mundo capitalista y
sustentado por la continuación de la expropiación colonial y poscolonial en la
periferia, este régimen organizó la reproducción social a través de la
provisión estatal y corporativa de bienestar social. Al modificar el modelo
victoriano de esferas separadas, promovió el ideal aparentemente más moderno
del «salario familiar», a pesar de que, de nuevo, relativamente pocas familias
lograron alcanzarlo.
— El tercer régimen es el capitalismo financiarizado y globalizador del
momento actual. Este régimen ha deslocalizado los procesos de producción,
trasladándolos a regiones de bajos salarios, ha atraído a las mujeres a la
fuerza de trabajo remunerada y ha promovido la desinversión estatal y
corporativa en bienestar social. Al externalizar el trabajo de los cuidados a
familias y comunidades, ha disminuido simultáneamente la capacidad de ambas
para efectuarlo. El resultado, en medio de una creciente desigualdad, es una
organización dualizada de la reproducción social, mercantilizada para aquellos
que pueden pagarla, privatizada para aquellos que no pueden, todo ello
disimulado por el ideal aún más moderno de la «familia con dos proveedores».
En
cada régimen, por lo tanto, las condiciones socioreproductivas para la
producción capitalista han asumido una forma institucional diferente y
materializado un orden normativo diferente: primero «esferas separadas»,
después «el salario familiar» y ahora la «familia con dos proveedores». En cada
uno de estos casos, también, la contradicción social de la sociedad capitalista
ha asumido un aspecto distinto, encontrando expresión en un conjunto distinto
de fenómenos de crisis. En cada régimen, por último, la contradicción social
del capitalismo ha incitado diferentes luchas sociales: lucha de clases, sin
duda, pero también luchas por los límites, ambas entremezcladas también con
otras que buscaban la emancipación de las mujeres, de los esclavos y de los
pueblos colonizados.
Relegación de las mujeres al hogar
Considérese,
en primer lugar, el capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. En esa
época, los imperativos de la producción y de la reproducción parecían situarse
directamente en contradicción directa. En los primeros centros fabriles del
núcleo capitalista, los industriales, hambrientos de mano de obra barata y
manifiesta docilidad, atrajeron a mujeres y niños a fábricas y minas. Con un
salario de miseria y obligados a trabajar largas jornadas en condiciones
insalubres, estos trabajadores se convirtieron en iconos del desprecio del
capital por las relaciones y las capacidades sociales que sostenían su
productividad
6. El resultado fue una crisis al
menos en dos planos: por una parte, una crisis de la reproducción social entre
las clases pobres y trabajadoras, cuya capacidad de sustento y de reposición se
tensaron hasta llegar al borde del punto de ruptura; por otra, un pánico moral
entre las clases medias, a las que les escandalizaba lo que consideraban la
«destrucción de la familia» y la «desexualización» de las mujeres proletarias.
Tan desesperada llegó a ser la situación, que hasta críticos tan perspicaces como
Marx y Engels confundieron este conflicto directo inicial entre producción
económica y reproducción social con el punto final del mismo. Imaginando que el
capitalismo había entrado en su crisis terminal, creyeron que, al destruir la
familia de clase obrera, el sistema estaba también erradicando la base de la
opresión de las mujeres
7. Pero lo que de hecho ocurrió fue
exactamente lo contrario: con el tiempo, las sociedades capitalistas
encontraron recursos para gestionar esta contradicción mediante la creación de
«la familia» en su forma restringida moderna, la invención de nuevos e
intensificados significados de la diferencia de género y la modernización de la
dominación masculina.
El
proceso de ajuste empezó, en el núcleo europeo, con una legislación
proteccionista. La idea era estabilizar la reproducción social limitando la
explotación de mujeres y niños en el trabajo fabril
8. Encabezada por los reformadores de
clase media en alianza con las nacientes organizaciones obreras, esta
«solución» reflejaba una compleja amalgama de motivos diferentes. Uno de los
objetivos, célebremente puesto de relieve por Karl Polanyi, era el de defender
la «sociedad» contra la «economía»
9. Otro era el de apaciguar la
ansiedad por la «nivelación de género». Pero estos motivos estaban también
relacionados con algo más: la insistencia en la autoridad masculina sobre
mujeres y niños, en especial dentro de la familia
10. Como resultado, la lucha por
garantizar la integridad de la reproducción social acabó ligada a la defensa de
la dominación masculina.
El
efecto pretendido, sin embargo, era el de silenciar la contradicción social en
el núcleo capitalista, incluso mientras la esclavitud y el colonialismo la
elevaban a un tono extremo en la periferia. Creando lo que Maria Mies denominó
la «
housewifization», esto es, la
relegación de las mujeres al hogar, como la otra cara de la colonización
11, el capitalismo competitivo liberal
elaboró un nuevo imaginario de género centrado en esferas separadas.
Presentando a la mujer como «el ángel del hogar», sus defensores pretendían
crear un lastre estabilizador contra la volatilidad de la economía. El feroz
mundo de la producción debía estar flanqueado por un «refugio en un mundo
despiadado»
12. Mientras cada parte se atuviese a
la esfera que se le había asignado como propia y sirviese de complemento de la
otra, el potencial conflicto entre ellas se mantendría oculto.
En
realidad, esta «solución» demostró ser muy inestable. La legislación
proteccionista no podía garantizar la reproducción del trabajo cuando los
salarios se mantenían por debajo de lo necesario para sostener una familia;
cuando los bloques de viviendas atestados y rodeados de contaminación impedían
la intimidad y dañaban los pulmones; cuando el propio empleo (si es que se
tenía) estaba sometido a salvajes fluctuaciones debido a las quiebras, los
desplomes bursátiles y los pánicos financieros. Y esas soluciones tampoco
satisfacían a los trabajadores. Luchando por mejoras salariales y mejores
condiciones de trabajo, formaron sindicatos, acudieron a la huelga y se
afiliaron a partidos obreros y socialistas. Desgarrado por un conflicto de
clase de amplio espectro y cada vez más agudo, el capitalismo no parecía tener
el futuro asegurado.
Las
esferas separadas resultaron igual de problemáticas. Las mujeres pobres,
racializadas y obreras no estaban en condiciones de satisfacer los ideales
victorianos de domesticidad; si bien la legislación proteccionista mitigó su
explotación directa, no proporcionó respaldo material o compensación por los
salarios perdidos. Y tampoco las mujeres de clase media que podían acomodarse a
los ideales victorianos estaban siempre satisfechas con su situación, que
combinaba confort material y el prestigio moral con la minoría de edad jurídica
y la dependencia institucionalizada. Para ambos grupos, la «solución» de las
esferas separadas se produjo en gran medida a expensas de las mujeres. Pero
también las enfrentó entre sí: véanse los debates del siglo XIX por la
prostitución, que alineaban las preocupaciones filantrópicas de las mujeres
victorianas de clase media contra los intereses materiales de sus «hermanas
caídas»
13.
Una
dinámica distinta se desplegó en la periferia. Allí, mientras el colonialismo
extractivo devastaba las poblaciones sometidas, ni las esferas separadas ni la
protección social disfrutaban de influencia alguna. Lejos de intentar proteger
las relaciones de reproducción social autóctonas, las potencias metropolitanas
promovían activamente su destrucción. Se saqueaba a los campesinos, se
destrozaban sus comunidades, para obtener los alimentos, los textiles, los
minerales y la energía baratos sin los que la explotación de los trabajadores
industriales de la metrópoli no habría sido rentable. En las Américas, por su
parte, las capacidades reproductivas de las mujeres esclavizadas eran
instrumentalizadas para los cálculos de beneficio de los plantadores, que de
manera sistemática separaban a las familias esclavas vendiendo sus miembros a
diferentes propietarios
14. Los niños nativos eran también
arrancados de sus comunidades, recluidos en colegios de misioneros y sometidos
a disciplinas de asimilación coercitivas
15. Cuando hacían falta
racionalizaciones, el estado «atrasado, patriarcal» de las organizaciones de
parentesco precapitalistas de los indígenas era muy útil. También aquí, entre
los colonialistas, las filántropas encontraron una plataforma pública, animando
«a los hombres blancos a salvar a las mujeres de piel oscura de los hombres de
piel oscura»
16.
En
ambos escenarios, la periferia y el núcleo, los movimientos feministas se
encontraron sorteando un campo de minas político. Rechazando la dependencia de
la mujer casada y las esferas separadas y, al mismo tiempo, exigiendo el
derecho a votar, a negarse a mantener relaciones sexuales, a disponer de
propiedades, a firmar contratos, a ejercer profesiones y a controlar sus
propios salarios, las feministas liberales parecían valorar la aspiración
«masculina» a la autonomía sobre los ideales «femeninos» de la crianza. Y en
este punto, aunque en pocos más, sus homólogas feministas socialistas se
mostraban completamente de acuerdo. Concibiendo la entrada de las mujeres en el
trabajo remunerado como la ruta hacia la emancipación, también estas últimas
preferían los valores «masculinos» asociados con la producción a los asociados
con la reproducción. Estas asociaciones eran ideológicas, sin duda, pero tras
ellas radicaba una intuición profunda: a pesar de las nuevas formas de
dominación que traía consigo, la erosión de las relaciones de parentesco
tradicionales provocada por el capitalismo contenía un impulso emancipador.
Atrapadas
en una doble pinza, muchas feministas encontraban escaso consuelo en cualquiera
de los dos lados del doble movimiento de Polanyi: ni el de la protección
social, con su adscripción a la dominación masculina, ni el de la mercantilización,
con su descuido de la reproducción social. Incapaces de rechazar o asumir sin
más el orden liberal, necesitaban una tercera alternativa, que llamaron
emancipación. En la medida en la que las feministas lograron personificar el
término, aprovecharon de hecho la dualista figura polanyiana y la sustituyeron
por lo que podríamos denominar un «triple movimiento». En este conflicto a tres
bandas, los partidarios de la protección y los partidarios de la
mercantilización no solo chocaron mutuamente, sino que también lo hicieron con
los defensores de la emancipación: con las feministas, sin duda, pero también
con socialistas, abolicionistas y anticolonialistas, todos los cuales se
esforzaban por enfrentar entre sí las dos fuerzas polanyianas, al mismo tiempo
que chocaban entre ellos. Por muy prometedora que fuese en teoría, dicha
estrategia era difícil de llevar a la práctica. En la medida en la que los
esfuerzos por «proteger la sociedad de la economía» eran identificados con la
defensa de la jerarquía de género, podía deducirse fácilmente que la oposición
feminista a la dominación masculina respaldaba las fuerzas económicas que
hacían estragos en la clase trabajadora y en las comunidades periféricas. Estas
asociaciones demostrarían ser sorprendentemente duraderas, hasta mucho después
de que el capitalismo competitivo liberal se hundiera bajo el peso de sus
múltiples contradicciones, en los estertores de las guerras interimperialistas,
las depresiones económicas y el caos financiero internacional, dando lugar a
mediados del siglo XX a un nuevo régimen, el del capitalismo gestionado por el
Estado.
El fordismo y el salario familiar
Emergiendo
de las cenizas de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, el
capitalismo gestionado por el Estado desactivó de diferente manera la
contradicción entre la producción económica y la reproducción social: situando
el poder estatal del lado de la reproducción. Asumiendo cierta responsabilidad
pública por el «bienestar social», los Estados de esta época intentaban
contrarrestar los efectos corrosivos no solo de la explotación, sino también
del desempleo masivo, sobre la reproducción social. Este objetivo fue asumido
por igual tanto por los Estados del bienestar democráticos del núcleo
capitalista como por los Estados desarrollistas de la periferia recién
independizados, a pesar de sus diferentes recursos y capacidades para hacerlo
realidad.
De
nuevo, los motivos eran mixtos. Un estrato de elites ilustradas había llegado a
pensar que el interés cortoplacista del capital de exprimir al máximo los
beneficios debía subordinarse a las necesidades más duraderas de sostener la
acumulación en el tiempo. La creación del régimen gestionado por el Estado
estaba pensada para salvar el sistema capitalista de sus propias propensiones
desestabilizadoras, así como del espectro de la revolución en una época de
movilización de masas. La productividad y la rentabilidad exigían el cultivo
«biopolítico» de una fuerza de trabajo sana y preparada, con intereses en el
sistema, y no una desarrapada muchedumbre revolucionaria
17. La inversión pública en atención
sanitaria, enseñanza, cuidado de niños y pensiones de jubilación, complementada
por las aportaciones empresariales, se consideraron una necesidad en una época
en la que las relaciones capitalistas habían penetrado en la vida social hasta
tal extremo que las clases trabajadoras ya no disponían de medios para
reproducirse por sí solas. En esta situación, la reproducción social debía ser
interiorizada, introducida en el ámbito del orden capitalista oficialmente
gestionado.
Ese
proyecto encajó con la nueva problemática de la «demanda» económica. Con el
objetivo de suavizar los ciclos de auge y depresión endémicos del capitalismo,
los reformadores económicos intentaron asegurar un crecimiento continuo, que
permitiese que los trabajadores del núcleo capitalista ejerciesen su doble
deber de consumidores. Aceptando la sindicación, que permitió subir los
salarios, y el gasto del sector público, que creaba puestos de trabajo, los
responsables de las políticas públicas de esa época reinventaron el hogar como
espacio privado para el consumo doméstico de objetos de uso cotidiano
producidos en masa
18. Enlazando la cadena de montaje con
el consumismo familiar de la clase trabajadora, por una parte, y con la
reproducción apoyada por el Estado, por otra, este modelo
fordista forjó una novedosa síntesis de mercantilización y
protección social, proyectos que Polanyi había considerado antitéticos.
Pero
fueron sobre todo las clases trabajadoras –hombres y mujeres– las que
encabezaron la lucha por la provisión pública, actuando por razones propias.
Para ellos, la cuestión era la plena participación en la sociedad como
ciudadanos democráticos y, por lo tanto, la dignidad, los derechos, la
respetabilidad y el bienestar material, para todos los cuales se entendía que
hacía falta una vida familiar estable. Al optar por la socialdemocracia, las
clases trabajadoras estaban, por consiguiente, valorizando también la
reproducción social frente al devorador dinamismo de la producción económica.
En efecto, votaban por la familia, el país y el mundo de vida, y contra la fábrica,
el sistema y la máquina. A diferencia de la legislación protectora del régimen
liberal, la solución del capitalismo de Estado derivó de un compromiso entre
clases y representó un avance democrático; las nuevas soluciones sirvieron
también, al menos para algunos y durante algún tiempo, para estabilizar la
reproducción social. Para los trabajadores de la etnia mayoritaria en el núcleo
capitalista, aliviaron las presiones materiales sobre la vida familiar y
promovieron la incorporación política.
Pero
antes de apresurarnos a proclamar una edad de oro, deberíamos registrar las
exclusiones constitutivas que hicieron posible estos logros. Como antes, la
defensa de la reproducción social en el núcleo fue unida al (neo)imperialismo;
los regímenes
fordistas financiaban
en parte los derechos sociales mediante la continua expropiación de la
periferia –incluida la «periferia dentro del núcleo»–, que persistió en formas
viejas y nuevas después de la descolonización
19. Por su parte, los Estados
poscoloniales, atrapados en el punto de mira de la Guerra Fría, dirigieron el
grueso de sus recursos, ya de por sí mermados por la depredación imperial, a
proyectos de desarrollo a gran escala, que a menudo suponían la expropiación de
«sus propias» poblaciones indígenas. La reproducción social, para la inmensa
mayoría de la periferia, seguía siendo externa, mientras se dejaba a las
poblaciones rurales defenderse por sí solas. Como su predecesor, también el régimen
gestionado por el Estado estaba entrelazado con la jerarquía racial: el seguro
social estadounidense excluía a los trabajadores domésticos y agrícolas,
privando así de hecho a muchos negros estadounidenses de derechos sociales
20. Y la división racial del trabajo
reproductivo, comenzada durante la esclavitud, asumió con el régimen de Jim
Crow una nueva forma, en la que las mujeres de color realizaban un trabajo mal
remunerado criando a los hijos y limpiando las casas de las familias «blancas»
a expensas de las suyas propias
21.
Y
tampoco la jerarquía de género estaba ausente de estas soluciones. En un periodo
–aproximadamente entre la década de 1930 y finales de la de 1950– en el que los
movimientos feministas no disfrutaban de mucha visibilidad pública,
prácticamente nadie cuestionaba la opinión de que la dignidad de la clase
trabajadora exigía «el salario familiar», la autoridad masculina en el hogar y
un firme sentido de diferencia de género. Como resultado, la amplia tendencia
general del capitalismo gestionado por el Estado en los países del núcleo fue
la de valorizar el modelo heteronormativo de familia sexista, basado en el
hombre proveedor y la mujer encargada de la casa. La inversión pública en la
reproducción social reforzaba estas normas. En Estados Unidos, el sistema de
bienestar social asumió una forma dualizada, dividida en ayuda estigmatizada a mujeres
y niños (blancos) que carecían de acceso a un salario masculino, por una parte,
y el seguro social respetable para aquellos catalogados como «trabajadores»,
por otra
22. Por el contrario, las soluciones
europeas atrincheraban la jerarquía androcéntrica de diferente manera, en la
división entre las pensiones para madres y los derechos ligados al trabajo
asalariado, fomentadas en muchos casos por agendas pronatalistas nacidas de la
competición interestatal
23. Ambos modelos validaron, asumieron
y fomentaron el salario familiar. Institucionalizando interpretaciones
androcéntricas de la familia y el trabajo, naturalizaron la heteronormatividad
y la jerarquía de género, sustrayéndolas en gran medida de la protesta
política.
En
todos estos aspectos, la socialdemocracia sacrificó la emancipación a una
alianza entre protección social y mercantilización, aun cuando mitigase la
contradicción social del capitalismo durante varias décadas. Pero el régimen
capitalista estatal empezó a resquebrajarse; primero políticamente en la década
de 1960, cuando irrumpió la nueva izquierda mundial y empezó a cuestionar, en
nombre de la emancipación, las exclusiones imperiales, de género y raciales,
así como el paternalismo burocrático de dicho Estado; y, después,
económicamente en la década de 1970, cuando la estanflación, la «crisis de la
productividad» y el descenso de las tasas de beneficio en el sector industrial
galvanizaron los esfuerzos neoliberales para desencadenar la mercantilización.
Lo que se sacrificaría, cuando esas dos partes unieron fuerzas, fue la
protección social.
Las familias con dos proveedores
Como
el régimen liberal antes que él, el orden capitalista gestionado por el Estado
se disolvió en el transcurso de una prolongada crisis. En la década de 1980,
los observadores perspicaces podían distinguir ya los esbozos emergentes de un
nuevo régimen, que acabaría convirtiéndose en el capitalismo financiarizado de
la época actual. Globalizador y neoliberal, este régimen promueve la
desinversión estatal y empresarial del bienestar social, al tiempo que atrae a
las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada, externalizando los cuidados a
las familias y las comunidades al mismo tiempo que reduce la capacidad de estas
para encargarse de ellos. El resultado es una organización nueva y dualizada de
la reproducción social, mercantilizada para quienes pueden pagarla y privatizada
para los que no, mientras algunos de los pertenecientes a la segunda categoría
proporcionan cuidados a cambio de salarios (bajos) a los de la primera.
Mientras tanto, el doble ataque de la crítica feminista y la
desindustrialización ha privado definitivamente al «salario familiar» de toda
credibilidad. Ese ideal ha dado lugar a la norma actual de «familia con dos
proveedores».
El
principal impulsor de estos cambios –y el rasgo definitorio de este régimen– es
la nueva centralidad de la deuda. La deuda es el instrumento mediante el cual
las instituciones financieras globales presionan a los Estados para que
reduzcan el gasto social, imponen las políticas de austeridad y, en general,
coluden con los inversores para extraer valor de las poblaciones indefensas. A
través de la deuda también se despoja en gran medida a los campesinos del Sur
global mediante una nueva ronda de apropiación corporativa de tierras,
destinada a monopolizar la energía, el agua, los terrenos cultivables y las
«compensaciones de emisiones de carbono». También cada vez más a través de la
deuda prosigue la acumulación en el núcleo histórico capitalista: a medida que
el trabajo precario y mal remunerado en el sector servicios sustituye al
trabajo industrial sindicalizado, los salarios caen por debajo de los costes de
reproducción socialmente necesarios; en esta «economía de trabajos precarios»,
el mantenimiento del gasto en consumo exige incrementar los niveles de
endeudamiento, que crecen exponencialmente
24. Actualmente, en otras palabras, el
capital canibaliza las condiciones de vida de las clases trabajadoras, impone
disciplina a los Estados, transfiere riqueza de la periferia al núcleo
capitalista y succiona valor de los hogares, las familias, las comunidades y la
naturaleza esencialmente mediante la deuda.
El
efecto es intensificar la contradicción inherente entre la producción económica
y la reproducción social en el capitalismo. Mientras que el régimen anterior
daba a los Estados poder para subordinar los intereses cortoplacistas de las
empresas privadas al objetivo de la acumulación sostenida a largo plazo, en
parte estabilizando la reproducción mediante la provisión pública, el régimen
actual autoriza al capital financiero a imponer disciplina a los Estados y a
los ciudadanos en favor de los intereses inmediatos de inversores privados, en
buena medida exigiendo la desinversión pública en reproducción social. Y
mientras que el régimen anterior alió la mercantilización y la protección
social contra la emancipación, este genera una configuración aún más perversa,
en la que la emancipación se une a la mercantilización para debilitar la
protección social.
El
nuevo régimen emergió de la trascendental intersección de dos conjuntos de
luchas. Uno de esos conjuntos enfrentó a una parte ascendente, los partidarios
del libre mercado, inclinados a liberalizar y globalizar la economía
capitalista, contra los movimientos obreros cada vez más débiles en los países
del núcleo capitalista; en otro tiempo la base más poderosa de respaldo a la
socialdemocracia, estos últimos están ahora a la defensiva, si no completamente
derrotados. El otro conjunto de luchas enfrentó a los «nuevos movimientos
sociales» progresistas, opuestos a las jerarquías de género, sexo, «raza»,
etnia y religión, contra poblaciones que intentan defender mundos de la vida y
privilegios establecidos, ahora amenazados por el «cosmopolitismo» de la nueva
economía. De la colisión de estos dos conjuntos de luchas emergió un resultado
sorprendente: un neoliberalismo «progresista», que celebra la «diversidad», la
meritocracia y la «emancipación» al tiempo que desmantela las protecciones
sociales y vuelve a externalizar la reproducción social. El resultado no es
solo abandonar poblaciones indefensas a las depredaciones del capital, sino
también redefinir la emancipación en los términos del mercado
25. Los movimientos de emancipación
participaron en este proceso. Todos ellos –incluido el antirracismo, el
multiculturalismo, la liberación de los colectivos
lgtb, y la ecología– generaron corrientes neoliberales proclives al
mercado. Pero la trayectoria feminista demostró ser especialmente decisiva,
dada la prolongada vinculación de género y reproducción social por parte del
capitalismo. Como cada uno de sus regímenes predecesores, el capitalismo
financiarizado institucionaliza la división producción-reproducción sobre una
determinada base de género. A diferencia de sus predecesores, sin embargo, su
imaginario dominante es el individualismo liberal y la igualdad de género: las
mujeres se consideran iguales a los hombres en todas las esferas y merecen
igualdad de oportunidades para realizar sus talentos, incluido –quizá en
especial– en la esfera de la producción. La reproducción, por el contrario, se
percibe como un residuo retrógrado, un obstáculo que impide el avance en el
camino hacia la liberación y del que, de un modo u otro, hay que prescindir.
A
pesar de su aura feminista, o quizá debido a ella, esta concepción ejemplifica
la actual forma de contradicción social del capitalismo, que asume una nueva
intensidad. Además de disminuir la provisión pública y atraer a las mujeres al
trabajo asalariado, el capitalismo financiarizado ha reducido los salarios
reales, aumentando así el número de horas de trabajo remunerado que cada hogar
necesita para sostener a la familia y provocando una desesperada pelea por
transferir el trabajo de cuidados a otros
26. Para llenar el «vacío de los
cuidados», el régimen importa trabajadores migrantes de los países más pobres a
los más ricos. Típicamente, son mujeres racializadas, a menudo de origen rural,
de regiones pobres, las que asumen el trabajo reproductivo y de cuidados antes
desempeñado por mujeres más privilegiadas. Pero para hacerlo, las migrantes
deben transferir sus propias responsabilidades familiares y comunitarias a
otras cuidadoras aún más pobres, que deben a su vez hacer lo mismo, y así
sucesivamente, en «cadenas de cuidados globales» cada vez más largas. Lejos de
cubrir el vacío de los cuidados, el resultado neto es desplazarlo de las
familias más ricas a otras más pobres, del Norte global al Sur global
27. Este escenario encaja en las
estrategias de género de los Estados poscoloniales endeudados y privados de
recursos, sometidos a los programas de ajuste estructural del FMI.
Desesperadamente necesitados de divisas, algunos de ellos han promovido
activamente la emigración de las mujeres para efectuar cuidados remunerados en
el extranjero que les aporta remesas, mientras que otros han promovido la
inversión extranjera directa mediante la creación de zonas francas dedicadas a
la producción para la exportación, a menudo en sectores, como los textiles y el
montaje de aparatos electrónicos, que prefieren emplear a trabajadoras
28. En ambos casos, las capacidades de
reproducción social quedan aún más debilitadas.
Dos
fenómenos que se han producido recientemente en Estados Unidos ejemplifican la
gravedad de la situación. El primero es la creciente popularidad de la
«congelación de óvulos», un procedimiento que cuesta normalmente 10.000
dólares, pero que ahora es ofrecido de forma gratuita por las empresas de las
tecnologías de la información como compensación no salarial dirigida a
empleadas muy cualificadas. Ansiosas por atraer y conservar a estas
trabajadoras, empresas como Apple y Facebook les ofrecen un fuerte incentivo
para posponer la maternidad, diciendo, en efecto: «espera, y ten tus hijos a
los cuarenta o a los cincuenta, o incluso los sesenta; dedícanos tus años
productivos, de mayor energía, a nosotros»
29. Otro fenómeno que se está
produciendo en Estados Unidos es igualmente sintomático de la contradicción
entre reproducción y producción: la proliferación de caras bombas mecánicas, de
alta tecnología, para extraer leche materna. Esta es la «solución» preferida en
un país con una elevada tasa de participación femenina en la población activa,
sin permiso de maternidad o paternidad obligatorio, y enamorado de la
tecnología. Este es también un país en el que el amamantamiento es de
rigeur, pero ha cambiado más allá de
todo posible reconocimiento. Ya no se trata de que un niño mame del pecho de su
madre, sino que ahora la madre «amamanta» ordeñándose su propia leche
mecánicamente y almacenándola para que después una niñera se la dé con el
biberón. En un contexto de grave pobreza de tiempo, los sacaleches de manos
libres con doble copa son los más apetecidos, porque permiten a la madre extraerse
la leche de ambos senos a la vez, mientras conduce de camino al trabajo
30.
Con
presiones como estas, ¿sorprende que las luchas por la reproducción social
hayan explotado en años recientes? A menudo las feministas del Norte describen
su objetivo como el «equilibrio entre familia y trabajo»
31, pero las luchas referentes a la
reproducción social abarcan mucho más: los movimientos comunitarios por la
vivienda, la atención sanitaria, la seguridad alimentaria y una renta básica no
condicionada; las luchas por los derechos de los migrantes, de los trabajadores
domésticos y de los empleados públicos; las campañas para sindicalizar a los
trabajadores del sector servicios empleados en residencias de ancianos,
hospitales y guarderías con ánimo de lucro; y las luchas por servicios públicos
tales como la atención en centros de día a niños y ancianos, por una jornada laboral
más corta y por un permiso de maternidad y paternidad generoso y remunerado.
Unidas, estas reivindicaciones equivalen a la demanda de una reorganización
masiva de la relación entre producción y reproducción: por soluciones sociales
que permitan a personas de cualquier clase, sexo, orientación sexual y color
combinar las actividades de reproducción social con un trabajo seguro,
interesante y bien remunerado.
Las
luchas por los límites referentes a la reproducción social son tan centrales
para la actual coyuntura como las luchas de clase en el ámbito de la producción
económica. Responden, sobre todo, a una «crisis de los cuidados», que tiene sus
raíces en la dinámica estructural del capitalismo financiarizado. Globalizado e
impulsado por la deuda, este capitalismo está expropiando sistemáticamente las
capacidades disponibles para sostener las conexiones sociales. Proclamando el
nuevo ideal de familia con dos proveedores, atrae a los movimientos de
emancipación, que se unen con los defensores de la mercantilización para
oponerse a los partidarios de la protección social, ahora cada vez más
resentidos y chovinistas.
¿Otra mutación?
|
Nancy Fraser |
¿Qué
podría emerger de esta crisis? La sociedad capitalista se ha reinventado varias
veces en el transcurso de su historia. En especial, en momentos de crisis
general, cuando múltiples contradicciones –políticas, económicas, ecológicas y
socioreproductivas– que se entremezclan y exacerban mutuamente estallaban en
los ámbitos de las divisiones institucionales constitutivas del capitalismo:
allí donde la economía se cruza con el sistema de gobierno, donde la sociedad
se cruza con la naturaleza, y donde la producción se cruza con la reproducción.
En esas fronteras, los actores sociales se han movilizado para redibujar el
mapa institucional de la sociedad capitalista. Sus esfuerzos propugnaron el
cambio, primero, del capitalismo competitivo liberal del siglo XIX al
capitalismo gestionado por el Estado del XX, y después al capitalismo
financiarizado de la época actual. Históricamente, la contradicción social del
capitalismo ha conformado también una importante corriente de precipitación de
la crisis, cuando la frontera que separa la reproducción social de la
producción económica se ha convertido en un importante ámbito y objeto de lucha.
En cada caso, el orden de género de la sociedad capitalista ha sido cuestionado
y el resultado ha dependido de las alianzas forjadas entre los principales
polos de un triple movimiento: mercantilización, protección social,
emancipación. Esas dinámicas propulsaron el cambio, primero, de las esferas
separadas al salario familiar y, después, a la familia con dos proveedores.
¿Qué
sigue a todo ello en la actual coyuntura? ¿Son las actuales contradicciones del
capitalismo financiarizado suficientemente graves como para considerarse una
crisis general y deberíamos, por consiguiente, prever otra mutación de la
sociedad capitalista? ¿Galvanizará la presente crisis luchas de suficiente
amplitud y visión como para transformar el régimen actual? ¿Podría una nueva forma
de feminismo socialista romper el idilio con la mercantilización del movimiento
feminista predominante y, al mismo, tiempo forjar una nueva alianza entre la
emancipación y la protección social? Y de ser así, ¿con qué fin? ¿Cómo podría
reinventarse hoy la división entre reproducción y producción y qué puede
sustituir a la familia de dos proveedores?
Nada
de lo que he dicho aquí sirve para responder estas cuestiones, pero al
presentar el trabajo preliminar que nos permite plantearla he intentado arrojar
cierta luz sobre la actual coyuntura. He sugerido, específicamente, que las
raíces de la actual «crisis de los cuidados» se encuentran en la inherente
contradicción social del capitalismo o, en realidad, en la forma aguda que esa
contradicción asume hoy, en el capitalismo financiarizado. Si eso es cierto,
entonces esta crisis no se resolverá haciendo pequeños arreglos de política
social. La senda de su resolución solo puede avanzar mediante una profunda
transformación estructural de este orden social. Lo que hace falta, ante todo,
es superar el rapaz sometimiento de la reproducción a la producción que tiene
lugar en el capitalismo financiarizado, pero esta vez sin sacrificar ni la
emancipación ni la protección social. Esto, a su vez, exige reinventar la distinción
entre producción y reproducción y reimaginar el orden de género. Queda por ver
si el resultado de todo ello será compatible con el capitalismo.
Notas
1 Una
traducción al francés de este ensayo se pronunció en París el 14 de junio de
2016 en forma de Conferencia Marc Bloch de la École des Hautes Études en
Sciences Sociales, en cuya página digital está disponible. Debo dar las gracias
a Pierre-Cyrille Hautcoeur por invitarme a dar la conferencia, a Johanna Oksala
por estimular los debates, a Mala Htun y Eli Zaretsky por sus útiles
comentarios, y a Selim Heper por su ayuda con la investigación.
2 Véanse, entre otros muchos ejemplos
recientes, Ruth Rosen, «
The Care Crisis»,
The Nation, 27 de febrero de 2007; Cynthia Hess, «
Women and the Care Crisis», Institute for Women’s Policy Research,
Briefing Paper nº. 401, abril de 2013; Daniel Boffey, «
Half of All Services Now Failing as uk Care Sector Crisis Deepens»,
The Guardian, 26 de septiembre de 2015. Respecto a la «pobreza de tiempo»,
véanse Arlie Hochschild, The Time Bind, Nueva York, 2001; Heather Boushey,
Finding Time, Cambridge (ma), 2016. Respecto al «equilibrio familia-trabajo»,
véanse Heather Boushey y Amy Rees Anderson, «Work-Life Balance», Forbes, 26 de
julio de 2013; Martha Beck, «Finding Work–Life Balance», Huffington Post, 10 de
marzo de 2015. Respecto al «vaciamiento social», véase Shirin Rai, Catherine Hoskyns
y Dania Thomas, «Depletion: The Cost of Social Reproduction», International
Feminist Journal of Politics, vol. 16, núm. 1, 2013.
3 Las
condiciones políticas primordiales necesarias para una economía capitalista se
analizan en Nancy Fraser, «Legitimation Crisis?», Critical Historical Studies,
vol. 2, núm. 2, 2015. Las condiciones ecológicas se analizan en James O’Connor,
«Capitalism, Nature, Socialism: A Theoretical Introduction», Capitalism,
Nature, Socialism, vol. 1, núm. 1, 1988; y en Jason Moore, Capitalism in the
Web of Life, Londres y Nueva York, 2015.
4 Muchas
teóricas feministas han planteado versiones de este argumento. Desde la
perspectiva de las formulaciones feministas-marxistas, véase Lise Vogel,
Marxism and the Oppression of Women, Boston, 2013; Silvia Federici, Revolution
at Point Zero, Nueva York, 2012 [ed. en cast.: Revolución en punto cero,
Madrid, 2013]; y Christine Delphy, Close to Home, Londres y Nueva York, 2016.
Otra elaboración convincente es la de Nancy Folbre, The Invisible Heart, Nueva
York, 2002. Desde la perspectiva de la «teoría de la reproducción social»,
véanse Barbara Laslett y Johanna Brenner, «Gender and Social Reproduction»,
Annual Review of Sociology, vol. 15, 1989; Kate Bezanson y Meg Luxton (eds.),
Social Reproduction, Montreal, 2006; Isabella Bakker, «Social Reproduction and
the Constitution of a Gendered Political Economy», New Political Economy, vol.
12, núm. 4, 2007; Cinzia Arruzza, «Functionalist, Determinist, Reductionist»,
Science & Society, vol. 80, núm. 1, 2016.
5 Nancy
Fraser, «Tras la morada oculta de Marx», nlr 86, mayo-junio de 2014, analiza
las luchas por los límites y critica la concepción del capitalismo como una
economía.
6 Louise Tilly y Joan Scott, Women, Work,
and Family, Londres, 1987.
7 Karl Marx y Friedrich Engels,
Manifesto of the Communist Party, en The Marx-Engels Reader, Nueva York, 1978,
pp. 487-488 [ed. cast.: Manifiesto del partido comunista, Madrid, 1997];
Friedrich Engels, The Origin of the Family, Private Property and the State,
Chicago, 1902, pp. 90-100 [ed. cast.: El origen de la familia, la propiedad
privada y el Estado, Madrid, 2006].
8 Nancy Woloch, A Class by Herself,
Princeton, 2015.
9 Karl Polanyi, The Great
Transformation, Boston, 2001, pp. 87, 138-139, 213 [ed. cast.: La gran
transformación, Barcelona, 2016].
10 Ava Baron, «Protective Labour
Legislation and the Cult of Domesticity», Journal of Family Issues, vol. 2,
núm. 1, 1981.
11 Maria Mies, Patriarchy and
Accumulation on a World Scale, Londres, 2014, p. 74. 12
12 Eli Zaretsky, Capitalism, the
Family and Personal Life, Nueva York, 1986; Stephanie Coontz, The Social
Origins of Private Life, Londres, 1988.
13 Judith Walkowitz,
Prostitution and Victorian Society, Cambridge, 1980; Barbara Hobson, Uneasy
Virtue, Chicago, 1990.
14 Angela Davis, «Reflections on
the Black Woman’s Role in the Community of Slaves», The Massachusetts Review,
vol. 13, núm. 2, 1972.
15 David Wallace Adams,
Education for Extinction, Kansas, 1995; Ward Churchill, Kill the Indian and
Save the Man, San Francisco, 2004.
16 Gayatri Spivak, «Can the
Subaltern Speak?», en Cary Nelson y Lawrence Grossberg (eds.), Marxism and the
Interpretation of Culture, Londres, 1988, p. 305.
17 Michel Foucault,
«Governmentality», en Graham Burchell, Colin Gordon y Peter Miller (eds.), The
Foucault Effect, Chicago, 1991, pp. 87-104; M. Foucault, The Birth of
Biopolitics, Lectures at the Collège de France 1978-1979, Nueva York, 2010, p.
64 [ed. orig.: La naissance de la biopolitique.
Cours au Collège de France (1978-1979), París, 2004; ed.
cast.: Nacimiento de la biopolítica. Curso del Collège de France (1978-1979),
Madrid, 2009]
18 Kristin Ross, Fast Cars,
Clean Bodies, Cambridge (ma), 1996; Dolores Hayden, Building Suburbia, Nueva
York, 2003; Stuart Ewen, Captains of Consciousness, Nueva York, 2008.
19 En esta
era, el apoyo estatal a la reproducción social fue financiado mediante
recaudación tributaria y fondos específicos a los que contribuían tanto los
trabajadores como el capital metropolitanos en diferentes proporciones,
dependiendo de las relaciones de poder de clase dentro de cada Estado concreto.
Pero esas corrientes de ingresos estaban infladas con el valor desviado de la
periferia mediante los beneficios extraídos de la inversión extranjera directa
y mediante el comercio basado en el intercambio desigual: Raúl Prebisch, The
Economic Development of Latin America and its Principal Problems, Nueva York,
1950 [ed. cast.: El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus
principales problemas, Nueva York, 1949]; Paul Baran, The Political Economy of
Growth, Nueva York, 1957 [ed. cast.: La economía política del crecimiento,
México df, 1967]; Geoffrey Pilling, «Imperialism, Trade and “Unequal Exchange”:
The Work of Aghiri Emmanuel», Economy and Society, vol. 2, núm. 2, 1973; Gernot
Köhler y Arno Tausch, Global Keynesianism, Nueva York, 2001.
20 Jill Quadagno, The Color of
Welfare, Oxford, 1994; Ira Katznelson, When Affirmative Action Was White, Nueva
York, 2005.
21 Jacqueline Jones, Labor of
Love, Labor of Sorrow, Nueva York, 1985; y Evelyn Nakano Glenn, Forced to Care,
Cambridge (ma) 2010.
22 Nancy Fraser, «Women,
Welfare, and the Politics of Need Interpretation», en N. Fraser, Unruly
Practices, Minneapolis, 1989; Barbara Nelson, «Women’s Poverty and Women’s
Citizenship», Signs: Journal of Women in Culture and Society, vol. 10, núm. 2,
1985; Diana Pearce, «Women, Work and Welfare», en Karen Wolk Feinstein (ed.),
Working Women and Families, Beverly Hills, 1979; Johanna Brenner, «Gender,
Social Reproduction, and Women’s Self-Organizartion», Gender & Society,
vol. 5, núm. 3, 1991.
23 Hilary Land, «Who Cares for
the Family?», Journal of Social Policy, vol. 7, núm. 3, 1978; Harriet Holter
(ed.), Patriarchy in a Welfare Society, Oslo, 1984; Mary Ruggie, The State and
Working Women, Princeton, 1984; Birte Siim, «Women and the Welfare State», en
Clare Ungerson (ed.), Gender and Caring, Nueva York, 1990; Ann Shola Orloff,
«Gendering the Comparative Analysis of Welfare States», Sociological Theory,
vol. 27, núm. 3, 2009.
24 Adrienne Roberts, «Financing Social Reproduction», New
Political Economy, vol. 18, núm. 1, 2013.
25 Fruto de
una alianza inverosímil entre los partidarios del libre mercado y los «nuevos
movimientos sociales», el nuevo régimen está revolviendo todas las alineaciones
políticas habituales, enfrentando a feministas neoliberales «progresistas» como
Hillary Clinton contra populistas nacionalistas y autoritarios como Donald
Trump.
26 Elizabeth Warren y Amelia
Warren Tyagi, The Two-Income Trap, Nueva York, 2003. 27
27 Arlie Hochschild, «Love and
Gold», en Barbara Ehrenreich y Arlie Hochschild (eds.), Global Woman, Nueva
York, 2002, pp. 15-30; Brigitte Young, «The “Mistress” and the “Maid” in the
Globalized Economy», Socialist Register, núm. 37, 2001.
28 Jennifer Bair, «On Difference
and Capital», Signs, vol. 36, núm. 1, 2010.
29 «Apple and Facebook offer to
freeze eggs for female employees», The Guardian, 15 de octubre de 2014.
Algo importante es que esta compensación no está ya
reservada exclusivamente a la clase directiva-técnica-profesional. El ejército
estadounidense ofrece congelación de óvulos gratuita a las mujeres reclutadas
que amplíen su periodo de servicio activo en el extranjero: «Pentagon to Offer
Plan to Store Eggs and Sperm to Retain Young Troops», The New York Times, 3 de
febrero de 2016. En este caso, la lógica del militarismo se impone a la de la
privatización. Que yo sepa, nadie ha planteado aún la inminente cuestión de qué
hacer con los óvulos de una militar fallecida en combate.
30 Courtney Jung, Lactivism: How
Feminists and Fundamentalists, Hippies and Yuppies, and Physicians and
Politicians Made Breastfeeding Big Business and Bad Policy, Nueva York, 2015,
especialmente pp. 130-131.
La Affordable
Care Act (también denominada «Obamacare») exige ahora que las aseguradoras
sanitarias proporcionen gratuitamente estos sacaleches a sus beneficiarias. De
modo que tampoco esta ventaja es ya prerrogativa exclusiva de mujeres privilegiadas.
El efecto ha sido crear un mercado nuevo y enorme para los fabricantes, que
están produciendo grandes remesas de sacaleches en las fábricas de sus
subcontratistas chinos: Sarah Kliff, «The breast pump industry is booming,
thanks to Obamacare», The Washington Post, 4 de enero de 2013.
31 Lisa Belkin, «The Opt-Out
Revolution», The New York Times, 26 de octubre de 2003; Judith Warner, Perfect
Madness: Motherhood in the Age of Anxiety, Nueva York, 2006; Lisa Miller, «The
Retro Wife», New York Magazine, 17 de marzo de 2013; Anne-Marie Slaughter, «Why
Women Still Can’t Have It All», Atlantic, julio-agosto de 2012, y Unfinished
Business: Women Men Work Family, Nueva York, 2015; Judith Shulevitz, «How to
Fix Feminism», The New York Times, 10 de junio de 2016.
Título en inglés: “Contradictions of capital and care”