Álvaro Ramis
En 2017 conmemoraremos los 150 años de la publicación del
primer tomo de El Capital, de
Carlos Marx. Se trata de un hito mundial que no debe pasar inadvertido, entre
otras razones porque la obra magna de Marx continúa siendo criterio ineludible
a la hora de entender el tiempo en que vivimos. Con El Capital Marx logró el objetivo fundamental que se propuso:
realizar una “crítica a la economía política”, entendida como aquellas
relaciones de producción que involucran a las clases sociales. Se trata de una
“crítica” en el sentido que Kant le da a este término: someter al juicio de la
razón resolver, en lo posible, las distintas interpretaciones de un fenómeno. Y
Marx propone su propia interpretación, que en estos 150 años ha obligado a
derramar literalmente miles de litros y litros de tinta, tanto para intentar
rebatirle, reinterpretarle o para reafirmar sus argumentos.
¿Puede haber, luego de tantos años, algo nuevo que decir
sobre
El Capital? Por supuesto,
en tanto esta obra no es un punto de llegada, sino el inicio de un método. Marx
no buscó dar respuesta a lo que describe en los dos primeros tomos de su obra.
Las propuestas de salida sólo quedaron insinuadas y bosquejadas en el tomo III,
que quedó inconcluso por su muerte. Por eso
El Capital es ante todo una compleja lección de anatomía del
capitalismo, y más ampliamente, de las relaciones políticas y culturales
asociadas a sus lazos económicos.
Sus argumentos constituyen hipótesis de
trabajo, no son dogmas ni creencias, sino líneas de investigación. De esa
manera, si aplicamos algunos de los conceptos que acuña Marx en
El Capital podríamos entender mejor
una serie de procesos del Chile actual, que la ciencia económica y sociológica
que normalmente se enseña en las Facultades no logra descifrar. Veamos algunos
casos:
Vivimos bajo
un “modo de producción”
Para mucha gente, incluso gente muy bien formada, sólo hay
una “economía”. Se habla de la opinión de los “economistas”, entendiendo por
ello a los economistas ortodoxos, que asumen como natural e inevitable el mundo
en que vivimos. No les importa cómo hemos llegado a este punto en la evolución
económica. Sólo les interesa saber cómo funciona, y a partir de eso hacerla
funcionar mejor, dentro de su propia lógica de funcionamiento. Pero Marx nos
recuerda que existen muchos modos de producción que cambian y evolucionan
históricamente. Y por lo tanto, la economía es fruto de relaciones de poder, de
intereses de clases, de confrontaciones entre actores sociales que usan
distintas tecnologías, formas de distribución e intercambio.
Marx nos diría que Chile ha devenido en lo que hoy es. No
nació así. Por siglos fuimos la más pobre colonia española en América, mucho
más pobre que Perú y Bolivia, ricas en minas de oro y plata. Pero esta pobre
colonia podía producir trigo, cueros y alimentos para abastecer esos mercados
más ricos. Paradojalmente, esta relación económica fue favoreciendo a la clase
agrario-latifundista de nuestros fundos. Entusiasmados por esta nueva relación
económica, nuestra oligarquía fraguó una alianza con el capital transnacional,
especialmente el inglés, para arrebatar a nuestros vecinos del norte buena
parte de su territorio y riquezas. Chile se estructuró entonces como una “mesa
de tres patas”: una pata en la agricultura en el sur, otra pata en la minería
en el norte y la última pata, en el sector financiero exportador en Santiago y Valparaíso.
Poco a poco, en este baile empezó a emerger un actor nuevo: la industria. Un
actor que reclamaba mercados protegidos para desarrollarse. Y para eso un
Estado desarrollista, activo, fuerte. Al amparo de esa industria naciente fue
surgiendo una clase obrera, distinta a la clase campesina y a los trabajadores
mineros. La demanda social exigió entonces grandes reformas al orden
tradicional, las que llegaron en plenitud entre 1970 y 1973. El golpe de
Estado, por lo tanto, no fue sólo el golpe contra un gobierno. Fue la reacción
de las patas tradicionales de la mesa chilena, que volvieron al ciclo inicial:
mataron el ciclo industrializador, y volvieron a hacer de Chile un país
exportador de recursos naturales. Un gran fundo, equipado con la última tecnología,
pero con relaciones laborales propias del siglo XIX. A pesar del aparente
“desarrollo”, para Marx el Chile de hoy no sería un país capitalista moderno.
Inglaterra en el siglo XIX nos aventajaría por mucho. Somos un país
extractivista, que mantiene una estructura social que no es plenamente
“capitalista”, porque mantiene fuertes rasgos oligárquicos que le impiden
entrar en los parámetros de la verdadera “modernidad”.
Nada se
entiende en Chile sin la “acumulación originaria”
El Capital de
Marx nos permite entender fenómenos que la economía ortodoxa no quiere ni
mirar. Por ejemplo, ¿cuál es la raíz del conflicto entre el Estado de Chile y
el pueblo mapuche? Los analistas funcionalistas dirían que es por la pobreza de
unas comunidades atrasadas en el sur. Y ahí se quedan. Nunca explican cómo unas
comunidades que hasta el siglo XIX eran riquísimas, porque controlaban millones
de hectáreas en Argentina y Chile, se vieron reducidas a pequeñas parcelas de
tierra pobrísima, al margen de toda posibilidad de crecer. Este proceso, que
los historiadores chilenos llamaron “pacificación de La Araucanía” y los de
Argentina “conquista del desierto”, Marx lo llama “acumulación originaria” y
describe el ciclo por el cual se produce la desvinculación del productor de sus
medios de producción, mediante la violencia, la conquista, la piratería y el
robo.
Chile entero no se entiende en absoluto sin esos procesos de
“acumulación originaria”, respecto a los pueblos indígenas en primer lugar, y
luego a los nuevos habitantes de los demás territorios. Es lo que David Harvey
llama la “acumulación por desposesión”, que consiste en el despojo violento de
un bien común que pasa a ser una mercancía. Los ejemplos nos rodean: la
educación y la salud que eran un servicio público, fueron arrebatados para
convertirse en mercancías en los nuevos mercados de los servicios. Las
pensiones, que no eran más que un mecanismo de solidaridad intergeneracional,
se convirtieron en fondos especulativos, basados en el ahorro forzoso de los
trabajadores, para alimentar a la industria financiera. Todo lo susceptible de
ser apropiado, cercado, envuelto y comercializado, ha sido arrebatado a sus
dueños originales para ser puesto a la venta. El desarrollo de todas las
grandes fortunas de Chile sólo se puede explicar por esta acumulación
originaria. Incluyendo la enorme privatización de recursos y empresas públicas
entre 1973 y 1989, que pasó a ser patrimonio de capitales chilenos en alianza
con las transnacionales.
Un país
fascinado por el fetichismo del dinero y la mercancía
A los economistas funcionalistas y neoliberales les es
imposible explicar un fenómeno que ocurre a cada instante ante sus ojos. ¿Cómo
es posible que objetos y mercancías cuyo “valor de uso” es tan bajo,
incrementen su “valor de cambio” hasta niveles absurdos, por razones
inexplicables? Por ejemplo, producir en China un par de zapatillas Nike Air no supera los 1.800 pesos
chilenos. Pero en nuestras multitiendas se venden a 45.000 pesos. ¿Qué es lo
que realmente se está vendiendo ahí? ¿Un calzado o un fetiche mágico? Para Marx
no hay duda: es un fetiche, en el sentido duro del término. Un fetiche es un
objeto al que se le atribuyen poderes mágicos o sobrenaturales que benefician a
su dueño o portador.
El comprador del fetiche Nike
cree firmemente que al usarlas se le reconocerá de otra manera. Si es un joven
poblador se le abrirán puertas cerradas en las mentes y corazones de quienes le
observen. La mujer que compra un bolso Louis Vuitton cree entrar por un
instante en un paraíso de elegancia, bienestar, admiración. El futbolista que
compra el último Ferrari vive un éxtasis de autoestima increíble. Pero a los
pocos días el poblador descubre que sus Nike
no le eximen de la detención por sospecha, la señora descubre que el Louis
Vuitton no le protege de los chismes de sus amigas y el futbolista se da cuenta
que su nuevo auto no es más que alimento para los periodistas de farándula. Por
lo tanto, los objetos anhelados pierden su poder mágico, y hay que volver a
comprar otros que los sustituyan.
Marx se dio cuenta hace 150 años de algo que los economistas
de hoy saben aprovechar muy bien, pero no saben explicar. Las mercancías no se
consumen por su valor de uso sino por las características fetichistas que
adquieren como valor de cambio, ya que bajo el capitalismo uno vale por lo que
tiene, no por lo que es o lo que hace; lo cual lleva a que las personas se
expresen por medio de sus posesiones. Chile es un país donde esta dinámica
perversa ha llegado a niveles aberrantes. La prensa financiera informa que “el
mercado del lujo en 2015 alcanzó los 500 millones de dólares de ventas en
nuestro país”, y se espera que crezca un 53% entre 2016 y 2019. Es el mismo
país donde el 10% más rico gana 26 veces más que el 10% más pobre.
¿Y la noción
de plusvalía?
Tal vez el concepto más integrador de toda El Capital es la idea de plusvalor,
que Marx expone en su teoría del valor-trabajo. Sin ella no se entienden las
relaciones de explotación bajo el capitalismo. Por años se dijo que este
concepto estaba superado, que era necesario abandonarlo, pero inevitablemente,
regresa a escena, corregido, matizado, pero igualmente real y concreto. El
último testigo de su existencia es el famoso economista francés Thomas Piketty
en su colosal obra El Capital en
el siglo XXI , donde por sus propios cálculos y medios de investigación
llega a formular lo que llama “la primera ley del capitalismo”. En qué consiste
esta ley: Piketty resume esta idea en su fórmula r > g, donde r
representa la tasa media anual de rendimiento del capital (es decir, beneficios,
dividendos, intereses y rentas) y g representa
la tasa de crecimiento económico. En otras palabras, la riqueza acumulada crece
más rápido que los ingresos del trabajo. Por tanto, los ricos se hacen más
ricos, mientras todos los que dependen de los ingresos de su trabajo, quedan
atrás. Es la renta del capitalista. Nada conceptualmente nuevo para Marx. Pero
algo muy novedoso para toda la economía ortodoxa que no puede explicar el
extraño residuo oculto que explica la desigualdad y la miseria, la extrema
riqueza y la extrema pobreza bajo el reinado del capitalismo.