Norberto Alayón | El 25 de julio de 1867, en Londres, el alemán Karl Marx
escribió el Prólogo a la primera edición de su obra
“El Capital – Crítica de la economía política - Tomo I” (Fondo de
Cultura Económica, México DF, 1987, Vigésima reimpresión).
Advirtió que “Allí
donde en nuestro país la producción capitalista se halla ya plenamente
aclimatada, por ejemplo en las verdaderas fábricas, la realidad alemana es
mucho peor (sic) todavía que la
inglesa, pues falta el contrapeso de las leyes fabriles. En todos los demás
campos, nuestro país, como el resto del occidente de la Europa continental, no
sólo padece los males que entraña el desarrollo de la producción capitalista,
sino también los que supone su falta de desarrollo. Junto a las miserias
modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, fruto de la
supervivencia de tipos de producción antiquísimos y ya caducos, con todo su
séquito de relaciones políticas y sociales anacrónicas (sic). No sólo nos atormentan los vivos, sino
también los muertos. Le mort saisit le vif! (sic)”.
Marx reconoce, aunque sin defender al capitalismo por
supuesto, que existía un doble y simultáneo sufrimiento: por la presencia del
capitalismo y también por la falta de desarrollo capitalista.
Cien años después, el destacado dirigente de la izquierda
nacional en Argentina Jorge Enea Spilimbergo argumentó que “nuestro capitalismo, fundado en la estancia y no en la fábrica, es un
capitalismo del atraso, colonial, desprovisto de estructura y de técnica
capitalistas” (“El socialismo en la Argentina”, Ediciones Octubre).
Agregando que “la oligarquía
terrateniente, pese a ser una clase capitalista, se yergue como obstáculo
formidable opuesto al desarrollo capitalista, es decir al proceso de
acumulación de las fuerzas productivas”.
Para la misma época en Argentina, José Luis Madariaga (“Introducción al socialismo”, Ediciones
Octubre) refiriéndose a la oligarquía, afirmaba que
“es una clase capitalista (sic) que se funda en la explotación del
proletariado rural. Pero la fuente de sus ganancias no es la plusvalía, sino la renta
diferencial (sic). La propiedad
privada sobre la tierra, bajo el capitalismo, permite al terrateniente
embolsarse una renta, que deriva de su monopolio sobre la tierra. Esa renta es diferencial
cuando la fertilidad de la tierra permite producir a costos más bajos que los
costos promedio de todas las tierras en producción. Como los precios de los
productos agropecuarios se fijan en el mercado mundial, en su determinación
entran tierras menos fértiles. La oligarquía argentina, por la gran fertilidad
de las tierras pampeanas, pudo embolsarse una enorme renta diferencial. Así, no
tenía interés en reinvertir sus beneficios en el proceso productivo. Malgastó
esa renta en consumos improductivos y de lujo, que importaba de Europa. Al
revés de la oligarquía, la burguesía tiende a la ampliación del mercado interno
y la acumulación de la plusvalía. La oligarquía es librecambista, enemiga del
proteccionismo industrial y, por eso, enemiga del desarrollo de un capitalismo
industrial autónomo”.
Spilimbergo, en su texto, agregó que
“por cobarde, capituladora y estéril que haya sido, y seguramente
será, la política de la burguesía argentina, hay una contradicción insoslayable
entre la ley de la acumulación burguesa y del mercado interno (sic), por un
lado, y la ley de consumo de la renta (sic), por el otro”. Rematando que “es la frustración de un desarrollo
capitalista y no la plétora de capitalismo, el origen de la crisis argentina”.
Como vemos, el carácter parasitario y ocioso de nuestra
tradicional oligarquía, que se constituyó como una suerte de “clase capitalista
no burguesa”, obstaculizó el desarrollo industrial del país, manteniendo en
muchos casos relaciones de tipo cuasi feudal. La enorme riqueza, obtenida por
las grandes extensiones de campos y por la renta diferencial de la tierra,
condujo a estos sectores a evidenciar un comportamiento exento de “dinamismo
burgués” y antiindustrialista. Con semejantes ganancias, los terratenientes no
estaban interesados en reinvertir sus beneficios.
Tal vez, de este origen “naturalmente perezoso” de la
oligarquía, nuestras burguesías nacionales hayan encontrado una suerte de
modelo productivo a imitar, ligado a la búsqueda de ganancias desmedidas, con
un mínimo de riesgo e inversión o bien aprovechando protecciones, prebendas,
abusos y saqueos sobre el Estado para que respaldara sus intereses privados,
por sobre el bienestar del conjunto de la sociedad. Con frecuencia, esta
violación de la esencia misma del funcionamiento capitalista, ligada a la
inversión y al riesgo, constituye una conducta irredimible: quieren ganar
fortunas -y además en el menor tiempo posible- sin correr prácticamente ningún
tipo de riesgos.
En Argentina, en el 2015 y en el contexto de un capitalismo
dependiente, permanece vigente la tensión entre las propuestas de cierto
desarrollo sólo para algunos, con exclusión y pobreza para muchos y, por otro
lado, las propuestas de mayor inclusión y redistribución más equitativa de la
riqueza, conjuntamente con la superación de niveles de atraso, incompatibles
con la necesaria consolidación de un país desarrollado.
Potenciar la industrialización; mejorar la insuficiente
infraestructura; multiplicar las obras públicas; rescatar el control y
explotación de los recursos naturales; administrar con sentido nacional los
servicios estratégicos de transporte, comunicación, vivienda, educación, salud;
fortalecer el desarrollo científico y tecnológico; entre otros, constituyen
desafíos insoslayables en la perspectiva de avanzar en el intento de
recuperación de mayor soberanía, de mayor independencia y de mayor igualdad.
Claro que a las conservadoras concepciones que
históricamente bregaron por el bienestar sólo de algunos pocos y, en espejo
opuesto, por el malestar de muchos otros, se les adicionó el fundamentalismo
neoliberal de los 90 que arrasó escandalosamente con bienes y derechos
conquistados con el esfuerzo y la lucha de las generaciones precedentes. Como
agudamente describe el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos “el neoliberalismo, basado en el
capital financiero, es la versión más antisocial del capitalismo”.
El politólogo brasileño Emir Sader destaca que
“El neoliberalismo
buscaba destruir la imagen del Estado -especialmente en sus aspectos reguladores
de la actividad económica, de propietario de empresas, de garante de derechos
sociales, entre otros- para reducirlo a un mínimo, colocando en su lugar la
centralidad del mercado”. Y enfatiza que “El Estado, refundado o reorganizado
alrededor de la esfera pública, es un agente indispensable para la superación
de los procesos de mercantilización diseminados por la sociedad”.
Despliega -asimismo- Sader, la idea de que
“Democratizar nuestras
sociedades es desmercantilizarlas, es transferir de la esfera mercantil hacia
la esfera pública, la educación, la salud, la cultura, el transporte, la
habitación; es rescatar como derechos lo que el neoliberalismo impuso como
mercancía”.
En el mes de noviembre de 2014 se llevó a cabo, en Buenos
Aires, un encuentro organizado por un denominado Foro de Convergencia
Empresarial. En ese evento, en el que participaron los directivos de las
principales compañías del país, intervino el representante de la importante
empresa argentina Techint (que tiene fijado su domicilio en Luxemburgo), la
cual presidida por el ítalo-argentino Paolo Rocca se dedica especialmente a la
fabricación de caños sin costura, destinados a la industria petrolera.
Con brutal sinceridad, el representante del Grupo Techint
expresó que “El mercado le va a ganar al
Estado”. Fantástica convicción que pone en evidencia el posicionamiento
ideológico-político de este tipo de empresarios que, a la par de lucrar con el
Estado, simultáneamente se proponen debilitar y “derrotar” al Estado, si éste
no se somete de manera dócil y cómplice para garantizarles sus enormes
ganancias.
Seguramente, estos empresarios tendrán añoranzas de otros
períodos, de otros gobiernos y de otros funcionarios que servían más
puntualmente a los intereses de las empresas “argentinas”. Deben extrañar al
Dr. Juan Alemann, quien fue secretario de Hacienda del dictador militar Jorge
Rafael Videla y del dictador civil José Alfredo Martínez de Hoz, cuando
afirmaba con convicción que “… en
definitiva, el Estado es el socio oculto de todas las empresas privadas”.
En algunos momentos de la historia, el Estado opera como el “socio oculto” de
las empresas privadas y en otros como el “socio desfachatado” que ya no
necesita disimular, momentos en los cuales los sectores del gran capital
despliegan obscenamente sus enormes privilegios, con toda soberbia y hasta como
si se tratara de un hecho “lógico y normal”. Muchos empresarios “nacionales” se
enriquecieron de manera exponencial e inimaginable con los negocios que
encararon con el Estado o con la protección del Estado, especialmente durante
la dictadura cívico-militar y luego con el menemismo.
Estos sectores no soportan la existencia de un Estado que
tienda siquiera a regular los intereses no idénticos entre el capital y el
trabajo. Quieren un Estado que sólo exprese y defienda sus intereses, al cual
puedan condicionar y hasta conducir para imponer con impudicia las reglas y los
intereses del mercado. De ahí se desprende su desmedido y sistemático afán de
debilitar a todo aquel Estado que intente ponerle límites a su voracidad. En
definitiva, el resultado que buscan sería: cuanto menos Estado, más mercado.
Certeramente, Sousa Santos afirma que
“El Estado es un
animal extraño, mitad ángel y mitad monstruo, pero, sin él, muchos otros
monstruos andarían sueltos, insaciables, a la caza de ángeles indefensos. Mejor
Estado, siempre; menos Estado, nunca”.
Muchas de las críticas despiadadas a la presencia fuerte y
extendida del accionar del Estado y que propagandizan las eventuales bondades
de un “Estado mínimo”, apuntan -elíptica o abiertamente- hacia la
transformación del Estado y su desmantelamiento como garante del bienestar
general, tal como debe ser una de sus funciones básicas. Si está “ausente” o
defecciona el Estado como equilibrador de los intereses de los distintos
sectores, la cruel y voraz lógica del mercado se impondrá muy fácilmente, sin
que nada, ni nadie pueda controlarla o atenuarla.
En rigor, los Estados nunca están “ausentes”. Por presencia
o por “ausencia”, los Estados siempre están presentes. En el auge del
neoliberalismo, nuestros Estados no se “achicaron”; lo que aconteció es que
redefinieron sus objetivos y su presencia activa se direccionó abiertamente
hacia la defensa de los intereses de los sectores de mayor concentración y
poder económico. Era cierto aquello de que detrás de la propuesta de los
Estados “mínimos”, estaba la ambición de que se transformaran en Estados
máximos…pero del capital, vulnerando la noción de bienestar general y
erosionando impúdicamente los principios de equidad y solidaridad. En idéntico
sentido operaba aquella perversa promesa, impulsada exitosamente por la
dictadura y luego por el menemismo, de que “achicar
el Estado es agrandar la nación”.
Capital y trabajo son los factores esenciales en la
generación de riqueza. Ambos debieran ser considerados y valorados como
simétricos e igualables, en la perspectiva de la vigencia de relaciones humanas
que dignifiquen la vida social y la existencia de sociedades verdaderamente
democráticas en pos de un mundo sustentable para todos.
Es sabido que la lógica y la “racionalidad” del capitalismo
se centra irreductiblemente en la búsqueda denodada del lucro y la acumulación,
sobre la base de la expoliación de la productividad del trabajo de otros. Si la
acumulación por parte de un sector social se basa en la apropiación
diferenciada de la riqueza y en una distribución desigual, la construcción y
cristalización de sectores ricos y pobres se transforma en algo “natural”,
inherente a las propias características del modelo de funcionamiento social. De
ello se deriva la existencia de sociedades duales, con polos opuestos de
altísima concentración de riqueza por un lado y de enorme concentración de
exclusión y pobreza por el otro.
Ante ello, un Estado -con vocación política dirigida a
proteger el interés nacional y popular- no puede prescindir de regular y
supervisar el accionar de los sectores del capital. La política, en
representación del interés general, debe primar por sobre el comportamiento de
las empresas y de los empresarios.
En la actual coyuntura nacional e internacional, se requiere
de un Estado que, aún capitalista aunque perfilando un futuro no capitalista,
opere decididamente como garante pleno del interés general de la sociedad, y
especialmente de los sectores más vulnerados, por sobre el interés privado de
los sectores del capital.
En suma, un Estado que pueda sentar las bases para ir
construyendo una democracia sólida y vigorosa, con plena inclusión y derechos
sociales extendidos, lo cual configurará estratégicamente otro tipo de sociedad,
otro tipo de sistema social, que se aleje del capitalismo actual.