- En su juventud, Marx dedicó más de dos años a su tesis de
doctorado, centrada en indagar las diferencias entre la filosofía de la
naturaleza de Demócrito y la de Epicuro. Este tema, en apariencia tan
específico, fue la llave para abrir la puerta del azar, de la libertad, de lo
no determinado en la acción humana. Una pequeña revolución del pensamiento que
hoy sigue despertando el interés de los especialistas y que, más allá de la
filosofía, puede leerse en la esfera de la política y la acción.
Fernando Bogado | Pocos
filósofos están dotados de juventud. Dentro del imaginario social, la mayoría
de ellos aparecen ya ancianos y con todo un sistema cerrado y autosuficiente
que nos distancia de las condiciones reales de la producción de su pensamiento:
¿sintieron dudas? ¿Sufrieron las penas de ver su “sistema”, sus “ideas”, chocar
con el mundo real y sus limitaciones? ¿En qué condiciones pensaron lo que
pensaron y cómo trabajaron con sus respectivas influencias? Son preguntas que
muchas veces aparecen resueltas de la manera más burda en el resumen
biográfico, donde las “influencias” son apenas modos de pensar redes
conceptuales a la hora de un resumen y no el trágico diálogo intelectual
sufrido por un joven que, en un momento determinado y por circunstancias
varias, tuvo que elegir y distanciarse del confort que siempre representa la
doxa filosófica para atreverse a decir “no estoy de acuerdo”. La publicación de
Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, la
famosa tesis doctoral de Karl Marx de 1841, nos permite sopesar cuáles son los
rasgos marxistas en la temprana obra de alguien que, a duras penas, todavía no
era “Marx”.
Karl Marx, entusiasmado por la perspectiva de conseguir un
puesto de profesor en la Universidad de Bonn (según cierta información
que le
había pasado un compañero de la denominada “juventud hegeliana”, Bruno Bauer),
llevó adelante entre 1839 y 1841 la redacción de esta tesis de doctorado, la
cual le permitió obtener el deseado título en abril de 1841, en la Universidad
de Jena. El objetivo central del texto es observar la diferencia entre los planteos
del filósofo responsable del atomismo, Demócrito (460 a.C.-370 a.C.), y Epicuro
(341 a.C.-270 a.C.), quien fue considerado a este respecto apenas un mero
repetidor de los planteos de su antecesor. En su tesis, Marx se encarga de
señalar que hay una diferencia sumamente importante en el planteo del segundo
con respecto a las observaciones del primero y que esa diferencia aparece
borrada o rebajada en las glosas y comentarios que la tradición filosófica ha
tenido con respecto al trabajo de estos dos pensadores, de Aristóteles a
Cicerón, y de ellos hasta Hegel. Para Demócrito, los átomos poseen dos
movimientos que responden a una mecánica natural que opera bajo la lógica de la
necesidad: la caída en línea recta —algo que, luego de Newton, podríamos llamar
“gravedad”— y la repulsión. Junto con el átomo, una unidad mínima e imposible
de separar, existe también el vacío, y es a partir de la combinación de átomos
y de una cuestión meramente cuantitativa que se dan las cosas en el orbe,
originadas por un “torbellino” creador que combinó los átomos en un primer
lugar. O sea, todo lo existente parte de esta combinación atómica regida por la
necesidad natural, la cual es, también, una forma de justicia indudable: las
cosas son así porque es necesario que sean así.
¿Cuál es la diferencia que establece Epicuro en esta teoría?
En principio, ubicaría un tercer movimiento localizado entre la caída en línea
recta y la repulsión, un movimiento que el filósofo griego llama “declinación”.
La declinación es un movimiento mínimo por fuera de la línea recta, hacia el
costado, que no responde a esa línea necesaria, sino que se escapa de ella casi
por una cuestión de azar. Y si hay azar, la necesidad no puede regirlo todo, el
determinismo natural no es una regla que toda la creación cumple a rajatabla:
el azar en el ser, desde la lectura del joven Marx, rápidamente abre la
posibilidad de ser entendido como azar del pensar. Digamos: de un pensar
libremente que puede darse a sí mismo la propia forma de su límite, ya que la
declinación es efectivamente un movimiento que supera el ser (Dasein) dado,
abstrayéndose de él y de sus restricciones. Las consecuencias prácticas de este
planteo ontológico son claras: la filosofía de Epicuro, por ejemplo, fundamenta
la búsqueda de la ataraxia, esto es, la felicidad e imperturbabilidad del alma,
evitando lo malo y lo dañino y aspirando optativamente por lo bueno. Marx, vía
Epicuro, observa que tal perspectiva también permite pensar las asociaciones
libres de personas en lo político y la amistad como un fenómeno dependiente de
este “darse libremente” de la declinación. Para decirlo mal y pronto: hay
contrato social a nivel atómico.
Con prólogo de Ronaldo Vielmi Fortes (de la Universidade
Federal de Minas Gerais) y traducción y notas de Esteban Ruiz (de la UBA), la
presente edición de la tesis doctoral de Karl Marx nos permite revisar los
tempranos acercamientos de un pensador que todavía no se había volcado al
socialismo, un Marx que leía en Epicuro y su filosofía de la naturaleza la
posibilidad misma de encontrar un fundamento físico a cuestiones de índole
ética: la libertad contra la necesidad, la individualidad contra la generalidad
de la caída en línea recta, la posibilidad de autodeterminarse contra la
determinación dada. Y es que la elección misma del tema responde a una
oposición a Hegel y a su lectura: si Hegel había colocado en sus formulaciones
a los escépticos por encima de los estoicos y epicúreos, Marx iba a dar vuelta
el planteo y a encontrar en el epicureísmo un modelo de filosofía volcada al
mundo que no se quedaba en la mera especulación racional, una filosofía que, en
alguna medida, también apuntaba a la praxis. Además, y casi desde un planteo
que está conectado con la fuerte influencia que los trabajos de Baruch Spinoza
habían tenido en los filósofos alemanes de los primeros años del siglo XIX,
esta forma de pensamiento claramente respondía a una abierta búsqueda de la
felicidad en contra de la tristeza y el sometimiento que representa esa otra
forma de pensamiento que tiende al determinismo natural y, por ende, religioso.
Basta recordar que mientras Demócrito se quitó los ojos para evitar que el
mundo lo molestara en el desarrollo de sus pensamientos, Epicuro, en la hora de
su muerte, tomó un vaso de vino puro y se metió en una tina con agua caliente.
Los debates propios del siglo XX en torno de la segmentación
de la obra de Marx giran siempre en torno de la misma cuestión: dónde termina
el Marx humanista y dónde empieza el científico. Louis Althusser, por caso,
entendió la diferencia entre el Marx de los Manuscritos económico filosóficos
de 1844 y el de El capital por un “corte epistemológico” que deriva del
descubrimiento de eso que llamó “plusvalía”. Digamos: el joven Marx estaba
todavía atado a una lectura subjetivista que olvida la fría dureza de los datos
objetivos relevados por el “viejo” Marx. Leer esta tesis y confrontarla con
estos planteos permite observar que, en última instancia, no son tanto las
condiciones objetivas y su determinismo lo importante para el cambio, sino que
es el hombre el responsable de llevar ese cambio al mundo. Mal que les pese a
algunos, los jóvenes siempre terminan teniendo la razón.