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HOLZ: Señor Lukács, en su Estética se incluyen algunos supuestos previos ontológicos que no siempre están tratados de manera explícita. Sabemos que prepara usted una Ontología sobre bases marxistas y, sin pretender anticiparnos a este libro, quisiéramos, sin embargo, acercarnos a la cuestión de hasta qué punto ciertas posiciones de su Estética están condicionadas por supuestos previos de tipo ontológico, los cuales acaso podamos poner en claro en la presente entrevista. Surge al respecto una pregunta que me ha sido planteada recientemente en una discusión que sostuve con discípulos del señor Abendroth, que se encuentra entre nosotros, en Marburg. ¿Se puede afirmar que existe una ontología marxista? ¿Qué sentido puede tener la palabra ontología en una filosofía marxista? En el mencionado círculo de discípulos del señor Abendroth se me objetó que la ontología, sobre la base del marxismo, se disuelve en sociología. Las categorías ontológicas, por tanto, habrían de entenderse tan sólo como categorías de la sociedad, no como categorías históricas. y no hay duda de que siempre son categorías sociales e históricas. Mas si el hablar de ontología ha de tener sentido, en estas categorías ontológicas habrá de estar comprendido algo que pueda ser definido en términos no sólo sociales, históricos. Me interesaría saber cuál es su postura respecto a esta cuestión.
LUKÁCS: Yo diría que, a despecho de lo que como científico o
en general uno pueda ser, se parte siempre de cuestiones de la vida cotidiana,
en la cual se plantean las cuestiones ontológicas en un sentido muy masivo. Le
voy a poner un ejemplo muy simple: alguien cruza la calle; puede tratarse –en
el campo de la teoría del conocimiento– del más recalcitrante neopositivista,
negador de toda realidad, y, sin embargo, en el cruce de las calles estará
persuadido de que el automóvil real lo atropellará realmente si no se detiene,
y no que alguna fórmula matemática de su existencia será atropellada por la
función matemática del auto, o su representación por la representación del
automóvil. Cito adrede un ejemplo tan brutalmente simple para hacer ver que en
nuestra vida se reúnen una y otra vez formas de ser diversas y que esta
interrelación entre las formas de ser es lo primario. Por esta razón me es
imposible considerar como pregunta realmente seria la de si una categoría
determinada es sociológica u ontológica. Se ha extendido actualmente entre
nosotros la costumbre de presentar como una esfera independiente del ser
cualquier disciplina que ha alcanzado carta de ciudadanía universitaria.
Incluso un filósofo tan inteligente como Nicolai Hartmann argumenta en una
ocasión que la psique tiene que ser algo independiente, puesto que desde hace
doscientos o trescientos años se viene enseñando en las universidades la
psicología como una ciencia particular. Pues bien, yo soy de la opinión de que
todas estas cosas son mutables históricamente, siendo el ser y las
transformaciones del ser lo fundamental. Entiendo que es de ahí desde donde se
ha de partir; y de ahí he partido yo en mi Estética, que lleva el subtítulo,
quizá no muy correcto, de Eigenart des Aesthetischen [La peculiaridad de lo
estético]; hubiera sido más exacto decir: la posición del principio estético en
el marco de las actividades intelectuales del hombre.
Ocurre, sin embargo, que
las actividades intelectuales del hombre no son –por así decir– entidades
anímicas, como se imagina la filosofía universitaria, sino diversas formas de
acuerdo con las cuales los hombres organizan aquellas acciones y reacciones del
mundo exterior a las que siempre están expuestos, y las organizan de algún
modo, con vistas a la defensa y a la edificación de su propia existencia. Por
ejemplo, es sumamente probable que en la actualidad se considere cierto que las
maravillosas pinturas paleolíticas encontradas en el sur de Francia y en España
fueron propiamente preparaciones mágicas para la caza; es decir, que estos
animales no fueron pintados por razones estéticas, sino porque entonces los
hombres tenían la idea de que una fiel reproducción de determinado animal
significaba que ese animal se podía cazar mejor. En tal caso, la pintura es una
reacción ante la vida de carácter aun primariamente utilitarista; y al
socializarse la sociedad, esta tendencia prosigue ininterrumpidamente, de modo
que la reproducción inmediata de la vida está ya siempre condicionada. Ahora
quisiera decir otra cosa muy sencilla. Usted va a una tienda y se compra una
corbata o seis pañuelos de bolsillo; si ahora se imagina el proceso necesario
para que usted y los pañuelos se encuentren en el mercado, es posible que surja
como resultado un cuadro muy movido y muy complicado; y yo creo que tales
procesos no deben ser excluidos de la comprensión de la realidad. Es éste el
primer punto que yo mencionaría aquí. El segundo punto es de orden
metodológico, el cual nos lleva, en cierto sentido, mucho más lejos todavía. La
ciencia desarrollada tiende a abarcar toda forma, toda modalidad aparencial de
la vida en las formas supremas de su objetivación, creyendo que con ello se proporciona
el mejor análisis posible. Piense usted en la teoría del conocimiento kantiana,
que, por un lado, parte de la matemática de la época y de la física newtoniana
para fundamentar el conocimiento y, por otro lado, toma a la resolución moral
superdesarrollada como fundamento de lo práctico. Yo creo que es imposible
descender de esta forma superior hasta la forma más inferior. Desde la forma
newtoniana del análisis, desde la física newtoniana es imposible llegar a las
nociones de que se ha servido un cazador prehistórico para establecer, en
virtud de determinados ruidos, si lo que se acerca es un ciervo o un corzo. Por
el contrario, si parto del imperativo categórico, tampoco entenderé las simples
acciones prácticas del hombre en la vida cotidiana. En consecuencia, estimo que
el camino a seguir –y con ello estamos de lleno ya en el terreno de los
problemas ontológicos– es un problema genético. Es decir, tenemos que tratar de
estudiar y comprender las circunstancias en sus formas aparenciales iniciales y
las condiciones bajo las cuales pueden estas formas aparenciales hacerse cada
vez más complicadas y mediatas. Naturalmente, esto no halaga los oídos de los
científicos. Porgue, refiriéndonos al hecho de la ciencia, ¿ de dónde ha
surgido el hecho de la ciencia? En toda aserción teleológica, como lo es el
trabajo, existe un momento en el que la persona que trabaja –aunque sea un
hombre de la Edad de Piedra– reflexiona acerca de si el instrumento que emplea
es adecuado o no para la intención que él tiene. Si me remonto a los tiempos
anteriores a la producción de instrumentos de trabajo y pienso en la' época en
que el hombre primitivo se limitaba a recoger piedras con vistas a cumplir
determinadas funciones, no me cuesta ningún esfuerzo imaginármelo examinando dos
piedras y diciendo –es indiferente que lo formulase como yo lo estoy formulando
ahora o no–: esta piedra es adecuada para cortar una rama y esta otra no lo cs.
Con esta elección de la piedra primitiva comienza la ciencia. Ahora bien, la
ciencia se ha ido desarrollando hasta constituir un sistema de mediación
autónomo en el que los caminos que llevan hasta las últimas decisiones
prácticas –son extraordinariamente largos, como podemos observar hoy día en
todas las fábricas– y yo creo que es mucho más seguro iniciar el camino de la
génesis de la ciencia con la recolección de piedras en el primer trabajo y
terminarlo por la ciencia, en lugar de comenzar por la alta matemática e
intentar retroceder hasta la recogida de las piedras. Esto significa que cuando
intento comprender los fenómenos con un sentido genético, entonces se torna
completamente ineludible el camino ontológico; de lo que se trata es de
seleccionar, dentro de las innumerables casualidades que acompañan a la génesis
de todo fenómeno, los momentos típicos, necesarios para el proceso mismo. Ello
sería, pues, en cierto modo, la justificación de que yo considere al
planteamiento ontológico como lo esencial, jugando un papel secundario, desde
el punto de vista ontológico, las fronteras precisas que se trazan entre las
diversas ciencias. y ahora retorno a mi ejemplo anterior: si, en el cruce de
dos calles, el automóvil se aproxima a donde yo estoy, puedo concebir al
automóvil como fenómeno tecnológico, o como fenómeno sociológico, como fenómeno
histórico–cultural, etc., pero el automóvil real es una unidad que se
atropellará o no. El objeto sociológico o histórico–cultural que es el
automóvil resulta tan 'Sólo del modo de contemplación que guarda relación con
los rasgos reales del automóvil y que es la reproducción mental de estos rasgos
reales; mas el auto existente es, en cierto modo, más primario que, digamos, el
criterio sociológico concomitante, puesto que el auto circularía aun si yo no
hiciera sociología sobre ello, mientras que la sociología del auto no podrá
poner en movimiento a ningún automóvil. Existe, pues, una prioridad de la
realidad por parte de lo real, si se me permite la afirmación, y nosotros
debemos intentar retroceder hasta estos hechos, primitivos si se quiere, de la
vida y comprender los hechos complicados a partir de los hechos
primitivos.
HOLZ: Sí, el punto de partida en la vida cotidiana es, en consecuencia, algo así como la base, una especie de comprensión natural del universo. Dilthey y Husserl ya emplearon ese término, aunque, por supuesto, en un sentido diferente del que usted le da.
LUKÁCS: También la teleología lo ha empleado...
HOLZ: Sí, pero queda por saber si la ontología, dado que ha de iniciarse genéticamente en la vida cotidiana, no poseerá una forma metodológica específica para acercarse a los datos de este contenido de la experiencia cotidiana y –por así decir– para integrarlo en un sistema de intelección. La cuestión, en suma, se plantea así: ¿ cuál es, en sentido estricto, el objeto de la ontología? En la ontología clásica se diría, por ejemplo, que la doctrina de las categorías.
LUKÁCS: Yo diría que el objeto de la ontología es lo
realmente existente. Y su tarea es la de examinar lo existente respecto a su
ser y encontrar las diversas fases y transiciones dentro de lo existente. A
ello se suma, naturalmente, un punto que, en apariencia, nos lleva aún más
lejos; pero yo creo que se debe hablar de ello desde el principio. Me refiero a
un problema cuya discusión, según mis informaciones, Nicolai Hartmann fue el
primero en plantear en nuestro tiempo; se trata del hecho, descubierto por él
ya en la naturaleza inorgánica, de que la complejidad es lo primariamente
existente, debiéndose estudiar el complejo en cuanto complejo y avanzar desde
el complejo hacia sus elementos y procesos elementales, y no –como suele pensar
la ciencia en general buscando ciertos elementos para luego construir
determinados complejos sobre la base de la acción conjunta de tales elementos.
Usted recordará que Hartmann concibió como tales complejos, por un lado, a los
sistemas solares y, por el otro, al átomo. Creo que se trata de una idea
sumamente fecunda. Es manifiestamente evidente que nunca podremos tener una
ciencia de la biología mientras no concibamos la vida como complejo primario,
constituyendo la vida del organismo entero la fuerza determinante en último
término de los procesos particulares; y que de la síntesis de todos los
movimientos musculares nerviosos y demás –aun si conociéramos cada uno de estos
movimientos con exactitud científica–, sumando, digo, estas partes, no se
podría producir jamás un organismo, sino que los procesos parciales sólo son
comprensibles en cuanto procesos parciales del organismo complejo.
Y por fin llegamos a nuestra cuestión, a saber, la sociedad,
donde tal complejidad está por supuesto dada; y no sólo por lo que se refiere a
la sociedad entera, sino, en cierto modo ya, al átomo de la sociedad. El hombre
es un complejo en sí mismo, un complejo en sentido biológico; mas si quiero
comprender los fenómenos sociales, es imposible descomponerlo en cuanto hombre
complejo, de suerte que la sociedad se ha de concebir desde un principio como
complejo que se compone de una serie de complejos. Se trata precisamente de
saber cuál es la constitución de estos complejos y cómo podemos llegar a
conocer el verdadero carácter de su ser y de sus funciones, sin hablar aquí
para nada, como antes dije, de las determinaciones sociológicas o de otro tipo,
siempre posteriores, sino de las concepciones genéticas del surgimiento y
desarrollo de tales complejos. Si ahora considera usted a la sociedad desde
esta perspectiva, el hecho respecto al cual no existe analogía alguna en el ser
orgánico es el trabajo, debiendo considerarse aquí al trabajo –y entrecomillo
esto– en cierto modo como el átomo de la sociedad misma y como un complejo
extraordinariamente complicado, en el cual se pone en movimiento una sucesión
causal por medio de una aserción teleológica del que trabaja. El trabajo sólo
se puede ver coronado por el éxito cuando se pone en movimiento una sucesión
causal genuina, a saber, en la dirección que postula la aserción teleológica.
Por otra parte, si estudio este complejo, llego a la conclusión de que, en una
aserción, el hombre que realiza el trabajo nunca está en condiciones de abarcar
con la vista todas las circunstancias de estas sucesiones causales, de manera
que, en el momento de realizar el trabajo, surge por principio algo diferente a
lo que el que trabaja se ha propuesto como objetivo. Es natural que en
determinados estadios iniciales la divergencia sea francamente mínima, pero es
absolutamente seguro que la humanidad entera depende de tales desplazamientos
mínimos. Digamos que los humanos han encontrado fortuitamente la posibilidad de
un mejor afilado de la piedra; entonces ocurre que este ser mejor lo han
descubierto paulatinamente como mejor, tornándose poco a poco en praxis
general. Es imposible imaginar el progreso sin un desarrollo tal, a lo cual se
añade precisamente el que, a consecuencia del no conocimiento de las circunstancias
que rodean al trabajo, surja en éste siempre algo distinto, o digamos con mayor
precisión: también algo distinto de aquello que se ha perseguido inicialmente.
Es un prejuicio proveniente del cientifismo el pensar que el incremento de las
experiencias, la acumulación de experiencias, reduce el campo de lo
desconocido. Yo creo que lo amplía. Cuanto mejor conocemos a la naturaleza –con
la cual se halla en estrecha interacción la ciencia, esto es, el trabajo–,
tanto más evidentemente sale a relucir este médium desconocido que tiene las
más importantes consecuencias para la evolución de la humanidad. Este terreno
desconocido e inconquistado que es la reproducción social no está limitado a
fases primitivas, sino que existe también en fases evolucionadas. Comprenderá
usted que esto guarda relación con todas esas preguntas ontológicas sobre la
edificación de lo complejo. El propietario individual de la fábrica ha dominado
su producción individual mejor que el artesano pequeño, antiguo o medieval, y,
sin embargo, a partir del complejo de producción y consumo se han desarrollado
unas fuerzas desconocidas que se desatan en tiempo de crisis. Actualmente me
parece un prejuicio de la ciencia económica afirmar que Keynes y otros dieron
lugar a una economía plenamente dominada. Justamente las tan actuales preguntas
planteadas tocante al fin del milagro económico demuestran en qué escasa medida
se considera permanente la dominación del proceso económico.
Y ahora vuelvo a una cuestión ontológica. Cuanto más alto
sea el nivel de un complejo, mayor será el enfrentamiento de la conciencia
humana con un objeto infinito, tanto en el aspecto extensivo como en el
intensivo; y el mejor conocimiento de este objeto sólo podrá ser un
conocimiento relativamente aproximativo. Una vez que he reconocido a X y Y como
cualidades de un objeto determinado, todavía no tengo la garantía de que no
existan otras cualidades Z más, las cuales puedan llegar en determinadas
circunstancias a cobrar una eficacia práctica. Pues bien, yo creo que a tales
hechos sólo nos podemos aproximar bajo la forma de una ontología en la que nos
interesan nominalmente las relaciones esenciales y en la que dejemos a un lado
el hecho de que una interrelación esencial cualquiera haya sido tratada por la
ciencia actual desde el punto de vista psicológico, sociológico,
teórico–cognoscitivo o lógico. Enfocamos esta interrelación como interrelación
existente, siendo secundario para ella en qué disciplina científica se incluya
su consideración. Esto es, a mi entender, el aspecto fundamental del marxismo;
y en el caso de Marx me remito a la famosa definición según la cual las
categorías son formas de ser, determinaciones de la existencia, lo cual viene a
situarse en el polo opuesto de la concepción kantiana, y también hegeliana, de
las categorías. Que de ello se sigue el método genético es cosa que puede ver
usted de inmediato en el principio de El capital, donde se parte no ya del
trabajo, sino del intercambio de mercancías más primitivo. De la ontología del
intercambio de mercancías se deduce al fin la derivación genética del dinero en
cuanto mercancía general. En Marx se muestra luego cómo el hecho de que el oro
y la plata hayan llegado a ser a la larga dinero está a su vez relacionado
íntimamente, en el aspecto ontológico, con las cualidades físicas del oro y la
plata. Estos metales convenían a las condiciones del cambio general, de suerte
que a partir de esta peculiaridad surgió por doquier la preponderancia del oro
y la plata como medio de intercambio general, como dinero. Lo mucho que aquí se
ofrece al conocimiento del camino realista se ve en el hecho de que, en la
antigüedad civilizada, el dinero llegara a convertirse en una potencia mística,
hecho repetidamente anotado por Marx. Desde el punto de vista ontológico, el dinero
se convirtió en tal a partir de los actos de permuta; mas comoquiera que los
antiguos aún no eran capaces de llegar a esta explicación ontológica, podrá
encontrar usted, desde Homero y Sófocles, constantes lamentaciones elegíacas
respecto a una potencia mítica que penetra en la sociedad y se arroga un
dominio sobre los hombres, pese a tratarse de un material muerto. Ya ve usted
cómo un problema que en épocas enteras de la historia resultaba incomprensible,
adquiere una claridad total a la luz de la derivación ontológica que
proporciona Marx en el comienzo de El capital. Lo mismo ocurre si se fija en
otro problema que a un economista tan importante como Ricardo le resultaba
irresoluble, a saber, el hecho de que, por un lado, las mercancías se
intercambiasen sobre la base de su valor de trabajo y el que, por otro, en la
sociedad capitalista se dé un beneficio medio. A mí me parece que Ricardo se
dio cuenta de la contradicción irresoluble entre el beneficio medio y el valor
de trabajo. Pues bien, Marx comprobó en esta relación la existencia de un
sencillo hecho socialmente ontológico que probablemente también conoció
Ricardo, a saber, que en el capitalismo moderno el capital emigra de un
territorio a otro. Esta migración, que en el capitalismo más primitivo y en las
sociedades precapitalistas se da tan sólo en muy escasa medida, es un hecho
ontológico fundamental, De nuevo me estoy refiriendo a un hecho de fundamental
importancia del capitalismo desarrollado. y ahora, si relee usted las
exposiciones hechas por Marx en el tomo tercero de El capital, verá usted que
el hecho de que el valor del trabajo se convierta en beneficio y en beneficio
medio es una .simple consecuencia de la migración del capital, y que el gran
enigma queda resuelto justo en el momento en que damos con el acceso ontológico
correcto.
Solemos usar la bella palabra ontología, y hasta yo mismo
acostumbro él hacerlo, pese a que lo que en rigor habría de decirse es que se
descubre la manera de ser que da lugar a este nuevo movimiento de los complejos.
El hecho de que los nuevos fenómenos se puedan derivar genéticamente en base a
su existencia cotidiana supone tan sólo un momento de una concatenación
general, a saber, que el ser es un proceso de índole histórica. No existe el
ser en sentido estricto; el ser que solemos designar con el nombre de ser
cotidiano es una fijación determinada y sumamente relativa de complejos dentro
de un proceso histórico. Como es sabido, Marx dijo en La ideología alemana que
tan sólo existe una única ciencia coherente, la ciencia de la historia; y
recordará usted con qué entusiasmo saludó Marx a Darwin, pese a los
innumerables reparos de tipo ideológico que mediaban, porque Darwin había
hallado en la naturaleza orgánica el carácter fundamentalmente histórico de su
existencia. En cuanto al ámbito de la naturaleza inorgánica, existe la enorme
dificultad de determinar su historicidad. Mas, aunque en cuestiones de la
ciencia natural soy un diletante, pienso, sin embargo, que nos hallamos en
vísperas de una gran revolución filosófica, determinada por las ciencias
naturales, en la medida en que la astronomía comienza a aplicar la física
nuclear para las observaciones astronómicas. Ahí tenemos, pues, los primeros
indicios de que las leyes de la composición de la materia, de acuerdo con los
cuales se producen complejos tales como, por ejemplo, el sol, no son uniformes
en todo el universo. En distintos sistemas solares se han descubierto ya
distintas formas, de composición de la materia. No excluyo la posibilidad de
que un día la ciencia ponga en claro la historia de la composición de la
materia; y ese día se evidenciará que la forma eterna de la materia, que fue el
gran principio revolucionario en tiempos de Galileo y Newton, sólo representa
una época o un período en el desarrollo histórico de la estructura de la
materia. Me refiero a esto muy de pasada, y, por así decirlo, como expresión de
mi esperanza filosófica, puesto que en este terreno no soy más que un
diletante. De cualquier modo, ya Goethe y Lamarck hicieron ensayos en tal sentido,
mientras que para el siglo XVIII, incluso para Cuvier, la representación
histórica de la evolución de la naturaleza inorgánica parecía algo imposible.
Tal es el problema: o seguimos sustentando en física un criterio en cierto modo
anticuado –ya sea la concepción materialista vulgar, ya la meramente
manipulativa de los neopositivistas–, o tratamos de llegar a una concepción
histórico–genética de la naturaleza inorgánica. y en tal caso se ha de
considerar la afirmación de Marx –tan sólo existe una única ciencia coherente
de la historia, que abarca desde la astronomía hasta la llamada sociología–
como hecho fundamental del ser; lo cual no excluye en absoluto que la
estructura del ser tenga tres grandes formas fundamentales, a saber, la
inorgánica, la orgánica y la social.
Estas tres formas están bruscamente diferenciadas entre sí.
En el reino de lo inorgánico no existe una reproducción de complejos orgánicos
particulares cronológicamente determinada y que consista en un movimiento
ascendente y descendente; de igual manera, en el mundo orgánico tampoco existe
analogía ninguna con la sociedad; creo que aquello a lo que llamamos la
sociedad animal es un problema complicado. De cualquier modo, con la sociedad
surge un tipo de ser de índole nueva y específica. Ahora bien, este salto
brusco no debemos imaginárnoslo en términos antropomórficos, comparándolo, por
ejemplo, con el salto que pueda dar yo ahora para ir al teléfono; tal salto
puede durar millones de años y conllevar la más diversa gama de carrerillas, retrocesos
y demás. y me parece que está fuera de duda que en el mundo de los animales más
evolucionados se dieron varias intentonas en este sentido, las cuales sólo
produjeron el verdadero establecimiento de la sociedad en aquella especie de
simios a partir de la cual se fue formando posteriormente el homo sapiens. A
ello se suma naturalmente la necesidad de concebir, también en un sentido
genético, la interrelación entre los diversos ámbitos. Pero aún se inserta en
la serie un hecho más de la ontología, hecho que a mi entender han descuidado
en grado sumo las ciencias modernas. Cuanto más evolucionada sea la ciencia,
tanto más precisas y más abarcables en términos matemáticos serán las
interrelaciones que pueda establecer dentro de su campo respectivo. Por
consiguiente, surge en el pensamiento del hombre una tendencia a considerar al
azar como un no–saber–todavía, el cual se irá eliminando progresivamente
mediante un saber cada vez más depurado. Al plantear el problema ontológico del
origen del organismo –y sólo me lo puedo plantear científicamente–, resulta que
las investigaciones actuales de Oparin, Bernal y otros revelan que ha
intervenido en ello un hecho que yo llamaría fortuito en un sentido cósmico, a
saber, que en un determinado período del enfriamiento de la tierra, las
condiciones de la presión atmosférica, la composición química de la tierra y el
agua y demás dieron lugar casualmente a la transformación de ciertas materias
inorgánicas en materia orgánica. El origen de la vida no es explicable sino en
virtud de una casualidad singularísima, que no se puede derivar meramente de
los elementos, esto es, en virtud de un encuentro de series evolutivas,
heterogéneas en sí. Es éste un momento que se ha de tener muy presente,
justamente a causa de que el pensamiento humano, al decir racionalidad y al
decir ley, se está refiriendo a un dominio ontológico de la racionalidad,
mientras que en realidad, si se me permite expresarme así, sólo existen
necesidades de antecedente y consecuente. La necesidad ilimitadamente absoluta
no es sino una fantasía de los profesores; yo digo que no existe en absoluto.
La historia está llena de necesidades del tipo «si esto..., lo otro», de manera
que no hay seguridad ninguna acerca de cuántos planetas pueda haber en el
mundo, en el universo, en los cuales una casualidad tal haya engendrado la
vida; y luego, como es natural, hacen falta otras tantas casualidades
especiales para que, como en nuestro caso, surja una especie de monos que
tengan la facultad de convertirse en entes capaces de trabajo. También aquí es
enormemente importante el papel desempeñado por la casualidad; y pertenece a la
historicidad de la evolución entendida en sentido ontológico –el ser se
convierte entonces en un proceso– este papel desempeñado por el azar con todas
sus consecuencias. y volviendo otra vez a Marx, citaré una observación suya.
Recordará usted que una vez Marx escribió a Kugelmann a propósito de la Comuna
francesa, diciéndole que la historia sería muy sencilla si no se diesen hechos
casuales; como tal consideraba él la cualidad de aquellas personas que en cada
caso se hallaban, digamos, a la cabeza del movimiento obrero. Así, pues,
tampoco es posible derivar, por ejemplo, la calidad de los líderes obreros a
partir del desarrollo del movimiento obrero; también en este punto se dará un
insoslayable momento de casualidad. Vaya dejar aquí, provisionalmente, el tema
con el fin de que perciba usted que el planteamiento ontológico no conduce a
una simplificación de los problemas, sino, por el contrario, proporciona una
base científica y filosófica que nos ayuda a comprender los procesos en toda su
complejidad y, sin embargo, también en toda su racionalidad. A partir de ahora,
conviene que por racionalidad se entienda siempre aquella racionalidad del tipo
«si esto, o lo otro». De este modo, la ontología puede tender puentes hacia
problemas que a causa de la división de trabajo de las respectivas disciplinas
permanecían irresolubles. ¿ No es cierto, decimos, que Kelsen afirmó en los
años veinte que el origen del derecho era un misterio para la ciencia del
derecho? Ahora bien, es evidente que el origen del derecho no constituye
misterio alguno. Da lugar a los más complicados debates y luchas de clases. El
comerciante, el hombre de negocios medio de la República Federal, no lo
considerará en absoluto como misterio, sino que se preguntará si su propio
grupo de presión podría ejercer la suficiente fuerza, ontológica de hecho,
sobre el gobierno con el fin de que un determinado párrafo sea formulado a su
conveniencia. No podemos motejar de tonto a Kelsen, sin embargo, por el hecho
de que viera en el origen del derecho un misterio; esto deriva más bien de que
los problemas reales de la vida no se resuelven ni por teoría del conocimiento
ni por lógica. Tanto ésta como aquélla pueden, en determinadas circunstancias,
y dándosele a ambas un tratamiento crítico, ser excelentes instrumentos. En
rigor, sin embargo, al ser tomados en calidad de método capital, como, por
ejemplo, en el kantismo y en el positivismo y neopositivismo, las cuestiones
teórico–cognoscitivas llegan a convertirse en obstáculo para el conocimiento
verdadero. Uno de los límites de la filosofía hegeliana es crear un abismo
entre la filosofía y la ciencia; en el marxismo, en cambio, la ciencia progresa
en realidad hacia la resolución de los problemas ontológicos, como es el caso,
por ejemplo, del problema astronómico de que antes hablábamos. Por otra parte,
la filosofía puede realizar una crítica ontológica de determinados supuestos
previos o teorías de la ciencia, demostrando que se hallan en contradicción con
la estructura efectiva de la realidad.
HOLZ: A la pregunta de si es posible una ontología marxista ha respondido usted con el bosquejo de una ontología ya desarrollada. Es decir, ha contestado usted la pregunta señalando el carácter que debe tener tal ontología para ser posible. Creo haber advertido que han salido a colación unos cuantos puntos muy capitales, a los cuales deberíamos ceñirnos para dar mayor coherencia de nuestro cuestionario.
Ha dicho usted que todo lo que se da primariamente en el mundo es de naturaleza compleja, citando a este respecto a Nicolai Hartmann. El problema fundamental de la ontología sería, pues, averiguar la composición de tales complejos. Ello significa que la ontología se sobrepone, por así decir, a las ciencias particulares a modo de ciencia básica, pudiendo de este modo penetrar también en los resquicios abiertos entre las diversas disciplinas y asumir una función mediadora entre ellas.
LUKÁCS: Sí.
HOLZ: Según la concepción marxista –y ello me parece de suma importancia–, resulta que tal ciencia básica es siempre de índole histórica. Ha citado usted la formulación de Marx, según la cual sólo la historia actúa como ciencia unitaria en sentido marxista...
LUKÁCS: Sí.
HOLZ: ...y se ha referido usted al darwinismo y luego a Goethe y a Lamarck con el objeto de ejemplificar este problema sobre la base de las ciencias naturales. Yo quisiera añadir, acaso entre paréntesis, que la concepción historicista de la naturaleza se extiende ya. por supuesto, hasta determinadas posiciones de la filosofía de la Ilustración.
LUKÁCS: Desde luego...
HOLZ: ...en Leibniz, por ejemplo, tenemos en la Protogea un ensayo de consideración histórica de la naturaleza terrestre...
LUKÁCS: Desde luego...
HOLZ: Y acaso se pudiera considerar todo el aditamento de la monadología como un intento especulativo de entender justamente al atomismo e interpretarlo en adelante de manera histórica.
LUKÁCS: Bien; si se me permite un inciso, le diré que estoy
convencido que uno de los olvidos más lamentables que han cometido los
marxistas ha sido el no estudiar a fondo a Leibniz. Leibniz es una figura
extraordinariamente complicada e interesante, y nosotros –y debe incluirme a mí
también en el grupo de los pecadores– ni siquiera hemos hecho aún el amago de
comprenderla. Estoy totalmente de acuerdo con usted en lo que se refiere a la
tarea, puesto que nada podemos adelantar todavía respecto de los
resultados.
HOLZ: Sus palabras me llegan al alma, porque Leibniz es precisamente mi campo de trabajo más inmediato.
LUKÁCS: Muy interesante.
HOLZ: Y permítame que le recuerde que Marx tenía en muy alta estima a Leibniz...
LUKÁCS: Claro que sí.
HOLZ: ...y lo hace notar repetidamente. Los comentarios de Lenin al libro de Feuerbach sobre Leibniz –que, dicho sea de paso, es con mucho el mejor de cuantos han podido escribir los representantes de la filosofía alemana sobre Leibniz...
LUKÁCS: El libro de Feuerbach...
HOLZ: ...el libro de Feuerbach y los comentarios de Lenin...
LUKÁCS: Es muy sensato eso...
HOLZ: ...son aspectos muy esenciales en la interpretación de la dialéctica prehegeliana. Pero quede esto al margen. Hemos partido, pues, de que la ontología, en cuanto ciencia básica, forja determinados modelos de representación –y conste que no empleo el concepto de modelo en el sentido de los neopositivistas, sino en el más general– y digo, adrede, determinados modelos de representación que sirven para producir la interrelación de los conocimientos acerca de la constitución del ser proporcionados por las ciencias particulares.
LUKÁCS: Ciertamente...
HOLZ: Con ello volvemos a acercarnos ahora al ámbito del problema estético, puesto que también la obra de arte es, en un plano que yo consideraría más estrictamente delimitado, el boceto de un modelo, es decir, un mundo pequeño determinado en cada caso concreto, que se crea en esta obra de arte.
LUKÁCS: Sí, desde luego.
HOLZ: Ello significa, por tanto, que, en rigor, toda obra de arte tiene, si le parece a usted bien la expresión, una intención ontológica...
LUKÁCS: Sí...
HOLZ: ...a saber, la de crear un mundo posible, por servirme nuevamente de un término leibniziano...
LUKÁCS: Sí...
HOLZ: ...y parte, por lo tanto, de la premisa ontológica de que, por de pronto, todo universo es ordenado y no caótico. Premisa que la física moderna, como es sabido, no respeta totalmente; mas la obra de arte, que como universo sólo puede comprender en cada caso un contexto significativo ordenado en sí mismo, presupone, por ende, que aquello que es desarrollado en la obra de arte es en sí un cosmos y que dentro de este cosmos cerrado todas las partes guardan cohesión entre sí, en relaciones más o menos necesarias o, por lo menos, en una situación de contingencia postulada con carácter de necesidad. Ahora bien, esto podría ser interpretado en el sentido de que cualquier contexto formal que supusiera un todo coherente encerrado en sí mismo podría ser considerado por nosotros también como obra de arte. Es indudable que no hacemos tal cuando hablamos de una obra de arte en la acepción normal del término; tampoco en sentido estético se considera a cualquier contexto formal como obra de arte. Cuando hablamos de una obra de arte queremos decir más bien que el pequeño universo constituido dentro de tal obra de arte es de algún modo representativo del universo mayor, que está dentro de ella, que está reflejado por ella, que es copia de aquél; así, pues, será mejor que por el momento empleemos estos términos con el mayor cuidado. Y, así, esperamos de la obra de arte algo parecido a la proyección de una realidad mayor sobre otra más pequeña, cerrada en sí misma, y, por tanto, más fácilmente abarcable por la vista. Ello significa que aquello que, por así decir, resulta inabarcable por la vista dentro del mundo, debido a sus infinitas implicaciones, se nos muestra en la obra de arte en forma comprimida y reducido a un contexto pequeño, perfectamente abarcable. Si consideramos, por ejemplo, a La montaña mágica como reproducción de una determinada situación histórica del mundo, vemos que en tal obra ha sido creado un microcosmos que reproduce a este gran macrocosmos. En el aspecto ontológico surge ahora el –problema de saber cuál es el cariz de esta relación representativa, es decir, qué significa el que se pueda representar un contexto universal infinito, veteado de numerosísimas casualidades incalculables, a través de un contexto finito, perfectamente cerrado en sí mismo.
LUKÁCS: Bien; verá usted, para contestar a eso tengo que ir
más lejos. Es rasgo característico del mundo social y humano el que los que
actúan hayan de tener una cierta idea del campo en que están actuando y del
modo en que lo hacen. Está fuera de dudas el que los animales más evolucionados
poseen asimismo estas representaciones determinadas –yo diría que están
capacitados para forjarse representaciones–. Por representación entiendo aquí
un fenómeno determinado que, dado el caso, puede ser susceptible de una
observación extraordinariamente aguda, y que se halla en una relación inmediata
con su propia vida; y esta relación la reconocen los animales más evolucionados
de manera muy exacta, como ocurre, por ejemplo, con toda gallina, que, cuando
cualquier ave rapaz vuela sobre el gallinero, avisa a los polluelos, y éstos se
esconden. Pero la cuestión es si con ello ha quedado captado mentalmente el ser
del ave rapaz. A mi entender, no es así. En mi Estética cité el ejemplo de la
araña en cuya red depositamos una mosca. La araña no advierte que sea ésta la
misma mosca que suele devorar siempre que queda prendida en la red. Porque la
mosca es para la araña algo que queda prendido en la red y que se puede comer.
Ni la araña ni los animales superiores llegan a forjarse el concepto de mosca.
Sólo con el trabajo se llega necesariamente al concepto de las cosas;
significando aquí concepto una independización del motivo de la percepción de
importancia vital, de suerte que el ave rapaz enjaulada sea la misma que la que
se cierne en los aires. Esta constituye para la representación una
identificación aún no realizable, y es de ahí de donde surge por fin el
universo entero del mundo imaginado. En el curso de la socialización de la
humanidad se va desarrollando cada vez más acusadamente este momento de la
comprensión que guarda estrecha relación con el trabajo. Pues no cabe duda que
ciencias tan desarrolladas como actualmente son la matemática y la geometría
surgieron, en principio, del trabajo; creo que no es necesario extenderse a
este respecto. En el proceso de trabajo, este momento, que en el trabajo primitivo
no constituía más que un momento simple, a saber, la reflexión sobre si tal
piedra se adecuaba o no para tal fin, se ha convertido en toda una esfera de la
vida, es decir, en la ciencia. Esta evolución se efectuó muy paulatinamente y
no me voy a demorar ahora en detalles sobre cómo se ha ido formando la ciencia.
Sólo quisiera decir, a modo de resumen, que en virtud de ello los hombres han
adquirido poco a poco una conciencia de la constitución objetiva del mundo,
conciencia que, sometida ahora al necesario control ontológico, proporciona una
imagen de la realidad. Por supuesto que el control ontológico es en sí mismo
función histórica, en la medida en que sólo bajo determinadas condiciones se
revelan como separaciones ontológicamente necesarias determinadas
interrelaciones que, desde un punto de vista objetivo, todavía no son
interrelaciones, sino que sólo lo parecen. Estoy refiriéndome, por ejemplo, a
las representaciones del mundo sublunar y superlunar por los antiguos, siendo
así que el orden grandioso, inequívocamente matemático, del mundo superlunar y
lo caótico del mundo sublunar constituyeron un obstáculo ideológico insalvable
para el hombre de la antigüedad, forzándole a la creación de una dualidad (como
puede comprobarse en Aristóteles). Al desarrollarse luego una cosmología más
compleja y dinámica, como es el caso de la ley de la gravitación de Galileo,
este dualismo desapareció por completo; en las representaciones ontológicas de
los hombres de nuestro tiempo no desempeña ya papel alguno. Quiero demostrar
con ello que la crítica ontológica de la ciencia no es una simple actividad
crítica que pueda asumir cualquier profesor universitario, sino un gran proceso
histórico en el que, a través del trabajo y la actividad social, se van
superando poco a poco modos de representación ontológicamente errados,
produciéndose así en la ciencia una conciencia de la realidad que cada vez
muestra más acusadamente la propensión a liberarse de los fundamentos
histórico–ontológicos que han determinado su génesis; en una parte
considerable, este proceso de emancipación se realiza satisfactoriamente,
puesto que para comprender –pongamos por caso– el teorema de Pitágoras no nos
hace falta conocer las circunstancias de producción bajo las cuales surgiera, a
pesar de que no cabe duda de que objetivamente existió tal fundamento. y ahora
paso a hablar del arte. No pienso entrar en detalles sobre el muy heterogéneo
origen de cada una de las artes, pues, a mi entender, el arte, como puede usted
ver en mi Estética, no tiene una génesis uniforme, sino que en él se ha dado
paulatinamente una –¿cómo decirlo?–, una síntesis relativa, con la consecuencia
de que percibimos en las más diversas artes determinados principios comunes. En
mi Estética he expuesto también cómo la captación científica de tipo conceptual
presupone una desantropomorfización, significando ésta que nos liberamos en la
medida de lo posible de las barreras que nos imponen nuestras percepciones
sensoriales y nuestro pensamiento normal. En la medida en que hemos llegado a
conocer, por ejemplo, los rayos infrarrojos y ultravioletas, que podemos
comprobar los ultrasonidos, etc., hemos trascendido ya los límites
antropomórficos de nuestra existencia. Mas en la sociedad en que hacemos todo,
y todas estas cosas, vivimos una vida humana. y al vivir una vida humana,
establecemos algo que no existía en la naturaleza, a saber, la oposición entre
lo valioso y lo no valioso. Creo que también en este caso se trata de algo muy
sencillo. El hombre primitivo del que antes partí recogía piedras en algún
lugar. Una de las piedras es apta para cortar una rama, la otra no; y este
hecho –la aptitud o conveniencia y la no aptitud o no conveniencia– es un
planteamiento totalmente nuevo que no existía en la naturaleza anorgánica, ya
que cuando una piedra rueda monte abajo el que la piedra ruede en una sola
pieza o se quiebre en dos o en cien pedazos no es cuestión de éxito o fracaso.
Ello es completamente indiferente desde el punto de vista de la naturaleza
inorgánica. Sin embargo, en la aserción del trabajo más simple surge ya el
problema de la utilidad y no utilidad, de la adecuación y la no adecuación de
un concepto de valor. Cuanto más se desarrolle el trabajo, tanto más amplias
llegarán a ser las representaciones de valor implicadas, tanto más sutilmente y
en un plano tanto más elevado se situará la pregunta de si una cosa es adecuada
o no para la autoproducción del hombre dentro de un proceso que cada vez se
hace más social y complicado. Aquí radica, a mi parecer, el fundamento
ontológico de aquello a que damos el nombre de valor; y de esta oposición entre
lo valioso y lo no valioso surge, por fin, una categoría enteramente nueva, la
cual se refiere a aquello que en la vida social sea una existencia de sentido,
o bien, por el contrario, carente de sentido. Aquí tiene usted un gran proceso
histórico, en el que la vida llena de sentido fue en su origen, y largo tiempo
después, simplemente idéntica a la vida socialmente conformada. Tome usted como
ejemplo la famosa inscripción funeraria de los espartanos caídos en las
Termópilas; para ellos, una vida llena de sentido era morir por Esparta y nada
más. En la cultura de la antigüedad se dan ya determinadas contradicciones. El
hombre tiene que actuar uniformemente dentro de los más diversos complejos de
la vida social, puesto que tiene que reproducir su propia vida. Se produce así
algo que hemos dado en llamar la personalidad, la individualidad del hombre.
También en esto puede usted percibir una escala ontológica; Leibniz demostró en
una ocasión a las princesas de Hannover que no había dos hojas de un mismo
árbol que fueran idénticas entre sí. Estas dos hojas leibnizianas las hemos
vuelto a encontrar en el siglo XIX, en el momento de comprobar que no existen
dos personas que tengan las mismas huellas dactilares. Pero ello no es más que
la categoría de la singularidad. Y el hecho de que la individualidad se
desarrolle a partir de la singularidad es un problema de desarrollo
social-ontológico.
Pues bien, yo creo que el arte, en su forma evolucionada, constituye
una referencia retroactiva sobre el hombre de este tipo. Es decir, yo no quiero
representar la realidad objetiva partiendo del hombre, puesto que es
independiente del hombre. Porque estoy obligado a intentar considerarla como
independiente; de otro modo no puedo trabajar. Si mis deseos, tendencias, etc.,
se reflejan en el trabajo –y no en la aserción teleológica, sino en la puesta
en práctica de la aserción teleológica, mediante la aserción de series
causales–, está claro que fracasaré en mi cometido. Pero existe este otro
criterio, el de que dicha totalidad de aseveraciones se refiera
retroactivamente al hombre. y de esta referencia retroactiva nace por fin la
unificación de diversas tentativas artísticas, como ocurre en la pintura
rupestre, en las danzas primitivas, en los inicios de la transición desde la
edificación hacia la arquitectura propiamente dicha. No debemos olvidar que la
construcción es mucho más antigua que la arquitectura. En esta última se da una
tendencia unificadora que refiere toda la realidad a la evolución del hombre o,
como digo en mi Estética, a la autoconciencia del hombre. y por esta razón yo
diría que el arte, en sentido ontológico, es una reproducción del proceso según
el cual el hombre concibe la propia vida en la sociedad y en la naturaleza, con
todos los problemas, con todos los principios promotores, obstaculizadores y
demás que determinan la vida, como referida a sí propio. Y por esta razón el
arte –y éste es un hecho extraordinariamente importante para la ontología– no
está en modo alguno tan separado de la génesis como para que pudiera
considerarse desantropomorfizador. A Homero –por volver a citar una formulación
de Marx– sólo podemos imaginárnoslo como niñez de la humanidad. Si intentásemos
comprender a los hombres homéricos como gentes de hoy, el resultado sería por
demás insensato; lo que ocurre, sin embargo, es que experimentamos a Homero y a
los poetas antiguos como nuestro propio pasado. Al pasado de la humanidad sólo
llegamos en realidad a través del médium que es el arte; los grandes hechos de
la historia no nos proporcionarían, por lo general, sino una variación de
diversas estructuras. Mostrar que dentro de estas variaciones existió una
continuidad de conducta del hombre con respecto a la sociedad y a la naturaleza
es precisamente la misión del arte.
HOLZ: ¿Me permite intercalar, en relación con esto, una pregunta? En mi opinión, con el concepto del propio pasado que nos hacemos presente a nosotros mismos en la obra de arte de tiempos pretéritos no llegamos lejos, puesto que está comprobado que también en la obra de arte de otras épocas –no en todas ellas, pero sí en algunas– experimentamos algo que podría llamarse el tiempo actual, como lo llamó una vez Walter Benjamin; esto es, una reactivación del contenido de esa obra de arte del pasado en cuanto problema actual para nosotros. Así, pues, se podría ciertamente reproducir el problema de la Antígona de Sófocles, pongamos por caso, incesantemente, en cuanto problema actual y no sólo en cuanto problema perteneciente a la infancia de la humanidad.
LUKÁCS: Mire usted, de nuevo vaya remitirme a la vida
cotidiana primitiva. Todo hombre tiene una conciencia determinada, un recuerdo
determinado de su propia infancia. Si considera usted las vivencias de su
infancia, es indudable que tropezará con diversas clases de vivencias. Ciertas
cosas las considerará usted hoy, en cierto modo, como puramente anecdóticas y
sin relación alguna con su ser anímico y moral actual. Por otro lado, se dará
usted cuenta de que en su infancia ha hecho y dicho ciertas cosas en las cuales
se encuentra in nuce su yo actual entero. Tenemos que tomar el pasado en un
sentido ontológico, no en el teórico-cognoscitivo. Si tomo el pasado en el
sentido de la teoría del conocimiento, lo pasado está pasado. Desde el punto de
vista ontológico, el pasado no siempre es pasado, sino que extiende su
influencia hasta el presente; mas esto no lo hace el pasado en conjunto, sino
tan sólo partes de él, y no siempre las mismas cada vez. Me permitirá usted que
vuelva a insistir en que fije su atención sobre su propio pasado; en su propia
evolución es seguro que diversos momentos de su infancia desempeñaron papeles
diversos en diversos tiempos. Así, pues, todo este proceso de la permanencia en
el arte, como yo lo llamaría, es, en cuanto rememoración del pasado de la
humanidad, un proceso sumamente complicado; y en esta relación me limito a
señalarle a usted el hecho de que, hacia finales de la Edad Antigua, Homero
había caído en olvido o poco menos, siendo desplazado hasta comienzos de la
Edad Moderna casi totalmente por Virgilio, ya que la humanidad de la Edad Media
había descubierto en Virgilio su niñez. Hubo de surgir la cultura burguesa, con
los críticos ingleses, que solían enfrentar a Homero con Virgilio, o con Vico,
en el siglo XVII, para que la humanidad pudiera enlazar con Homero en cuanto
forma infantil de ella. Un proceso similar se dio con Shakespeare. Existe, por
consiguiente, un flujo y reflujo permanente acerca de lo que debe ser
considerado como literatura o arte universal viviente; piense usted, por
ejemplo, en el rechazo total del manierismo y el barroco por parte de un
historiador del arte tan significado como es Burckhardt, y al mismo tiempo en
el renacimiento del manierismo al que hemos asistido en nuestros días. Es
evidente para cualquiera que esta misma rememoración constituye un proceso
histórico, y que si considero la rememoración y el pasado ello mismo me obliga
ya a concebirlos como momentos ontológicos de la evolución viviente de la
humanidad, y no como una clasificación teórico–cognoscitiva en pasado, presente
y futuro, que puede tener sentido propio bajo determinadas circunstancias de
las ciencias particulares. Sin embargo, no es cierto, como decía Benjamin, que
lo pasado, al hacerse actualidad, brote del pasado. Una de mis más grandiosas
vivencias infantiles fue la lectura de una traducción en prosa, al húngaro, de
la Iliada, a la edad de nueve años; el destino de Héctor, o sea, el hecho de
que el hombre que sufre la derrota tenga la razón y sea 'el héroe bueno, se
convirtió en determinante de toda mi evolución posterior. Ciertamente ello está
contenido en Homero; si no lo estuviera, no podría producir semejante efecto.
Está claro, sin embargo, que no todo el mundo ha interpretado la Iliada de esta
manera. Si reflexiona sobre las diferentes interpretaciones que de Bruto
hicieron Dante y el Renacimiento, se dará cuenta de lo diferenciadas que
resultan. Existe aquí un magno proceso, un proceso continuo, del cual extrae
cada época aquello que más necesita para sus propios fines. Si usted quiere,
acudo de nuevo a la ciencia tradicional. El comparatismo literario opina que se
trata de una influencia: Götz: von Berlichingen, de Goethe, habría influido,
así, en la novela de Walter Scott, etcétera. Mi opinión es que, en la realidad,
el asunto sigue derroteros muy diferentes, como he intentado exponerlo en mi
obra Historischen Roman [La novela histórica]. A consecuencia de la Revolución
francesa, de las guerras napoleónicas, etc., surgió en la literatura el
problema de la historicidad, que, como usted sabe, no había existido en el
siglo XVIII. En la medida en que Walter Scott se vio afectado personalmente por
este problema, halló, de acuerdo con la máxima de Moliere: «Je prends mon bien
où je le trouve», un punto de referencia en el Götz von Berlichingen, por más
que esta última obra surgiera por razones totalmente distintas. y para la
ontología del arte esto tiene el resultado extraordinariamente importante de
que tan sólo pueden sobrevivir aquellas obras de arte que guardan relación con
la evolución de la humanidad en cuanto tal, en un sentido amplio y profundo,
razón por la cual pueden surtir su efecto bajo las más diversas formas de
interpretación. Si investiga usted la historia del impacto producido por Homero
o Shakespeare o Goethe a través de los tiempos, hallará reflejada, en pro o en
contra, toda la evolución de la conciencia en los tiempos posteriores. y así
vamos a parar, finalmente, al importantísimo problema de que, por otro lado,
hay obras de arte o cosas que se llaman obras de arte que reaccionan muy
vivamente ante determinados problemas de cada día, pero que, al no ser capaces
de desarrollar estos problemas cotidianos hasta el nivel de aquellos problemas
que –de una manera u otra, positiva o negativamente– juegan un papel en la
evolución de la humanidad, envejecen en un plazo de tiempo relativamente corto.
De esto puedo decir muchas cosas, como hombre viejo que soy. Escritores hubo en
mis tiempos mozos que gozaban de una fama inusitada y a los cuales se acogía
con el correspondiente entusiasmo –cito nombres como los de Maeterlinck,
d'Annunzio, etc.– y que hoy se han tornado ilegibles. La historia de la
literatura y la del arte tienen algo de proceso vivo y algo de fosa común. Las
ciencias particulares nos llevan a una representación falsa; puesto que las
ciencias particulares son capaces de extraer del pasado toda una serie de
actitudes, se produce la ilusión de que tales cosas se hallan realmente en
relación viva con la continuidad rememorativa de la evolución de la humanidad.
No se puede decir que ésta sea simplemente una cuestión de bueno y malo.
Considere usted, por ejemplo, a toda una serie de autores dramáticos de la
época isabelina; todos ellos eran escritores importantes. Prescindiendo de una
o dos excepciones episódicas, de toda aquella época tan sólo Shakespeare tuvo a
fin de cuentas un influjo efectivo. Resultaría interesante averiguar el porqué
de la eficacia de Shakespeare y de la inoperancia de los demás. Marlowe, Ford y
Webster están muy vivos, lo admito, sobre todo para la escuela filológica
inglesa; pero en lo que se refiere a la evolución de la humanidad no lo están.
Así, pues, en el presente caso, la práctica de la investigación ha servido para
oscurecer una interrelación real, en lugar de esclarecerla. Mas, volviendo a la
cuestión de Benjamin, resulta que este factor de la eficacia inmediata sobre el
presente es una característica de todo arte, pudiendo obrar esta eficacia de
una manera ya honda, ya somera. Si tiene lugar de manera superficial, entonces
se trata de una moda pasajera; si de manera profunda, el escritor en cuestión
experimentará un renacimiento incesantemente, así medien pausas de cien años.
Este componente eterno de la literatura y el arte tiene en realidad una estabilidad
mucho mayor de lo que solemos imaginarnos. En la antigüedad, se revelaba
simplemente por el hecho de que de unas cosas se conservaran los manuscritos y
de otras no. En nuestros tiempos se da un proceso de selección que excluye con
implacable rigor cosas que tan sólo tocan meros problemas superficiales del
mundo. Me viene a la memoria que, cuando era un muchacho de quince o dieciséis
años, empecé a leer las obras de los naturalistas alemanes; y en tal veneración
los tuve que apenas podría reflejarla valiéndome de los matices del lenguaje
cotidiano, ya que veía en ellos un progreso artístico inmenso. Hoy comprobamos
que todo aquello era plenamente fútil; y si algunas obras del joven Hauptmann
han permanecido vigentes, no ha sido por el tratamiento naturalista del
lenguaje, sino por razones muy diferentes. De la misma manera ocurre hoy que, a
consecuencia de una manipulación desmesurada, se considera la invención de una
nueva técnica expresiva como algo que ya por el hecho de existir constituye un
valor. Si repasa usted la crítica alemana actual, comprobará que los críticos
muestran por lo general cierta benevolencia ante un monólogo interior, mientras
que se juzgará anticuado por principio al autor que expone cualquier cosa sin
acudir a monólogos interiores; y eso que el dilema «monólogo interior o no» es
una cuestión totalmente secundaria con respecto al contenido. Tomemos como
ejemplo Le long voyage, de Semprún, obra que es un puro monólogo interior y, a
mi entender, uno de los más importantes productos –debe usted perdonarme; soy
conservador y empleo este término del realismo socialista; esto demuestra que
el monólogo interior y el realismo socialista no se excluyen.
HOLZ: Hemos venido a parar a un punto que tal vez permita despejar un malentendido muy frecuente a la hora de discutir sobre su concepto del realismo. Normalmente, su diferenciación entre arte realista y no realista se entiende en el sentido de que la obra de arte realista lo es sencillamente por el hecho de recoger una mayor porción de realidad que la no realista. Mas, ateniéndome a la frase que acaba de decir usted ahora mismo –a saber, que sólo pueden sobrevivir aquellas obras de arte que guardan una amplia y profunda relación con la evolución de la humanidad–, resulta que ello no excluye la posibilidad de que las demás obras de arte hayan también admitido una realidad sumamente densa, pero precisamente una realidad que no tiene, al cabo, una perspectiva de futuro, una perspectiva de profundidad respecto a la evolución de la humanidad. Ello significa, por ende, que el realismo y el no realismo de una obra de arte no están referidos a la realidad actual que es reflejada en ella, sino a la perspectiva histórica, es decir, a la perspectiva de futuro que pudiera lucir en ella.
LUKÁCS: Bien, veamos. Estamos ante un problema en el cual
disiento desde un principio con la historia de la literatura y la historia del
arte. La cosa es bien sencilla. Elijo un ejemplo un tanto caricaturesco. Se
dice, por ejemplo, que Götz von Berlichingen es una obra realista y que Ifigenia
no lo es, puesto que está escrita en verso. Tales posturas existen,
naturalmente; y sin duda se dan casos en los que, en tales oposiciones, el
realismo y el no realismo llegan a chocar verdaderamente, como se puede ver,
por ejemplo, en personalidades tan importantes como Schiller y Richard Wagner,
quienes partiendo de determinadas nociones idealistas y de ciertos hábitos
teatrales rebasan el realismo de sus propias concepciones. Piense usted, por
ejemplo, en cómo deforma totalmente Schiller a la reina Isabel en su María
Estuardo para dar satisfacción a sus principios morales. Por otro lado –y aquí
está, al fin, la oposición propiamente dicha de la que quiero hablar–,
considero a la oposición entre naturalismo y realismo como una de las más
grandes que se dan en el campo de la estética. En mis escritos sobre estética
tropezará usted repetidamente con esta oposición; en cambio, historiadores del
arte tan destacados como los propios historiadores de la escuela de Riegl
manejan los términos naturalismo y realismo casi como sinónimos. Esto ya sí que
no es correcto en absoluto. Digamos que entre los precursores del impresionismo
alemán, y en los primeros momentos, se daban innumerables elementos
naturalistas, mientras que ni en el impresionismo propiamente dicho y ni en lo
que de él surgió –es decir, ni en Manet ni en Monet, el joven Monet, ni el
Sisley ni en Pissarro y menos aún en Cézanne–cabe hablar con propiedad de una
tendencia naturalista que falta por completo o casi totalmente. La historia del
arte yerra en un problema muy fundamental al concebir al realismo y al
naturalismo como conceptos idénticos. No quiero entrar aquí en detalles, pues
conociendo mis escritos sabe usted perfectamente que este tema me preocupa lo
suyo; cuando critico, por ejemplo, en ese pequeño folleto sobre el arte moderno
al realismo socialista de la era staliniana, lo critico llamándolo naturalismo
de época. Todo cuanto ha navegado bajo el pabellón del realismo socialista y
cuanto hoy en día se utiliza para comprometer el término realismo socialista no
sólo no es, a mi juicio, realismo socialista, sino que ni siquiera es realismo:
justamente es eso, un naturalismo de época. Así, pues, cuando hablamos del
concepto de realismo, yo lo aplico a un tipo de literatura al que, en mis
escritos polémicos sobre la época de los soviets, di el nombre de realismo
desde Homero hasta Gorki. Mas esto lo dije en sentido literal, sin querer
comparar por ello' a Gorki con Homero, sino más bien para expresar que se daba
allí una tendencia común y que no era una tendencia de las técnicas expresivas,
del estilo, etc., sino una intención referida a la esencia real, fundamental,
de la humanidad, que se mantiene en un continuo proceso. En esto consiste el
problema del realismo; no significando, por supuesto, el realismo un concepto
estilístico, por cuanto que el arte, en todo tiempo –y esto es lo esencial
aquí–, refiere los problemas inmediatos de la época a la evolución general de
la humanidad y los pone en conexión con ella, pudiendo darse el caso, como es
natural, de que el propio escritor no sea consciente de esta interrelación. No
digo ni remotamente que Homero tuviese una noción de humanidad; v, sin embargo,
en la escena en que el anciano Príamo acude al campamento de Aquiles para
traerse el cadáver de Héctor queda planteado un grandioso problema de la
humanidad, ante el cual no puede pasar de largo ningún ser humano que quiera
–¿cómo diría yo ?–, que quiera saldar cuentas con el pasado y consigo mismo. A
este problema me refiero cuando hablo de la rememoración de la humanidad. Surge
aquí, en este punto –dicho sea de paso–, una relación con la filosofía
hegeliana, pues recordará usted que la parte final de Phänomenologie des
Geistes [La fenomenología del espíritu], que trata el tema del espíritu
absoluto, se plantea como una interiorización rememorizante ('Er–Innerung') en
contraposición con la autoexteriorización ('Ent–Aeusserung'). Sólo que, en
Hegel, el momento del pasado se convierte en excesivamente dominante, mientras
que, en mi teoría, el pasado es por una parte pasado y autoexperimentación, y
por otra parte proporciona un motivo para adoptar una actitud determinada ante
el presente. Y este motivo lo ha interpretado hasta ahora toda sociedad,
retrocediendo hacia determinados momentos del pasado. Recuerde usted la
antiquización durante la Revolución francesa. En la práctica, no se trata en
modo alguno de saber si la concepción que de la antigüedad tenían Robespierre o
Saint-Just era correcta. De cualquier modo, Robespierre y Saint-Just no hubieran
podido tenerla, desde el momento en que situaban a la antigüedad en relación
con su pensamiento, es decir, con el impulso de sus asertos teleológicos. De
este modo, la rememoración por la humanidad de su propio pasado incluye al
arte; y estoy a punto de decir que, en determinados momentos, la vida humana
adquiere una importancia tal que se hace semejante a las obras de arte. Pienso,
por ejemplo, en la vida de Sócrates; y, desde este punto de vista, es
totalmente indiferente que Jesucristo haya existido o no, que su figura esté
correctamente reflejada o no en los Evangelios. Hay un gesto de Jesucristo que,
desde las crisis del esclavismo en vías de disolución hasta nuestros días
–acuérdese usted, por ejemplo, del «Gran Inquisidor» de Dostoievski–, constituye
una potencia viva de la cual es preciso ocuparse de alguna forma. Mas no sólo
se trata del caso de Dostoievski, puesto que el paradigma surte efectos
retroactivos sobre la ciencia; y basta pensar en la disertación de Max Weber
titulada Politik als Beruf (1), en la que el autor confronta en esta relación a
la política real con el sermón de la Montaña, queriendo deducir de ello un
procedimiento viable para la actuación política. Independientemente de la
corrección histórica, todo esto demuestra que la figura de Jesús ha adquirido
para la humanidad una significación comparable a la de Antígona, Hamlet o Don
Quijote. De modo totalmente marginal señalo la posibilidad de que tales figuras
ejerzan influencia sobre gran parte de las posibilidades de actuación. Tomemos,
por ejemplo, en el siglo XIX, la figura de Napoleón, que ejerció una enorme
influencia desde Rastignac hasta Raskolnikov, a pesar de que no existe ni una
sola obra literaria que ofrezca una exposición, ni por asomo adecuada, de la
figura de Napoleón. Ello prueba justamente que existe aquí una necesidad
ontológica incesantemente creciente, la cual es satisfecha en líneas
fundamentales por el arte. Lo que acabo de decir sobre Jesucristo no contradice
esto en modo alguno, sino que sólo revela que aquellas mismas tendencias que
habían conducido desde la evolución del arte a la formación de los mitos crean
por fin aquí, de modo análogo, una necesidad muy específica del arte,
pudiéndose ver en Homero el papel que desempeña la ejemplaridad de los héroes anteriores
sobre las acciones de los héroes homéricos. En las formas de la técnica actual
en cada caso –pero en última instancia en sus efectos, independientemente de
esta técnica– el arte muestra en sus contenidos lo esencial del desarrollo de
la humanidad; y de ahí es de donde surge la permanencia de los efectos del
arte.
HOLZ: Cuando habla usted de los momentos realistas de las obras de arte, habla siempre de este contenido, de estos momentos de contenido ya configurados...
LUKÁCS: Sí.
HOLZ: Pues bien, ¿ no es cierto que se da también una especie de realismo que se expresa en el hecho de descubrir a la humanidad determinados momentos formales? Pienso, por ejemplo, en la literatura, donde esto tiene que ver con el lenguaje. ¿ No podría decirse que la conquista de nuevas posibilidades idiomáticas y la disponibilidad de nuevos medios lingüísticos habría de incluirse también bajo el concepto de realismo? Yo diría que Cervantes es indiscutiblemente un realista; pero ¿ no lo es también Góngora, en el momento en que elabora determinadas figuras y posibilidades idiomáticas que luego pueden ser transmitidas a las generaciones posteriores como formas de expresión del pensamiento lingüístico?
LUKÁCS: Esta pregunta no puede plantearse formalmente, y
creo que es una de las grandes desdichas de nuestro tiempo el que se considere
el arte desde un punto de vista técnicamente formal. y lo mismo que respecto a
la moda se discute acerca de la minifalda, se discute también sobre el pop–art,
el op–art, etc., casi en el mismo nivel de las modas. Esta concepción tiene su
asiento teórico en la llamada escuela de la interpretación, en la que los
problemas puramente formales de la renovación lingüística son inflados de modo
tal que pasan a convertirse en grandes problemas independientes. Retorno una
vez más a lo primitivamente ontológico: el lenguaje es un medio de comunicación
entre las personas, no una información, pues si le digo a una mujer: «Te
quiero», no se trata de una información, sino de algo muy diverso. y me da lo mismo
que el profesor Bense se fabrique una teoría sobre si las declaraciones de amor
tienen un coeficiente de 448 ó 487, puesto que eso nada tiene que ver con la
cuestión de las declaraciones de amor. Ya entiende usted lo que quiero decir. Y
ahora vuelve a presentarse la cuestión de si esta renovación lingüística
contribuye esencialmente a una comprensión correcta y profundizada del mundo;
en ese caso, se integra en el lenguaje universal, y entonces la cosa ha perdido
–¿cómo diríamos?– su componente innovador. a bien se queda en la periferia. En
el diálogo de los naturalistas alemanes de finales del siglo XIX, por ejemplo,
no hay duda de que la imitación de los acentos suabos, silesios, sajones o
berlineses fue una innovación idiomática que desempeñó su papel como medio de
superación de la uniformidad del lenguaje dramático a la manera de Wildenbruch;
pero transcurrido un tiempo, ese carácter innovador desapareció casi
totalmente, y en lugar del dialecto surgieron otras posibilidades de
individualización del lenguaje que no precisaban de ese naturalismo, como puede
usted ver, por ejemplo, en los diálogos de Thomas Mann o de otros. Soy, pues,
de la opinión de que el contenido es aquí, decididamente, lo primario. No hemos
de partir de las cuestiones técnicas, sino más bien preguntarnos cuál es el
gran contenido de una época, que condiciona y produce una técnica determinada
del lenguaje, de la pintura y demás, y qué es lo que luego pasa de todo ello a
la evolución posterior. En consecuencia, considero, por supuesto, como un
interesante problema técnico de taller lo que pueda hacer un poeta actual con
el lenguaje de Góngora, porque, a mi entender, es sumamente interesante el que
se descubran aquí ciertos elementos técnicos, los cuales llegan a ser en manos
de las personas por ellas estimuladas una cosa totalmente distinta a la
intención originaria. Tome usted como ejemplo los descubrimientos del lenguaje
surrealista. Está fuera de dudas que ejercieron una notable influencia sobre la
lírica de Paul Eluard; pero también está fuera de dudas que los poemas
verdaderamente grandes de Eluard son algo distinto del lenguaje surrealista. En
él, el lenguaje surrealista se convirtió en un elemento de un complejo que
expresa algo importante para la subjetividad actual.
Nota
(1) «La política como vocación», incluida en: Max Weber, El
político y el científico, El Libro de Bolsillo, núm. 71.
Tomado del libro ‘Conversaciones
con Lukács’ – Holz, Kofler, Abrendroth. Alianza Editorial, Madrid 1969. Págs.
15–53
Traducción de Jorge Deike y Javier Abásolo.
Traducción de Jorge Deike y Javier Abásolo.