21/9/16

La vida personal y familiar del Marx tardío

Karl Marx ✆ Foto John Jabez Edwin Mayall
24-08-1875 
Franz Mehring

Como había hecho a fines de 1853, después de los últimos estertores de la Liga Comunista, Marx, ahora, al final del año 1863, se retiró a su cuarto de trabajo. Pero esta vez, para el resto de su vida. Se ha dicho que sus últimos diez años fueron “una lenta agonía”, pero esto es un poco exagerado. Es cierto que las luchas que siguieron a la represión de la Comuna infligieron grave quebranto a su salud; durante el otoño de 1853 sufrió mucho de la cabeza y estuvo expuesto al peligro bastante inminente de una embolia. Aquel estado cerebral de depresión crónica le incapacitaba para trabajar y le quitaba las ganas de escribir; si se hubiese mantenido mucho tiempo, podría haber acarreado consecuencias graves. Pero Marx se repuso después de varias semanas de tratamiento en manos de un médico de Manchester, llamado Gumpert, amigo suyo y de Engels, en quien tenía absoluta confianza.“

Por consejo de Gumpert se decidió á ir a tomar las aguas de Karlstad en el año 1864, cosa que hizo también en los dos siguientes; en 1867 eligió, por variar, el balneario de Neuenjahr; los dos atentados que sobrevinieron contra el emperador de Alemania en el año 1878 y la batida contra los socialistas que los siguió le cerraron las fronteras del Continente. Pero las tres temporadas de aguas de Karlstad le habían sentado “a la maravilla”, curándole casi por completo de su viejo padecimiento del hígado. Sólo le quedaban las molestias crónicas del estómago y las depresiones nerviosas, que se traducían en dolores de cabeza y sobre todo en un insomnio pertinaz. Estos trastornos desaparecían más o menos radicalmente después de pasar una temporada de verano en cualquier balneario o lugar de descanso, para reproducirse con mayor algidez ya entrado el invierno. Para restaurar por completo su salud tenía que haberse entregado al descanso a que sin duda alguna le había hecho acreedor al acercarse a los sesenta años toda una vida de trabajo y sacrificio.

Pero no había que pensar en esto, siendo el quién era. Afanoso de sacar adelante su obra científica maestra, se entrego con ardoroso celo a los estudios cuyos horizontes se habían ido dilatando poco a poco.
“Para un hombre que como el tenia que analizar los orígenes históricos y las condiciones previas de todo —dice Engels, hablando de esto—, era natural que cada problema entrañase, por concreto que fuese, toda una serie de problemas nuevos. La prehistoria, la agronomía, el régimen ruso y norteamericano de la propiedad territorial, la geología, etc., todo lo estudia a fondo para construir con una integridad, como jamás hasta el había intentado nadie, el capitulo del tercer tomo que trata de la renta del suelo. Además de los idiomas germánicos y latinos, que ya leía en su totalidad, se puso a estudiar la vieja lengua eslava, el ruso y el serbio.”
Y esto, con ser mucho, no era más que la mitad de su labor diaria, pues Marx, aunque se hubiese retirado de la política activa, seguía interviniendo con igual celo en el movimiento obrero europeo y americano. Mantenía correspondencia con casi todos los dirigentes de los diversos países, que no daban ningún paso importante sin antes consultarle, siempre que ello fuese posible; poco a poco, iba convirtiéndose en el consejero acuciosamente solicitado y siempre dispuesto del proletariado militante.

Liebknecht nos pinta al Marx de mediados de siglo; este de los años 70 y siguientes aparece retratado muy sugestivamente en las páginas de Lafargue, su yerno. Su organismo, dice, tenía que haber sido de una constitución vigorosísima, para poder resistir aquella vida extraordinaria y aquel agotador trabajo intelectual. “Y era, en efecto, hombre muy vigoroso, de estatura más que mediana, ancho de hombros, pecho fornido y miembros bien proporcionados, si bien el torso era un poco largo en comparación con las piernas, como suele acontecer en la raza judía.” No solo en la raza judía; el cuerpo de Goethe tenía un armazón parecido; también él se contaba entre los “gigantes de sentados”, como el pueblo suele denominar a estas figuras que por tener un torso desproporcionadamente largo parecen, estando sentadas, mayores de lo que son.

Si Marx, en sus años mozos, hubiera practicado la gimnasia, habría llegado a ser, a juicio de Lafargue, un hombre de vigor extraordinario. Pero el único ejercicio físico que había practicado con cierta regularidad era el paseo; podía recorrer, charlando, varios kilómetros o escalar una cumbre sin experimentar la menor fatiga. Pero de ordinario tampoco hacía uso de estas facultades más que para pasear de un extremo a otro de su cuarto de trabajo poniendo en orden sus pensamientos; desde la puerta hasta la ventana, la alfombra de su despacho estaba atravesada por una faja desgastada de tanto pisar, como sendero trillado en una pradera.

Aunque no entraba nunca en la cama hasta altas horas de la noche, por la mañana estaba siempre en pie de ocho a nueve, bebía su taza de café negro, leía los periódicos, y se metía en su cuarto de trabajo, del que no salia hasta media noche o de madrugada más que para comer y cenar, o para dar un paseo camino de Hempstead Heath, al atardecer, cuando el tiempo lo permitía; por de día, se echaba a veces en su sofá a dormir una o dos horillas. SI trabajo era su verdadera pasión, hasta el punto de que muchas veces se olvidaba de comer sobre los libros. Su estomago pagaba las costas de este imponente trabajo cerebral. Comía muy poco y sin apetito, procurando combatir la inapetencia con alimentos fuertemente salados, jamón, arenques, caviar y pickles. Tampoco era un gran bebedor, aunque no tuviese nada de abstemio, ni, como hijo que era del Rin, rechazase un buen vaso de vino cuando venía a cuento. En cambio, era un fumador empedernido y un dilapidador incurable de cerillas; siempre decía que “El Capital” no le daría ni para pagar los cigarros fumados mientras lo escribía. Y como en los largos años de penuria había tenido que contentarse con fumar porquerías, esta pasión por el tabaco acabó por dañar a su salud, y el médico hubo de prescribirle reiteradas veces que la dejase.

Marx acudía a buscar reposo y deleite para su espíritu a la bella literatura, que fue toda su vida su gran refugio. Poseía una cultura literaria extensísima, sin que jamás la sacase a relucir ostentosamente; sus obras apenas la delatan, con la única excepción de la polémica contra Vogt, donde despliega al servicio de sus fines artísticos una serie numerosa de citas tomadas de todas las literaturas europeas. Y así como su obra científica capital refleja toda una época, sus favoritos literarios eran los grandes poetas universales con cuyas creaciones ocurre lo mismo: desde Esquilo y Homero hasta Goethe, pasando por el Dante, Shakespeare y Cervantes. A Esquilo lo leía, según nos cuenta Lafargue, una vez al año en su texto original; siempre se mantuvo leal a sus clásicos griegos, y hubiera arrojado a latigazos del templo a esas míseras almas de mercaderes que siembran en los obreros el odio hacia la cultura de la antigüedad clásica.

Sus conocimientos de literatura alemana se remontaban hasta la Edad Media. Entre los modernos, sentía predilección, después de Goethe, por Heine; a Schiller parece haberle tomado cierta ojeriza en su juventud, en aquellos tiempos en que los buenos burgueses alemanes se entusiasmaban con el “idealismo” más o menos bien interpretado de este poeta, cosa que para Marx no podía significar más que una confusión de la necia miseria con la miseria superabundante. Después de separarse definitivamente de Alemania, Marx no pareció haberse preocupado gran cosa de la literatura alemana; no cita nunca ni siquiera a aquellos dos o tres autores que hubieran sido, tal vez, acreedores a su atención, como Hebbel o Schopenhauer; en cuanto a los desafueros cometidos con la mitología alemana por Ricardo Wagner,  tenían que merecer su fustigadora reprobación.

Entre los franceses, ponía muy alto a Diderot; para él, el “Sobrino de Rameau” era una obra maestra única. Esta admiración hacíase extensiva a la literatura racionalista francesa del siglo XVII, de la que Engels dice en alguna parte que es el fruto supremo del espíritu francés, así en la forma como en lo tocante al contenido; que, por lo que al contenido se refiere, sigue ocupando un lugar muy alto a los ojos de todo el que conozca el estado de la ciencia en aquella época, y en cuanto a la forma no ha sido todavía superada. Era natural que Marx repudiase a los románticos franceses; Chateaubriand, con su falsa profundidad, sus exageraciones bizantinas, su policroma coquetería sensiblera, en una palabra con su mescolanza de mentiras sin igual, le repugno siempre. Le entusiasmaba, en cambio, la “Comedia humana” de Balzac, pues no en vano captaba toda una época entre sus mallas novelescas, y hablaba de escribir acerca de ella cuando pusiese termino a su obra magna; pero este plan, como tantos otros, hubo de quedarse en propósito.

Cuando se hubo instalado definitivamente en Londres paso a primer plano, en sus aficiones literarias, la literatura inglesa, y en ella descollaba por encima de todas la figura imponente de Shakespeare, a quien la familia toda de Marx rendía un verdadero culto. Desgraciadamente, Marx no llego nunca a expresarse acerca de la actitud de este autor frente a los problemas de su época. En cambio, decía de Byron y de Shelley que quien amase y comprendiese a estos poetas tenía que alegrarse de que Byron hubiese muerto a los treinta y seis anos, pues de vivir más hubiera llegado a ser un burgués reaccionario, y por el contrario, lamentara que Shelley hubiese encontrado la muerte en edad tan temprana, siendo como era un revolucionario de los pies a la cabeza, que habría figurado siempre en la vanguardia del socialismo. Marx tenía también en gran estima las novelas inglesas del siglo XVIII, sobre todo el “Tom Jones” de Fieldings, que era asimismo, a su modo, la imagen de un mundo y de una época; pero también reconocia que ciertas novelas de Walter Scott eran un modelo en su género.

Marx, en sus opiniones literarias se desnudaba de todo prejuicio político y social, como lo demuestran sus mismas preferencias por Shakespeare y por Walter Scott, lo cual no quiere decir que estuviese de acuerdo con esa “estética pura”, tan propensa a confundirse con el indiferentismo, por no decir el enservilecimiento, en política. También en esto era un hombre cabal, un espíritu original e independiente que repugnaba toda receta. No desdeñaba de antemano ninguna lectura, ni hacía ascos a esos libros ante los que se santiguan tres veces los estetas de profesión. Marx era un voraz lector de novelas, como Darwin y Bismarck; sentía especial predilección por los relatos humorísticos y de aventuras; de vez en cuando, descendía desde Cervantes, Balzac y Fieldings a los novelones de Paul de Kock y Dumas padre, aquel que tiene sobre su conciencia al “Conde de Montecristo”.

Otro terreno a que Marx solía acudir buscando reposo para su espíritu, sobre todo en días de gran dolor espiritual o de agudo sufrimiento físico, eran las matemáticas, que ejercían sobre él un influjo apaciguador. No entraremos aquí a discutir si es o no cierto que Marx hizo descubrimientos originales en este campo, como Engels y Lafargue afirman; algunos matemáticos que han examinado sus manuscritos póstumos no comparten esta opinión.

Mas no se crea que Marx era como el fámulo de Fausto que, recluido en su museo, no había visto jamás el mundo, ni desde lejos en un día de fiesta; como tampoco era ningún Fausto en cuyo pecho anidasen dos almas. “Trabajar para el mundo” era una de sus frases favoritas; decía que quien tuviese la suerte de poder consagrarse a la ciencia debía poner también sus conocimientos al servicio de la humanidad. Y esto era lo que mantenía caliente la sangre de Marx en sus venas y lo que infundía vigor al tuétano de sus huesos. En el seno de su familia y entre sus amigos era siempre el conversador más alegre e ingenioso, sobre cuyo ancho pecho corría la risa a raudales, y quien acudía a visitar al “doctor terrorista rojo”, como algunos llamaban a Marx desde los sucesos de la Comuna, no se encontraba con un sombrío fanático ni con un sonador recluido en la jaula de su cuarto de estudio, sino con un verdadero hombre de mundo con quien se podía conversar agradablemente y con provecho de cualquier tema interesante.

Lo que con tanta frecuencia sorprende a quien lee sus cartas: la facilidad con que esta rica inteligencia pasaba insensiblemente de sus esplendidas tensiones de cólera tempestuosa a las aguas profundas, pero serenas, del análisis filosófico, parece que producía también profunda impresión en quienes le oían. He aquí cómo se expresa, por ejemplo, Hyndman acerca de sus conversaciones con Marx:
“Cuando hablaba, con una violenta indignación, de la política del Partido liberal, sobre todo de su política irlandesa, los ojuelos de aquel viejo guerrero, muy hundidos en sus cuencas, nariz y todo el rostro cobraban un visible estremecimiento de pasión, y de sus labios brotaba un torrente de palabras condenatorias que acreditaba a la par el fuego de su temperamento y el dominio maravilloso que poseía de nuestro idioma. El contraste entre su modo de comportarse cuando la indignación le sacudía y el que adoptaba cuando pasaba a exponer sus ideas acerca de los fenómenos económicos de la época, era muy marcado. Sin esfuerzo ninguno visible, pasaba del papel del profeta y acusador inflexible al del sereno filosofo, y yo comprendí desde el primer momento que tenían que pasar muchos años antes de que dejase de ser, en aquel terreno, el discípulo que oye al maestro.”
Marx seguía manteniéndose retraído, como siempre, de todo trato con la que llaman “sociedad”, a pesar de que en los sectores burgueses su nombre era mucho más conocido que veinte años antes. A Hyndman, por ejemplo, le había llamado la atención acerca de un diputado conservador. Pero su casa era, en la década del sesenta, un centro de reunión frecuentadísimo, otra “posada de la justicia” para los fugitivos de la Comuna, que acudían allí en busca de ayuda y de consejos, y siempre los encontraban. Claro que aquel tropel inquieto de huéspedes aportaba también sus molestias y preocupaciones; cuando, poco a poco, fue desapareciendo, la mujer de Marx, a pesar de todas sus virtudes hospitalarias, no pudo reprimir un suspiro de satisfacción.

Pero también había sus compensaciones. En el año 1872, Jenny Marx se caso con Carlos Longuet, que había pertenecido al consejo de la Comuna y dirigido su periódico oficial. El nuevo yerno no llego a compenetrarse, ni personal ni políticamente, de modo tan intimo como Lafargue, con la familia de su mujer, pero era también un hombre de valor. “Cocina, grita y argumenta como siempre —dice en una de sus cartas, hablando de él, la mujer de Marx— pero debo decir en honor suyo que ha explicado sus lecciones en el Kings College con regularidad y a satisfacción de sus superiores.” El feliz matrimonio paso por la pena de ver morirse tempranamente a su primer hijo, pero pronto les nació y creció “un muchachote gordo, recio, esplendido, que era la alegría de toda la familia, sin excluir a la abuela“.

Los Lafargues contábanse también entre los desterrados de la Comuna y vivían muy cerca de la casa paterna. Habían tenido la desgracia de perder a dos hijos en edad temprana; abatido por este golpe del infortunio, Lafargue había renunciado a ejercer la medicina, en la que no se podía prosperar sin una cierta dosis de charlatanería. “Es una pena que le haya sido infiel al viejo padre Esculapio”, comenta la mujer de Marx. Abrió un taller fotolitográfico, pero tenía muy poco trabajo y apenas progresaba, a pesar de que Lafargue, que seguía viéndolo todo de color de rosa afortunadamente, trabajaba como un verdadero negro y de que su valerosa mujer le ayudaba de un modo infatigable. Pero era difícil hacer frente a la concurrencia del gran capital.

Por entonces, la tercera hija encontró también un pretendiente francés: Lissagaray, que mas tarde había de escribir la historia de la Comuna en cuyas filas había luchado. Eleonor parece que no le veía con malos ojos, pero su padre tenía sus dudas respecto a la solidez del pretendiente, y por fin, después de muchas dudas y vacilaciones, se quedo asi la cosa.

Marx y su familia volvieron a cambiar de vivienda, una vez más, en la primavera de 1865 pero sin dejar el barrio; se mudaron al número 41 de Maitlandpark Road, Haverstock Hill, donde Marx paso los últimos años de su vida, y donde murió.
El último año
Marx no sobrevivió a su mujer más que unos quince meses, pero su vida fue desde entonces más que vida una “lenta agonía”, y Engels no se equivocaba cuando al morir su mujer, dijo: “También el Moro ha muerto.”

Como durante este breve periodo los dos amigos estuvieron la mayor parte del tiempo separados, su correspondencia cobro un último destello, y en ella vemos desfilar, sombríamente augusto, el último año de la vida de Marx, que estremece por el relato de las crueles torturas con que el destino inexorable de los hombres puso también fin a este potente espíritu.

Lo único que ya le ataba a la vida era el ardoroso anhelo de consagrar las últimas fuerzas que le quedaban a la gran causa a que había ofrendado toda su vida. “Salgo —escribía a Sorge el 15 de diciembre de 1881— doblemente tullido de mi última enfermedad. Moralmente, por la muerte de mi mujer, y físicamente, porque me ha quedado una hipertrofia de la pleura y una gran irritabilidad de los bronquios. Tendré necesariamente que perder algún tiempo en maniobras para reponer un poco de mi salud.” Este tiempo duro hasta el día de su muerte, pues cuantas tentativas se hicieron para reponer su salud, resultaron fallidas.

Los médicos le enviaron primero a Yentnor, en la isla de Wight, y luego a Argelia. Llego aquí el 20 de febrero de 1882, con una nueva pleuresía que cogió con el frio del viaje. Añádase que el invierno y la primavera fueron tan lluviosos y desapacibles como jamás se habían conocido. No le fue tampoco mejor en Montecarlo, a donde se traslado el 2 de mayo y a donde llego con una nueva pleuresía, causada por el frio y la humedad del viaje, encontrándose con un tiempo malísimo y pertinaz.

Franz Mehring ✆ Foto: Niemayer 
Hasta comienzos de junio, en que se fue a Argenteuil, al lado de su yerno Longuet y de su hija, no experimento cierto alivio. A ello contribuiría, sin duda, la vida de familia; además, le sentaron muy bien las aguas sulfurosas del cercano balneario de Enghien pues le aliviaron de su bronquitis crónica. También contribuyeron a levantar bastante su salud las seis semanas que luego paso con su hija Laura en Vevey, junto al lago de Ginebra. Al volver a Londres, en el mes de septiembre, tenía mucho mejor aspecto y subió varias veces con Engels, sin cansarse, la colina de Hampstead, que estaba unos 300 pies más alta que su casa. Abrigaba la idea de volver a sus trabajos, ahora que los médicos le autorizaban para pasar el invierno, si no en Londres, a lo menos en la costa del Sur de Inglaterra. Al amenazar las nieblas de noviembre, se traslado a Ventnor, donde se encontró con el mismo tiempo que en Argelia y Montecarlo durante la pasada primavera: niebla y humedad que le valían constantes enfriamientos y que, en vez de permitirle moverse al aire libre, le condenaban a pasarse los dias metido en el cuarto, perdiendo fuerzas. No había que pensar en volver a los trabajos científicos, aunque seguía con vivísimo interés todos los descubrimientos de la época, aun aquellos que quedaban muy lejos de su campo .propio, como los experimentos de Deprez en la exposición de electricidad de Múnich. En general, sus cartas acusan un estado de ánimo de abatimiento y malhumor. Cuando en el nuevo Partido obrero de Francia empezaron a presentarse síntomas de las inevitables enfermedades de la infancia de estos partidos, se mostro descontento con la defensa que sus dos yernos hacían de sus ideas: “!Que se vayan al diablo Longuet, el último proudhoniano, y Lafargue, el ultimo bakuninista!” Fue tambien por entonces cuando se le escapo esa frase satírica que tanto había de airear y en la que tanto había de edificarse más tarde el mundo de los filisteos, la frase de que personalmente el, Marx, no tenía nada de marxista.

El 11 de enero de 1883 sobrevino el golpe decisivo: la inesperada muerte de su hija Jenny. Marx retorno a Londres al día siguiente con una fuerte bronquitis, complicada con una inflamación de la laringe que casi le impedía tragar. “Él, que había sabido resistir siempre con firmeza estoica los más grandes dolores, prefería beberse un litro de leche (que toda la vida había aborrecido) antes que tragar la cantidad equivalente de alimento sólido.” En febrero se le presento un absceso en el pulmón. Las medicinas ya no daban ningún resultado en aquel organismo atiborrado de medicamentos desde hacia quince meses; para lo único que servían era para quitarle el apetito y trastornarle las digestiones. El enfermo iba adelgazando visiblemente de día en día. Sin embargo, los médicos no abandonaban las esperanzas, pues la bronquitis había desaparecido casi por completo, y ya le costaba menos trabajo tragar. El desenlace sobrevino inesperadamente. Carlos Marx se durmió para siempre en su sillón, dulcemente y sin dolores, el 14 de marzo de 1883.

Quebrantado por el dolor de aquella pérdida irreparable, Engels comprendió sin embargo que el golpe llevaba el consuelo en sí mismo.
Tal vez el arte de los médicos hubiera podido asegurarle durante unos cuantos años mas de vida vegetativa, la vida de un ser inerme que en vez de morir de una vez va muriendo a pedazos y que no representa un triunfo más que para los médicos que la sostienen. Pero nuestro Marx no hubiera podido resistir jamás esta vida. Vivir teniendo delante tantos trabajos inacabados, con el suplicio tantálico de querer terminarlos y la imposibilidad de hacerlo, hubiera sido para él mil veces más duro que esta muerte dulce que acaba de arrebatárnoslo. La muerte, solía decir él con Epicuro, no es infortunio para quien muere, sino para quien se sobrevive; ver vegetar tristemente, como una ruina, a este hombre maravilloso y genial, para gloria de la medicina e irrisión del vulgo a quien tantas veces aplastara cuando estaba en posesión de sus energías; no, preferimos mil veces verle muerto, mil veces preferimos llevarle a la tumba, donde duerme ya su mujer.”
El 17 de marzo, un sábado, fue enterrado Carlos Marx junto a su mujer. La familia, con muy buen sentido, se había negado a aceptar “todo ceremonial”, que no hubiese servido más que para poner una nota de estridente discordancia en aquella vida. Junto a la tumba abierta solo se congregaron un punado de leales: Engels, con Lessner y Lochner, dos viejos camaradas de la Liga Comunista; de Francia habían venido Lafargue y Longuet; de Alemania, Liebknecht; la ciencia estaba alli representada por dos hombres de primer rango: el químico Schorlemmer y el zoologo Ray Lancaster.

He aquí el último saludo que Engels dirigió en inglés al amigo muerto, resumiendo con una gran sinceridad y veracidad, en palabras sencillas, lo que Carlos Marx había sido y seguiría siendo siempre para la humanidad, y sean estas palabras las que pongan fin a nuestro libro:
“El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador viviente. Apenas le habíamos dejado solo dos minutos, cuando al volver le encontramos serenamente dormido en su sillón, pero para siempre.
Imposible medir en palabras todo lo que el proletariado militante de Europa y America, todo lo que la ciencia histórica pierden en este hombre. Harto pronto se hará sensible el vacío que abre la muerte de esta imponente figura.
Así como Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley por el cual se rige el proceso de la historia humana; el hecho, muy sencillo pero que hasta él aparecía soterrado bajo una maraña ideológica, de que antes de dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión, etc., el hombre necesita, por encima de todo, comer, beber, tener donde habitar y con qué vestirse y que, por tanto, la producción de los medios materiales e inmediatos de vida, o lo que es lo mismo, el grado de progreso económico de cada pueblo o de cada época, es la base sobre la que luego se desarrollan las instituciones del Estado, las concepciones jurídicas, el arte e incluso las ideas religiosas de los hombres de ese pueblo o de esa época y de la que, por consiguiente, hay que partir para explicarse todo esto y no al revés, como hasta Marx se venía haciendo.
Pero no es esto todo. Marx descubre también la ley especial que preside la dinámica del actual régimen capitalista de producción y de la sociedad burguesa engendrada por él. El descubrimiento de la plusvalía puso en claro todo este sistema, por entre el cual se habían extraviado todos los anteriores investigadores, lo mismo los economistas burgueses que los críticos socialistas.
Dos descubrimientos como estos parece que debían llenar toda una vida, y con uno solo de ellos podría considerarse feliz cualquier hombre. Pero Marx dejó una huella personal en todos los campos que investigó, incluso en el de las matemáticas, y por ninguno de ellos, con ser muchos, paso de ligero.
Así era Marx en el mundo de la ciencia. Pero esto no llenaba ni media vida de este hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza en fusión histórica, una fuerza revolucionaria. Y por muy grande que fuese la alegría que le causase cualquier descubrimiento que pudiera hacer en una rama puramente teórica de la ciencia y cuya trascendencia práctica fue muy remota y acaso imprevisible, era mucho mayor la que producían aquellos descubrimientos que trascendían inmediatamente a la industria, revolucionándola o a la marcha de la historia en general. Por eso seguía con tan vivo interés el giro de los descubrimientos en el campo de la electricidad, y últimamente los de Marc Deprez.
Pues Marx era, ante todo y sobre todo, un revolucionario. La verdadera misión de su vida era cooperar a la emancipación del proletariado moderno, a quien él por vez primera infundió la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones que informaban su liberación. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión, con una tenacidad y con unos frutos como pocos hombres los conocieron. La primera “Gaceta del Rin”, en 1842, el Vorwaerts de Paris, en 1844, la “Gaceta alemana de Bruselas”, en 1847, la “Nueva Gaceta del Rin”, en 1848 y 49, la New York Tribune, de 1852 a 1861, una muchedumbre de folletos combativos, el trabajo de organización en las asociaciones de Paris, Bruselas y Londres, hasta que por último vio surgir como coronación y remate de toda su obra la gran asociación obrera internacional; su autor tenía verdaderamente títulos para sentirse orgulloso de estos frutos, aunque no hubiera dejado ningunos otros detrás de sí.
Así se explica que Marx fuese el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Todos los gobiernos, los absolutistas como los republicanos, le desterraban, y no había burgués, desde el campo conservador al de la extrema democracia, que no le cubriese de calumnias, en verdadero torneo de insultos. Pero el pisaba por encima de todo aquello como por sobre una tela de araña, sin hacer caso de ello, y solo tomaba la pluma para contestar cuando la extrema necesidad lo exigía. Este hombre mucre venerado, amado, llorado por millones de obreros revolucionarios como él, sembrados por todo el orbe, desde las minas de Siberia hasta la punta de California, y bien puedo decir con orgullo que, si tuvo muchos adversarios, no conoció seguramente un solo enemigo personal.
Su nombre vivirá a lo largo de los siglos, y con su nombre, su obra.”
Nota
El título es una ocurrencia del editor. El texto anterior fue extraído del libro “Carlos Marx. Historia de su vida” de Franz Mehring