◆ Una de las
convenciones más establecidas de la cultura occidental es la asociación del
capitalismo con las ciudades. Ellen Meiksins Wood rebate esa idea para situar
los orígenes del capitalismo en la evolución del campo inglés durante el siglo
XVIII, en un artículo ya clásico de la historiografía económica marxista.
◆ Este artículo fue publicado en la revista
Monthly Review, Vol. 50, N° 3, julio-agosto de 1998, pp. 13-31. La traducción
es de Joan Quesada. En el momento en que apareció publicado el presente
artículo, Ellen Meiksins Wood era coeditora de Monthly Review.
La cosecha ✆ Camille Pissarro |
Ellen Meiksins Wood
Una
de las convenciones más establecidas en la cultura occidental es la asociación
del capitalismo con las ciudades. Se supone que el capitalismo nació y se
desarrolló en la ciudad. Sin embargo, lo que se suele implicar es que cualquier
ciudad, con sus prácticas características de intercambio y de comercio, es por
naturaleza potencialmente capitalista desde el principio, y solo obstáculos
extrínsecos han impedido que cual-quier civilización urbana diera origen al
capitalismo. Solo una religión equivocada, o cualquier otro tipo de cadenas
ideológicas, políticas o culturales que ataran a las clases urbanas, han
evitado que el capitalismo surgiera en cualquier lugar y en todo lugar, desde
tiempos inmemoriales o, al menos, desde que la tecnología ha permitido la
producción de los excedentes adecuados.
Según esta perspectiva, lo que explica el
desarrollo del capitalismo en Occidente es la autonomía única de la que gozaban
allí las ciudades y su clase por antonomasia, los burgueses o la burguesía. En
otras palabras, el capitalismo surgió en Occidente menos a causa de lo que
había presente que de lo que estaba ausente: las restricciones a
las prácticas económicas urbanas. En tales circunstancias, solo hizo falta que
la expansión más o menos natural del comercio desencadenara el desarrollo del
capitalismo hasta alcanzar la plena madurez. Solo era preciso un crecimiento
cuantitativo que, inevitable, se produjo con el paso del tiempo (en algunas
versiones, por supuesto, ayudado por la ética protestante, aunque no causado
originariamente por esta).
Hay
mucho que decir en contra de esos supuestos sobre la relación natural entre las
ciudades y el capitalismo; entre ellas, el hecho de que estos tienden a naturalizar
el capitalismo, a ocultar su especificidad como forma social históricamente
concreta, con un principio y (sin duda) con un final. Esa tendencia a
identificar el capitalismo con las ciudades y el comercio urbano ha ido
acompañada por lo general de la inclinación a hacer que el capitalismo aparezca
como la consecuencia más o menos automática de unas prácticas que son tan
viejas como la propia historia humana o, incluso, como la consecuencia
automática de la naturaleza humana, de la inclinación «natural», en palabras de
Adam Smith, a «negociar, cambiar o permutar una cosa por otra».
Tal
vez, el correctivo más saludable a todas esas asunciones, y a sus implicaciones
ideológicas, sea reconocer que el capitalismo, con sus impulsos específicos a
la acumulación y la maximización de ganancias, no nació en la ciudad, sino en
el campo, en un lugar muy concreto y muy tarde en la historia humana. No bastó
con la simple extensión o expansión del trueque y el intercambio, sino que fue
precisa una transformación completa de las relaciones y prácticas humanas más
básicas, una ruptura con patrones de interacción con la naturaleza para la
producción de las necesidades básicas de la vida que contaban con siglos de
antigüedad. Si la tendencia a identificar el capitalismo con las ciudades va
asociada a una tendencia a oscurecer la especificidad del capitalismo,
una de las mejores formas de comprender dicha especificidad es atender a los
orígenes agrarios del capitalismo.
¿Qué fue el «capitalismo agrario»?
Durante milenios, los seres
humanos han satisfecho las necesidades materiales mediante el trabajo de la
tierra. Y, probablemente, durante casi el mismo tiempo que se han dedicado a la
agricultura, se han divido en clases sociales, entre quienes trabajaban la
tierra y quienes se apropiaban del trabajo de los demás. La división entre
apropiadores y productores ha tomado muchas formas en distintas épocas y
lugares, pero una característica general que todas ellas han tenido en común ha
sido que los productores directos han sido habitualmente los campesinos. Esos
productores campesinos han conservado la posesión de los medios de producción,
en concreto, de la tierra. En todas las sociedades precapitalistas, esos productores
han tenido acceso directo a los medios de su propia reproducción. Eso ha
implicado que, cuando los explotadores se han apropiado de su trabajo
excedente, lo han hecho por medios que Marx denominó «extraeconómicos», es
decir, mediante la coerción directa, ejercida por terratenientes y/o Estados
mediante el uso de una fuerza superior: el acceso privilegiado al poder
militar, judicial y político.
En eso radica, pues, la diferencia más fundamental entre todas las
sociedades precapitalistas y el capitalismo. No tiene nada que ver con si la
producción es urbana o rural, y está completamente relacionada con las
relaciones particulares de propiedad entre productores y apropiado-res, sea en
la industria o en la agricultura. Solo en el capitalismo el modo prevaleciente
de apropiación de excedentes se basa en la desposesión de los productores
directos, cuyo trabajo excedente es objeto de apropiación por medios puramente
«económicos». Porque, en el capitalismo completamente desarrollado, los
productores directos carecen de pro-piedades y porque el único acceso que
tienen a los medios de producción, a la satisfacción de sus propias necesidades
de reproducción e incluso a los medios para su propio trabajo consiste en la
venta de su fuerza de trabajo a cambio de un salario, los capitalistas pueden
apropiar-se del excedente de los trabajadores sin coerción directa.
Esta relación única entre productores y apropiadores está media-da,
claro está, por el «mercado». A lo largo de la historia registrada y, sin duda,
también antes, han existido mercados de distintos tipos y la gente ha
intercambiado y vendido sus excedentes de muy diferentes formas y por muy
distintos propósitos. Sin embargo, en el capitalismo, el mercado tiene una
función particular y sin precedentes. En una sociedad capitalista, casi todo lo
que hay son mercancías que se producen para el mercado. Más fundamental aún es
el hecho de que tanto el capital como el trabajo son totalmente dependientes
del mercado para las condiciones más básicas de su propia reproducción. Igual
que los trabajadores dependen del mercado para vender su fuerza de trabajo como
mercancía, los capitalistas dependen de él para comprar fuerza de trabajo,
además de los medios de producción, y realizar las ganancias mediante la venta
de bienes o servicios producidos por los trabajadores. Esta dependencia del
mercado le otorga a este un papel sin precedentes en las sociedades capitalistas,
no solo como simple mecanismo de intercambio o de distribución, sino como
determinante principal y regulador de la reproducción social. El surgimiento
del mercado como determinante de la reproducción social presupuso la
penetración de este en la producción de lo más imprescindible para la vida: la
comida.
Este sistema único de dependencia del mercado implica unas «le-yes de
movimiento» absolutamente distintivas, requerimientos sistémicos específicos y
obligaciones que no comparte con ningún otro modo de producción: los
imperativos de la competencia, la acumulación y la maximización de ganancias. Y
esos imperativos, a su vez, implican que el capitalismo pueda, y deba,
expandirse constantemente de maneras y en una medida nunca vistas en ninguna
otra forma social: acumular constantemente, buscar incesantemente nuevos
mercados, imponer incansablemente sus imperativos a nuevos ámbitos de la vida,
a los seres huma-nos y al medio natural.
Una vez que reconocemos lo específicos que son esos procesos y esas
relaciones sociales, lo distintos que son de otras formas sociales que han
dominado la mayor parte de la historia humana, resulta claro que, para explicar
el surgimiento de esta forma social concreta, es preciso mucho más que asumir
sin justificación alguna que esta siempre ha existido en una forma embrionaria
que tan solo cabía liberar de toda limitación antinatural. Así pues, la
cuestión de sus orígenes se puede formular del siguiente modo: dado que,
durante milenios antes del advenimiento de capitalismo, los productores ya eran
explotados por los apropiadores de maneras no capitalistas, y dado que los
mercados han existido también desde «tiempos inmemoriales» y en casi todas
partes, ¿cómo es que productores y apropiadores, así como las relaciones entre
ambos, llega-ron a ser tan dependientes del mercado?
Evidentemente, sería posible reseguir indefinidamente hacia atrás los
largos y complejos procesos que condujeron en última instancia a esa situación
de dependencia del mercado. Sin embargo, la cuestión resultará más manejable si
identificamos el primer momento y el primer lugar en los que se puede discernir
con claridad una nueva dinámica social, una dinámica que deriva de la
dependencia del mercado de los principales actores económicos. Después,
podremos explorar las circunstancias específicas que rodean a esa situación
única.
Aún en el siglo XVII, e incluso mucho más tarde, la mayor parte del
mundo, incluida Europa, estaba libre de los imperativos que antes hemos
descrito. Ciertamente, existía un vasto sistema de comercio, que para entonces
se extendía ya por todo el mundo. No obstante, en ningún lugar, ni en los
grandes centros comerciales de Europa ni en las amplias redes comerciales del
mundo islámico ni de Asia, la actividad económica y, en particular, la producción
se regía por los imperativos de la competencia y la acumulación. El principio
que prevalecía en el comercio era en todas partes el de «beneficio por
alienación», o «comprar barato y vender caro»; habitualmente, comprar barato en
un mercado y vender caro en otro.
El comercio internacional era esencialmente un comercio de
«transporte», y los mercaderes compraban bienes en una ubicación para venderlos
por una ganancia en otra. Aún dentro de un reino europeo único, poderoso y
relativamente unificado como era Francia, lo que prevalecían eran esos mismos
principios básicos del comercio no capitalista. No existía un mercado único y
unificado, un mercado en el que las personas pudieran obtener ganancias, no
gracias a comprar barato y vender caro, o no llevando bienes de un mercado a
otro, sino produciendo de una forma más eficiente en costes en competencia
directa con otros y en un mismo mercado.
El comercio solía tener aún como objeto bienes de lujo o, al me-nos,
bienes destinados a las familias más prosperas o que satisfacían las
necesidades y los patrones de consumo de las clases dominantes. No existía un
mercado de masas de productos baratos de consumo diario. Lo normal era que los
productores campesinos no solo produjeran para cubrir sus propias necesidades
alimenticias, sino también otros bienes cotidianos como la ropa. Quizás
llevaban los excedentes al mercado local, donde podían cambiar lo obtenido por
otras mercancías que no producían en casa. Y la producción agrícola podía
incluso venderse en mercados algo más lejanos. Sin embargo, los principios
comerciales eran básicamente los mismos que en el caso de los bienes
manufacturados.
Esos principios comerciales no capitalistas existían de la mano de
formas de explotación no capitalistas. Por ejemplo, en la Europa occidental,
aún allí donde la servidumbre feudal había desaparecido efectivamente,
continuaban prevaleciendo formas de explotación «extra-económicas». En Francia,
por ejemplo, donde los campesinos representaban la enorme mayoría de la población
y continuaban en posesión de la mayor parte de las tierras, el servicio en el
Estado central su-ponía un recurso económico para muchos miembros de las clases
dominantes, una manera de extraer trabajo excedente en forma de impuestos a los
productores campesinos. Incluso los terratenientes que se apropiaban de los
arriendos sufragados solían depender de diversos poderes y privilegios
extraeconómicos para incrementar su riqueza.
Así pues, los campesinos tenían acceso a los medios de producción, las
tierras, sin tener que ofrecer su fuerza de trabajo en el mercado como
mercancía. Los terratenientes y los cargos públicos, con la ayuda de diversos
poderes y privilegios «extraeconómicos», extraían el trabajo excedente
directamente de los campesinos en forma de arriendos o impuestos. En otras
palabras, aunque todas las clases de personas pudieran comprar y vender todo
tipo de cosas en el mercado, ni los campesinos-propietarios que producían, ni
los terratenientes y cargos públicos que se apropiaban de lo que otros producían,
dependían directamente del mer-cado en lo que respecta a las condiciones de su
propia reproducción, y las relaciones entre ellos tampoco estaban mediadas por
el mercado.
Sin embargo, existía una importante excepción a esta regla general.
Inglaterra, ya en el siglo XVI, estaba evolucionando en una dirección
completamente nueva. Aunque había otros Estados monárquicos relativamente
fuertes, más o menos unificados bajo la monarquía (como España y Francia),
ninguno de ellos estaba tan efectivamente unificado como Inglaterra (cabe
insistir aquí en que era Inglaterra, y no otras partes de las «islas
Británicas»). En el siglo XVI, Inglaterra, que ya estaba más unificada que la
mayoría de territorios en el siglo XI, cuando la clase dirigente normanda se estableció
en la isla como una entidad política y militar bastante cohesionada, avanzó
considerablemente hacia la supresión de la fragmentación del Estado, de la
«soberanía por parcelas» heredada del feudalismo. Los poderes autónomos que en
otros lugares de Europa tenían los señores, los municipios y otros entes
corporativos, en Inglaterra estaban cada vez más concentrados en el Estado
central. Esto contrastaba con la situación de otros Estados europeos, donde las
monarquías, a pesar de su poder, continuaron coexistiendo incómodamente durante
mucho tiempo con otros poderes militares posfeudales, con unos sistemas legales
fragmentados y con privilegios corporativos cuyos titula-res insistían en su
autonomía frente al poder centralizador del Estado.
La distintiva centralización política del Estado inglés tenía sus corolarios
y sus cimientos materiales. En primer lugar, ya en el siglo XVI, Inglaterra
tenía una impresionante red de carreteras y transporte de agua que unificaba la
nación hasta un grado nada habitual en ese periodo. Londres, que se estaba
volviendo desproporcionadamente grande en relación con otras poblaciones
inglesas y con la población total de Inglaterra (y acabaría siendo la ciudad
más grande de Europa), se estaba convirtiendo también en centro de un creciente
mercado nacional.
Los cimientos materiales sobre los que descansaba esa incipiente
economía nacional eran la agricultura inglesa, que era única por distintos
motivos. La clase dirigente inglesa tenía dos importantes rasgos distintivos
relacionados entre sí: por un lado, como parte de un Estado cada vez más
centralizado, en alianza con una monarquía centralizadora, no contaba con los
mismos poderes «extraeconómicos» más o menos autónomos que sus equivalentes en
el continente, poderes que otras clases dirigentes podían emplear para extraer
trabajo excedente de los productores directos. Por otra parte, en Inglaterra
existía una concentración poco habitual de la tierra, y los grandes
terratenientes poseían una proporción anormalmente grande de tierras. Esa
concentración de la propiedad de la tierra significaba que los terratenientes
ingleses podían usar sus propiedades de formas nuevas y características. Lo que
les faltaba en cuanto a poderes «extraeconómicos» para la extracción de
excedentes lo compensaban ampliamente los crecientes poderes «económicos» de
que gozaban.
Esa especial combinación tuvo importantes consecuencias. Por una parte,
la concentración de la propiedad de la tierra en Inglaterra implicaba que una
proporción inusualmente grande de las tierras las trabajaban, no campesinos
propietarios, sino arrendatarios (en inglés, la palabra «farmer» [granjero] significa en última instancia «arrendatario», un
sentido que aún sugieren algunas expresiones familiares hoy en día como
«farming out» [externalizar la explotación de un terreno]). Eso sucedía aún
antes de las oleadas de desposesiones que tuvieron lugar sobre todo en los
siglos XVI y XVIII, y que convencionalmente se relacionan con los
«cercamientos» (de los que en seguida nos ocuparemos), lo que contrasta, por
ejemplo, con el caso francés, donde una proporción mayor de la tierra
continuaba en manos de los campesinos, y seguiría estando en manos de estos
durante mucho tiempo.
Por otro lado, el hecho de que los poderes «extraeconómicos» de los
terratenientes fueran relativamente débiles significaba que estos de-pendían
menos de la capacidad para extraer directamente mayores rentas de los
arrendatarios por medios coercitivos que de la productividad de los
arrendatarios. Así pues, los terratenientes tenían fuertes incentivos para
animar (y, cuando era posible, obligar) a los arrendatarios a buscar modos de
incrementar la producción. A este respecto, eran fundamentalmente distintos de
los aristócratas rentistas cuya riqueza ha dependido a lo largo de la historia
de la capacidad para extraer excedentes de los campesinos por la simple
coerción y para los cuales mejorar los poderes de extracción de excedentes ha
consistido, no en incrementar la productividad de los productores directos,
sino más bien en mejorar los propios medios de coerción: militares, judiciales
y políticos.
En
cuanto a los arrendatarios mismos, estos estaban cada vez más sometidos, no
solo a presiones directas de los terratenientes, sino también a los imperativos
del mercado, lo que los obligaba a mejorar la productividad. Los arrendamientos
ingleses tomaban diversas formas, y existía un gran número de variaciones entre
regiones, pero una cantidad cada vez mayor de ellos se regían por el pago de
rentas económicas, es decir, rentas que no se fijaban mediante un patrón legal
o consuetudinario, sino que respondían a las circunstancias del mercado. Para
inicios de la época moderna, incluso muchos de los arriendos establecidos
consuetudinariamente se habían convertido de hecho en arrendamientos económicos
de ese tipo.
El
efecto que tuvo ese sistema de relaciones de propiedad fue que muchos
productores agrícolas (incluidos los prósperos yeomen o pequeños
propietarios de tierras) eran dependientes del mercado, no simple-mente en el
sentido de que estaban obligados a vender sus productos en este, sino en el
sentido más fundamental de que su propio acceso a la tierra, a los medios de
producción, estaba mediado por el mercado. Existía, en efecto, un mercado de
arrendamientos, en el que los potencia-les arrendatarios habían de competir.
Cuando la seguridad del arriendo dependía de la capacidad para satisfacer en
cada momento el arrenda-miento, una producción poco competitiva podría
significar directamente la pérdida de la tierra. Para pagar la renta económica
en una situación en la que otros potenciales arrendatarios competían por el
arriendo, los arrendatarios se veían obligados a producir de manera eficiente
en costes, amenazados por la pena de la desposesión.
Aún
los arrendatarios que gozaban de arriendos de tipo consuetudinario, que les
ofrecían una mayor seguridad, pero que estaban igualmente obligados a vender
sus productos en los mismos mercados, podían verse en circunstancias en las que
los agricultores más directamente y urgentemente sometidos a las presiones del
mercado establecían unos estándares de productividad muy competitivos. Y eso
mismo sucedía cada vez más incluso con los terratenientes que trabajaban sus
propias tierras. En ese entorno competitivo, los agricultores más productivos
prosperaban y sus propiedades era probable que aumentaran, mientras que los
productores menos competitivos chocaban contra un muro y pasaban a sumarse a
las clases no propietarias.
En
todos los casos, el efecto de los imperativos del mercado fue la
intensificación de la explotación a fin de incrementar la productividad, tanto
si se trataba de la explotación del trabajo de otros como de la
auto-explotación del agricultor y su familia. Este patrón se reproduciría en
las colonias y, especialmente, en la Norteamérica posterior a la
independencia, donde los agricultores que se suponía que eran la médula de una
República libre se enfrentaron desde el principio a las crudas opciones que
planteaba el capitalismo agrario: en el mejor de los casos, una intensa
autoexplotación; en el peor, la desposesión y el desplazamiento por parte de
empresas mayores y más productivas.
Otros capítulos del ensayo
◆ El nacimiento de
la propiedad capitalista
◆¿Era el capitalismo agrario realmente capitalista?
◆ Lecciones del capitalismo agrario
◆¿Era el capitalismo agrario realmente capitalista?
◆ Lecciones del capitalismo agrario
◆ Continuar en PDF — 26 pp. |