16/8/16

Los orígenes agrarios del capitalismo

Una de las convenciones más establecidas de la cultura occidental es la asociación del capitalismo con las ciudades. Ellen Meiksins Wood rebate esa idea para situar los orígenes del capitalismo en la evolución del campo inglés durante el siglo XVIII, en un artículo ya clásico de la historiografía económica marxista.
  Este artículo fue publicado en la revista Monthly Review, Vol. 50, N° 3, julio-agosto de 1998, pp. 13-31. La traducción es de Joan Quesada. En el momento en que apareció publicado el presente artículo, Ellen Meiksins Wood era coeditora de Monthly Review.

La cosecha ✆ Camille Pissarro
Ellen Meiksins Wood

Una de las convenciones más establecidas en la cultura occidental es la asociación del capitalismo con las ciudades. Se supone que el capitalismo nació y se desarrolló en la ciudad. Sin embargo, lo que se suele implicar es que cualquier ciudad, con sus prácticas características de intercambio y de comercio, es por naturaleza potencialmente capitalista desde el principio, y solo obstáculos extrínsecos han impedido que cual-quier civilización urbana diera origen al capitalismo. Solo una religión equivocada, o cualquier otro tipo de cadenas ideológicas, políticas o culturales que ataran a las clases urbanas, han evitado que el capitalismo surgiera en cualquier lugar y en todo lugar, desde tiempos inmemoriales o, al menos, desde que la tecnología ha permitido la producción de los excedentes adecuados.

Según esta perspectiva, lo que explica el desarrollo del capitalismo en Occidente es la autonomía única de la que gozaban allí las ciudades y su clase por antonomasia, los burgueses o la burguesía. En otras palabras, el capitalismo surgió en Occidente menos a causa de lo que había presente que de lo que estaba ausente: las restricciones a las prácticas económicas urbanas. En tales circunstancias, solo hizo falta que la expansión más o menos natural del comercio desencadenara el desarrollo del capitalismo hasta alcanzar la plena madurez. Solo era preciso un crecimiento cuantitativo que, inevitable, se produjo con el paso del tiempo (en algunas versiones, por supuesto, ayudado por la ética protestante, aunque no causado originariamente por esta).

Hay mucho que decir en contra de esos supuestos sobre la relación natural entre las ciudades y el capitalismo; entre ellas, el hecho de que estos tienden a naturalizar el capitalismo, a ocultar su especificidad como forma social históricamente concreta, con un principio y (sin duda) con un final. Esa tendencia a identificar el capitalismo con las ciudades y el comercio urbano ha ido acompañada por lo general de la inclinación a hacer que el capitalismo aparezca como la consecuencia más o menos automática de unas prácticas que son tan viejas como la propia historia humana o, incluso, como la consecuencia automática de la naturaleza humana, de la inclinación «natural», en palabras de Adam Smith, a «negociar, cambiar o permutar una cosa por otra».

Tal vez, el correctivo más saludable a todas esas asunciones, y a sus implicaciones ideológicas, sea reconocer que el capitalismo, con sus impulsos específicos a la acumulación y la maximización de ganancias, no nació en la ciudad, sino en el campo, en un lugar muy concreto y muy tarde en la historia humana. No bastó con la simple extensión o expansión del trueque y el intercambio, sino que fue precisa una transformación completa de las relaciones y prácticas humanas más básicas, una ruptura con patrones de interacción con la naturaleza para la producción de las necesidades básicas de la vida que contaban con siglos de antigüedad. Si la tendencia a identificar el capitalismo con las ciudades va asociada a una tendencia a oscurecer la especificidad del capitalismo, una de las mejores formas de comprender dicha especificidad es atender a los orígenes agrarios del capitalismo.
¿Qué fue el «capitalismo agrario»?
Durante milenios, los seres humanos han satisfecho las necesidades materiales mediante el trabajo de la tierra. Y, probablemente, durante casi el mismo tiempo que se han dedicado a la agricultura, se han divido en clases sociales, entre quienes trabajaban la tierra y quienes se apropiaban del trabajo de los demás. La división entre apropiadores y productores ha tomado muchas formas en distintas épocas y lugares, pero una característica general que todas ellas han tenido en común ha sido que los productores directos han sido habitualmente los campesinos. Esos productores campesinos han conservado la posesión de los medios de producción, en concreto, de la tierra. En todas las sociedades precapitalistas, esos productores han tenido acceso directo a los medios de su propia reproducción. Eso ha implicado que, cuando los explotadores se han apropiado de su trabajo excedente, lo han hecho por medios que Marx denominó «extraeconómicos», es decir, mediante la coerción directa, ejercida por terratenientes y/o Estados mediante el uso de una fuerza superior: el acceso privilegiado al poder militar, judicial y político.

En eso radica, pues, la diferencia más fundamental entre todas las sociedades precapitalistas y el capitalismo. No tiene nada que ver con si la producción es urbana o rural, y está completamente relacionada con las relaciones particulares de propiedad entre productores y apropiado-res, sea en la industria o en la agricultura. Solo en el capitalismo el modo prevaleciente de apropiación de excedentes se basa en la desposesión de los productores directos, cuyo trabajo excedente es objeto de apropiación por medios puramente «económicos». Porque, en el capitalismo completamente desarrollado, los productores directos carecen de pro-piedades y porque el único acceso que tienen a los medios de producción, a la satisfacción de sus propias necesidades de reproducción e incluso a los medios para su propio trabajo consiste en la venta de su fuerza de trabajo a cambio de un salario, los capitalistas pueden apropiar-se del excedente de los trabajadores sin coerción directa.

Esta relación única entre productores y apropiadores está media-da, claro está, por el «mercado». A lo largo de la historia registrada y, sin duda, también antes, han existido mercados de distintos tipos y la gente ha intercambiado y vendido sus excedentes de muy diferentes formas y por muy distintos propósitos. Sin embargo, en el capitalismo, el mercado tiene una función particular y sin precedentes. En una sociedad capitalista, casi todo lo que hay son mercancías que se producen para el mercado. Más fundamental aún es el hecho de que tanto el capital como el trabajo son totalmente dependientes del mercado para las condiciones más básicas de su propia reproducción. Igual que los trabajadores dependen del mercado para vender su fuerza de trabajo como mercancía, los capitalistas dependen de él para comprar fuerza de trabajo, además de los medios de producción, y realizar las ganancias mediante la venta de bienes o servicios producidos por los trabajadores. Esta dependencia del mercado le otorga a este un papel sin precedentes en las sociedades capitalistas, no solo como simple mecanismo de intercambio o de distribución, sino como determinante principal y regulador de la reproducción social. El surgimiento del mercado como determinante de la reproducción social presupuso la penetración de este en la producción de lo más imprescindible para la vida: la comida.

Este sistema único de dependencia del mercado implica unas «le-yes de movimiento» absolutamente distintivas, requerimientos sistémicos específicos y obligaciones que no comparte con ningún otro modo de producción: los imperativos de la competencia, la acumulación y la maximización de ganancias. Y esos imperativos, a su vez, implican que el capitalismo pueda, y deba, expandirse constantemente de maneras y en una medida nunca vistas en ninguna otra forma social: acumular constantemente, buscar incesantemente nuevos mercados, imponer incansablemente sus imperativos a nuevos ámbitos de la vida, a los seres huma-nos y al medio natural.

Una vez que reconocemos lo específicos que son esos procesos y esas relaciones sociales, lo distintos que son de otras formas sociales que han dominado la mayor parte de la historia humana, resulta claro que, para explicar el surgimiento de esta forma social concreta, es preciso mucho más que asumir sin justificación alguna que esta siempre ha existido en una forma embrionaria que tan solo cabía liberar de toda limitación antinatural. Así pues, la cuestión de sus orígenes se puede formular del siguiente modo: dado que, durante milenios antes del advenimiento de capitalismo, los productores ya eran explotados por los apropiadores de maneras no capitalistas, y dado que los mercados han existido también desde «tiempos inmemoriales» y en casi todas partes, ¿cómo es que productores y apropiadores, así como las relaciones entre ambos, llega-ron a ser tan dependientes del mercado?

Evidentemente, sería posible reseguir indefinidamente hacia atrás los largos y complejos procesos que condujeron en última instancia a esa situación de dependencia del mercado. Sin embargo, la cuestión resultará más manejable si identificamos el primer momento y el primer lugar en los que se puede discernir con claridad una nueva dinámica social, una dinámica que deriva de la dependencia del mercado de los principales actores económicos. Después, podremos explorar las circunstancias específicas que rodean a esa situación única.

Aún en el siglo XVII, e incluso mucho más tarde, la mayor parte del mundo, incluida Europa, estaba libre de los imperativos que antes hemos descrito. Ciertamente, existía un vasto sistema de comercio, que para entonces se extendía ya por todo el mundo. No obstante, en ningún lugar, ni en los grandes centros comerciales de Europa ni en las amplias redes comerciales del mundo islámico ni de Asia, la actividad económica y, en particular, la producción se regía por los imperativos de la competencia y la acumulación. El principio que prevalecía en el comercio era en todas partes el de «beneficio por alienación», o «comprar barato y vender caro»; habitualmente, comprar barato en un mercado y vender caro en otro.

El comercio internacional era esencialmente un comercio de «transporte», y los mercaderes compraban bienes en una ubicación para venderlos por una ganancia en otra. Aún dentro de un reino europeo único, poderoso y relativamente unificado como era Francia, lo que prevalecían eran esos mismos principios básicos del comercio no capitalista. No existía un mercado único y unificado, un mercado en el que las personas pudieran obtener ganancias, no gracias a comprar barato y vender caro, o no llevando bienes de un mercado a otro, sino produciendo de una forma más eficiente en costes en competencia directa con otros y en un mismo mercado.

El comercio solía tener aún como objeto bienes de lujo o, al me-nos, bienes destinados a las familias más prosperas o que satisfacían las necesidades y los patrones de consumo de las clases dominantes. No existía un mercado de masas de productos baratos de consumo diario. Lo normal era que los productores campesinos no solo produjeran para cubrir sus propias necesidades alimenticias, sino también otros bienes cotidianos como la ropa. Quizás llevaban los excedentes al mercado local, donde podían cambiar lo obtenido por otras mercancías que no producían en casa. Y la producción agrícola podía incluso venderse en mercados algo más lejanos. Sin embargo, los principios comerciales eran básicamente los mismos que en el caso de los bienes manufacturados.

Esos principios comerciales no capitalistas existían de la mano de formas de explotación no capitalistas. Por ejemplo, en la Europa occidental, aún allí donde la servidumbre feudal había desaparecido efectivamente, continuaban prevaleciendo formas de explotación «extra-económicas». En Francia, por ejemplo, donde los campesinos representaban la enorme mayoría de la población y continuaban en posesión de la mayor parte de las tierras, el servicio en el Estado central su-ponía un recurso económico para muchos miembros de las clases dominantes, una manera de extraer trabajo excedente en forma de impuestos a los productores campesinos. Incluso los terratenientes que se apropiaban de los arriendos sufragados solían depender de diversos poderes y privilegios extraeconómicos para incrementar su riqueza.

Así pues, los campesinos tenían acceso a los medios de producción, las tierras, sin tener que ofrecer su fuerza de trabajo en el mercado como mercancía. Los terratenientes y los cargos públicos, con la ayuda de diversos poderes y privilegios «extraeconómicos», extraían el trabajo excedente directamente de los campesinos en forma de arriendos o impuestos. En otras palabras, aunque todas las clases de personas pudieran comprar y vender todo tipo de cosas en el mercado, ni los campesinos-propietarios que producían, ni los terratenientes y cargos públicos que se apropiaban de lo que otros producían, dependían directamente del mer-cado en lo que respecta a las condiciones de su propia reproducción, y las relaciones entre ellos tampoco estaban mediadas por el mercado.

Sin embargo, existía una importante excepción a esta regla general. Inglaterra, ya en el siglo XVI, estaba evolucionando en una dirección completamente nueva. Aunque había otros Estados monárquicos relativamente fuertes, más o menos unificados bajo la monarquía (como España y Francia), ninguno de ellos estaba tan efectivamente unificado como Inglaterra (cabe insistir aquí en que era Inglaterra, y no otras partes de las «islas Británicas»). En el siglo XVI, Inglaterra, que ya estaba más unificada que la mayoría de territorios en el siglo XI, cuando la clase dirigente normanda se estableció en la isla como una entidad política y militar bastante cohesionada, avanzó considerablemente hacia la supresión de la fragmentación del Estado, de la «soberanía por parcelas» heredada del feudalismo. Los poderes autónomos que en otros lugares de Europa tenían los señores, los municipios y otros entes corporativos, en Inglaterra estaban cada vez más concentrados en el Estado central. Esto contrastaba con la situación de otros Estados europeos, donde las monarquías, a pesar de su poder, continuaron coexistiendo incómodamente durante mucho tiempo con otros poderes militares posfeudales, con unos sistemas legales fragmentados y con privilegios corporativos cuyos titula-res insistían en su autonomía frente al poder centralizador del Estado.

La distintiva centralización política del Estado inglés tenía sus corolarios y sus cimientos materiales. En primer lugar, ya en el siglo XVI, Inglaterra tenía una impresionante red de carreteras y transporte de agua que unificaba la nación hasta un grado nada habitual en ese periodo. Londres, que se estaba volviendo desproporcionadamente grande en relación con otras poblaciones inglesas y con la población total de Inglaterra (y acabaría siendo la ciudad más grande de Europa), se estaba convirtiendo también en centro de un creciente mercado nacional.

Los cimientos materiales sobre los que descansaba esa incipiente economía nacional eran la agricultura inglesa, que era única por distintos motivos. La clase dirigente inglesa tenía dos importantes rasgos distintivos relacionados entre sí: por un lado, como parte de un Estado cada vez más centralizado, en alianza con una monarquía centralizadora, no contaba con los mismos poderes «extraeconómicos» más o menos autónomos que sus equivalentes en el continente, poderes que otras clases dirigentes podían emplear para extraer trabajo excedente de los productores directos. Por otra parte, en Inglaterra existía una concentración poco habitual de la tierra, y los grandes terratenientes poseían una proporción anormalmente grande de tierras. Esa concentración de la propiedad de la tierra significaba que los terratenientes ingleses podían usar sus propiedades de formas nuevas y características. Lo que les faltaba en cuanto a poderes «extraeconómicos» para la extracción de excedentes lo compensaban ampliamente los crecientes poderes «económicos» de que gozaban.

Esa especial combinación tuvo importantes consecuencias. Por una parte, la concentración de la propiedad de la tierra en Inglaterra implicaba que una proporción inusualmente grande de las tierras las trabajaban, no campesinos propietarios, sino arrendatarios (en inglés, la palabra «farmer» [granjero] significa en última instancia «arrendatario», un sentido que aún sugieren algunas expresiones familiares hoy en día como «farming out» [externalizar la explotación de un terreno]). Eso sucedía aún antes de las oleadas de desposesiones que tuvieron lugar sobre todo en los siglos XVI y XVIII, y que convencionalmente se relacionan con los «cercamientos» (de los que en seguida nos ocuparemos), lo que contrasta, por ejemplo, con el caso francés, donde una proporción mayor de la tierra continuaba en manos de los campesinos, y seguiría estando en manos de estos durante mucho tiempo.

Por otro lado, el hecho de que los poderes «extraeconómicos» de los terratenientes fueran relativamente débiles significaba que estos de-pendían menos de la capacidad para extraer directamente mayores rentas de los arrendatarios por medios coercitivos que de la productividad de los arrendatarios. Así pues, los terratenientes tenían fuertes incentivos para animar (y, cuando era posible, obligar) a los arrendatarios a buscar modos de incrementar la producción. A este respecto, eran fundamentalmente distintos de los aristócratas rentistas cuya riqueza ha dependido a lo largo de la historia de la capacidad para extraer excedentes de los campesinos por la simple coerción y para los cuales mejorar los poderes de extracción de excedentes ha consistido, no en incrementar la productividad de los productores directos, sino más bien en mejorar los propios medios de coerción: militares, judiciales y políticos.

En cuanto a los arrendatarios mismos, estos estaban cada vez más sometidos, no solo a presiones directas de los terratenientes, sino también a los imperativos del mercado, lo que los obligaba a mejorar la productividad. Los arrendamientos ingleses tomaban diversas formas, y existía un gran número de variaciones entre regiones, pero una cantidad cada vez mayor de ellos se regían por el pago de rentas económicas, es decir, rentas que no se fijaban mediante un patrón legal o consuetudinario, sino que respondían a las circunstancias del mercado. Para inicios de la época moderna, incluso muchos de los arriendos establecidos consuetudinariamente se habían convertido de hecho en arrendamientos económicos de ese tipo.

El efecto que tuvo ese sistema de relaciones de propiedad fue que muchos productores agrícolas (incluidos los prósperos yeomen o pequeños propietarios de tierras) eran dependientes del mercado, no simple-mente en el sentido de que estaban obligados a vender sus productos en este, sino en el sentido más fundamental de que su propio acceso a la tierra, a los medios de producción, estaba mediado por el mercado. Existía, en efecto, un mercado de arrendamientos, en el que los potencia-les arrendatarios habían de competir. Cuando la seguridad del arriendo dependía de la capacidad para satisfacer en cada momento el arrenda-miento, una producción poco competitiva podría significar directamente la pérdida de la tierra. Para pagar la renta económica en una situación en la que otros potenciales arrendatarios competían por el arriendo, los arrendatarios se veían obligados a producir de manera eficiente en costes, amenazados por la pena de la desposesión.

Aún los arrendatarios que gozaban de arriendos de tipo consuetudinario, que les ofrecían una mayor seguridad, pero que estaban igualmente obligados a vender sus productos en los mismos mercados, podían verse en circunstancias en las que los agricultores más directamente y urgentemente sometidos a las presiones del mercado establecían unos estándares de productividad muy competitivos. Y eso mismo sucedía cada vez más incluso con los terratenientes que trabajaban sus propias tierras. En ese entorno competitivo, los agricultores más productivos prosperaban y sus propiedades era probable que aumentaran, mientras que los productores menos competitivos chocaban contra un muro y pasaban a sumarse a las clases no propietarias.

En todos los casos, el efecto de los imperativos del mercado fue la intensificación de la explotación a fin de incrementar la productividad, tanto si se trataba de la explotación del trabajo de otros como de la auto-explotación del agricultor y su familia. Este patrón se reproduciría en las colonias y, especialmente, en la Norteamérica posterior a la independencia, donde los agricultores que se suponía que eran la médula de una República libre se enfrentaron desde el principio a las crudas opciones que planteaba el capitalismo agrario: en el mejor de los casos, una intensa autoexplotación; en el peor, la desposesión y el desplazamiento por parte de empresas mayores y más productivas.
Otros capítulos del ensayo
El nacimiento de la propiedad capitalista
¿Era el capitalismo agrario realmente capitalista?
Lecciones del capitalismo agrario
 Continuar en PDF — 26 pp.