Leon Trotsky ✆ Alan Korell |
Emmanuel Barot | El entrelazamiento de cuestiones de clase,
de nación y de raza, y también de género, se encuentra hoy en el centro de los
debates teóricos y militantes de la izquierda radical. Retomar la manera en que
Marx mismo había abordado este tema será útil, tanto para recordar que este
debate no ha surgido en la actualidad, aunque se ha renovado profundamente, y
que contrariamente a lo que se cree, nos puede aportar varios elementos en este
plano. Una de las objeciones clásicas que se le hacen a Marx y al
marxismo consiste en estigmatizarlo como portador de un “eurocentrismo”
congénito, un economicismo y un obrerismo rígidos, y una visión determinista y
unilineal, esencialmente evolucionista, de un proceso histórico que tendría en
todas partes del planeta los mismos estadios de desarrollo, induciendo con esto
un único esquema en materia de transición revolucionaria. Ciertamente, en el
joven Marx, algunos desarrollos del Manifiesto de 1848 o diversos artículos de
comienzos de los años 1850, en un contexto en el que le llama la atención
esencialmente el desarrollo del modo de producción capitalista y del
proletariado en Europa (sobre todo en Francia, en Alemania y en una Inglaterra
que sirve de telón de fondo y como ejemplo emblemático para todo El capital),
contienen tesis que exaltan el rol revolucionario del capitalismo en la
civilización de las naciones “bárbaras”.
Marx habría minimizado y despreciado
la importancia de las formas no occidentales o no capitalistas de organización social
y, finalmente, las batallas no “obreras”, relacionadas con reivindicaciones
nacionales, raciales o incluso religiosas. Por estas razones debería ser
considerado como totalmente obsoleto, más aún, retrógrado, aunque haya escrito
después.
“Marx en las antípodas”: el marxismo no es un “eurocentrismo”
El gran mérito de la obra de Kevin Anderson de 2010, Marx en
las antípodas. Naciones, etnicidad y sociedades no-occidentales (París,
Syllepse, 2015), recientemente traducida al francés, donde revisa no solo la
totalidad de los textos publicados por Marx sobre las sociedades no
occidentales, sino también sus escritos tardíos que siguen inéditos hoy en día
(sobre Roma Antigua, Rusia e India), es que permite destruir esas lecturas
parciales y los prejuicios que las acompañan. Muestra que Marx, paso a paso,
supera sus primeros límites, confronta profundamente y no de manera anecdótica,
apoyándose en particular en la antropología naciente, con las formas que
adquiere el entrelazamiento de las cuestiones de clase, de nación y de raza, y
con las cuestiones estratégicas y tácticas suscitadas en situaciones nacionales
distintas y diferentes cada vez. Anderson retoma en particular los textos de
Marx sobre la guerra civil norteamericana de 1861 a 1865, la Irlanda colonizada
por los británicos, y en general, las sociedades no, pre o semicapitalistas, en
especial aquellas que se caracterizan por lo que él denominó, en sus Grundrisse de 1857-1858, el “despotismo
oriental”, con China en primer lugar, pero también Rusia, o aun la India.
La lucha contra la esclavitud norteamericana tiene para Marx
una importancia crucial: como combate democrático e igualitarista que se
justifica por sí mismo, pero también en estrecha relación con la lucha de
clases del país y a escala internacional. El capitalismo no ha sido de ninguna
manera un factor abolicionista, sino por el contrario encauzó la esclavitud,
que existía antes de él (ante todo subordinada a la producción de bienes
materiales destinados a las clases elevadas y a la población blanca), hacia la
producción de plusvalía, que lo caracteriza claramente. ¿El combate democrático
y antirracista queda así orgánicamente ligado al combate conjunto contra la
esclavitud y el salariado?: sólo si se alían los trabajadores, negros o
blancos, podrán emanciparse. Pero, además de los efectos devastadores del
racismo entre las filas de la clase obrera norteamericana, la abolición de la
esclavitud constituye para él una condición previa, razón por la cual Marx
sostiene a Lincoln y a los abolicionistas contra la confederación de los
Estados esclavistas del sur. Apoyo crítico, naturalmente: muestra sin la menor
ambigüedad el hecho de que Lincoln no prolonga la lucha contra la esclavitud
con la lucha revolucionaria.
Marx explica también (después de haber cambiado de opinión,
pero denunciando al mismo tiempo todo nacionalismo estrecho) que la condición
previa para superar tanto el rencor de los obreros irlandeses hacia el
movimiento obrero inglés (percibido como favorable a la opresión colonial) como
la estigmatización, de parte de los trabajadores ingleses, de los obreros
irlandeses subremunerados en tanto factores de desvalorización de sus propios
salarios (nuestro “plomero polaco”[1] no es más que la enésima versión de este
argumento), es que Irlanda conquiste la independencia: una revolución nacional
irlandesa podría servir de palanca para derrotar al capitalismo inglés.
Asimismo Marx había defendido hacía ya mucho tiempo, contra el silencio de los
demócratas franceses, la independencia de Polonia. Respecto de India,
denunciará a partir de 1853, con más y más fuerza, al colonialismo británico,
repudiando la tortura institucionalizada por la administración y el ejército de
su majestad que hacía estragos, ya que estimaba que la lucha nacional unida a
las estructuras comunitarias de los pueblos indios, podía eventualmente
adquirir una dimensión revolucionaria. Esta visión se encuentra también en su
tesis, la cual plantea que las comunas rurales rusas podrían servir como punto
de partida para una dinámica hacia el comunismo en toda Europa.
El capitalismo sabe reconfigurar en su propio beneficio lo que existía antes de él
La xenofobia, miedo-odio hacia el extranjero-enemigo, sólo
pudo existir desde el momento en que las comunidades llamadas “primitivas”
debieron construir relaciones de intercambio y enfrentarse con formas de vida y
costumbres diferentes a las propias. El racismo como tal es una especificación
tardía, que se constituyó durante los primeros imperios coloniales a fines de
la edad media, como estructura doctrinaria, ideológica y política, y como
verdadero sistema social en el siglo XVIII y sobre todo el XIX. Queda
legitimado científicamente entonces por un nuevo concepto de “raza” que se
transformará en particular en el blasón del universalismo (imperial y luego
republicano) que el colonialismo francés utilizará siempre, y del cual el
imperialismo actual es su heredero natural.
Escena de una plantación de algodón |
Ahora bien, tal como fue conceptualizado por Marx, incluso
en el plano propiamente económico, que Anderson revisa extensamente
(actualizando de manera apasionante los debates de los años ‘60 y ‘70 sobre la
antropología marxista), no hay que confundir los puntos de partida y
presupuestos históricos que, anteriores al capitalismo, pudieron contribuir a
su surgimiento o simplemente coexistieron con él, con el modo en que éste, a
medida que se expandía por todo el mundo, iba reconfigurando esos puntos de
partida o factores independientes. Anulando su autonomía anterior, lo propio
del capitalismo ya desarrollado es relocalizarlos en relación con sus propios presupuestos
lógicos, es decir, sus leyes fundamentales propias, en este caso la ley del
valor y de la acumulación del capital. Aunque el propósito en este artículo no
sea éste (además Anderson no aborda la cuestión feminista), podemos agregar que
el dominio patriarcal, aun en las sociedades que tienen propiedad común de los
medios de producción y en este sentido un “comunismo primitivo”, se remonta de
manera estadísticamente dominante a la edad de piedra. Aquí también el capital
supo encauzarlo perfectamente en su propia lógica.
En el plano conceptual, lo importante, sin embargo, es que
Marx mismo explica al final de su vida que el esquema de desarrollo histórico
conceptualizado en El capital era válido para las sociedades capitalistas
occidentales y no podía ser extrapolado al resto del mundo. Apoyándose en esto,
Anderson insiste en el carácter plural de la dialéctica marxista de las
transiciones al capitalismo (o de las posibilidades de transición
revolucionaria en el seno del capitalismo), dialéctica en relación a la cual él
destaca su deuda ante la formulación hegeliano-marxista propuesta por R.
Dunayevskaya. Ésta, que fue secretaria de Trotsky en 1937, codirigente en la
posguerra de la tendencia Johnson-Forest en el Workers Party, defendió la tesis
de la URSS como capitalismo de Estado (con conceptos cercanos al Socialismo o
Barbarie), luego desarrolló un “humanismo marxista” que rompía con el
determinismo economicista y las visiones lineales del progreso histórico que,
según ella, afectaban en esa época a la casi totalidad del movimiento obrero y
del marxismo organizado, incluido el trotskista. Herencia que se encuentra
efectivamente en Anderson cuando pone de relieve un Marx promotor de una
“dialéctica social multicultural y multilineal”, y afirma que la teoría de la
revolución de este último “se concentra cada vez más en la articulación entre
clase y etnicidad, raza y nacionalismo”.
El libro de Anderson es imprescindible en el plano
científico, pero, como lo recuerda en otro trabajo reciente “Capital y clase,
pero no solamente”, en la obra colectiva publicada a comienzos de 2015, Marx
político, son igualmente sus implicaciones políticas contemporáneas las que
importan. La politización que propone en el texto es, sin embargo,
extremadamente “algebraica”, es decir, no da ninguna precisión sobre cómo realizarlas
hoy en términos de programas, prioridades eventuales, modalidades
organizacionales.
Claramente, escribe Anderson, Marx no es un filósofo de la
diferencia en el sentido posmoderno del término, puesto que la crítica de una
sola entidad primordial, el capital, se encuentra en el centro de todo su
proceso intelectual. Pero central no quiere decir unívoca o exclusiva
(conclusión, p. 368).
Totalmente de acuerdo. Pero cuando Anderson se refiere, sin
más, a los movimientos indígenas de Chiapas o Bolivia, con sus formas
comunitarias específicas, como “movimientos anticapitalistas notables”, se ve
bien, desde un punto de vista militante, que las mediaciones y clarificaciones estratégicas
y una “aritmética” llevada al plano estratégico son totalmente indispensables.
Y por esto, es indispensable volver a los escritos de la
generación de marxistas que se confrontó de manera más directa con las
cuestiones de estrategia en condiciones complejas y multiformes. En particular,
contrariamente a las enseñanzas más difundidas en la actualidad, provenientes
de este tipo de trabajos, la defensa de la dialéctica y de la centralidad
obrera tal como fueron elaboradas por Trotsky, son perfectamente coherentes con
ellos.
Desarrollo desigual y combinado, revolución permanente, hegemonía obrera
I
La ley del “desarrollo desigual y combinado” formulada por
Trotsky abunda en el sentido de esta lectura de Marx. Todas las formaciones
nacionales están estructuradas de manera diferente, producto de una historia
singular en cada uno de los casos, cuyo futuro no podría encerrarse en un
esquema a priori. Trotsky excluye así, para una determinada “región atrasada”,
“la posibilidad de repetir formas de desarrollo de diversas naciones”,
subrayando al contrario la “posibilidad” para ésta de “asimilar lo ya hecho
antes de los plazos establecidos, saltando una serie de etapas intermedias” aún
si, por supuesto “la posibilidad de saltear los grados intermedios no sea,
entendiéndolo bien, totalmente absoluta” puesto que está “limitada por las
capacidades económicas y culturales del país”. Por eso esta definición:
De esta ley universal de desigualdad de los ritmos se
desprende otra ley que, a falta de otra denominación más apropiada, se la puede
llamar ley del desarrollo combinado, en el sentido de un acercamiento de
diversas etapas, de la combinación de fases distintas, de la amalgama de formas
arcaicas con las más modernas. Sin esta ley, considerada por supuesto, en todo
su contenido material, es imposible comprender la historia de Rusia, como
tampoco, en general, de todos los países llamados a la civilización en segunda,
tercera o décima línea (Historia de la revolución rusa).
II
Esta ley es fundamental para poder plantear el problema
propiamente estratégico. Por definición, las contradicciones fundamentales de
cada región o país se van moldeando de manera diferente, y pueden acelerarse o
desacelerarse, en todo caso, están más o menos sobredeterminadas, por ejemplo,
por la cuestión nacional (colonias), religiosa (por ejemplo en Irlanda, o
también en Palestina), o racial, como se ve constantemente en Estados Unidos
una y otra vez. Por eso, el punto de partida de las luchas populares, aunque se
produzcan en un contexto general de miseria y de explotación de clase, puede
ser una reivindicación nacional, racial o ampliamente democrática como lo ha
demostrado la primavera árabe. La teoría-programa de la revolución permanente
de Trotsky en el fondo no dice otra cosa más que lo siguiente: para que una
revolución democrática pueda tener éxito plenamente, para que la lucha por la
autodeterminación de un pueblo no se limite a la obtención de una independencia
puramente formal (semicolonial), es necesario que el centro neurálgico en torno
al cual se organiza la dominación social, con su cortejo de desigualdades y
opresiones, sea combatido y derrotado definitivamente, que el combate nacional
y/o democrático “transcrezca” [2] en combate de clase y socialista. El
centro neurálgico del capitalismo es el capital mismo, es decir, la propiedad
privada. Y la única clase que es constitutivamente capaz de enfrentar esta
última, y por consiguiente, conducir a buen término los combates elementales
por los derechos individuales y colectivos por una existencia digna (que pueden
ser compartidos por todo tipo de fracciones de clase), es la clase obrera.
III
Para que las luchas contra las diferentes opresiones que
dividen al proletariado tengan más cohesión, es necesario que estén
orgánicamente relacionadas con el combate contra la opresión de clase que es el
denominador más común entre la mayoría de quienes sufren estas diversas
opresiones “específicas”. Desarrollar una conciencia antirracista sólo podrá contribuir
a la reconstrucción de la conciencia de clase si el punto de vista de clase
alimenta de entrada y sistemáticamente los cuadros y ejes de politización de
esas luchas. Recíprocamente, es evidente que intentar reconstruir la conciencia
de clase haciendo abstracción de estas opresiones es chocarse la cabeza contra
la pared. Totalmente opuesta a una visión agregativa de la articulación de
estos dos requisitos, es por el contrario una política de hegemonía de la clase
obrera, enfrentada a toda visión mecánica del proceso, a todo esquematismo en
las vías tácticas que se pueden dar según los contextos y la fisonomía de los
conflictos en cuestión, la que podrá traducir políticamente esa dialéctica. Lo
cual requiere una doble tesis.
En primer lugar, la tesis según la cual toda lucha obrera
puede y debe ser una lucha popular que asuma tome a su cargo la totalidad de
las reivindicaciones “específicas”, que siempre aparecen de manera sistemática:
la más pequeña lucha por los salarios, por ejemplo, pone en evidencia las
desigualdades de trato entre un hombre o una mujer que ejercen el mismo empleo,
o bien la sobreexplotación en los trabajos precarizados, en los cuales la
proporción de trabajadores inmigrantes o descendientes de inmigrantes crece
directamente con el grado de precarización. En segundo lugar, la idea conversa
según la cual la condición para que una reivindicación democrática específica
pueda ser plenamente lograda, supone la movilización de los trabajadores
explotados y de las organizaciones obreras, al menos de una parte bastante
grande. Aquí y allá, los sobreexplotados/as y los super oprimidos llevan a cabo
luchas vitales, en las cuales los pueblos son colonizados, los géneros
dominados, los colores demonizados, y las culturas despreciadas o destruidas, y
estas luchas deben estar en el centro de las preocupaciones de la militancia.
Aunque el verdadero desafío estratégico consiste en no confundir el lugar, las
formas y las cuestiones precisas en donde pueden surgir las luchas, con el
medio que, a término, permitirá alcanzar una clara victoria sin sombras. Es el
arma de las reivindicaciones transitorias que, en los dos casos, puede
construir mediaciones necesarias.
Seguramente, no existe ningún automatismo en esto; sería
absurdo decir que no se puede ganar nada en el terreno del derecho burgués en
materia de derechos democráticos, tal como Marx ya lo había sostenido en La
cuestión judía en 1843. Pero él se había preocupado en aclarar que esas
victorias parciales sólo podían tener sentido en el marco de una verdadera
emancipación social para las cuales éstas debían servir como palancas,
emancipación radical incompatible con la conciliación de clases y la
persistencia de la explotación, aunque ésta se adorne con el atractivo de la
igualdad de derechos, o que simplemente exista junto a ella.
Todo militante marxista debería leer a Anderson, tomando a
Marx en sentido inverso al lugar común que se viene generalizando desde hace
mucho tiempo –y que había penetrado en la “New Left” norteamericana de los años
‘60 cuando ésta se enfrentó con los mismos problemas–, para la cual los
“movimientos sociales”, aunque muy heteróclitos en sus orígenes, cuestiones y
objetivos, serían hoy en el fondo las únicas verdaderas palancas de una
política revolucionaria, frente a un “movimiento obrero” y una “clase obrera”
sumergidos en una crisis demasiado profunda como para poder despertar la menor
esperanza en lo inmediato, o nunca quizá. La abdicación histórica encarnada por
ese lugar, con el cortejo de ilusiones y atajos que suscita, es sin embargo uno
de los más serios obstáculos para una política semejante.
Traducción
del francés por Teresa Acuña
Publicado originalmente en Révolution Permanente
Publicado originalmente en Révolution Permanente
Notas
[1] En Francia, muchos polacos ejercen este oficio en
negro (N.de T).
[2] En francés es una palabra inventada: “transcroisse”,
formada por el prefijo “trans” y el verbo “croître” crecer (N. de T.)
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