Francisco Fernández
Buey | J.B. Foster, coeditor de Monthly Review y
profesor de sociología en la Universidad de Oregón, ha escrito el libro más
completo aparecido hasta ahora acerca de lo que Manuel Sacristán denominó hace
veinte años “los atisbos ecológicos de
Marx” i. El libro está estructurado en seis capítulos, en los que se
repasa prácticamente la totalidad de la obra de Marx y Engels, desde la tesis
doctoral del primero sobre el materialismo de Demócrito y Epicuro hasta los
últimos escritos del segundo acerca de los orígenes del Estado y la propiedad
privada.
Se trata, sin duda, de una aportación importante para el
conocimiento de las ideas de los fundadores del marxismo y su evolución. Como
ha subrayado el científico R.C. Lewontin, el libro proporciona una nueva comprensión
del materialismo de Marx en su totalidad así como del desarrollo de la
dialéctica de la sociedad humana y la naturaleza.
Lo que distingue el libro de J.B. Foster de la mayoría de
los estudios de conjunto sobre la obra de Marx y su evolución es el énfasis que
ha puesto en el seguimiento de sus ideas sobre la relación de los seres humanos
con la naturaleza y de sus opiniones acerca de los problemas relativos al medio
ambiente. Pero no sólo eso: J.B. Foster ha dedicado muchas páginas de su libro
a la reconstrucción del tipo de materialismo defendido por Marx y a su
recepción de las ideas de los filósofos materialistas de la antigüedad clásica
y de los filósofos y científicos materialistas de la modernidad. Uno de los
aspectos más sugestivos del libro es precisamente el estudio que hace de la
recepción por Marx de las ideas de Epicuro, Lucrecio, Francis Bacon y los
pensadores ilustrados.
Todavía en este mismo ámbito de la historia de las ideas hay
que destacar la forma en que se aborda aquí la crítica de Malthus y del
maltusianismo y las páginas que J.B. Foster dedica a la influencia que tuvieron
en el desarrollo del naturalismo y del materialismo de Marx varios autores: el
químico Justus von Liebig, Charles Darwin y el antropólogo norteamericano Lewis
Henry Morgan (1818-1881).
No hay en el libro Foster revelaciones de nota sobre textos
de Marx acerca de la cuestión ecológica que no fueran conocidos ya. En este
sentido, Foster se atiene, en lo esencial, a textos de Marx que habían sido
tomados ya en consideración por Manuel Sacristán y por otros investigadores
marxistas sensibles a la cuestión ecológica; textos procedentes, en su mayoría,
de los Manuscritos de París, de la Ideología alemana, de los Grundrisse,
de los volúmenes de El Capital y de la correspondencia con Engels y
con otros contemporáneos suyos.
Tampoco es intención de J.B. Foster presentar ahora a Marx
como si se tratara de un ecologista avant
la lettre para enlazar así con la moda de lo verde. Esto último
lo deja claro desde el primer capítulo del libro: “La intención que nos mueve no es la de enverdecer a Marx con
el fin de que resulte ecológicamente correcto” (pág.43).
Solo que el estudio sistemático y detallado de todos los
fragmentos de Marx dedicados a estas cuestiones, al ser puesto en relación con
el análisis de lo que él mismo fue escribiendo a lo largo de su vida acerca de
Epicuro, de Lucrecio, de Bacon, de Liebig, de Darwin y de Morgan, permite a
J.B. Foster sacar algunas conclusiones que chocan con las interpretaciones más
divulgadas entre los marxólogos. Estas conclusiones son sustancialmente tres:
1ª Que en la obra de Marx hay algo más que algunos
atisbos ecológicos desperdigados.
2ª Que el concepto de metabolismo o relaciones
metabólicas (en alemán, Stoffwechsel, intercambio material) entre los
seres humanos y la naturaleza es un concepto fundamental a lo largo de toda la
obra de Marx; y que en la elaboración de este concepto está la clave para una
lectura omnicomprensiva de Marx, o sea, para su comprensión no sólo como
materialista histórico (que es el aspecto que han acentuado muchos intérpretes,
desde el Lukács de Historia y consciencia de clase hasta Jean Paul
Sartre pasando por Gramsci y los teóricos de la Escuela de Frankfurt) sino
también como materialista dialéctico (es decir, como pensador
materialista de la naturaleza en su despliegue dialéctico) que es a la vez un
materialista práctico, un materialista de la praxis.
3ª Que la concepción marxiana de la naturaleza y la noción
de metabolismo proporcionan una aproximación materialista y socio-histórica a
los problemas que hoy llamamos ecológicos (por ejemplo: las consecuencias de la
aplicación de la química a las tierras de cultivo; el problema de la
contaminación de los ríos por vertidos de residuos urbanos e industriales; el
asunto de la contaminación del aire de las grandes ciudades; o la cuestión de
la sostenibilidad en general y del urbanismo sostenible en particular, etc.) mejor que
las aproximaciones brindadas por la mayoría de los ecologismos de la segunda
mitad del siglo XX.
Estas tres conclusiones tienen su punta polémica.
La primera la tiene en relación con aquellos autores (la
mayoría) que vienen repitiendo desde hace décadas que Marx fue un
“desarrollista” que tenía una noción del progreso (y particularmente del
progreso de las fuerzas productivas) que no rebasa el horizonte de los
ilustrados, y que se ha hecho inmantenible en nuestros días.
La segunda conclusión de J.B. Foster choca con todas las
interpretaciones más o menos historicistas, hegelianas o culturalistas (Foster
suele decir en su libro “idealistas” o “espiritualistas”) que han desdibujado
el materialismo de Marx, desatendiendo sus intereses científico-naturales y en
particular el vínculo que él mismo quiso establecer entre su concepción del
mundo y la teoría darwiniana de la evolución.
Y la tercera conclusión polemiza con varios de los
ecologismos del siglo XX (sobre todo con la llamada ecología profunda y con los
defensores del ecologismo como “nuevo paradigma”), al argumentar que la
cuestión central que hay que discutir, hoy como ayer, no reside en la
contraposición entre antropocentrismo y ecocentrismo, sino en cómo
fundamentar la idea de coevolución.
A lo largo del libro de J.B. Foster hay, además, toda una
serie de apuntes y desarrollos que interesarán tanto a marxistas como, en
general, a las personas aficionadas a la historia de las ideas, a la historia
de la ciencia o al estudio de las relaciones entre naturaleza y sociedad. De
entre esos apuntes y desarrollos yo destacaría los siguientes, por lo que
tienen de novedad:
1º La forma en que se
aborda el análisis de la tesis doctoral de Marx sobre las diferencias entre la
filosofía de Demócrito y la filosofía de Epicuro, lo cual conduce a una
recuperación, por así decirlo, del epicureísmo de Marx (no sólo del joven Marx
sino también del Marx maduro). En el contexto de este análisis Foster llama
atención (pág.97) sobre algo que ha pasado desapercibido a la mayoría de los marxólogos y que, en cambio, los
helenistas y los historiadores de la filosofía apreciarán, a saber: que la
lectura actual de trozos de la gran obra de Epicuro Sobre la naturaleza, a partir de la exégesis de los restos de los
papiros carbonizados hallados en la biblioteca de Filodemo, en Herculano,
aportan una confirmación directa de la interpretación del materialismo epicúreo
que en su tiempo Marx tuvo que basar, en gran parte, en conjeturas y en
razonamiento dialéctico.
2º La discusión acerca del carácter prometeico de
la concepción histórico-materialista de Marx basada en afirmaciones sueltas,
como la que dice que Prometeo es el principal de los candidatos al panteón
laico. Foster dedica mucha atención a la crítica que Marx hizo precisamente del
“prometeísmo” de Proudhon y, basándose en esa crítica y en el estudio detallado
de otros textos, mantiene que sobre esto hay que matizar. La matización, de
mucha importancia por sus implicaciones para la fundamentación de un punto de
vista ecológico-social, aclara que, para Marx, el Prometeo digno de admiración
era la figura mítica revolucionaria tal como aparece en la obra de Esquilo Prometeo
encadenado (el Prometeo que desafió a los dioses del Olimpo y trajo el
fuego, o sea, la luz, la ilustración, a los seres humanos. Esta imagen asocia a
Prometeo con la aparición de la ciencia y el materialismo y debe
distinguirse de la imagen tardía de Prometeo como representante del maquinismo (págs.
210-212).
En esa misma línea J.B. Foster escribe cosas muy sensatas
sobre Francis Bacon, sobre su influencia en Marx y sobre el tópico que viene a
hacer de Bacon algo así como el padre del industrialismo productivista moderno,
enemigo de la naturaleza. Recuerda Foster que Bacon escribió también que sólo
podemos mandar sobre la naturaleza obedeciéndola (pág. 217) y que los
historiadores serios de la ciencia (por ejemplo, Paolo Rossi) hace tiempo que
refutaron ese tópico corriente en los ambientes ecologistas neorrománticos y
posmodernistas ii.
3º La reconstrucción detallada de la relación intelectual de
Marx con Justus von Liebig, que no se reduce en absoluto a la muy conocida cita
que Marx hizo de él en El capital.
Muestra Foster en esas páginas que el conocimiento que Marx obtuvo de Liebig
sobre química orgánica, sobre la industria de los fertilizantes y sobre el
desarrollo de la química de los suelos le condujo a una comprensión sofisticada de
la degradación ecológica de los suelos y a defender la tesis de que el carácter
inherente de la agricultura a gran escala bajo el capitalismo impide una
aplicación verdaderamente racional de la nueva ciencia de la gestión del suelo
(págs. 229-242). Lo de comprensión sofisticada tiene aquí el preciso
sentido de que, siguiendo en esto la evolución del propio Liebig, Marx abandonó
el optimismo inicial acerca de la “segunda revolución agrícola” (caracterizada
por la aplicación sistemática de la química a la agricultura) para acabar
llamando la atención acerca de un caso paradigmático en el que las fuerzas
productivas se convierten en fuerzas de destrucción.
Una novedad interpretativa, en relación con esto, que vale
la pena tener en cuenta, consiste en subrayar la importancia que Marx concedió,
ya en 1851, a la obra del economista político y terrateniente escocés James
Anderson (1730-1808) sobre los orígenes de la fertilidad diferencial de la
tierra (pág. 227-228).
4º La reconstrucción detallada de la recepción e influencia
de las obras de Charles Darwin, en este caso tanto en Marx como en Engels; en
cuyo contexto, seguramente uno de los más atractivos del libro, Foster responde
con mucha precisión a una pregunta que los marxistas historicistas y
culturalistas no suelen hacerse: ¿qué explicación hay que dar a la rotunda
afirmación de Marx de que la teoría de la selección natural de Darwin
proporcionaba “la base, en historia natural,” de la propia concepción del
mundo? Para responder a esta pregunta con conocimiento de causa Foster acude a
fuentes poco transitadas por la mayoría de los marxistas, como son las
consideraciones teóricas y metodológicas de biólogos y paleontólogos que
conocen bien la historia y el significado de la teoría de la evolución de
Darwin y que, por otra parte, han criticado sin contemplaciones del darwinismo
social y el determinismo biológico: Richard Levins, Richard Lewontin y Stephen
Jay Gould.
También en este asunto hay una aportación curiosa y poco
valorada hasta ahora por los marxólogos que se han ocupado del “Marx tardío”:
la relación de amistad que Marx mantuvo en sus últimos años (desde 1880) con el
entonces joven darwiniano E. Ray Lankester (1847-1929), que acabaría siendo un
prominente biólogo evolucionista, miembro de la Royal Society y director del
Museo Británico (págs. 336-337).
5º Un último tema, interesantísimo también, que Foster no
desarrolla pero que deja apuntado en el epílogo a su libro (en relación con la
pérdida de peso específico de las consideraciones ecológicas y naturalistas en
los marxismos posteriores a la muerte de Marx y señaladamente en la época
estalinista) es el de la recuperación de los manuscritos de Nikolai Bujárin
(1888-1938), redactados en prisión, al final de su vida y que han visto la luz
en 1992, gracias, entre otras cosas, a los esfuerzos de su biógrafo Stephen
Cohen. Se trata de un libro de poemas titulado La transformación del mundo y
de una obra filosófica, según Foster, de gran alcance publicada ya en ruso con
el título de Arabescos filosóficos.
Foster afirma (pág. 342-346) que esta última obra pretende
relacionar el marxismo con las teorías ecológicas de V.I Vernadski y sugiere
que su lectura obligaría, como mínimo, a cambiar la opinión que la mayoría de
los marxistas occidentales hemos tenido acerca de Bujárin como teórico,
aceptando por lo general la crítica que de su Manual hizo Antonio Gramsci en los Cuadernos de la cárcel. De ser eso así, sería un excelente motivo
para reabrir una de las páginas teóricas más sugestivas de la historia de los
marxismos de los años treinta: la que abrió el economista Piero Sraffa al
enviar, desde Cambridge, al Gramsci prisionero de Mussolini, Science at the Cross Roads, o sea, los
materiales del II Congreso de Historia de la Ciencia y la Tecnología que se
reunió en Londres en junio de 1931.
El epílogo del libro de Foster sugiere algo que puede
interesar particularmente al marxismo hispánico. La delegación soviética
presidida en aquel Congreso de Londres por Bujárin tuvo, en los orígenes de la
historia y la filosofía marxista de la ciencia, un papel tan destacado como el
que tuvieron allí mismo Bernal, Farrington, Haldane y Needham (autores, todos
ellos, recordados y reivindicados ahora por J.B. Foster en su polémica con el
idealismo y el espiritualismo). Pero Gramsci no supo apreciar el valor de
aquellos papeles. Manuel Sacristán, en lo último que escribió antes de su
muerte, dijo por qué: por el “idealismo
culturalista de su ambiente intelectual”. De manera que esta sugerencia
sobre el último Bujárin, atento al pensamiento ecológico de V.I Vernadski,
puede verse ahora como otro lazo de unión entre lo que J.B Foster dice y la
forma de entender el marxismo de aquel que, aquí, hace años, nos hizo ver la
importancia de los atisbos ecológicos de Marx, después de haber introducido a
Gramsci casi al mismo en que discutía con Gramsci precisamente por el concepto
que éste tuvo del materialismo y de la ciencia.
Aparte de su interés para ese capítulo de la historia de las
ideas, La ecología de Marx.
Materialismo y naturaleza interesará, sin duda --y en este caso por
razones eminentemente prácticas-- a las personas que se dedican a estudiar los
problemas de la agroindustria en el mundo actual desde la perspectiva del
ecologismo social, a todos aquellos economistas sensibles que, con razón,
exigen precisión en el uso de la hoy ya manida noción de sostenibilidad y,
muy particularmente, a los campesinos cultos de este mundo de la globalización
neoliberal que se siente vinculados a las propuestas alternativas del MST y de
Vía Campesina.
Notas
i John Bellamy Foster, La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza.
El viejo topo (con la colaboración de ISTAS y de la revista Viento Sur),
Barcelona, 2004, traducción de Carlos Martín y Carmen González de Marx’s ecology (2000). Con prólogo
de Jaime Pastor.
ii Véase, por ejemplo, Paolo
Rossi, Francesco Bacone: dalla magia alla scienza, Eiunaudi, Turín, 1974.
http://www.rebelion.org/ |