Karl Marx ✆ Mak |
Conrado Eggers Lan [1964] |
Las declaraciones
que en setiembre de 1962 formulé a un redactor de Correo de Cefyl (revista del Centro
de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, de Buenos Aires, n° 2) han
tenido la virtud de provocar una resonancia que no lograron una serie de
artículos que sobre el mismo tema publicara en el diario tucumano La
Gaceta, entre abril de 1958 y febrero de 1962. He pensado que esta
diferencia de repercusión puede atribuirse básicamente a dos factores: 1)
Buenos Aires sigue monopolizando la vida cultural del país; 2) no sólo yo he
madurado, sino que mucha gente ha madurado ya en forma paralela, y mi evolución
ha mostrado no ser más que una instancia particular –más avanzada que la de
algunos, más rezagada que la de otros– dentro de una evolución colectiva. De
este modo, el sentimiento de soledad o de desamparada minoría que experimentaba
al contestar al periodista estudiantil («dentro del cristianismo sigue siendo
sólo una minoría y no por cierto la que hace oír su voz más fuerte… la
interpretación de Marx a que he arribado choca con la sostenida en general por
los marxistas») ha ido cediendo paulatinamente, junto con mi aspiración –o
resignación– a convertirme en una «personalidad independiente». Esto ha traído
como lógica consecuencia el que hayan pasado otros a sentirse en minoría
–aquellos que, dentro del cristianismo y del marxismo, sí hacían «oír su voz
más fuerte»–; y con mayor desesperanza que la mía de otrora.
Así, por ejemplo, no hace mucho un diario
de la derecha católica ha podido referirse a los cristianos que de ese modo han
evolucionado, yo incluido, como los «católicos ingenuo-progresistas, que hoy
son legión» («Una nueva teología. Amenaza de un catolicismo marxista», artículo
sin firma aparecido en Junta Grande del 28-VIII-63). Y la misma
alarma se ha producido en el sector correspondiente en el marxismo.
De ningún modo pretendo encasillar en este último grupo a
todos los que me han formulado objeciones; no tengo razones, por ejemplo, para
incluir en él a Oscar Masotta (ver su crítica en la revista Discusión n°
2, y mi respuesta en el nº 3) y a Raúl Pannunzio (Discusión n° 5). En
cambio, detrás de la andanada de veintiuna páginas que, con el título de «Marxismo o
cristianismo» (Pasado y Presente, nº 2-3), ha dejado caer sobre mis
espaldas el señor León Rozitchner, se patentiza, a mi juicio, una actitud
anti-histórica que no vacilo en asimilar a la del mencionado grupo de Junta
Grande. «Cuando no se es capaz de comprender al adversario, se lo rotula» dice
muy bien la dirección de la revista a propósito de un ataque similar; y así el
señor Rozitchner me denuncia como «contrarrevolucionario», «filósofo oficial»,
«metafísico de la burguesía», &c.
Casi siempre es una ventaja el conocimiento personal, porque
impide aferrarse a las palabras, que a veces pronunciamos con demasiada
rapidez, y remite entonces [323] a lo que uno sabe que es lo que se ha querido
decir. Así, en el caso de Pannunzio, –de quien, por lo demás, he leído un
lúcido artículo en otra revista–, eso me lleva a advertir que seguramente ha
incurrido en una ligereza de redacción que no expresa su pensamiento, cuando
declara que el tema en cuestión es «remanido» y que, si en definitiva lo
aborda, es sólo para contribuir a la difusión del marxismo. Porque, claro está,
desde que sale tanta gente al paso bien puede sospecharse que es porque el
planteo no está tan «remanido»; y por otra parte sé que Pannunzio es
suficientemente honesto como para aceptar el diálogo sólo si tiene real interés
por el tema, y no por puro proselitismo.
Al señor Rozitchner, en cambio, no lo conozco personalmente
ni a través de otros escritos suyos; por lo cual no me queda otro remedio que
atenerme a la letra impresa de su trabajo. Este presenta una distorsión total
de mi pensamiento, a través del poco recomendable procedimiento de secuestrar
expresiones que tenían en su contexto un claro sentido, para insertarlas en
otro complemento ajeno y que parece corresponder a alguna nebulosa idea previa.
De todo ese extraño revoltijo que realiza con frases arrancadas de aquellas
declaraciones (y de dos trabajos más) con otras tomadas de Marx y muchas más
brotadas de una tortuosa imaginación, sólo me interesa examinar –en bien de la
claridad del fondo de toda la cuestión– los dos puntos que a mi juicio están en
la base de todo su escrito.
Pero antes de eso deseo aclarar otra cosa: mi apertura al
diálogo no es incondicional, ni es abierta con la sola finalidad de ser
abierta. Me apasiona la búsqueda de la verdad, que se torna común –y por ende
más eficaz– en el diálogo. No me interesa, en cambio, entrar en discusiones
eclesiásticas ex autoritate, en bemoles de ortodoxia marxista o algo
por el estilo. Si queremos ver qué es lo que realmente dijo Marx, podemos
hacerlo a través de investigaciones en que se adopten todos los recaudos que
exige la seriedad de la labor científica hoy en día: manejo de los textos en su
idioma original (que impedirá usar, sin explicación alguna, traducciones tan
discutibles como la devoraussetzungslos por «incondicional», en un texto
en que se esgrime el vocablo «supuesto» –que en la misma versión se corresponde
con Voraussetzung– contra mis palabras), aparato crítico, &c. Si no,
examinemos más bien qué revolución es la que queremos hacer, y qué
posibilidades hay de llevarla a cabo en este concreto país periférico
dependiente; y, sobre todo, hagámosla. Anodinas discusiones académicas de café
que suplan la impotencia de hacer lo primero y lo segundo no entran en lo que
denomino «diálogo», y no me da el tiempo para ellas. Pero como he entendido que
aun así no debía callar ante una situación de esa índole sin antes advertirlo a
los demás (para que no se malinterpretara mi silencio), he decidido contestar
sólo a las dos acusaciones básicas que se me hace en este caso: una, la que se
refiere a mi «abandono del análisis histórico-económico»; otra, la que
concierne al concepto del amor que yo, en oposición a Marx, sustentaría. Este
segundo caso tiene que ver también con el artículo de Pannunzio, por lo que
allí me veré obligado a conectar a ambos. Veamos el primero.
A lo largo de todo su escrito, el señor Rozitchner da por
descontado –y sobre ello basa todas sus argumentaciones– que yo propicio un
abandono del análisis histórico-económico para sustituirlo por una metafísica
abstracta. Para ello se apoya en una ponencia que presenté en las Jornadas de
Filosofía llevadas a cabo en Tucumán en 1961, y que, con el nombre de «Praxis y
metafísica», ha sido publicada desde entonces en diversas oportunidades.
Fundamentalmente dos son los párrafos en que se basa mi exégeta: uno en que
hago notar que la única interpretación del mundo que Marx admite no es «una
cosmovisión metafísica sino un análisis histórico-económico», aunque para eso
éste se apoya precisamente en la concepción metafísica que lega Marx; y otro en
que me pregunto «si en lugar de un análisis histórico-económico del mundo en
base a una concepción metafísica que se debe aceptar como dogma o como supuesto
(y que contiene en sí misma supuestos) no sería más seguro efectuar un análisis
fenomenológico de la realidad tal [324] como se presenta al hombre de hoy en
día» (y añadía en seguida: «el punto de partida de dicho análisis
fenomenológico parece que ha de ser de algún modo el hombre mismo» y «debe ser
hecho en función del deseo de transformar la realidad»). De lo cual el señor
Rozitchner infiere que yo he planteado una «oposición entre método
fenomenológico y método histórico-económico», renegando del segundo porque
descansa sobre supuestos o dogmas para acogerme en cambio al «reino de las
sombras» en que se ingresa con el primero. Ante esa situación Rozitchner se
apresura a distinguir un dogma (que es «una afirmación sentada por un hombre o
un grupo de hombres –y elevada a la inhumana potencia de la divinidad– …para
reivindicarse como absoluta en tanto verdad revelada») de un supuesto (que es
«un punto de partida objetivo para emprender todo análisis… un punto de partida
verificable en principio por todos»), y en destacar que estos supuestos, según
las propias palabras de Marx, son nada menos que «la producción de la vida
material misma», «la adquisición de instrumentos para satisfacer las
necesidades» y «la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos, la
familia». Tales serían los tres supuestos metafísicos que yo reprocharía a Marx
por viciar su análisis histórico-económico, por lo cual me inclinaría a
preconizar el «análisis fenomenológico que para el profesor E. L. no descansará
sobre supuestos y tampoco sería metafísico» (sic). Claro está que, en la página
132 n. 6 de su trabajo, a propósito de otra frase mía que el señor Rozitchner
distorsiona similarmente, avisa que lo que yo digo «no es para ser tomado en
serio». Claro que él no ha tomado en serio mis palabras, salta a la vista;
pero, puesto que tenía conciencia de ello, uno no se explica por qué me
consagró tanto tiempo y espacio. No obstante, en el enjuiciamiento que me hace
y que acabo de reseñar, hay elementos que merecen ser tomados en serio, al
menos por mí, y es sólo a ellos que me he de referir.
Cuando escribí aquella ponencia estaba, tal como en ella lo
describí, despertando –gracias a Marx– de lo que llamé mi «sueño teorético». Me
preguntaba así si era lícito filosofar «en un mundo en el cual ahora vemos
claramente que mueren hombres de carne y hueso como nosotros, &c.», y la
respuesta era, para decirlo en dos palabras, que, si nuestro filosofar servía
de algún modo para evitar esa muerte cotidiana y esa despersonalización
continua, era válido; en caso contrario, no. Pero, ¿de qué modo nuestro
filosofar podía servir a tales fines? Allí recurría nuevamente a Marx, quien
establecía que el filósofo debe examinar si se dan las condiciones histórico-
económicas para que se produzca la revolución social, y de este modo poner su
filosofar al servicio de la causa revolucionaria. La duda que me planteaba era
si la limitación de este examen a las circunstancias histórico-económicas no
empequeñecía arbitrariamente el marco de la labor filosófica, aun admitiendo
–como yo lo hacía– que ésta fuera efectuada en función de la causa
revolucionaria. Porque si Marx había llegado a la conclusión de que ése era el
procedimiento adecuado, lo había hecho partiendo de la perspectiva que él en el
siglo XIX tenía del ser del hombre (o sea, lo había hecho partiendo de una
cierta concepción metafísica, ya que la metafísica, desde Aristóteles y aun
antes, es lo concerniente al ser en cuanto es), perspectiva que incluía
diversos supuestos (entre ellos el del dualismo materia-espíritu, que, aunque
Marx se esforzó por superar, no pudo lograrlo del todo por no disponer aún de
un adecuado bagaje conceptual; por lo cual contrapone entre sí dos tipos de
materialismo, que implican dos conceptos opuestos de materia). Y esta perspectiva,
me parecía, no podía sin más imponerse como supuesto a todo filósofo del siglo
XX. Por consiguiente, y para estar más seguro, postulaba por mi parte un método fenomenológico
que abarcara todos los constitutivos de la realidad, o sea, que no se
restringiera al examen de las relaciones económicas de la hora sino que
volviera la mirada al ser concreto del hombre –productor de la economía,
productor de las circunstancias, como insistía Marx contra el materialismo
mecanicista– tomado en su integralidad. Un análisis que no partiera de las
afirmaciones metafísicas de Marx acerca del ser del hombre, como supuestos o
dogmas, sino que [325] hiciera su propio examen, con las herramientas
conceptuales con que ahora podría hacerlo, y desembocara por consiguiente en
afirmaciones metafísicas propias y actualizadas acerca del hombre de carne y
hueso, sobre las cuales basar todo otro análisis.
Ese es el método que he adoptado consecuentemente hasta la
fecha, y no me quejo de los frutos obtenidos. Lo curioso es que, al practicar
honestamente –creo– dicho método, las circunstancias histórico-económicas han
adquirido para mí una relevancia que antes, confieso, no lo tenían. Por eso he
podido decir, hace poco, que «la revolución ha de ser integral, vale
decir, debe modificar las estructuras desde su base hasta su cúspide, y
lógicamente comenzando desde la base. Y esta base es, desde luego, económica, ya
que todo lo que llamamos vida espiritual no se da más que en individuos que
primeramente han debido satisfacer de algún modo sus necesidades orgánicas»
("Bases para un humanismo revolucionario", conferencia pronunciada en
la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires el 18-X-63, e impresa
posteriormente; los subrayados corresponden a dicho texto). Puede argüirse que
eso no tenía por qué adivinarlo ningún oyente o lector de «Praxis y
metafísica»; en mi descargo, diré que yo tampoco lo adiviné entonces, y no
obstante no hice luego otra cosa que aplicar el método que allí proponía, lo
que prueba que era auténticamente fenomenológico –o sea, con la consiguiente
«reducción» de supuestos previos–, y sobre todo prueba que no era lícito
adivinar lo contrario, como ha hecho el señor Rozitchner. Claro está que los
supuestos que de este modo eliminé nada tenían que ver con lo que Marx denomina Voraussetzungen,
término que en la traducción usada por mi crítico aparece discutiblemente
vertido una vez como «condiciones» y otra como «supuestos»: la expresión más
adecuada sería en este caso precisamente la que usa Rozitchner, «puntos de
partida» (o también «hipótesis de trabajo», vale decir, retornando al origen
etimológico de «su-puesto», hypothesis). Porque en filosofía, contra lo
que el señor Rozitchner cree, un supuesto nunca es verificable, so pena de
dejar de ser supuesto; en cuanto se lo verifica cesa de ser tenido como
supuesto (esto dejando de lado el hecho de que lo que la ciencia de hoy en día
entiende por verificación es algo muy distinto y hasta opuesto a lo que propone
el señor Rozitchner, que más bien sería una «evidencia sensible».{1} Y
precisamente en mi ponencia sentaba que «el punto de partida de dicho análisis
fenomenológico ha de ser el hombre mismo»; de donde deduzco que, si el señor
Rozitchner hubiera leído mi trabajo con mayor atención y hubiese aplicado su
bagaje conceptual con mayor precisión, podría haberse evitado –habernos
evitado– por lo menos veinte de las veintiuna carillas que me dedicó en algún
momento en que abandonó todo análisis de las circunstancias económicas por las
que atraviesan las publicaciones culturales argentinas.
Pasemos ahora al segundo punto que considero importante en
las imputaciones que se me hacen. En base a una afirmación que hice en la
respuesta a Masotta, coinciden Pannunzio y Rozitchner en destacar mi
desconocimiento de las ideas de Marx acerca del amor. Así dice Pannunzio:
«Respecto de este tema –y lamento la ‘gaffe’ del profesor Eggers al sostener
que Marx no se ocupa del amor– Marx es muy claro; se ama lo conocido, lo
espiritualmente común; nada de amores generalizantes, nada de amor al enemigo.
El amor, en Marx, salvando [326] tiempos, tiene un sentido socrático de
conocimiento y, por ende, de comunicación (ver Manifiesto Comunista),
Rozitchner, por su parte: «el ‘sugestivo silencio’ que el profesor E. L. le
atribuye a Marx se convierte, para nosotros, en ‘sugestiva ignorancia’ de parte
del profesor E. L., como quedará claro con estas citas de Marx sobre el amor y
la afectividad».
Aunque ya he manifestado más arriba mi actitud respecto de
estas reivindicaciones de la interpretación correcta de Marx, declaro sin
ambages que no he leído la totalidad de las obras de éste –y menos aún con
profundidad debida en todos los casos– como para no considerar la posibilidad
de una efectiva gaffe de mi parte, al hacer alguna apreciación un
tanto rápida como la que ha dado origen a ambas recriminaciones. No obstante,
debo declarar que en tal caso –que, como digo, no descarto– no me ayudan mucho
para salir de mi ignorancia las rectificaciones de mis correctores. En efecto,
en lo que a Pannunzio concierne, por si mi memoria me fallaba, recorrí una vez
más, de un extremo a otro, el Manifest der Kommunistischen Partei, en
las dos ediciones que de dicha obra poseo (la impresa por la Ed. Dietz en
Berlín Oriental, 1956, y la de S. Landsut publicada en Alemania Occidental por
la Ed. Kröner, Stuttgart, 1953), y no he podido hallar un solo pasaje que,
siquiera en la más audaz de las interpretaciones y salvando todos los tiempos
que se quisiera, sirviese de apoyo para lo que expresa Pannunzio. ¿Y cuáles son
las «citas de Marx sobre el amor y la afectividad con las que Rozitchner dejará
perfectamente en claro mi ‘sugestiva ignorancia’»? Sólo una que no dice de
dónde es, pero que no cuesta mucho ubicarla en manuscrito de 1844 «El poder del
dinero en la sociedad burguesa», por tratarse de una conocida glosa de
Shakespeare (a decir verdad, las palabras citadas por Rozitchner pertenecen más
a Shakespeare que a Marx): «El dinero no se cambia por una cualidad particular,
una cosa particular, ni una facultad humana específica, sino por todo el mundo
objetivo del hombre y de la naturaleza. Así, desde el punto de vista de su
poseedor, transforma toda cualidad y objeto en otro, aunque sean
contradictorios. Es la fraternidad de los incompatibles: obliga a los
contrarios a abrazarse»… «El dinero aparece, pues, como un poder desintegrador (traducción
caprichosa del vocablo verkehrende que significa más bien «inversor»)
para el individuo y los lazos sociales. Transforma la fidelidad en infidelidad,
el amor en odio, el odio en amor». Pero ¿y esto qué tiene que ver con mis
afirmaciones? Con mayor derecho podrían mis correctores haber citado aquellos
pasajes de La sagrada familia en que Marx critica las páginas de
Edgar Bauer o de Eugenio Sue sobre el amor. Pero si no queremos pecar de
sofistas o caer en un diálogo de sordos, es preciso que nos pongamos de acuerdo
en de qué estamos hablando y qué es lo que queremos decir. Porque no me parece
lícito que el señor Rozitchner ampute de un texto mío la expresión «fuerza de
amor universal» y la utilice –contraponiéndola a las mencionadas citas de Marx,
de las que extrae barrocas conclusiones– para demostrar que yo predico un
abstracto amor hacia todos los hombres, que en última instancia se equivaldría
con la predicación, dirigida a los oprimidos, de amor a los explotadores. La
frase que el señor Rozitchner utiliza se hallaba en el siguiente contexto: «Es
patente, no obstante, que falta en Marx ese principio trascendente,
humano-cósmico, esa fuerza de amor universal que no es forzoso, por cierto, que
sea concebida antropomórficamente, que los distintos pueblos nombran de
distintas maneras y que –en diversos grados y manifestaciones, según la
perspectiva histórico-cultural– reconocen desde un aborigen primitivo hasta un
Einstein. Quizá Marx lo rechazó (aunque nunca del todo, como lo exhiben sus
incesantes ataques a lo religioso y el misticismo que invade paralelamente su
doctrina) por confundirlo con el dios enajenante que encontraba con mayor
frecuencia entre quienes lo invocaban: ese dios objeto de una farisaica
formalidad dominical y consejero de la resignación para los oprimidos». Me he
visto obligado a fatigar al lector con la transcripción íntegra de ese extenso
pasaje de mis declaraciones, para poner al descubierto cómo se puede jugar con
las palabras ajenas hasta hacerlas decir prácticamente lo contrario de lo que
significaban. [327] Creo que no hace falta que insista en que en el pasaje en
cuestión «universal» se equivale con «cósmico» y por consiguiente nada tiene
que ver con un abstracto amor hacia todos los hombres, el justo
opuesto del concreto amor al prójimo que predica el Evangelio (y si
el señor Rozitchner pregunta, como el fariseo, «¿quién es mi prójimo?», que lea
la respuesta que le da Jesús, en S. Lucas 10.36). No es este el momento
adecuado para explicarme mejor acerca de lo que entiendo por «ese principio
trascendente, humano-cósmico»{2}; pero sí
debo hacer notar que mis palabras se mueven en un plano muy distinto al que
escoge Rozitchner, cuando entiende la cosa como si se tratara de preconizar a
los sometidos amor u odio: yo, «metafísico de la burguesía», les estaría
diciendo que amen a quienes los explotan, con lo cual perpetúo su opresión, en
tanto que él, como activo y fervoroso revolucionario, les exhorta a que los
odien. Pienso que a Marx no dejaría de hacerle gracia semejante táctica
revolucionaria. Lo que yo afirmé era algo muy distinto: no es cuestión de
preconizar a los oprimidos amor ni odio, sino de dirigirlos hacia su liberación
(liberación que en definitiva, abarcará también al burgués, quien, según Marx,
participa de la misma autoenajenación que el proletariado aunque con menor
lucidez): ese es el acto en que mi amor se hace concreto y se patentiza.
(El «amor al enemigo» –que no excluye la lucha, ya que es a un «enemigo»– tiene
básicamente el sentido de exhortar a ampliar de manera generosa el amor, pero
sería erróneo presentarlo como la esencia del amor cristiano, que es amor al
prójimo oprimido). Creo que eso se hallaba bien claro desde mi cita de San Juan
(1ª Epístola 3.17: «El que tuviera bienes terrenales y viendo a su hermano
pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo habría de morar en él el amor de
Dios?»), de la que el señor Rozitchner se limita a mofarse, hasta mi pregunta,
también citada por éste, «¿acaso no hubiera podido decir Marx que él mismo
amaba a los obreros, explotados en Manchester y en Lyon, y que ese su amor era
el que lo conducía en una búsqueda de la liberación común?» De manera que sólo
una ceguera ejemplar pudo haber dado lugar a una interpretación de mis palabras
en el sentido de que estoy predicando a los oprimidos que amen a sus opresores.
Y además sigo en la ignorancia respecto de la posición de Marx frente a un tal
concepto del amor-libertad, de modo que me sigo formulando la pregunta
mencionada; y aunque me rectifico día a día y estoy permanentemente atento a
las críticas que se me hacen –que incluso las exijo, como saben mis alumnos–,
en este caso no he podido modificar aún mi opinión; la verdad de la cual,
insisto, me interesa menos en cuanto aclare lo que dijo Marx que en tanto puede
servirme a mí y a otros para orientar la praxis.
Retorno ahora a lo que decía al comienzo, a propósito de la
madurez ideológica colectiva de la cual creo participar, y que me ha aproximado
cada vez más, evidentemente no al señor Rozitchner, pero sí a aquellos
marxistas que a su vez han sido capaces de evolucionar mentalmente. Este hecho,
que ha producido la alarma que describía al principio, es interpretado por
Rozitchner como el gesto tardío de uno que «viene… a ofrecernos sus servicios…
a quienes desde el comienzo, en oposición a lo que aparecía como una
falsedad, han asumido sin contradicciones la existencia de un amor
verdadero junto a un odio legítimo» (los subrayados son míos). [328] «Desde el
comienzo» significa, supongo, desde el óvulo materno fecundado. Yo no; es
cierto, evolucioné desde entonces, y con muchas y grandes contradicciones entre
las diversas etapas. Pero donde creo que no ha habido contradicción es entre
mis convicciones de cada momento y la praxis correspondiente, en que lo he
jugado todo cuando la conciencia así me lo dictaba. Por ejemplo: no sólo
«teoricé» contra el gobierno depuesto en 1955 hasta que se me quitaron
cátedras, sino que milité en la insurrección y la pagué con el calabozo; no
obstante, mi ulterior evolución no me dio tiempo a beneficiarme con el triunfo
final de la rebelión de modo alguno –ni siquiera a recuperarme del despojo–,
porque pronto me sentí equivocado y nuevamente en puesto incómodo. Convencido
del «libre» juego de la democracia política puse mi esfuerzo y mi pasión en la
lucha partidaria, y cuando, sin buscarlo, tenía ya asegurado mi escalafoncito, renegué
de todo eso (no con amargura sino con fe y alegría) y empecé de nuevo. Porque
lo permanente a través de esas diversas convicciones era el creer estar
haciendo algo que fuera útil a los demás, y no era cuestión entonces de
endurecer mi conciencia en una abstracta coherencia consigo misma.
Y ése es el único modo en que he podido ofrecer mis
servicios a quienes se han mantenido, desde el comienzo y sin contradicciones,
impermeables a la madurez colectiva: el de intentar contribuir a liberarlos de
su autoenajenamiento, en el cual, como afirma Marx, se hallan apresados con
menos lucidez que las clases oprimidas.
Notas
{1} Tampoco
un dogma es una afirmación «elevada a la inhumana potencia de la divinidad…
para reivindicarse como absoluta, en tanto verdad revelada». Un dogma es la
formulación racional de un contenido de fe, y como tal es relativo al
instrumental lingüístico-conceptual de que dispone la época. En caso contrario,
resultaría inexplicable el que durante más de tres siglos el cristianismo se
las arreglara sin dogmas, así como que el concepto mismo de «dogma»
–proveniente de las escuelas platónicas, donde no se hablaba para nada de
revelación– fuera rechazado, como elemento pagano, por cristianos de la talla
de Gregorio de Niza. Y en filosofía consideramos que, si apoyamos nuestros
argumentos en un dogma que es aceptado sólo por ser tal –o sea, sin
fundamentación filosófica–, lo estamos tomando como supuesto; y dado que la
filosofía aspira a ser un saber sin supuestos, se estaría procediendo «muy poco
filosóficamente», como decía en el párrafo que se me objeta.
{2} Rozitchner
declara hallarse excluido de esa fuerza creadora; a lo cual le respondería que
acaso no lo esté tanto como cree. Hay, en efecto, grados diversos de
participación. En cuanto bulle sangre en sus venas y la vida empuja en sus células
con fuerza tal que, a cada herida reconstituye los tejidos, me resulta patente
que no está excluido. En cada acto de amor, de servicio, de entrega –en cada
acto auténticamente creador, por consiguiente– que sea capaz de realizar,
testimoniará a pesar suyo su participación. Claro está que un reconocimiento,
en tanto implica un grado mayor de conciencia, añade una mayor participación,
de la cual sí podemos admitir que Rozitchner se autoexcluye (aunque a veces la
vehemencia de su ataque incita a preguntarse si no está luchando interiormente
por autoexcluirse, sin conseguirlo). Mas, en última instancia, como avisa Jesús
(S. Mateo, 7, 21-27 y 25, 34-48), no será un reconocimiento formal lo que
cuente, sino el acto concreto de entrega, aunque no mediara reconocimiento
expreso («¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer?»).