Karl Marx ✆ Mauro Biani |
Juan Manuel Aragüés |
Es lugar común en ciertos discursos que se reclaman críticos,
antagonistas o simplemente progresistas, la descalificación más contundente de
la Posmodernidad, a la que se entiende como un discurso homogéneo del que se
desprende la imposibilidad de una crítica de lo real, como consecuencia de sus
orientaciones ontológicas, antropológicas, éticas y políticas. Lejos de
compartir esa afirmación, lo que a continuación se va a defender es que la
Posmodernidad, como la misma Modernidad, aunque posea unos trazos definitorios
que permiten reconocerla como tal, acoge muy diversas orientaciones teóricas
que nos permiten hablar, siguiendo, por ejemplo, a Sousa Santos 1, de
un posmodernismo de oposición y de un posmodernismo complacido, o como
preferimos decir nosotros, de una posmodernidad antagonista y una posmodernidad
sistémica. E intentaremos mostrar cómo el marxismo no solo no se opone a una
cierta Posmodernidad, sino que es uno de los dispositivos que erosiona el
pensar moderno para generar las condiciones de aparición de la Posmodernidad.
1. El marxismo como
discurso disolvente de la Modernidad.
Quizá convenga comenzar con una precisión. Cuando hablamos
tanto de Modernidad como de Posmodernidad, hacemos referencia a dos períodos
históricos que cobijan en su seno diferentes discursos reconocibles por un
cierto aire de familia, pero cuyas implicaciones etico-políticas pueden
resultar antagónicas.
A pesar de su común filiación moderna, no es lo mismo Descartes que Spinoza, Kant que Marx, del
mismo modo que su carácter posmoderno no disuelve las distancias entre Deleuze
y Vattimo, entre Negri y Rawls. De una manera un tanto
simplificadora, y acogiéndonos en cierto modo al planteamiento leniniano de “dos
culturas en una cultura”, entendemos que todo momento histórico cobija, a
menudo, incluso, enredadas en un mismo autor, posiciones teóricas diversas, que
pueden dar aliento bien a la defensa del estatus social imperante, bien a su
crítica más acerada. Es lo que en otro lugar hemos denominado pensamiento
constituido y pensamiento constituyente 2.
Aunque el discurso posmoderno no comience a asentarse como
tal hasta entrada la segunda mitad del siglo XX, desde nuestro punto de vista
la Modernidad comienza un profundo proceso de erosión a lo largo del siglo XIX,
que se acentuará con la ruptura paradigmática de comienzos del siglo XX. Es en
esa ruptura paradigmática, que afecta desde la estética hasta la ciencia,
pasando por la filosofía, donde pueden arqueologizarse los rasgos más
representativos del discurso posmoderno. Es en ese momento donde la quiebra
ontológica y epistemológica se hace más patente, de la mano de las innovaciones
científicas que representan la Teoría de la Relatividad, la Mecánica Cuántica o
el teorema de incompletitud de Gödel y que, desde una perspectiva estética,
tienen su reflejo en la aparición de las vanguardias 3. En el ámbito
filosófico, un tema sobresale de manera evidente: la nietzschiana muerte de
dios.
Sin embargo, nos interesa subrayar muy especialmente el
papel que el materialismo marxiano desempeña en este proceso disolutorio, pues
nos atrevemos a reivindicar la potencia del dispositivo marxiano como
acontecimiento filosófico central en la disolución del pensar moderno. Quizá
sea hora de matizar el papel atribuido a Nietzsche en este proceso.
No porque su papel no resulte de gran calado, sino porque algunos de sus topos
más reconocibles se encontraban ya en la obra de Marx. Nos referimos,
evidentemente, a la muerte de dios y a todos sus efectos ontológicos,
epistemológicos y éticos.
El ateísmo es el acontecimiento filosófico central del siglo
XIX. Más allá del pendular malditismo de poetas como Blake o Baudelaire,
en los que la reivindicación de Satán impide la construcción de un discurso
coherentemente ateo, el ateísmo que recorre el siglo XIX, de Feuerbach a Nietzsche, pasando por Marx, es la más eficaz herramienta de disolución de los filosofemas
modernos. La muerte de dios, “en el cielo y el infierno”, como puntualiza Nietzsche,
abre la puerta a la revisión de los presupuestos ontológicos, epistemológicos,
éticos y antropológicos de la Modernidad, que, en muchos casos, no son sino una
secularización de los planteamientos teológicos heredados de la Edad Media 4.
En una fecha tan temprana como enero de 1844, Marx escribe
al final del primer parágrafo de la Crítica de la filosofía del derecho de
Hegel:
“Es decir que, tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de la historia es “ahora” establecer la verdad del más acá. Es a una filosofía al servicio de la historia a quien corresponde en primera línea la tarea de desenmascarar la enajenación de sí mismo en sus formas profanas, después que ha sido desenmascarada la figura santificada de la enajenación del hombre por sí mismo. La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del Derecho, la crítica de la teología en crítica de la política”5.
En pocas líneas, Marx establece todo un programa
teórico sobre la base de la crítica a la religión, una crítica y superación que
exige la producción de una completa Weltanschauung. Y esa nueva concepción
del mundo es la que coloca a Marx en los orígenes del pensar
posmoderno.
El materialismo marxiano apunta en la dirección de
construcción de una ontología en la que, a diferencia de lo que sucede en la
línea dominante de la Modernidad, el espacio y el tiempo, la estructura social
y la historia, desempeñan un papel de enorme relevancia. Por intentar
establecer un paralelismo con lo que sucede en el ámbito de la ciencia de
principios del siglo XX, en especial en la relatividad general, el espacio y el
tiempo dejan de ser el marco formal de los sucesos, la estructura absoluta,
separada, de la realidad, para pasar a convertirse en elementos dinámicos de la
propia realidad. No en vano Marx apunta que “el tiempo es el espacio
del desarrollo humano”6. Marx nos habla de una realidad efervescente
y dinámica, ella misma fruto de la colisión entre una multiplicidad estructural
–las diferentes clases y segmentos sociales que componen sociedades cada vez
más complejas- y un devenir cronológico, histórico. Lukács lo resume
de manera magistral en el siguiente fragmento de Historia y conciencia de
clase:
“De este modo se hace el hombre medida de todas las cosas (sociales). El problema de método de la economía –la disolución de las formas cósicas fetichistas en procesos que se realizan entre hombres y se objetivan en relaciones concretas entre ellos, la deducción de las formas irresolublemente fetichistas a partir de las formas primarias de relaciones humanas- procura al mismo tiempo el fundamento categorial y el histórico. Pero desde el punto de vista categorial la estructura del mundo humano se presenta ahora como un sistema de formas relacionales en cambio dinámico y en las cuales se desarrolla el proceso de enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre (lucha de clases, etc.). La estructura y la jerarquía de las categorías indican por lo tanto el grado de claridad de la consciencia del hombre acerca de los fundamentos de su existencia en esas relaciones, o sea, su consciencia del sí mismo. Esa estructura y esa jerarquí son, empero, al mismo tiempo, el objeto central de la historia. La historia no se presenta ya como un acaecer enigmático que se realizaen el hombre y en cosas desde fuera de ellos y que tiene que explicarse por la intervención de poderes transcendentes a la historia. Las historia es, más bien, por un parte, el producto –inconsciente hasta ahora, por supuesto- de la actividad de los hombres mismos, y, por otra, la sucesión de los procesos en los cuales se subvierten las formas de esa actividad, las relaciones del hombre consigo mismo (…). La historia es precisamente historia de la ininterrumpida transformación de las formas de objetividad que configuran la existencia del hombre”. 7
Nada que ver con el monismo quietista parmenídeo,
transcendentalizado por la apropiación platónica y sus excrecencias teológicas,
secularizado por una Modernidad que aunque, el caso de Hegel, pretenda
teñirlo de Historia, queda presa de sus límites ontológicos predefinidos: Ego sum qui sum. Como señala con acierto Ripalda 8,
al darle la vuelta a la dialéctica hegeliana, Marx no solo la coloca
sobre sus pies, sino que, al mismo tiempo, la rompe, pues una consecuente
lectura materialista del devenir social no sabe de clausuras de la Historia ni
de reinos de los fines. Podrá objetarse, acaso con apoyo textual en el propio Marx,
que hay en el autor de El Capital referencias a un fin de la
Historia. A lo que responderemos que no siempre los autores son capaces de
desarrollar coherentemente las implicaciones de sus planteamientos, presos de
inercias epocales o de, por decirlo con Althusser, obstáculos epistemológicos
heredados. Sartre, en su análisis de Mallarmé, lo expresó de manera
contundente: “…las ideologías arruinadas
no se derrumban de un solo golpe, dejan paños de muralla en los espíritus” 9.
En todo caso, en el texto marxiano el espacio y el tiempo, la multiplicidad y
el devenir, con una terminología de resonancias deleuzianas, la estructura
social y la historia, adquieren un innegable protagonismo. Y, como escribe Derrida,
“la diferencia es la articulación del espacio y el tiempo” 10. El ateísmo
marxiano rompe la coagulación ontológica de la tradición.
No cabe ninguna duda de los efectos epistemológicos que se
derivan de la ontología marxiana. El concepto de ideología, como conciencia
posicionada del sujeto, es el ejemplo más evidente. El perspectivismo
nietzschiano, en el que la verdad queda sometida a un juego subjetivo de
fuerzas, es anticipado por Marx. Y no podemos dejar de señalar aquí que Einstein acabó
decantándose para su teoría por el nombre Teoría de la Relatividad, pero
también barajó el nombre de Teoría del punto de vista. Marx erosiona,
desde su posición materialista, la concepción moderna de la verdad, al
someterla al juego de las fuerzas sociales y del devenir histórico.
En el ámbito antropológico, Marx rompe de manera
contundente con la concepción esencialista de la subjetividad moderna. No en
vano la muerte de dios, como apunta Foucault, implica la muerte del hombre 11.
La antropología marxiana se aleja de los parámetros modernos al superar el
debate en torno a la cuestión de la naturaleza humana que había dominado el
panorama de la antropología filosófica de Hobbes a Rousseau. La
teoría marxiana de la subjetividad está atravesada por unos indudables trazos
materialistas. Ello hace de la subjetividad un efecto, un constructo de
sus condiciones historico-sociales. Así lo manifiesta en su tesis VI sobre
Feuerbach: “Feuerbach reduce la esencia
religiosa a la humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto
subyacente a cada individuo. En su realidad, la esencia humana es el conjunto
de las relaciones sociales” 12. Planteamiento que ya había sido anticipado
en la mencionada Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, donde
escribe: “Pero el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del
mundo. El hombre es su propio mundo, Estado, sociedad”13. Todos los
intérpretes de Marx han subrayado correctamente la importancia de la
posición del sujeto en el proceso productivo, su ser de clase, en su
constitución subjetiva. Pero la teoría de las mediaciones apunta en Marx mucho
más lejos, pues el ser de la subjetividad no viene definido en exclusividad por
su posición de clase –aunque esto ya sería suficiente para impugnar el
esencialismo moderno- sino por “el conjunto de las relaciones sociales” en las
que el sujeto se halla inserto. Marx teoriza así una subjetividad
efecto de sus múltiples mediaciones, una subjetividad en proceso constante de
constitución. Es cierto queMarx, en el mencionado texto sobre Feuerbach,
habla de “esencia humana”, lo que podría contradecir la tesis que aquí estamos
defendiendo. Sin embargo, no pensamos que sea una utilización apropiativa la
que se hace en este fragmento del concepto esencia, entendemos, más bien, que
emplea la terminología feuerbachiana a la que está criticando, pues
difícilmente se puede hablar de esencia como efecto de un contexto histórico y
social. En todo caso, y como argumenta Althusser, podríamos encontrarnos
con un obstáculo epistemológico del que se desembarazará su posterior obra 14.
Son diversas, e importantes, las distancias que Marx marca
con elementos sustanciales de la Modernidad. Es cierto que también podemos
encontrar en Marx temas plenamente modernos, como pueda ser la
cuestión del progreso o la del fin de la historia, pero, a fin de cuentas, Marx es
un moderno que cuestiona una parte del discurso de la Modernidad, pero que no
la impugna en todos sus extremos. Las inercias no son fácilmente superables.
2. Una angulosa
posmodernidad
Lo mismo que la Modernidad, la Posmodernidad atesora unos
rasgos epocales que la hacen reconocible, tal como indica Terry Eagleton:
“La posmodernidad es un estilo de pensamiento que desconfía de las nociones
clásicas de verdad, razón, identidad y objetividad, de la idea de progreso
universal o de la emancipación, de las estructuras aisladas de los grandes
relatos o de los sistema definitivos de explicación. Contra esas normas
iluministas considera el mundo como contingente, inexplicado, diverso,
inestable, indeterminado, un conjunto de culturas desunidas o interpretaciones
que engendra un grado de escepticismo sobre la objetividad de la verdad, la
historia y las normas, lo dado de las naturalezas y la coherencia de las
identidades. Esa manera de ver podrían decir algunos tiene efectivas razones
materiales: surge de un cambio histórico en Occidente hacia una nueva forma de
capitalismo, hacia el efímero, descentralizado mundo de la tecnología, el
consumismo y la industria cultural, en el cual las industrias de servicios,
finanzas e información, triunfan sobre las manufacturas tradicionales, y las
políticas clásicas basadas en las clases ceden su lugar a una difusa serie de “políticas
de identidad”15. Pero esos rasgos, esas temáticas, esas preocupaciones, no confieren
a la Posmodernidad un carácter compacto.
La tensión que atraviesa a la Posmodernidad no es diferente
a la que en su día atravesó a la Modernidad, pues podemos encontrar el mismo
motivo en su génesis: la contraposición entre materialismo e idealismo. Es más,
tras los debates que surcan la Posmodernidad es posible rastrear los grandes
nombres de la tradición moderna. Veamos, por ejemplo, lo que sucede en torno a
un concepto, el de Diferencia que, además de alcanzar un estatuto filosófico
que le había sido negado hasta el momento, nos resulta útil para observar lo
que sucede en el ámbito ontológico y antropológico posmoderno. No cabe duda de
que el de Diferencia es uno de los conceptos de mayor presencia en el discurso
posmoderno. Son muchos los autores -Vattimo, Deleuze, Derrida, Lyotard-
que han utilizado dicho concepto en el título de sus obras; y muchos más los
que le han dedicado reflexiones. Sin embargo, el abordaje que se realiza de la
cuestión difiere de manera radical, como apunta Gilles Deleuze:
“Consideremos dos proposiciones: sólo lo que se parece difiere: y sólo las diferencias se parecen. La primea fórmula plantea la semejanza como condición de la diferencia; sin duda, exige también la posibilidad de un concepto idéntico para las dos cosas que difieren a condición de parecerse; implica también una analogía en la relación de cada cosa con el concepto; e implica finalmente la reducción de la diferencia a una oposición determinada por los tres momentos. Según la otra fórmula, en cambio, la semejanza, y también la identidad, la analogía, y la oposición, sólo pueden ser consideradas como efectos, productos de una diferencia primera o de un sistema primero de diferencias”16.
Dos modos posmodernos de entender la diferencia.
Ejemplifiquémoslos.
J.F. Lyotard, con su libro La condición posmoderna, de
1979, oficia de padre de la posmodernidad filosófica. En este texto aparecen
perfilados los temas que caracterizan de una manera más específica su filosofía
abriendo, de este modo, el debate sobre la posmodernidad. Una posmodernidad que
viene caracterizada por dos notas complementarias: el fin de los grandes
relatos y la explosión del lenguaje en múltiples “diferendos”. Para un tal
planteamiento se apoya en el Kant de la tercera crítica y de los
textos historico-políticos, lo que Lyotard califica como “cuarta
Crítica”, y en el último Wittgenstein, el de las Investigaciones
filosóficas, a los que califica como “epílogos de la modernidad y prólogos de
una posmodernidad honorable”17. Se declara, por tanto, enemigo de todo proyecto
totalizador, como el que representa el hegelianismo, o retotalizador, como el
que desarrollan autores como Habermas, Rorty o Ricoeur.
Aquí nos interesa centrarnos en la segunda de las cuestiones. Traducción de un
nuevo neologismo, différend, el
diferendo (traducido de manera muy pobre y confusa como La diferencia) nos
habla de la multiplicidad de lenguajes, expresión de culturas múltiples,
existentes en la sociedad. Desde la perspectiva de Lyotard, esos lenguajes
son irreductibles, incomensurables, de tal modo que los diferentes órdenes
teóricos y prácticos resultan intraducibles los unos a los otros por falta de
equivalencia: “Hay muchos regímenes de proposiciones: razonar, conocer,
describir, relatar, interrogar, mostrar, ordenar, etc. Dos proposiciones de
régimen heterogéneo no son traducibles la una a la otra” 18. Como decíamos, Kant,
a través de sus tres órdenes del lenguaje (cognitivo, ético y estético)
expresado en las tres críticas e irreductibles a un género supremo, y Wittgesntein,
con su teoría de los “juegos de lenguaje”, se hallan detrás del planteamiento
de Lyotard 19. La tradición occidental, desde sus orígenes griegos,
se ha solazado en una equivalencia de órdenes que llevaba a que los bello
debiera ser, a su vez, bueno, tal como se muestra en el lenguaje homérico a
través de la constante calificación del héroe, independientemente de su
conducta y sus rasgos físicos, como kaloskagazos,
“bueno y bello”, a diferencia del plebeyo, cuyo paradigma es el Tersites del
canto II de La Iliada, expresión de
la fealdad y la inconveniencia; la teoría platónica de las ideas y, muy
especialmente, la teología medieval, profundizan en esta dirección de
equivalencias.
Frente a ello, frente a esa hybris retotalizadora, frente a un consenso empobrecedor, Lyotard apuesta
por la reivindicación del disenso como procedimiento innovador, enriquecedor.
Frente al continente, el archipiélago. Constatación y promoción de la
diferencia, pues no solamente se describe una realidad atravesada por la
multiplicidad, sino que se implementa una estrategia de acentuación de la
misma. Lo escribe con vigor y pasión al final del capítulo primero de La
posmodernidad (explicada a los niños): “…no hay que esperar que en esta tarea haya
la menor reconciliación entre los “juegos de lenguaje”, a los que Kant llama
“facultades” y que sabía separados por un abismo, de tal modo que sólo la
ilusión transcendental (la de Hegel) puede esperar totalizarlos en una
unidad real. Pero Kant sabía también que esta ilusión se paga con el
precio del terror. Los siglos XIX y XX nos han proporcionado terror hasta el
hartazgo. Ya hemos pagado suficientemente la nostalgia del todo y de lo uno, de
la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente
y comunicable. Bajo la demanda general de relajamiento y apaciguamiento, nos
proponemos mascullar el deseo de recomenzar el terror, cumplir la fantasía de
apresar la realidad. La respuesta es: guerra al todo, demos testimonio de lo impresentable,
activemos los diferendos, salvemos el honor del nombre”20. O, dicho de manera
mucho más reducida y expresiva, “dejad jugar…y dejadnos jugar en paz”21.
Preso a su pesar de la lógica hegeliana, en la que la
diferencia se halla sometida a la identidad, Lyotard, en su reivindicación de
la diferencia, aboga por la destrucción de toda identidad. La diferencia
se convierte en proyecto. Por el contrario, en Deleuze la diferencia
se entiende como dato, como constatación de una realidad: la realidad está atravesada
por la diferencia. En Deleuze ni siquiera se reivindica el concepto
de diferencia, sino la diferencia sin concepto, pues el concepto no es sino un
reductor de la diferencia, que la ahoga y petrifica, que coagula una realidad
no real. Spinoza frente a Hegel, Modernidad antagonista frente a
Modernidad sistémica. A pesar de la común reivindicación de la diferencia
existe una muy divergente concepción de la misma. Divergente por cuanto aboca a
posibilidades éticas y políticas radicalmente distanciadas. La reivindicación
de la diferencia en Lyotard, a través de su concepto de diferendo,
implica, como hemos subrayado pocas líneas más arriba, una promoción de la
diferencia, una profundización en la misma, cuyo empeño habla de la ruptura de
nexos, reales o imaginarios, que entrelazan al ser. En el discurso de Lyotard
la diferencia no aparece sólo como dato, sino también como efecto disolutorio
de una previa situación de unidad. La diferencia es algo que se debe construir,
promover, haciéndole la guerra al todo (Hegel), a lo uno (Platón), a la
comunicación retotalizadora (Habermas-Rorty). Siempre la diferencia promovida,
cada vez más islas para el archipiélago y más autodeterminación de sus
ciudades, barrios y casas. Proceso incesante en el que el sujeto, diferente,
evidentemente, de todo otro, se hará diferente de sí mismo. Por el contrario,
la consideración de la diferencia como origen, como dato, como expresión
ontológica de la realidad, nos absuelve del furor destotalizador y nos coloca,
por el contrario en la posibilidad de una mirada que teja alianzas, inestables,
nómadas, efímeras, pero alianzas al fin y al cabo. La subjetividad, que difiere
de sí misma, quizá confluya en un flujo común con otras subjetividades, para
establecer una subjetividad colectiva de más amplio espectro. No cabe duda de
que esta divergente concepción de la diferencia tendrá unas profundas
repercusiones en el campo de lo ético y de lo político. Así lo apunta Deleuze:
“Debemos preguntarnos si las dos fórmulas son simplemente dos modos de hablar
que no cambian gran cosa; o si más bien se aplican a sistemas realmente
diferentes; o tal vez, si al aplicarse a los mismos sistemas (y, en último
término, al sistema mundo), no significan dos interpretaciones incompatibles y
de valor desigual, una de las cuales es capaz de cambiarlo todo”22.
En efecto, hay una concepción de la diferencia, y de la
Posmodernidad, que lo cambia todo y otra que no cambia nada. Una, de raíz
materialista, que sigue tejiendo el hilo que en la Modernidad hilvanaron
autores como Spinoza, Marx o Nietzsche, otra, nueva
intervención filosófica del idealismo, que continúa el despliegue de posiciones
políticas de la tradición ilustrada, tomando como guía a Kant o Hegel.
A pesar de la saña con la que autores que se reivindican herederos de la
Ilustración, como Habermas, han criticado a la Posmodernidad, la
proximidad de sus propuestas políticas con las de posmodernos como Rawls, Rorty, Vattimo o Lyotard dibuja
un hilo de continuidad muy definido. Y por ello, el conflicto que atraviesa la
Modernidad entre un pensamiento constituido atento a la defensa del orden
establecido y un pensamiento constituyente que se empeña en revolucionar lo
real se mantiene en el ámbito de la Posmodernidad. Sobre nuevas bases
ontológicas y antropológicas, el conflicto se mantiene y dibuja una
Posmodernidad sistémica y una Posmodernidad antagonista.
3. Un marxismo
posmoderno
Frente al dogmatismo de la III Internacional y al
revisionismo socialdemócrata, Lukács y Korsch, en sus obras señeras
de los años 20, Historia y consciencia de clase y Marxismo y
filosofía, abogan por la aplicación del materialismo histórico al materialismo
histórico. Lejos de quienes pretender reducir el marxismo a un elenco de frases
célebres aplicables en cualquier tiempo y lugar y de quienes desconfían de su
eficacia como consecuencia de los cambios acaecidos en la sociedad, ambos
autores entienden la necesidad de un marxismo dinámico, atento a ajustar su
discurso a las mutaciones sociales. Marxismo constituyente, en suma.
No cabe duda de que el capitalismo contemporáneo muestra
perfiles muy diferentes al capitalismo que vivió Marx. A pesar de la
vigencia de una buena parte de los análisis planteados por el autor de El Capital, es necesario ajustar su
discurso a una realidad social profundamente modificada. El paso de un
capitalismo de producción a un capitalismo financiero y de consumo, el
abrumador peso de la tecnología en todos los ámbitos de la realidad, desde la
comunicación hasta la producción, el predominio, en los países del Norte, de la
plusvalía relativa sobre la absoluta, es decir, el paso de la subsunción formal
a la subsunción real, exigen del marxismo una respuesta renovada. Respuesta que
afecta, muy especialmente, a los ámbitos ontológico y antropológico.
Marx fue capaz, como se muestra en el pasaje de las
máquinas de los Grundisse, de
anticipar la evolución de la producción capitalista hacia un modelo
tecnologizado en el que el trabajador se convierte en apéndice de la máquina. “La
actividad del trabajador –escribe Marx-, limitada a una mera
abstracción de la actividad, está determinada y regulada desde todos los puntos
de vista por el movimiento de la máquina, y no a la inversa“23. Sin embargo, a
pesar de sus intuiciones en lo que afecta al campo de la producción, Marx no
pudo en modo alguno imaginar siquiera la evolución que en menos de un siglo iba
a producirse en el ámbito de la comunicación. Una transformación tan profunda
que, ateniéndonos a la letra del propio Marx, exige una actualización de
ciertos elementos de la ontología marxiana y marxista. “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que
determina la conciencia” 24, escriben Marx y Engels en La ideología alemana. La mediatización
de la vida de las subjetividades tiene efectos muy potentes en sus conciencias.
El marxismo, desde su coherencia materialista, ha entendido el pensamiento como
un reflejo, aproximado, de la realidad. Toda producción intelectual, ya sea
social o individual, tiene su origen en la realidad social en la que se gesta,
toda superestructura discursiva se asienta sobre una base material. Solo el
marxismo más economicista sigue haciendo, contra las propias precisiones de Engels 25,
una lectura de esa base como si del ámbito exclusivamente económico se tratara.
Sin embargo, en nuestras sociedades posmodernas, la vida de la subjetividad
está atravesada por una realidad construida desde los medios de comunicación y
que, en muchas ocasiones, posee una potencia constituyente superior a la de la
propia práctica del sujeto. Nos atrevemos a afirmar que en las sociedades
mediáticas, la tecnología de la información-comunicación y sus productos han
pasado a formar parte de la infraestructura. O por decirlo de una manera más
precisa, los productos mediáticos poseen un carácter mixto, por un lado son
superestructurales en la medida en que son productos discursivos de la sociedad
capitalista de consumo, por otro poseen un carácter estructural, puesto que los
sujetos incorporan sus producciones como parte de la realidad y desarrollan sus
prácticas en función de las realidades producidas desde los medios. Un análisis
atento de los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas permite
observar la proliferación de simulacros, de falsas informaciones que se
transmiten a los sujetos para provocar un posicionamiento político de los
mismos. Los medios tienen, como enfatiza Bourdieu 26, un efecto de
real que confiere consistencia ontológica a lo que en ellos aparece. Si la vida
determina la conciencia y esa vida se ha convertido en una vida mediatizada,
deberemos entender que existe una nueva división social, que es la que enfrenta
a los productores de realidad con los consumidores de la misma, pues esa
división es la que garantiza la reproducción ideológica de las sociedades
capitalistas contemporáneas. No en vano nos recuerda Jesús Ibáñez que
el sujeto es el objeto mejor producido por la sociedad capitalista 27.
Porque, frente al esencialismo de la antropología moderna,
el sujeto es una producción social, como ya adelantó Marx. El hombre ha
muerto, nos recuerda Foucault en Las palabras y las cosas. Esa muerte del hombre, leída de una
manera tan burda por ciertos críticos de la posmodernidad, no viene a decirnos
sino que la categoría de naturaleza humana, secularización de la relación
sujeto-dios del discurso teológico, está filosóficamente obsoleta, que no es
pertinente buscar al sujeto al cobijo de la luz de una esencia preconstituida
por el solo hecho de que ese sea un espacio cómodo por su iluminación. Si algo
debiéramos haber aprendido en los avatares teóricos del siglo XX es la tremenda
complejidad del concepto sujeto. Es más, buena parte de la reflexión filosófica
de la segunda mitad del XX se afana, desde la hermenéutica hasta el
estructuralismo, pasando por el marxismo crítico, el psicoanálisis y la
fenomenología, en teorizar una subjetividad que pierde sus rasgos
esencialistas. La muerte del humanismo, ese artefacto teórico que, como nos
recuerda Stirner, tiene siempre un fundamento teológico, es ubicada por Sloterdijk
en 1945 28. Buena parte de las antropologías filosóficas advierten de los
múltiples constituyentes de la subjetividad, aunque diferentes inercias
teóricas les impiden llegar a una concepción más radical del sujeto. Es el caso
de Marcuse, que intuye los efectos de la subsunción real del trabajo en el
capital, pero se aferra a la noción de alienación, que nos sigue hablando
de una esencia previa: “Acabo de sugerir que el concepto de alienación parece
hacerse cuestionable cuando los individuos se identifican con la existencia que
les es impuesta y en la cual encuentran su propio desarrollo y satisfacción.
Esta identificación no es una ilusión, sino realidad. Sin embargo, la
realidad constituye un estadio más avanzado de la alienación. Esta se ha vuelto
enteramente objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia
alienada” 29. Dicho de otro modo, la realidad constituye al sujeto hasta
en sus últimos pliegues.
Ibáñez, recordémoslo, mantiene que el sujeto es el objeto
mejor producido por la sociedad capitalista de consumo. Esa construcción de
subjetividad desde la ideología dominante, desde los intereses del sistema es,
según nuestro punto de vista, la principal estrategia de dominio político en
las sociedades contemporáneas. Desde ahí es desde donde leemos la afirmación de Negri de
que “combatir es hoy únicamente una ética” 30, un proceso de construcción
de ethos, de subjetividad
antagonista. Y por ello la íntima relación que concedemos en lo político a lo
ontológico y lo antropológico. Si la nuestra es una ontología mediática y esa
ontología es constructora de una subjetividad subsumida, se nos antoja que la
batalla de producción de realidad, de control de la comunicación, se torna
decisiva en la praxis política contemporánea.
Por ello, el marxismo posmoderno ha de prestar una especial
atención a los procesos de construcción de subjetividad antagonista. Las
incursiones en este terreno realizadas por Lukács en Historia y conciencia de clase, y en las
que se confiere al Partido el papel privilegiado en este proceso 31, se
nos antojan obsoletas en una sociedad muy diferente a la del Lukács de
los años 20 del pasado siglo. La abrumadora presencia de las tecnologías de la
comunicación en nuestra vida cotidiana nos convierte, como bien señala P.
Virilio, en cyborgs sometidos a la
potencia de los flujos virtuales. Será precisamente en ese campo de los flujos
comunicacionales donde se ha de abordar la ardua tarea de construcción de
subjetividad antagonista.
En resumidas cuentas, un marxismo contemporáneo, posmoderno,
debe prestar atención a dos cuestiones íntimamente ligadas en nuestras
sociedades, los mecanismos mediáticos de producción ontológica y las
estrategias de subsunción de la subjetividad. Si Marx, el marxismo
decimonónico, abordó la ontología de una nueva sociedad en la que la aparición
de la fábrica dibuja una nueva realidad que es preciso teorizar, el marxismo
posmoderno debe teorizar los efectos ontológicos de la abrumadora presencia de
las tecnologías de la información y la comunicación en la sociedad
contemporánea. Así como sus potentes efectos en la construcción de
subjetividad, desarrollando la analítica marxiana en el campo de la
antropología.
Notas
1 Sousa Santos, B. El
milenio huérfano, Trotta, Madrid, 2005
2 Aragüés, J.M. Líneas
de fuga. Filosofía contra la sociedad idiota FIM, Madrid, 2002.
3 Aragüés, J.M. De
la vanguardia al cyborg. Aproximaciones al paradigma posmoderno.Ecllipsados,
Zaragoza, 2012.
4 Marramao, G. Poder
y secularización Península, Barcelona, 1989
5 Marx, K. Crítica
de la filosofía del derecho de Hegel Pre-textos, Valencia, 2013, p.
6 Marx, K. citado en Lukács, G. Historia y conciencia de clase II Orbis, Barcelona, 1984, p.
97.
7 Lukács, G. loc. cit. pp. 117-118.
8 Ripalda, J.M. “Derrida,
Foucault y la Historia de la filosofía” en Anthropos 93 (1989),
p. 58.
9 Sartre, J.P. Mallarmé.
La lucidez y su cara de sombra Arena Libros, Madrid, 2008, p. 142.
10 Derrida, J. La
escritura y la diferencia Anthropos, Barcelona, 1989, p. 301.
12 Marx, K. “Tesis
sobre Feuerbach” en Muñoz, J. Marx Península, Barcelona, 1988, p.
432
13 Marx, K Crítica
de la filosofía del derecho de Hegel.
14 Althusser, L.. “La
querelle de l´humanisme” en Ecrits philosophiques et politiques IISTOCK/IMEC,
Paris, 1997.
15 Eagleton, T. Las
ilusiones del posmodernismo Paidós, Barcelona, 1997, pp. 11–‐1
16 Deleuze, G. Diferencia
y repetición Júcar, Madrid, 1988, p. 202.
17 Lyotard, J.F. La
diferencia Gedisa, Barcelona, 1991, p. 11
18 Ibidem p. 10.
19 Lyotard, J.K. Moralidades
posmodernas Tecnos, Madrid, 1998, p. 91
20 Lyotard, J.F. La
posmodernidad (explicada a los niños) Gedisa, Barcelona, 1999, p. 26.
21 Citado por Jacobo Muñoz en la Introducción a Lyotard, J.F. ¿Por qué filosofar? Paidós, Barcelona, 1989, p. 74.
22 Deleuze, G. Ibidem p. 203.
23 Marx, K. Líneas
fundamentales de la crítica de la economía política (Grunsisse) OME 22, Grijalbo,
Barcelona, 1978, pp. 81–‐82.
24 Marx, K–‐Engels, F. La ideología alemana Grijalbo,
Barcelona, 1974, p. 26.
25 “Según la
concepción materialista de la historia, el factor que en última instanciadetermina
la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo
hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el
factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en un frase
vacua, abstracta, absurda”
26 Bourdieu, P. Sur
la télévision Liber, Paris, 1996
27 Ibáñez, J. Más
allá de la sociología Siglo XXI, Madrid, 1986, p. 58.
28 Sloterdijk, P. Normas
para el parque humano Siruela, Madrid, 2000, pp. 28–‐29.
29 Marcuse, H. El
hombre unidimensional Orbis, Barcelona, 1984, p. 37
30 Negri, A. Fin
de siglo Paidós, Barcelona, 1992, p. 42.
31 Lukács, G. Historia
y conciencia de clase Orbis, Barcelona, 1984.
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