Karl Marx ✆ A.d. |
David Pavón-Cuéllar |
En un pasaje de La Sagrada
Familia, Marx y Engels describen lo que ellos mismos llaman “la forma
general de la locura”. Su descripción aspira explícitamente a la generalidad.
Pretende aplicarse, por lo tanto, a cualquier tipo de enloquecimiento. En todos
los casos, la locura sería, según Marx y Engels, “el estado en que cae el hombre aislado del mundo exterior”. Este
aislamiento haría que el “mundo sensible”, el mundo material que podemos captar
por los sentidos, se transformara en “simple idea”, lo cual, a su vez, haría
que “las simples ideas se transformaran en seres sensibles”. En otras palabras,
que son también las de Marx y Engels, “las
alucinaciones del cerebro adquieren formas visibles, casi palpables, de
fantasmas sensibles”. Vemos que Marx y Engels distinguen tres momentos en el proceso
que desemboca en la locura. Primero el aislamiento con respecto al mundo
exterior material y sensible, después la reducción de este mundo a simples
ideas y finalmente la transformación de las ideas en seres sensibles, tan
sensibles como el mundo exterior, pero desprovistos de materialidad.
Estos
seres sensibles inmateriales corresponden a las alucinaciones en el sentido
estricto del término. Son seres que podemos captar con los sentidos, que somos
capaces de ver y escuchar, casi tocar, pero que no existen realmente en el
mundo exterior material. Su existencia es ideal, ya que no estriba sino en las
ideas que adquieren una forma sensible, audible y visible, como si fueran cosas
y no ideas. Cabe decir que el loco, tal como se lo representan Marx y
Engels, vive en un mundo de ideas, en el mundo mismo de las ideas, en el topus uranus de Platón. En este
mundo ideal, las ideas abarcan todo lo que hay. Y no sólo se captan con el
intelecto, sino también con los sentidos. No sólo se deliran, sino que también
se alucinan. Constituyen, paradójicamente, ideas sensibles y no sólo
inteligibles. Un loco ve y oye ideas, mira y escucha sus pensamientos, alucina
sus delirios.
Para Marx y Engels, un loco es un idealista como cualquier
otro: como aquellos filósofos especulativos que alucinan entes ideales en lugar
de percibir las cosas materiales, pero también como los capitalistas y sus
ideólogos, los economistas liberales ingleses, quienes remplazan el mundo
material, el del hambre y la miseria, el de la vida real de los trabajadores en
carne y hueso, por abstracciones formales como cifras y estadísticas, precios y
salarios, cantidades y dividendos. El ideólogo del capitalismo es un loco de
atar, un idealista consumado, que imagina tazas de ganancia e índices de
crecimiento ahí en donde sólo hay cosas tan materiales como la vida, el
trabajo, la explotación, la frustración, el sufrimiento. Ahí en donde no hay
más que hombres y mujeres inmolando sus vidas al sistema, el idealista del
capitalismo delira y alucina plusvalías, piensa y percibe inversiones
rentables, números que se tornan cosas que a su vez cobran una extraña vida que
les permite moverlo todo, arreglarlo todo, responsabilizarse de todo, como si
fueran los sujetos, agentes, causantes de todo lo que ocurre.
Los idealistas hacen que las ideas tengan movimiento propio
y sean aquello por lo que se ve movido el mundo material. Para el economista
liberal, como para el tecnócrata neoliberal, la riqueza, o más bien una idea
formal y abstracta de la riqueza, consigue bastarse a sí misma para generar más
riqueza, crear empleos, asegurar bienestar, cambiar la sociedad, mover a
México. De igual modo, para un filósofo idealista como Hegel, el espíritu es
capaz de animar a los pueblos, gobernar como Estado y hacer la historia de la
humanidad.
Tanto en el formalismo capitalista como en el idealismo
filosófico, el polo activo, práctico, está en las ideas y no en las cosas
materiales. El mundo y sus habitantes no se mueven aquí por sí mismos, sino que
son movidos por dioses y conceptos, por supersticiones y explicaciones, por
dogmas y razones, por lo que se cree y por lo que se piensa. Todo esto da lugar
a teorías delirantes que sólo pueden llegar a desenvolverse y concretarse
prácticamente a través de una verdadera praxis alucinatoria. La alucinación
realiza lo que no puede ni vivirse ni hacerse.
A falta de un mundo externo material en el que podamos
luchar por nuestros deseos, nos damos el gusto de soñar su inmediata
realización y satisfacción en el mundo interno inmaterial. Este mundo no exige
luchar por ideas que se realizan con tan sólo pensarlas. El idealismo
filosófico y económico nos permite así alegorizar, escenificar y representar de
forma sensible una infinidad de ideas que nos vienen a la mente. Sin embargo, y
éste es el punto importante, el mismo idealismo impide pensar aquellas ideas
que sólo pueden pensarse a través del gesto, la acción, la lucha, la praxis
materialista y no alucinatoria.
Desde el punto de vista de Marx y Engels, la praxis
materialista difiere claramente de la praxis alucinatoria en la que vemos
coincidir a locos y cuerdos, a economistas y filósofos, pero también a teólogos
y psicólogos. Todos ellos dan una forma sensible a sus ocurrencias
inteligibles, mientras que un luchador social o político descubre nuevas ideas,
nuevas entidades inteligibles, en la materialidad sensible del mundo en el que
se hunde a través de su praxis. Esta materialidad, siempre tan llena de ideas
nuevas que sólo ahí se encuentran, es aquello que faltaría en la praxis
alucinatoria de los locos y de otros idealistas. Unos y otros alucinarían lo
que ya conocen, lo que está en ellos, en lugar de conocer algo nuevo que no
está en ellos, sino fuera, en la mayor mina de ideas que exista, en las
entrañas del mundo en las que sólo puede profundizarse al hundirnos en lo que
nos rodea a través de una acción transformadora.
El interior del mundo sería lo desconocido en el idealismo
psicótico al igual que en el filosófico y el económico. Parecería entonces que
ambos idealismos son equivalentes, incluso idénticos para Marx y Engels, pero
en realidad no lo son. Un loco tiene la suerte de no ser igual a un cuerdo
idealista. El cuerdo sólo consigue dar una forma sensible a las bien conocidas
ideas que expresan claramente sus necesidades e intereses de clase, mientras
que el loco tiene muchas otras ideas que escapan al ámbito de la necesidad y
del interés, que a menudo se liberan de sus determinaciones clasistas y que
manifiestan deseos desconocidos, insospechados, inconfesables e incluso
inimaginables entre los cuerdos.
Difícil prever las teorías que brotan y que revisten
aspectos prácticos visibles y audibles en la cabeza de un loco. Sus
alucinaciones consiguen liberarlo de todo lo que cierra el horizonte de los
cuerdos. Nadie ha conquistado esa libertad que un alucinado conquista
virtualmente para todos.
La praxis alucinatoria de un loco nos ofrece algo
quizás más importante que lo revelado en la praxis materialista de un luchador.
Quien lucha nos descubre las entrañas del mundo existente, pero sólo quien
enloquece consigue mostrarnos el fondo insondable de un mundo que todavía no
existe y que tal vez debiera existir.