Karl Marx ✆ A.d. |
Horacio Tarcus |
Una vez superado el clima de antimarxismo dominante en los años ochenta
(reactivado tras el derrumbe de la URSS), el Marx del siglo XXI quedó liberado
de la pesada hipoteca de ser responsable intelectual de los comunismos reales
del siglo XX. El desprestigio de estos “ismos”, la desaparición de Moscú y
Pekín como centros de codificación del “marxismo”, el descrédito de los
manuales de “marxismo-leninismo” y de las interpretaciones canónicas que
culminaban en el triunfo inexorable del comunismo, con sus líderes infalibles y
sus Estados guía, arrastraron en un primer momento a Marx y su obra. Sin
embargo, Marx volvió a emerger de entre los escombros del Muro de Berlín. No el
mismo Marx, sino uno más secularizado, menos fijado a las experiencias
políticas y los sistemas ideológicos del siglo XX, siglo que concluyó con la
esperanza de “volver a Marx”. En efecto, la narrativa dominante en los ochenta –según la
cual el autor de El Capital era sin más el padre de la criatura y que de él a
Stalin y al gulag no había más que una línea necesaria de desarrollo- comenzó a
debilitarse a fines de siglo. Incluso admitiendo que la profecía de la
emancipación humana había fracasado, el mundo globalizado era asombrosamente
parecido al descripto por Marx en el Manifiesto
Comunista. La nueva crisis mundial que estalló en 2008 vino a recordarnos
que al menos el diagnóstico crítico sobre la expansión del capitalismo con sus
crisis periódicas y con su carga de miseria, exclusión y violencia sistémica,
permanece vigente. Nuevas ediciones de El capital se reactivan entonces en todo
el globo.
Cada época histórica recompone el corpus de las obras
legadas por un autor conforme lo aborda con renovados interrogantes. Ciertas
obras, canónicas en un tiempo histórico, pasan en otro a un segundo o tercer
plano, mientras que algunas que eran laterales ayer ocupan hoy el centro del
canon. A la hora de organizar una Antología
de Marx no destinada al especialista, nos enfrentamos al problema de escoger
–no para lectores intemporales sino para lectores del siglo XXI- entre obras de
largo aliento y artículos periodístico, ensayos históricos y manifiestos,
borradores y cartas privadas.
El criterio adoptado en la presente selección no sigue
los lineamientos de buena parte de los marxismos del siglo XX, que distinguían
entre un “joven Marx” a un “Marx científico”, un Marx de la ética y la
subjetividad a un Marx estructural de las leyes objetivas de la historia.
Tampoco distingue entre el Marx del “materialismo
dialéctico” y el del “materialismo histórico”. No es una Antología temática,
porque Marx no fue, estrictamente hablando, ni un filósofo, ni un economista,
ni un historiador ni un organizador político. Y al mismo tiempo, en cierto
sentido, fue todo eso. Este libro procura ofrecer una muestra de los diversos
géneros discursivos cultivados por Marx a lo largo de su vida así como de sus
diversos perfiles: un Marx capaz de desafiar los sistemas filosóficos de su
tiempo, postular un nuevo lenguaje para la política, abordar el ensayo
histórico-político y al mismo tiempo someter a crítica radical una ciencia
emergente, la economía política.
La Antología se
compone de textos provenientes de diversos registros y escritos entre 1843 y
1875; en aras de la contextualización histórica, hemos respetado el orden
cronológico. Todos ellos se deben a la pluma de Marx; sólo uno, el Manifiesto
comunista, si bien fue redactado por él, apareció años después en coautoría con
Friedrich Engels. En las líneas que siguen, nos limitaremos a presentarlos
ofreciendo un breve contexto de cada obra y una glosa sucinta (por razones de
espacio, no hemos podido consignar sino muy someramente el vasto debate y la
pluralidad de lecturas que suscitó cada texto). Antes que una introducción
erudita, proponemos una guía que haga accesible la lectura, pero sobre todo que
la estimule.
Karl Heinrich Marx nació el 5 de mayo de 1818 en Tréveris,
una pequeña ciudad del Reino de Prusia. Su padre, el abogado Heinrich Marx,
descendía de una familia de rabinos pero, imbuido del espíritu de la
Ilustración que penetró durante los años de la Revolución Francesa y de las
guerras napoleónicas, se había apartado de la religión paterna, educando a sus
hijos en la lectura de Voltaire, Rousseau y Kant. Karl Marx viajó a Bonn para
seguir la carrera de Derecho, no sin antes comprometerse con la hermana de un
compañero de estudios, Jenny von Westphalen, que sería la compañera de toda su
vida. Luego se trasladó a Berlín, epicentro de la vida intelectual alemana,
donde obtendrá en 1841 el título de doctor en Filosofía con una tesis sobre
Demócrito y Epicuro.
En la época en que Marx concluía sus estudios, Alemania no
estaba unificada en un Estado. En el único terreno en que era contemporánea de
Inglaterra o Francia era el teórico. Pese a su gran tradición filosófica, en la
Prusia dominada por Federico Guillermo IV imperaba un orden político y cultural
asfixiante. La intelectualidad liberal deploraba la ausencia de una burguesía
interesada en librar una lucha a fondo contra el absolutismo. Los disidentes
más radicalizados habían emigrado y los jóvenes intelectuales descontentos
tomaban partido y discutían de política a través de la filosofía.
Entre ellos se destacaba un núcleo de jóvenes filósofos:
Ludwig Feuerbach, David Strauss, Bruno y Edgar Bauer, Arnold Ruge, Moses Hess,
Max Stirner y los jóvenes Karl Marx y Friedrich Engels. Se los conocía como los
“jóvenes hegelianos”, porque mientras la llamada “derecha hegeliana” retomaba
los temas más conservadores del sistema de Hegel, ellos buscaron desarrollar
sus tendencias críticas. Entendían que Hegel, para evitar conflictos en la
Universidad de Berlín, se había cuidado de extraer todas las conclusiones de un
pensamiento radical y ateo. Así, el grupo se concentró en estudios de crítica
bíblica y teológica desde perspectivas antiabsolutistas, en un arco político
que iba de posturas más liberales (los hermanos Bauer) a perspectivas
democráticas radicales, y en algunos casos cercanas a cierto comunismo
filosófico de carácter humanista (Feuerbach, Ruge, Hess, el joven Engels y el
joven Marx).
En 1816, un edicto excluyó a los judíos de las funciones
públicas, colocándolos en una posición subalterna (como “tolerados”)
dentro del Estado prusiano. La llamada “cuestión judía” pasó a ser agitada por
la crítica antiabsolutista alemana. El propio padre de Marx debió convertirse
al protestantismo. Como sentenció Heinrich Heine, para los judíos “el bautismo
era el boleto de entrada en la cultura europea”. No obstante, apoyados por la
prensa liberal, los judíos no dejaron de reclamar la igualdad civil y política.
Bruno Bauer, uno de los jóvenes hegelianos, adoptó una postura peculiar. En “La
cuestión judía” (1842) señaló que en Prusia nadie podía emanciparse dado el
carácter religioso del Estado. La emancipación política sólo podría nacer a la
par de un Estado laico, moderno, un Estado abstracto que hiciese abstracción de
la religión privada de los ciudadanos libres e iguales. La paradoja planteada
por Bauer era que el judío reclamaba al Estado cristiano que abandonase su
prejuicio religioso, cuando él mismo no estaba dispuesto a liberarse del suyo.
La emancipación política implicaba que tanto cristianos y judíos abandonaran
sus esencias particulares para transformarse en ciudadanos en el interior del
Estado moderno.
El ala más radicalizada de los jóvenes hegelianos no recibió
el texto con beneplácito. Marx deploraba que Bauer no volviera el problema
contra el gobierno prusiano, y en su respuesta, “Sobre la cuestión judía”,
cuestionó la afirmación de Bauer según la cual “la abolición política de la
religión” significaría la “abolición de la religión en general”. Con la
separación moderna de la Iglesia y el Estado, la religión pasaba a ser una
cuestión privada, pero en los países donde se había consumado la “emancipación
política”, como en los Estados Unidos, no se perdía “la existencia vivaz y
vital de la religión” en la sociedad civil. El hecho, sigue Marx, es que el
Estado puede emanciparse de la religión (esto es, ser un Estado laico, moderno,
“abstracto”), mientras la gran mayoría de la sociedad sigue siendo religiosa.
Con la revolución burguesa (que Marx denomina aquí
“emancipación política”) el hombre se hace libre, pero mediante un rodeo: en
lugar de proclamarse él mismo ateo, proclama ateo al Estado. Es decir, en la
modernidad, el hombre reconoce a los otros hombres como hermanos y como iguales
sólo a través de la mediación del Estado. El Estado moderno pasa a ser, pues,
en el terreno político, el mediador imaginario entre los hombres que Dios
representaba en el terreno religioso. Por eso, se trata de pasar de la crítica
de Dios a la del Estado.
Pero Marx avanza un paso más y somete a crítica el
fundamento mismo de la emancipación política moderna: la Declaración de los
Derechos de Hombre y del Ciudadano. Así como la emancipación política deja
incólume la religión en la sociedad civil, otro tanto ocurre con la propiedad
privada. Las revoluciones burguesas separaron al Estado de la sociedad civil,
la política de la economía. El Estado “abolió la propiedad privada”, sólo en el
sentido de que esta ya no es un asunto político. En otros términos: la religión
o la propiedad privada no son ya asunto del Estado, sino de la sociedad civil.
Así, todos los ciudadanos son declarados libres e iguales ante la ley, con
abstracción de su religión, su propiedad, su educación, su ocupación o sus
blasones. Sin embargo, esa igualdad frente al Estado, si bien es una conquista
histórica en relación con el absolutismo, no abolió las desigualdades sociales
en la esfera de la sociedad civil: antes bien, el Estado moderno se funda en
esas desigualdades (“las presupone”). El Estado aparece como el garante
imparcial de todas las religiones particulares; ya no está vinculado a la
propiedad privada (la elección de sus representantes ya no se realiza entre los
propietarios), sino que es el garante imparcial entre los distintos
propietarios privados.
Entonces, así como el hombre del Estado cristiano llevaba
una doble vida (una celestial y otra terrenal), el hombre moderno también está
escindido entre su vida celestial como ciudadano en la comunidad política
estatal y otra terrenal en la sociedad civil, donde el hombre considera al otro
hombre instrumentalmente, como un medio para la realización de sus fines
privados. Marx quiere exceder la “emancipación política” de Bauer, llevando el
debate al plano de la “emancipación humana”, donde cada hombre individual se
reconoce como igual en los otros hombres, pues ha devenido “ser genérico”, no
ya en el plano abstracto y celestial del Estado, sino en el plano terrenal de
una sociedad que ha devenido Humanidad. Lo que aquí llama “emancipación humana”
es lo que Marx simultáneamente denomina “revolución comunista”.
“Sobre la cuestión judía” no formó parte de los textos
canónicos de Marx en el siglo XXI, ni se integró en las numerosas ediciones
soviéticas de Obras escogidas o Textos fundamentales, lo que no impidió que
suscitara lecturas fuertes y debates. La identificación metafórica entre
judaísmo y modernidad capitalista, aunque corriente entre los jóvenes
hegelianos, hiere la sensibilidad del lector contemporáneo y ha dado lugar a
reiteradas acusaciones de antisemitismo a este nieto de un rabino. También ha
levantado polémica la crítica marxiana a los fundamentos teóricos de los
Derechos del Hombre. Para Louis Althusser formaba parte de la obra del “joven
Marx”, aún no marxista; para Lucio Colletti, en cambio, su crítica de la
política y el Estado modernos –tributaria del pensamiento revolucionario y
democrático de Rousseau- es concluyente, y el Marx maduro poco podrá añadirle.
En el último cuarto de siglo, “Sobre la cuestión judía” ha sido objeto de
reediciones y reevaluaciones, sobre todo como crítica radical de la
representación política.
En 1883, después de la muerte de Marx, su amigo Engels
revisó su cuaderno de apuntes juveniles y encontró once breves notas de crítica
filosófica redactadas entre mayo y julio de 1845. Las publicó como apéndice a
su libro Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (1888) bajo
el título de “Tesis sobre Feuerbach”, presentándolas como “el primer documento
en que se expone el núcleo genial de la nueva visión del mundo”.
Redactadas por Marx en forma aforística, encierran en su
condensación una enorme complejidad, que dio lugar a innumerables
interpretaciones. Pero la lectura dominante se hizo en clave practicista, al
extraer del conjunto la célebre tesis XI: “Los filósofos no han hecho más que interpretar
de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Una
primera lectura parece llevarnos a entender que Marx cuestiona la
interpretación como mera especulación improductiva y llama, en cambio, a la
acción transformadora, revolucionaria. Sin embargo, en otras tesis Marx contradice
explícitamente esa lectura, refiriéndose positivamente al trabajo de
interpretación: “lo primero que hay que hacer es comprender el mundo en su
contradicción y luego revolucionar[lo] prácticamente” (tesis IV); la solución
al problema ha de buscarse “en la práctica humana y en la comprensión de esa
práctica” (tesis IX).
La perspectiva vulgar reintroduce el dualismo entre objeto y
sujeto, entre teoría y práctica, justamente lo que las tesis cuestionan. Marx
busca superar dialécticamente la perspectiva materialista (cambio de la
conciencia por las circunstancias) y la idealista (producción de las
circunstancias objetivas por la conciencia subjetiva) con el concepto de praxis
humana, a través del cual concibe el objetivo (el mundo real, sensorial, social)
como subjetividad, producto de la actividad humana; al mismo tiempo que concibe
la propia subjetividad, la acción humana, como un proceso objetivo, histórico.
La realidad humana, social, es desesencializada, concebida en su carácter
relacional (“conjunto de relaciones sociales”). En la praxis humana
transformadora, “revolucionaria”, coinciden el “cambio de las circunstancias” y
el cambio de la conciencia humana (tesis III): sólo desde su perspectiva se
disuelven las formas reificadas de lo social en tanto mera Objetividad
(determinando los sujetos) o pura Subjetividad (la conciencia produciendo lo
real).
Lo que Marx reprocha a la filosofía de Feuerbach es su
incapacidad de exceder el conocimiento especulativo y comprender que es en la praxis
revolucionaria del proletariado que se sintetizan conocimiento y acción, teoría
y práctica, sujeto y objeto. Esta praxis no es, entonces, mera práctica; ni una
interpretación teórica “ligada” a una práctica o “acompañada” por una práctica,
sino la actividad humana total, “crítico-práctica” a un tiempo, en la cual la
teoría ya es praxis revolucionaria y la práctica está cargada de significación
teórica. Tal centralidad teórica reviste esta categoría en el pensamiento de
Marx que Antonio Gramsci utilizaba la expresión “filosofía de la praxis” como
sinónimo de marxismo.
En el verano de 1845, Marx aceptó la invitación de Engels de
realizar un viaje a Inglaterra, donde su amigo le presentó algunas figuras del
movimiento cartista así como de la Liga de los Justos, una asociación de
emigrados alemanes de orientación jacobino-comunista. En febrero de 1846 ambos
crearon en Bruselas el Comité de Correspondencia Comunista, que regularizó los
intercambios con las secciones de la Liga de los Justos de Londres y París, al
mismo tiempo que libraba una batalla teórica contra las diversas formas de
socialismo y comunismo entonces imperantes. A principios de febrero de 1847
llegó a Bruselas el relojero Joseph Moll, enviado desde Londres por la Liga
para proponer a Marx y Engels su afiliación. Los amigos provocaron en su seno
una verdadera revolución copernicana. Ya en el primer Congreso de la Liga,
realizado en el verano de 1847 y en el que participó Engels, fue rebautizada
Liga de los Comunistas. Su antiguo lema, “Todos los hombres son hermanos”, fue
reemplazado por “¡Proletarios de todos los países, uníos!”. De una agrupación
conspirativa y semisecreta, Marx y Engels promovieron una organización política
pública, con una estructura interna democrática. El Congreso resolvió lanzar
una publicación (Revista Comunista), adoptar un estatuto y dar a conocer una
profesión de fe. En el segundo congreso, celebrado en noviembre de ese mismo
año, la redacción de este programa le fue encomendada a Marx.
Lo redactó en Bruselas, entre diciembre de 1847 y enero de
1848, y si bien tuvo a la vista los borradores de los “Principios del
Comunismo” que a tal efecto le había enviado Engels, desestimó el formato
catequístico de preguntas y respuestas para adoptar la forma moderna de
manifiesto. El folleto apareció en Londres en los últimos días de febrero de
1848, con el título Manifest der
kommunistischen Partei sin el nombre de sus autores, desapareció en la
borrasca de las revoluciones europeas de 1848 y de la contrarrevolución que le
siguió, y fue prácticamente olvidado, incluso por ellos, durante un cuarto de
siglo. Sólo a partir de la edición alemana de 1872 aparecieron en tapa los
nombres de Marx y Engels y se abrevió su título como Manifiesto Comunista.
Desde entonces se irradió por todo el globo y se tradujo a
todas las lenguas. Millones de personas, en todos los rincones del mundo, se
introdujeron al socialismo a través de sus páginas vibrantes. Allí donde se
fundaba un Partido socialista y, años más tarde, un Partido comunista, se
lanzaba una nueva edición del Manifiesto. Con todo, su irradiación excedió la
esfera del movimiento obrero y las izquierdas. A un siglo y medio de su
aparición, nuestro lenguaje político y hasta nuestra imaginación histórica
siguen siendo tributarios de sus imágenes poderosas: el fantasma del comunismo
que recorre el mundo; la historia de la sociedad humana como lucha de clases;
un mundo crecientemente globalizado por una expansión irrefrenable del capital
que ahoga el fervor religioso y el sentimiento caballeresco en “las heladas
aguas del cálculo egoísta”; una burguesía mundial que, como un mago incapaz de
controlar las potencias infernales desencadenadas por sus conjuros, no puede
existir sin revolucionar incesantemente los medios de producción; un
capitalismo que en su expansión sólo aplaza una crisis final resultante de la
contradicción insalvable entre el crecimiento de las fuerzas productivas y el
estrecho marco de sus relaciones de producción; y un proletariado internacional
como sujeto de la emancipación humana. La célebre invocación final
–“¡Proletarios de todos los países, uníos!”- ha sido una de las ideas-fuerza
más resonantes de la era contemporánea, presente en todas y cada una de las
grandes gestas de solidaridad internacional.
El auge de la cultura marxista de los años sesenta y setenta
fue acompañado por incontables reediciones. Pero desde los ochenta y noventa,
años de hegemonía neoconservadora, el Manifiesto vino a convertirse en un
concentrado de reduccionismo económico, esquematismo social y jacobinismo
político. En este contexto hostil Marshall Berman nos recordó que es uno de los
textos fundacionales de la modernidad, tomando como título de su libro una de
las frases que mejor expresa su experiencia intensa y vertiginosa: “Todo lo
sólido se desvanece en el aire”. Diez años después, una nueva recuperación del Manifiesto
provino de fuera del campo socialista: Jacques Derrida, el filósofo de la
deconstrucción, quiso ver en las tantas veces proclamada muerte de Marx la
presencia sobrevoladota de su espectro: “Al releer el Manifiesto y algunas
otras grandes obras de Marx, me he percatado de que, dentro de la tradición
filosófica, conozco pocos textos, quizá ninguno, cuya lección parezca más
urgente hoy”.
Las revoluciones republicanas y democráticas que se
expandieron en 1848 por Europa occidental sacudiendo el poder de las monarquías
de la Santa Alianza concluyeron en dos o tres años con graves derrotas del
movimiento popular. Aunque Europa no sería la misma después de la Primavera de
los Pueblos, en 1852 el ciclo revolucionario se había cerrado con la
reafirmación del orden imperial. Alentado por la extensión de la revolución,
Marx había retornado a Alemania en 1848. Desde Colonia editó un periódico, la Nueva
Gazeta Renana, y participó en el ala democrático-radical del movimiento
republicano. Pero cuando el rey de Prusia retomó el control de la situación,
clausuró la gaceta y lo expulsó del país. En mayo de 1849, Marx se trasladó con
su familia a Londres, donde residiría hasta sus últimos días.
Las revoluciones de 1848 constituyeron un acontecimiento
extraordinario que puso a prueba la primera formulación de la concepción
materialista de la historia de Marx y Engels. La crisis económica de 1847 que
las precedió y su transformación en crisis política parecían confirmarla. La
expansión europea del conflicto era congruente con la tesis de la expansión
capitalista; también el llamado a una organización de los trabajadores que
excediera las fronteras nacionales. La teoría de las clases en lucha se
mostraba como una herramienta teórica imprescindible para explicar los
acontecimientos de la coyuntura crítica de 1848-1852, y la aparición del
proletariado como clase independiente, con su programa de República social
excediendo los límites de la República liberal, parecía ratificar la profecía
del Manifiesto.
Sin embargo, acontecimientos impensados antes de 1848
obligaban a Marx a reformular su modelo teórico, que suponía una burguesía
unificada en sus fracciones, hegemonizada por los capitalistas industriales y
rectora del Estado. El reflujo de las luchas proletarias y populares podía
explicarse por la prosperidad económica recobrada a fines de 1848, pero ¿cómo
entender que no fuese la burguesía industrial la que finalmente hegemonizaba el
proceso político y conquistaba el aparato de Estado, sino que fuera este el que
adquiría tan alto grado de autonomía frente a la burguesía? ¿Cómo explicar que
la crisis política fuera resuelta por un individuo hasta poco tiempo atrás
desprestigiado y exterior al sistema político como Luis Bonaparte? ¿Cómo la
burguesía industrial podía ser humillada por un don nadie con un acto que
parecía grotesco e irracional: un golpe de Estado que clausuraba la Asamblea
Nacional, daba por terminada la República burguesa y lo proclamaba Emperador?
¿Cómo comprender la anomalía del “bonapartismo”?
El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte -escrito entre
diciembre de 1851 y marzo de 1852- no es, entonces, una mera “aplicación” de la
concepción marxiana de la historia a la coyuntura de la Segunda República
francesa (1848-1852), sino el resultado de un esfuerzo por reformularla. El
texto ofrece un fresco histórico de los acontecimientos que se iniciaron con la
Revolución de Febrero y desembocaron en el golpe de Estado de 1851 en términos
de la lucha entre las clases y las fracciones de clase, sus exponentes
intelectuales y periodísticos así como sus representantes políticos, los
partidos. Pero da ahora mayor espesor explicativo a las representaciones y
autorrepresentaciones políticas, a los procesos de formación de la conciencia
colectiva, presentándonos a los actores de este drama histórico como atrapados
en el juego de sus ilusiones y sus estrechos intereses. Marx debió indagar en
la significación social de los imaginarios colectivos, en la inercia de la
memoria, en el peso de los muertos que obsesiona el espíritu de los vivos. La
opacidad de los procesos políticos reales para la conciencia de los actores
sociales y políticos que Marx ofrece en El Dieciocho Brumario contrasta con el
optimismo epistemológico del Manifiesto. Asimismo, su noción de “bonapartismo”
muestra cómo el Estado, que hasta el Manifiesto era concebido como “una junta
que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, podía alcanzar
una relativa autonomía frente a esta misma clase.
En los tiempos presentes, cuando el culto de la memoria ha
emergido como una reacción y una compensación al debilitamiento de la promesa
utópica de la modernidad, y cuando la celebración del pasado aplasta la imaginación
de otros futuros, no es casual que El Dieciocho Brumario sea uno de los textos
más leídos y reeditados de Marx.
Dijimos que para Marx el complemento de la igualdad
abstracta de los ciudadanos en el Estado era la desigualdad real de los hombres
en la sociedad civil. Entonces, si la clave de la dominación se encontraba en
esta esfera material que era el objeto de la economía moderna, el programa
teórico de Marx tomaría a partir de 1844 un nuevo rumbo; de la crítica del
derecho y el Estado, pasaba a la crítica de la economía política. Marx comenzó
sus estudios de economía en París, los prosiguió en Bruselas, los abandonó
durante los acontecimientos de 1848-49 y recién pudo retomarlos en 1850, ya en
Londres. Pero también ese proyecto se verá interrumpido reiteradas veces, una
de ellas por el proceso seguido contra sus compañeros de la Liga de los
Comunistas y muchas más veces por la necesidad de ganarse la vida a través del
periodismo. Finalmente, estimulado por la nueva crisis económica, elaboró un ambicioso
plan en varios volúmenes, que redactó entre 1857 y 1858. El primero y único de
todos estos cuadernos apareció en 1859 con el título de Contribución a la
crítica de la economía política.
El Prólogo que escribió para esta edición, en el que
recapitulaba su itinerario político-intelectual y anticipaba los resultados de
sus investigaciones, se convirtió en una de sus páginas más citadas. Las
fórmulas sobre el ser social que determina la conciencia, sobre la base
económica que condiciona las superestructuras, o sobre la contradicción entre
fuerzas productivas y relaciones de producción como motor de la historia, han
sido consideradas desde entonces como la quintaesencia del marxismo. La lectura
dominante, al colocar este texto en el centro del canon, presentaba al marxismo
como un determinismo económico conforme al cual la historia humana se
desplegaba como una serie sucesiva y necesaria de modos de producción. Cada
modo se sostiene sobre una estructura económica, base real sobre la cual se
erigen las superestructuras. Esa base estaría dinamizada por una dialéctica
entre las relaciones sociales de producción (propias de ese modo) y las fuerzas
productivas en crecimiento. Cuando estas ya no pueden ser contenidas por
las relaciones de producción vigentes, se inicia una revolución cuyo desenlace
permite la configuración de otras relaciones de producción, nueva forma que
favorecerá (durante otro largo ciclo histórico) el desarrollo de las fuerzas
productivas. Además, sobre la nueva base económica volverá a erigirse todo el
edificio de las superestructuras: un nuevo régimen de propiedad y todo un
sistema jurídico, una nueva forma de Estado, con las correspondientes formas de
conciencia.
De aquí se dedujo habitualmente que la superestructura
jurídico-política y la ideológica son formas reflejas y derivadas de una base
económica previa. Si la estructura económica es la base real, sujeta a una
dinámica propia, espontánea y autosuficiente, frente a ella superestructuras
como el sistema jurídico o el Estado no serían sino epifenómenos, funcionales a
sus necesidades, y las ideologías no expresarían sino formas ilusorias (la
“falsa conciencia”). Esta lectura en clave de determinismo económico irritaba a
Marx (“Todo lo que sé es que yo no soy marxista”, declaró) y llevó al viejo
Engels a ciertas matizaciones; en las cartas de sus últimos años advirtió que
el proceso de determinación económica no es directo, sino mediado por
instancias diversas, que las superestructuras también reaccionan sobre la
estructura económica, que debe estudiarse cada proceso histórico y no aplicar
modelos abstractos, y que los “factores” en juego en los procesos sociales son
muchos, de modo que lo económico sólo es determinante “en última instancia”. La
metáfora jurídica de Engels, sobre la cual corrieron ríos de tinta, morigeró el
férreo determinismo, pero no resolvió el nudo de la cuestión.
La conclusión que extrajo la literatura marxista vulgar es
que “para estudiar la sociedad no se debe partir de lo que los hombres dicen,
imaginan o piensan, sino de la forma en que producen los bienes materiales
necesarios para su vida”. Esto es: los procesos sociales no pueden ser
comprendidos en las formas ilusorias de las superestructuras jurídicas,
políticas e ideológicas, sino en las formas reales, materiales, del modo de
producción. Sin embargo, Marx hace en su libro exactamente lo contrario: parte justamente
de lo que los hombres “dicen, imaginan o piensan”. No nos olvidemos que la obra
se titula, justamente, Contribución a la crítica de la economía política y no
es otra cosa que la lectura crítica del discurso (en cierto modo científico y,
a partir de cierto punto, ideológico) de la economía política. Los textos de
Marx son, por regla general, crítica de otros textos, pues ya no cree que la
explotación, la verdad del capitalismo, pueda ser simplemente observada en su
autoevidencia. Y si lo único visible son sus síntomas, lo que nos ofrece es una
clave de lectura para descifrarlos.
La economía política es para él el modo en que la moderna
sociedad capitalista se piensa y se justifica a sí misma. Por eso afirma en el
Prólogo que “del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él
piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de transformación por su
conciencia”. Ahora bien: si no podemos juzgarlas simplemente por su conciencia,
tampoco podemos juzgarlas sin su conciencia. El único modo de conocer, para el
Marx de la Crítica, reside en leer crípticamente, en interpretar. La clave
hermenéutica que postula consiste en leer los testimonios de una época
(códigos, leyes, debates parlamentarios, economía política, filosofía, etc.) a
partir de “las contradicciones de la vida material”.
El derecho, el Estado, la política, la filosofía, son tan
reales como la economía: lo que Marx nos dice es que no podemos tratarlos
aisladamente, considerándolos de modo acrítico cuando pretenden ser
autosuficientes y fundarse en principios eternos y universales (la Justicia, el
Bien, etc.). En suma, remitiéndolos a las condiciones sociales (materiales) que
los han producido y a cuya reproducción sirven, estos discursos deben ser
leídos sintomáticamente: velan el carácter histórico y contradictorio de las
condiciones que los produjeron, pero también pueden revelarnos estas
condiciones si sabemos leer sus síntomas.
Para explicar su método Marx apeló a la metáfora
arquitectónica según la cual las “superestructuras” constituyen los pisos
visibles que descansan sobre una base, un cimiento no visible (y que el trabajo
de la crítica debe visibilizar).
El método de la crítica trabaja sobre los discursos que una
época histórica produce sobre sí misma: es lo que Marx denomina ideología. Allí
donde la ideología naturaliza, el método de la crítica historiza; donde la
ideología presenta unidad armónica, la crítica devela contradicción; donde la
ideología nos muestra lo universal, la crítica descubre lo particular. Desde
esta perspectiva, Marx actúa como “un descifrador de signos”, como un lector de
síntomas, uno de los “maestros de la sospecha” en compañía de Nietzsche y de
Freud.
Los primeros quince años de su vida de exiliado en Londres,
Marx los repartió entre el estudio en la biblioteca del British Museum y las
labores periodísticas. A fines de 1850, apenas comprendió que la economía salía
de su período recesivo y las contrarrevoluciones habían cerrado el ciclo
abierto en 1848, resolvió junto con Engels la disolución de la Liga de los
Comunistas. Mientras buena parte de sus miembros se empeñaban en sostenerla
contra viento y marea, Marx defendió su aislamiento de la acción política
inmediata. Entendió que el capitalismo no había agotado su ciclo histórico como
creía en tiempos del Manifiesto que su mejor aporte a la causa del proletariado
sería su crítica de la economía política. A inicios de 1851 le escribía a
Engels: “Estoy muy contento con el aislamiento público y auténtico en el que
nos encontramos ahora tú y yo. Responde perfectamente a nuestra posición y a
nuestros principios. Aquel sistema de concesiones recíprocas, de tolerar las
debilidades por cortesía, de compartir públicamente con esos asnos el ridículo
que echan sobre el partido, ahora todo eso ha terminado”.
Pero en la década de 1860 el movimiento obrero comenzó a
cobrar nuevo impulso, sobre todo en Inglaterra con el auge de las trade unions
y poco después en Francia cuando se derogó el delito de coalición. Aunque las
tradiciones políticas y gremiales eran diversas, de un lado y otro del Canal de
la Mancha los obreros comprendieron la necesidad de estrechar lazos. En
principio, debían solidarizarse en caso de huelga para evitar que los patrones
reclutaran “carneros” en otros países. Pero también para extender y profundizar
conquistas, como la que habían logrado los obreros ingleses con la jornada de
trabajo de diez horas. O para pronunciarse en forma conjunta ante acontecimientos
que los afectaban, como la insurrección polaca de 1863 que desafió la
dominación del Imperio Ruso. Y en julio de ese año una delegación de obreros
franceses viajó a Londres para participar en una manifestación franco-inglesa
en favor de Polonia. Los obreros acordaron la creación de una asociación
internacional y convocaron a un mitin para el 22 de julio de 1864. Le Lubez, un
emigrado francés activo entre los organizadores, le propuso a Marx participar
en nombre de los obreros alemanes. En carta a Engels, Marx le contó que había
decidido apartarse de su norma de “rechazar toda invitación” porque no se
trataba de meros grupos de emigrados ni de pequeñas sectas de conspiradores.
Engels le respondió que era conveniente entrar en contacto con gentes que, por
lo menos, “tienen el mérito de representar a su clase”.
Según su propio testimonio en la carta a Engels, para el
mitin Marx propuso a su amigo Eccarius como orador por los obreros alemanes,
mientras que él asistió desde el estrado “como un personaje mudo”. Ante un
salón colmado, hubo oradores ingleses, franceses, alemanes, italianos e
irlandeses. Finalmente se votó la creación de la Asociación Internacional de
los Trabajadores. Marx, uno de los pocos “letrados”, fue designado miembro del
comité que debía elaborar el programa y los estatutos.
Los primeros redactores presentaron proyectos que no
conformaron al comité, hasta que el trabajo le fue encomendado a Marx. El
“Manifiesto Inaugural” y los “Estatutos” fueron una obra maestra del equilibrio
político, pues en la Internacional habían convergido las más diversas
corrientes políticas del movimiento obrero europeo. El texto debía contener a
los sindicalistas ingleses, interesados en ganar las huelgas y sin cuidado de
su “misión histórica”; a los proudhonianos franceses, opuestos a las huelgas y
a la colectivización de los medios de producción; y a los mazzinianos,
comprometidos en la liberación de Italia y en mantenerse apartados de la lucha
de clases.
El “Manifiesto Inaugural”, redactado en inglés, comenzaba
presentando un cuadro de la clase obrera en Inglaterra cuya situación no había
mejorado después de un cuarto de siglo de vertiginoso desarrollo de la
industria y el comercio. Los informes de Gladstone, el canciller del Tesoro,
sobre el mejoramiento de las condiciones de la vida obrera son contrastados por
Marx con los crudos informes oficiales que médicos e inspectores levantaban en
las fábricas, enviados por el propio Parlamento. Son las mismas fuentes que
Marx está utilizando en la redacción de El capital. Esto le permite concluir
que, mientras exista el capitalismo, “cada nuevo desarrollo de las fuerzas
productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y
agudizará más cada día los antagonismos sociales”.
¿Y qué había sucedido en el mundo obrero durante estos
veinticinco años de “fiebre industrial, marasmo moral y reacción política”? A
pesar de la grave derrota, el movimiento obrero había obtenido dos importantes
conquistas. La clase obrera inglesa había conseguido la jornada de diez horas.
Y el movimiento cooperativo había mostrado con hechos que la producción en gran
escala “podía prescindir de la clase de los patronos”. Pero Marx no está
interesado en el reformismo sindical ni cree en la eficacia del cooperativismo.
Debe contenerlos en el programa y al mismo tiempo mostrar sus límites para
arribar finalmente al punto que le interesa. Escribe entonces que la
cooperación, para ir más allá de esfuerzos localizados, debe adquirir una
escala nacional, a lo que se opondrán “los señores de la tierra y los señores
del capital”. Por ello, “la conquista del poder político” se ha vuelto “el gran
deber de la clase obrera”. Y termina el texto con la misma frase con que
concluía el otro Manifiesto: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.En la
primera línea de los “Estatutos”, Marx estampó otra de las divisas del
movimiento obrero internacional: “La emancipación de la clase obrera debe ser
obra de los obreros mismos”.
El comité aceptó con ligeras reformas ambos textos, que se
incorporaron como documentos liminares de la Internacional. Marx ya no era un
actor mudo, sino que pasaría a ser el redactor (ciertamente anónimo) de casi
todas las resoluciones del Consejo General. Sin embargo, la afirmación de la
independencia de clase, de su organización en partido y de la conquista del
poder político tendría graves consecuencias. En lo inmediato, provocó el
alejamiento de los mazzinianos, disconformes con el carácter clasista adoptado.
Y pocos años después, estuvieron en el centro del debate con los bakuninistas,
que rechazaban la organización política del proletariado y la lucha por el
poder.
La Internacional creció modestamente en sus primeros años,
pero para fines de la década de 1860 contaba con 800 000 afiliados repartidos
en una decena de países europeos, aunque con ramificaciones en diversos puntos
del globo. Los diarios de sus secciones se vanagloriaban de alcanzar los siete
millones de lectores. La crisis económica de 1867 había suscitado un poderoso
movimiento huelguístico. Los gobiernos atribuían la responsabilidad de las
huelgas a la Internacional, aunque en verdad eran las huelgas las que sumaban
obreros a las filas de la Internacional. Para comienzos de la década de 1870
esta había alcanzado la fuerza de un mito, y su solo nombre bastaba en
ocasiones para que los patrones cedieran. Sólo con la derrota de la Comuna de
París de 1871, cuyo carácter heroico y anticipatorio Marx defendió con su
célebre alocución “La guerra civil en Francia” ante el Consejo General de
Londres, comenzó el declive de la Internacional.
Aunque siempre sometido a interrupciones dictadas por las
actividades políticas, las penurias económicas y las enfermedades, Marx no
abandonó su obra de crítica económica. A mediados de 1860, su proyecto de
publicar un segundo cuaderno de su Contribución a la crítica de la economía
política había quedado en el olvido. Para entonces, había reestructurado el
plan de la obra, que ahora se titularía El capital. A pesar de los apremios de
sus editores, de su amigo Engels y su propia familia, Marx estaba dominado por
un afán de perfeccionismo que lo llevaba a reelaborar sin cesar sus planes y re
escribir íntegramente sus textos. Se han contabilizado catorce versiones del
plan de la obra. Sus numerosos manuscritos económicos están aún hoy en curso de
publicación.
Marx consiguió finalmente un editor en Hamburgo dispuesto a
afrontar los riesgos. El capital. Crítica de la economía política apareció a
principios de septiembre de 1867 con un tiraje de 1000 ejemplares. Fue
inicialmente ignorado por los economistas, pero su amigo Engels escribió en
forma anónima las primeras reseñas, a las que siguieron otras al año siguiente
en la prensa socialista de Alemania.
En el Prólogo a la primera edición el autor define su
objeto: “el régimen capitalista de producción y las relaciones de producción y
circulación que a él corresponden”. En el Posfacio a la segunda edición alemana
(1873), respondiendo a las primeras objeciones cosechadas por la obra, Marx
reconoce como propio el “método dialéctico”, que, nos advierte, no es el de
Hegel, sino su “antítesis”. Puesto que el filósofo alemán convierte a la Idea
en demiurgo de lo real, la dialéctica aparece en sus manos invertida, “puesta
de cabeza”. Para Marx se trata de “darle la vuelta”, de “ponerla en pie”, para descubrir
bajo la corteza mística la semilla racional”.
Después de un siglo y medio de querellas, la crítica no se
ha puesto de acuerdo en qué quiso expresar Marx con su metáfora de la
“inversión”. Por una parte, reconoce en Hegel el mérito de haber formulado
dicho método, lo que permite entender que basta apropiarse de él desde una
perspectiva materialista para operar una inversión. Pero también dice que su
método es la “antítesis” del de Hegel: ¿hay, entonces, dos métodos dialécticos
contrapuestos? Marx nos recuerda su ajuste de cuentas con Hegel cuando “estaba
de moda”, pero también nos relata que en años recientes se declaró
“abiertamente discípulo de aquel gran pensador” cuando la Alemania “culta”
comenzó a tratarlo “como a un perro muerto”. Entonces, ¿es esta reaproximación
el resultado de un gesto de generosidad intelectual, o bien la filosofía del
maestro se fue aquilatando en su proceso de maduración intelectual? ¿Se limitó
Marx a “coquetear de vez en cuando” con su estilo en las primeras páginas de El
capital como declara en el Posfacio, o bien, como vieron muchos intérpretes, la
filosofía de Hegel informa el método y la estructura de toda la obra? Como
quiera que se respondan estas preguntas, lo cierto es que Marx no “liquidó” la
herencia filosófica de Hegel en 1845 de una vez y para siempre. Sus cartas, sus
notas y sus obras nos muestran que prosiguió el diálogo crítico con su viejo
maestro a lo largo de toda una vida. Es que, como observó Derrida, una herencia
nunca es algo dado, es una tarea.
Ofrecemos al lector dos capítulos emblemáticos del primer
volumen de El capital, que permiten, en cierta medida, una lectura autónoma. El
primero, “La mercancía”, es el que abre la obra. El capitalismo, comienza Marx,
se presenta como un inmenso cúmulo de mercancías. Marx no dice que el
capitalismo sea eso, sino que así “se presenta” o “se nos aparece”. La
mercancía se nos aparece como algo concreto, y sin embargo, veremos, es lo más
abstracto. Conforme a su “método dialéctico”, Marx nos llevará de lo abstracto
a lo concreto, de la parte a la totalidad, de la apariencia objetual a la
esencia relacional de las figuras de este drama: la Mercancía, el Dinero y el
Capital. Nos advierte que el camino es arduo, pero el único que nos permitirá
descifrar el enigma de la economía política: ¿cómo es posible producir valor (y
acumular capital) si la economía mercantil se rige por un intercambio “justo”,
esto es, por un intercambio de equivalentes?
Marx manejará el suspenso a lo largo de los primeros
capítulos. La respuesta no la encontraremos en el movimiento de las mercancías,
aunque Marx nos revelará el fetichismo que esta entraña y su secreto. Tampoco
vamos a encontrarla en el capítulo del dinero, pues por fascinante y seductor
que se nos aparezca este fetiche moderno, estamos todavía en la esfera de la
circulación, del intercambio de equivalentes, donde no puede haber producción
de valor. Recién en el capítulo 4 nos invitará a abandonar “esa ruidosa esfera
instalada en la superficie y accesible a todos los ojos, para dirigirnos, junto
al poseedor de dinero y al poseedor de la fuerza de trabajo, siguiéndole los
pasos, hacia la oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: ‘No admittance except on business’ [Prohibida
la entrada salvo por negocios]”. Veremos aquí no sólo cómo el capital produce, sino
también cómo se produce el capital Se hará luz, finalmente, sobre el misterio
que envuelve la producción del plusvalor. Estamos ahora ante la respuesta al
enigma: la teoría marxiana del valor trabajo. Queda atrás, pues, la esfera de
la circulación, esto es, la del intercambio de equivalentes, que Marx equipara
con el ámbito del derecho, donde se hace abstracción de las desigualdades
reales entre los hombres para considerar a los ciudadanos como iguales; la
esfera desde la cual los intercambios de equivalentes se nos aparecen como
justos y los contratos, como el “contrato” salarial, como un acuerdo justo
entre partes, entre hombres libres e iguales.
A contrapelo de ciertas lecturas que pasan velozmente las
primeras páginas de El capital (a veces por su complejidad, pero otras por
tomar prudente distancia frente a esta “recaída” hegeliana de Marx), Fredric
Jameson nos recordó recientemente que el capítulo 1 ofrece la “clave
hermenéutica” para el conjunto de la obra.” Este capítulo muestra las
mercancías como productos humanos, materialización de las relaciones
establecidas entre los hombres que, sin embargo, en el proceso secular de
generalización de los intercambios, se les terminan apareciendo a los mismos
productores como autónomas, dotadas ellas mismas de valor intrínseco. Los
objetos (los productos humanos) devinieron sujetos (“fetichismo”) al mismo
tiempo que los sujetos se volvieron objetos, esclavos de sus designios
(“cosificación”). Para Marx, como dijimos antes, la historia la hacen los
hombres, pero los hombres se enajenan en este hacer y se vuelven impotentes
frente a lo que han hecho.
¿Cómo escapar al fetichismo y la cosificación? Teóricamente
hablando, a través del método de la crítica. Pero la solución sólo puede provenir
de la praxis social: cuando la humanidad se organice como comunidad y asigne,
en forma colectiva, consciente y racional, los recursos materiales y humanos
conforme a sus deseos y necesidades. Sólo cuando la comunidad humana deje de
regirse por el automatismo del mercado, las relaciones sociales se harán claras
y racionales: entonces, los fetiches se habrán desvanecido y los hombres, ya
organizados como productores libremente asociados, habrán recuperado su
condición de sujetos.
El otro capítulo escogido de El capital el 24, “La
llamada acumulación originaria”, que el propio autor recomendaba como uno de
los más accesibles, pues ofrece un relato de la génesis histórica del capital.
Contra la leyenda que buscaba el mito de los orígenes en la abstinencia y el
ahorro de los más laboriosos, Marx señala que el capital ha llegado al mundo
“sudando sangre y Iodo por todos sus poros”. De una parte, en la formación de
los grandes capitales desempeñaron “un gran papel la conquista, la
esclavización, el robo y el asesinato; la violencia, en una palabra”. Pero como
el capital no es una acumulación de dinero sino una relación social, era
necesario generar la segunda condición de la producción capitalista: la
disociación entre los trabajadores y los medios de producción. Ya que para el
siglo XV en Inglaterra las relaciones de producción precapitalistas eran
fundamentalmente agrícolas, y el campesinado era dueño de una parcela de
tierra, esta condición de la producción capitalista se realizó expropiando su
tierra al productor rural. Arrojado a su suerte, las leyes contra el
vagabundaje terminaron por disciplinarlo, convirtiéndolo en el moderno
proletario de las ciudades fabriles.
Escapa a estas breves líneas una evaluación del
extraordinario impacto que ha tenido El capital no sólo en el pensamiento
económico, sino también en el filosófico, histórico, antropológico y político
del siglo XX. Su historia es, desde luego, la historia de las refutaciones, las
defensas, los desarrollos y, en suma, los debates que ha generado. Si la
economía académica pudo ignorar la obra durante la vida de su autor, no hubo
economista que, desde fines del siglo XIX y a lo largo del XX, pudiera evitar
el careo con ella.
Acaso porque fundó su teoría comunista sobre la crítica de
las utopías sociales del siglo XIX, Marx sentía horror por las anticipaciones.
A diferencia de quienes buscaban “anticipar dogmáticamente el mundo”, se había
propuesto desde sus textos juveniles “encontrar un mundo nuevo mediante la
crítica del antiguo”. Por eso, es poco lo que ha dejado escrito acerca de cómo
pensaba que se organizaría la sociedad el futuro.
De ahí la relevancia de la Crítica al Programa de Gotha. Se
conoce con este título una serie de notas críticas que Marx realizó al programa
que en 1875 unificó a los socialistas alemanes en un congreso realizado en la
ciudad de Gotha. Las precedía una carta a uno de los dirigentes del partido,
Wilhelm Bracke. El texto fue dado a conocer por Engels en 1891, cuando el
Partido Socialdemócrata Alemán se disponía a tratar la cuestión del programa en
un nuevo congreso.
Para 1875 la Internacional prácticamente había dejado de
existir. Marx y Engels ejercían un gran ascendiente teórico sobre la nueva
generación de socialistas alemanes que en 1869 habían fundado el Partido Obrero
Socialdemócrata de Alemania (SDAP, por sus siglas en alemán) y adoptado en su
congreso fundacional el llamado Programa de Eisenach (por la ciudad en que se
celebró). En 1875 el SDAP se fusionó con la Asociación General de Trabajadores
de Alemania, creada en 1863 bajo la inspiración de Ferdinand Lassalle. En el
Congreso de Gotha “lassalleanos” y “eisenachianos”, como se los conocía, se
unificaron en el Partido Socialista de los Trabajadores Alemanes. El SDAP
adoptó entonces el Programa de Gotha, que mereció las críticas de Marx por
incorporar concesiones ideológicas a la teoría política lassalleana.
Una de ellas es el “derecho del trabajador al producto
íntegro de su trabajo”. Marx consideraba inviable esta demanda, tanto en el
capitalismo como en el socialismo. Incluso en este deberá deducirse del fruto
del trabajo colectivo una serie de recursos destinados a reponer los medios de
producción consumidos, a ampliar la producción, a sostener el gasto social
(salud, educación, etc.). El problema ya no se planteará en “una sociedad
colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción”, pues
en ella “los productores no cambian sus productos”: no hay mercado. Se plantea
en una sociedad “que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que,
por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos [...] el sello de la vieja
sociedad de cuya entraña procede”. A la vez, “el productor individual obtiene
de la sociedad [en transición] -después de hechas las obligadas deducciones-
exactamente lo que ha dado”. Aunque el dinero ha sido reemplazado por vales,
sigue rigiendo el intercambio de equivalentes: la sociedad le entrega al
trabajador “un bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo
(después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono
saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la
cantidad de trabajo que rindió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la
sociedad bajo una forma la recibe de esta bajo otra distinta”.
Al ponerse en práctica este derecho igual, en cierto modo,
sigue rigiendo –argumenta Marx- el derecho burgués, pues el derecho de los
productores es proporcional al trabajo rendido; la igualdad se mide por el mismo
rasero: el trabajo. Ahora bien, esta “igualdad” jurídica desconoce la
desigualdad social real, pues algunos “individuos son superiores, física e
intelectualmente, a otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o
pueden trabajar más tiempo”. Este derecho igual es, entonces, un derecho
desigual, en la medida en que desconoce las dispares aptitudes individuales de
los trabajadores. Marx es el menos igualitario de los igualitaristas.
Entiende que esta pervivencia del derecho burgués,
inevitable “en la primera fase de la sociedad comunista”, sólo se resolverá en
una fase ulterior, “cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de
los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre
trabajo intelectual y trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un
medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de
los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y
corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces
podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la
sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades;
a cada cual según sus necesidades!”.
A pesar de que Marx consideraba que estas cuestiones sólo
podían tratarse “científicamente”, sus ensoñaciones sobre una economía de la
abundancia lo instalaron en el terreno de las anticipaciones utópicas que tanto
detestaba. La crisis ecológica ha demostrado que los recursos del planeta son
finitos y que una producción sostenible debería estar orientada por las
necesidades sociales y también por la escasez de los recursos y las exigencias
de alcanzar un equilibrio con los ecosistemas naturales. Marx creyó que una
economía que hubiera abolido el mercado y la propiedad privada de los medios de
producción sería más o menos sencilla, transparente y manejable. No dejó ningún
lineamiento de cómo podría decidirse en forma democrática, en las sociedades
complejas del futuro, el empleo de recursos y la asignación de trabajo sin un
sistema de precios, sin cálculo de costos, en suma, sin acudir a los mecanismos
de mercado que supuestamente se han abolido o están en vías de desaparición. En
1917 los bolcheviques debieron inventar desde cero una economía socialista,
acudiendo al método de ensayo y error.
Problemas análogos se plantearon a la teoría marxiana del
Estado bajo el socialismo. Si Bakunin y los anarquistas lo cuestionaban como
partidario de un socialismo estatal, la Crítica muestra un Marx opuesto a la
estrategia lassalleana de educar a la clase obrera exclusivamente en la lógica
de peticionar ante el Estado para que fije límites a la dominación del capital.
Al respecto, Marx advierte acerca de las ilusiones de una alianza entre Estado
y clase obrera a expensas del capital. La demanda lassalleana de un “Estado
libre” era funcional a la política intervencionista, antiliberal y paternalista
del canciller Bismarck al frente del Estado prusiano. ¿Qué significa, pregunta,
que el Partido aspira a un “Estado libre”? “La libertad, replica Marx, consiste
en convertir al Estado, de órgano que está por encima de la sociedad, en un
órgano completamente subordinado a ella”. Lamentablemente no nos cuenta cómo
sería ese Estado, o ese no-Estado, en la sociedad comunista, aunque se plantea
con claridad los interrogantes: “¿Qué transformación sufrirá el régimen estatal
en la sociedad comunista? O, en otros términos: ¿qué funciones sociales,
análogas a las actuales funciones del Estado, subsistirán entonces?”.
Marx se limitó a advertir a sus amigos alemanes que “entre
la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la
transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período
corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser
otro que la dictadura revolucionaria del proletariado. También esta expresión,
que Marx utilizó en contadas ocasiones, ha hecho correr ríos de tinta. Y de
sangre, añadirán sus detractores. Lo cierto es que no nos habla de una
dictadura de Partido ni propone tampoco el retomo a un régimen despótico. Marx,
inspirándose en el modelo jacobino, piensa para la transición socialista en un
Estado obrero que, al mismo tiempo que realiza la democracia para las grandes
masas, deberá hacer uso de su poder dictatorial para defender las conquistas de
la revolución frente a los intentos de restauración capitalista. Aunque,
ciertamente, la experiencia de las revoluciones socialistas del siglo XX mostró
que esa tensión entre democracia de masas y centralización dictatorial del
poder se resolvió siempre contra la primera y a favor de esta última.
Karl Marx murió en Londres, el 14 de marzo de 1883. Apenas
once personas asistieron a su funeral. Pero su obra, como hemos visto, alcanzó
un extraordinario éxito póstumo. La gran prensa lo dio por muerto cuando se
cumplían cien años de su muerte. Con todo, su espectro no dejó de asediar al
capitalismo. Hoy Marx ha vuelto. Es posible que muchas de las preguntas que nos
planteamos a propósito de su obra, nos lleven (para utilizar la expresión de
Toni Negri) más allá de Marx. Pero lo que es indudable es que aún en el siglo
XXI, ya sea para descifrar nuestro presente, ya sea para realimentar la utopía
de excederlo, seguimos dialogando con él. Volvemos sobre sus análisis, su modo
de leer, sus imágenes, su promesa. “No hay porvenir sin Marx. Sin la memoria y
sin la herencia de Marx”.