Marcelo Musto |
El 28 de septiembre de 1864, la sala del St. Martin’s Hall, un edificio
situado en el corazón de Londres, se encontraba a rebosar. Habían concurrido
hasta abarrotarla cerca de dos mil trabajadoras y trabajadores para escuchar un
mitin de algunos sindicalistas ingleses y colegas parisinos. Gracias a esta
iniciativa nacía el punto de referencia del conjunto de las principales
organizaciones del movimiento obrero: la Asociación Internacional de
Trabajadores.
Lavoratori di tutto il mondo, Unitevi!
✆ Dibujo de Giuseppe Garibaldi
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En pocos años, la Internacional levantó pasiones por toda
Europa. Gracias a ella, el movimiento obrero pudo comprender más claramente los
mecanismos de funcionamiento del modo de producción capitalista, adquirió mayor
conciencia de su propia fuerza e inventó nuevas formas de lucha. A la inversa,
en las clases dominantes causó horror la noticia de la formación de la
Internacional. La idea de que los obreros reclamasen mayores derechos y un
papel activo en la historia suscitó repulsión en las clases acomodadas y fueron
numerosos los gobiernos que la persiguieron con todos los medios a su alcance.
Las organizaciones que fundaron la Internacional eran muy
diferentes entre sí. Su centro motor inicial fueron las Trade Unions inglesas,
que la consideraron como el instrumento más idóneo para luchar contra la importación
de mano de obra de fuera durante las huelgas.
Otra rama significativa de la
asociación fue la de los mutualistas, la componente moderada fiel a la teoría
de Proudhon, predominante en aquel entonces en Francia; mientras que el tercer
grupo, por orden de importancia, fueron los comunistas, reunidos en torno a la
figura de Marx. Formaron parte inicialmente también de la Internacional grupos
de trabajadores que reivindicaban teorías utópicas, núcleos de exiliados
inspirados por concepciones vagamente democráticas y defensores de ideas
interclasistas, como algunos seguidores de Mazzini. El empeño de lograr que
convivieran todas estas almas en la misma organización fue
indiscutiblemente obra de Marx. Sus dotes políticas le permitieron conciliar lo
que no parecía conciliable y le aseguraron un futuro a la Internacional. Fue
Marx quien le otorgó a la Asociación la clara finalidad de realizar un programa
político no excluyente, si bien firmemente de clase, como garantía de un
movimiento que aspiraba a ser de masas y no sectario. Fue siempre Marx, alma
política del Consejo General de Londres, quien redactó casi todas las
resoluciones principales de la Internacional. Sin embargo, a diferencia de lo
propagado por la liturgia soviética, la Internacional fue mucho más que solo
Marx.
Desde finales de 1866, se intensificaron las huelgas en
muchos países europeos y fueron el corazón vibrante de una significativa época
de lucha. La primera gran batalla ganada gracias al apoyo de la
Internacional fue la de los broncistas de París en el invierno de 1867. En este
periodo tuvieron también un desenlace victorioso las huelgas de los
trabajadores fabriles de Marchienne, las de los obreros de la cuenca minera de
Provenza, de los mineros del carbón de Charleroi y de los albañiles de Ginebra.
En cada uno de estos acontecimientos, se repite de modo idéntico la pauta: se
recauda dinero en apoyo de los huelguistas, gracias a los llamamientos
redactados y traducidos por el Consejo General y luego enviados a los
trabajadores de otros países, y al entendimiento a fin de que estos últimos no
lleven a cambio acciones de rompehuelgas. Todo lo cual obligó a los patronos a
buscar un compromiso y aceptar muchas de las peticiones de los obreros. Se
inició una época de progreso social, durante la cual el movimiento de
trabajadores consiguió mayores derechos para aquellos que aun no gozaban de
ellos, sin substraérselos, como prescribían en cambio las recetas liberales de
la derecha, a todos aquellos para los que ya se habían conquistado con esfuerzo.
Tras el éxito de estas luchas, fueron centenares de afiliados los que se
adhirieron a la Internacional en todas las ciudades en las que se habían
registrado huelgas.
No obstante las complicaciones derivadas de la
heterogeneidad de lenguas, culturas políticas y países implicados, la
Internacional logró reunir y coordinar más organizaciones y numerosas luchas
nacidas espontáneamente. Su mayor mérito fue el de haber sabido indicar la
absoluta necesidad de la solidaridad de clase y de la cooperación
transnacional. Objetivos y estrategias del movimiento obrero han cambiado
irreversiblemente y se han vuelto de enorme actualidad también hoy, 150 años
después.
La proliferación de huelgas cambió también los equilibrios
en el interior de la organización. Se contuvo a los componentes moderados y el
Congreso de Bruselas de 1868 votó la resolución sobre la socialización de
los medios de producción. Dicha acción representó un paso decisivo en el
recorrido de definición de las bases económicas del socialismo y, por vez
primera, uno de los baluartes reivindicativos del movimiento obrero quedó
integrado en el programa político de una gran organización. Sin embargo, tras
haber derrotado a los partidarios de Proudhon, Marx hubo de enfrentarse a un
nuevo rival interno, el ruso Bakunin, que se sumó a la Internacional en 1869.
El periodo comprendido entre el final de los años 60 y el
inicio de los años 70 fue rico en conflictos sociales. Muchos de los
trabajadores que tomaron parte en las protestas surgidas en este arco temporal
recabaron el apoyo de la Internacional, cuya fama se iba difundiendo cada vez
más. De Bélgica a Alemania y de Suiza a España, la Asociación aumentó su
número de militantes y desarrolló una eficiente estructura organizativa
en casi todo el continente. Llegó además también más allá del océano, gracias a
la iniciativa de los inmigrantes reunidos en los Estados Unidos de
Norteamérica.
El momento más significativo de la historia de la
Internacional coincidió con la Comuna de París. En marzo de 1871, tras la
terminación de la guerra franco-prusiana, los obreros expulsaron al gobierno
Thiers y tomaron el poder. Esto constituyó el acontecimiento político más
importante de la historia del movimiento obrero del siglo XIX. Desde ese
momento, la Internacional estuvo en el ojo de huracán y adquirió gran
notoriedad. En boca de la clase burguesa, el nombre de la organización devino
sinónimo de amenaza al orden constituido, mientras que en que la de los obreros
asumió el de esperanza en un mundo sin explotación ni injusticias. La Comuna de
París le dio vitalidad al movimiento obrero y le movió a asumir posiciones más
radicales. Una vez más, Francia había mostrado que la revolución era posible,
que el objetivo podía y debía ser la construcción de una sociedad radicalmente
diferente de la capitalista, pero también que para alcanzarlo, los trabajadores
tendrían que crear formas de asociación política estables y bien organizadas.
Por esta razón, durante la Conferencia de Londres de 1871
propuso Marx una resolución sobre la necesidad de que la clase obrera se
dedicara a la batalla política y construyera, allí donde fuera posible, un
nuevo instrumento de lucha considerado indispensable para la revolución: el
partido (entonces utilizado sólo por los obreros de la Confederación
Germánica). Muchos, sin embargo, se opusieron a esta decisión. Más allá del
grupo de Bakunin, contrario a cualquier política que no fuera la de la
destrucción inmediata del Estado, varias federaciones se unieron en su
impaciencia y rebeldía respecto a la propuesta del Consejo General, al estimar
que la elección de Londres era una injerencia en la autonomía de las
federaciones locales. El adversario principal del giro iniciado por Marx fue
una atmósfera todavía remisa a aceptar el salto cualitativo propuesto. Se
desarrolló así un enfrentamiento que hizo de la dirección de la organización,
mientras se extendía en Italia y se ramificaba también en Holanda, Dinamarca,
Portugal e Irlanda, algo aún más problemático.
En 1872 la Internacional era muy diferente de lo que había
sido en el momento de su fundación. Los componentes democrático-radicales
habían abandonado la Asociación, tras haber sido arrinconados. Los mutualistas
habían sido derrotados y sus fuerzas, drásticamente reducidas. Los reformistas
ya no constituían la parte predominante de la organización (salvo en
Inglaterra) y el anticapitalismo se había convertido en línea política de
toda la Internacional, también de las nuevas tendencias – como la anarquista,
dirigida por Mijail Bakunin, y la blanquista – que se habían sumado en el curso
de los años. El escenario, por otro lado, había cambiado también radicalmente
fuera de la Asociación. La unificación de Alemania, acontecida en 1871,
sancionó el inicio de una nueva era en la que el Estado nacional se afirmó
definitivamente como forma de identidad política, jurídica y territorial. El
nuevo contexto hacía poco plausible la continuidad de un organismo
supranacional en el cual las organizaciones de varios países, si bien dotadas
de independencia, debían ceder una parte considerable de la dirección política.
La configuración inicial de la Internacional quedaba
superada y su misión originaria había concluido. No se trataba ya de preparar y
coordinar iniciativas de solidaridad a escala europea, en apoyo de huelgas, ni
de convocar congresos para discutir acerca de la utilidad de la lucha sindical
o de la necesidad de socializar la tierra y los medios de producción. Estos
temas se habían convertido en patrimonio colectivo de todos los componentes de
la organización. Tras la Comuna de París, el verdadero desafío del movimiento
obrero era la revolución, o sea, cómo organizarse para poner fin al modo de
producción capitalista y derrocar las instituciones del mundo burgués.
En décadas sucesivas, el movimiento obrero adoptó un
programa socialista, se extendió primero por toda Europa y luego por todos los
rincones del mundo, y construyó nuevas formas de coordinación supranacionales
que reivindicaban el nombre y la enseñanza de la Internacional. Ésta imprimió
en la conciencia de los proletarios la convicción que la liberación del trabajo
del yugo del capital no podía conseguirse dentro de las fronteras de un solo
país sino que era, por el contrario, una cuestión global. E igualmente, gracias
a la Internacional, los obreros comprendieron que su emancipación sólo podían
conquistarla ellos mismos, mediante su capacidad de organizarse, y que no iba a
delegarse en otros. En suma, la Internacional difundió entre los trabajadores
la conciencia de que su esclavitud sólo terminaría con la superación del modo
de producción capitalista y del trabajo asalariado, puesto que las mejoras en
el interior del sistema vigente, las cuales, no obstante, se intentaban
conseguir, no transformarían su condición estructural.
En una época en la que el mundo del trabajo se ve
constreñido, también en Europa, a sufrir condiciones de explotación y formas de
legislación semejantes a las del XIX y en la que viejos y nuevos conservadores
tratan, una vez más, de separar al que trabaja del desempleado, precario
o migrante, la herencia política de la organización fundada en Londres recobra
una extraordinaria relevancia. En todos los casos en los que se comete una
injusticia social relativa al trabajo, cada vez que se pisotea un derecho,
germina la semilla de la nueva Internacional.
Marcello Musto es
Assistant Professor de Teoría Sociológica en la York University de Toronto
(Canadá). Estudioso del marxismo y de la historia del movimiento obrero, ha
publicado recientemente una antología política de la Primera Internacional, Workers
Unite! The International 150 Years Later (Bloomsbury, 2014), ya traducida
al portugués (Boitempo, 2014) y al italiano (Donzelli, 2014).
Traducción por Pablo Carbajosa