4/8/14

Desestructuración de la historicidad modernista | Mariátegui ante la posmodernidad

José Carlos Mariátegui  ✆ Carlín 
Rafael Ojeda   |   En un período de cambios trascendentales, en el que las tradicionales teorías que hasta no hace mucho nos habían servido para explicar la realidad, han dejado de ser útiles; emerge un contradictorio contexto teórico-social afectado por un simultáneo proceso de fragmentación y homogeneización. Una problemática agudizada más aún en nuestros países latinoamericanos. De ahí que el estudio de algunas aristas teóricas un tanto marginales a los tradicionales estudios mariateguistas, nos dice hasta qué punto este pensador peruano, pudo entrever, desde los años veinte, las nuevas vías que asumiría después la cultura, la ciencia y las dinámicas sociales de la sociedad contemporánea; al vislumbrar, desde su conciencia modernista, los umbrales de esa diversidad y multidimensionalidad negada por el centralismo lineal, universalista y etnocéntrico de la sociedad contemporánea. En una tendencia propiciada por el embate homogeneizador que la globalización está inyectando en estas tierras, y un proceso simultáneo de heterogeneización característico a la conciencia posmoderna.

Introducción

Las modas intelectuales casi siempre han sido generadas por el deseo de negar lo anterior y superarlo a partir de presupuestos nuevos que marquen una ruptura, superación y distanciamiento con el pasado. Las demás de las veces, estos cambios son solo respuestas a los defectos mismos de los paradigmas teóricos vigentes. Actitudes que no siempre responden a necesidades reales, sino, a veces, a un esnobismo de fijación efímera e insensata que puede arrastrarnos por falsas pistas de renovación y vías de salida. Modas, más bien derivadas de un ánimo de cambio no necesariamente funcional o efectivo, sino esteticista y performántica, desde una disposición “filoneista”, en la que, al igual que los objetos, los grandes discursos de la razón se hallan atrapados también por la irresistible lógica de lo nuevo.

La irrupción crítica que ha generado la teoría de la posmodernidad en el pensamiento social de América Latina, ha ido disipando progresivamente esa antigua fascinación que ha ejercido la modernidad en este continente. Coincidiendo con el paulatino desocultamiento de entidades encubiertas y emergencia de sensibilidades subalternas que, distanciándose del logocentrismo civilizatorio occidental y autoconstruyéndose fuera de su magnetismo representacional, han empezado a contar su propia historia. Presentándonos una realidad auspiciosa, ante la progresiva visibilización de aquella multiplicidad supérstite  ̶aunque solo fragmentariamente ̶ a la Conquista y la República, en las manifestaciones del sincretismo cultural y religioso, que las resistencias de las poblaciones originarias han tenido que desplegar para no perder del todo su “identidad”, ante el neocolonialismo epistemológico independentista; lo que ha hecho que la modernidad se presente ahora como un paradigma de límites y fronteras evanescentes.

Para los que siempre hemos habitado al sur de la “modernidad”, en esa multiplicidad negada, cuyas sensibilidades han persistido subterráneamente en los originarios códigos etnoculturales andinos, costeños y amazónicos vetados por el logocentrismo occidental; una diversidad negada por el centralismo totalitario y excluyente de un orden modernista unilineal, universalista y etnocéntrico, que bajo el rótulo homogeneizante del Estado-nacional, pasó a encubrir la complejidad cultural de las múltiples civilizaciones y naciones originarias; estos conflictos se han tornado aún más graves, debido al embate homogeneizador, estandarizante, transculturizador e hiper modernizador que la globalización ha inyectado en estas tierras.

La modernidad como tragedia del desarrollo

Ha sido Karl Marx, quien al iniciar su libro El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte ha escrito que la historia suele repetirse algunas veces como comedia y otras como tragedia (1971, 11). Tal vez por ello, Mariátegui como un pensador moderno mediatizado por sus ideales socialistas y marxistas, fue entendiendo la independencia como un proceso de aceleración de la asimilación de la cultura europea. Es decir, un proceso de occidentalización contradictoriamente recolonizador o neocolonialista, pues la modernización implicaba el industrialismo como un modelo de desarrollo[2] que, sin quererlo sustentaba una lógica colonial, regida por la retórica salvacionista de la modernidad eurocéntrica. Una modernidad auspiciada por ese ideal fáustico descrito por Marshall Berman como la “tragedia del desarrollo”, debido a las potencialidades creativas y destructivas que alberga la vida moderna, donde el iluminismo se presentaba, en América Latina, como políticamente emancipatorio y epistemológicamente colonialista.


Tal vez por ello, José Carlos planteó el mito de la modernidad como la “razón”, razón que ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de sus antiguos mitos (1970, 18). Mas, esa razón moderna, sustentada en el mito del desarrollo y el mito del progreso, como visiones de tiempo lineal que le ha dado a la civilización occidental la base teórica de su unidireccionalidad historicista, haciéndole ver el carácter monocausal del mundo; en nuestro país se presentó como un tránsito alucinado e ilusoriamente independentista, más que industrializador, debido a las asimetrías que fue generando en nuestra compleja trama social, dual y de rezagos coloniales. En regiones movilizadas por una oligarquía terrateniente, que ante el debacle de su estilo de vida, pasaron a convertirse en una casta financiera antes que productora e industrial. Lo cual siguió colisionando con el olvido en el que estaban sumidos la grandes mayorías de la población, no consideradas ni incluidas en los proyectos “nacionales” de país; lo cual le daba al Perú, en vez de las características de una “comunidad imaginada” ̶si lo dijéramos a la manera de Benedict Anderson (1993), ante el carácter impositivo y políticamente programático de los “relatos de dominio colectivo” ̶, las características de una “comunidad inventada”, en esa artificialidad reduccionista que implica la idea de lo nacional en un espacio plural y múltiple.

Tal vez por ello, Mariátegui veía al Perú como una nación en formación, sosteniendo una idea de nacionalidad en gestión, que fue definiendo una noción de peruanidad para los tiempos modernos. Y pese a que había escrito en un texto de 1924, que “la conquista española que destruyó el Perú autóctono, frustró la única peruanidad que ha existido” en el Perú, agregando que “la peruanidad, profusamente insinuada es un mito” (1970b, 26), y que la realidad nacional es menos independiente de la civilización occidental, de lo que creen los nacionalistas, vio al Perú como una entidad que aún debe constituirse para ser reconocida en sus especificidades, para ser reconocida como un todo social identificable; abrazando un proyecto de inclusión y reconocimiento moderno, visible ya en aquella celebérrima frase de sus textos peruanistas, en los que sugiere que el progreso del Perú no será peruano, si no significa el bienestar de las grandes masas peruanas que en sus cuatro quintas partes son indígenas y campesinas (1987, 75).

Llevado al campo cultural, estas tesis inciden aún en los debates contemporáneos en torno a la interculturalidad y el multiculturalismo, abriendo también el espectro teórico de lo social hacia una noción posmoderna de la diferencia, a partir de la emergencia de sensibilidades antropológicas nuevas,  que nos confronta, a los que continuamos aferrados a la razón modernista, con el vértigo a la diversidad. Donde la modernidad, al pretender instaurarse en sociedades periféricas complejas como la nuestra, fue experimentando también esa discronía generalizada, que impedía que exista esa visión uniforme y de conjunto de las cosas, tal y como lo ha describiera Jean-François Lyotard (1986), ante los primeros índices del adviento de lo que él llamó la “condición posmoderna”.

De ahí que históricamente, la razón instrumental impuesta por la modernidad implicó el origen de dos dimensiones enfrentadas de humanismo, visiones que podrían ser rastreadas desde el proceso de Valladolid, entre Gines de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, y sus discusiones sobre la naturaleza y humanidad de los indígenas americanos.

No obstante esa desconfianza a la razón instrumental, terminó por imponerse en América, no como una desagregación o superación de los objetivos de la modernidad, que se juzgaba así misma más eficaz, determinando su hegemonía eurocentrada y monocultural sobre la diferencia americana y la del resto del mundo, sino como una conciencia de lo preexistente a la modernidad, y como la evidencia de una multiplicidad desencubierta, de tiempos y simultaneidades heterogéneas, que ya no pueden ser sumidas en el espacio de la razón universal y el ordenamiento occidental del mundo, por su pronunciado “primitivismo” e irracionalidad; una diversidad que ante las evidencias se han hecho incontrolables para el proyecto de racionalidad y orden articulado por la modernidad. Lo que ha despertado nuevas contradicciones, no concebibles en los países de altos niveles de desarrollo, aparentemente más homogéneos, y que se presentan como los ejes de una racionalidad eurocéntrica, sustentada en el discurso moderno y universalista cartesiano-hegeliano-marxista-weberiano en general, y epistemológicamente iluminista, cuyas estrategias, para seguir auto sosteniéndose en este período cambios estructurales, se han hecho más tecnocráticas, neoilustradas, neopositivistas, cientificistas y globales.

Ruptura epistemológica y  adviento posmodernista

Ha sido Jean-François Lyotard el primero en divulgar, hacia 1979 -año en el que publica La condición posmoderna-, que mientras “las sociedades entran en la edad llamada posindustrial y las culturas en la edad posmoderna, el saber cambia estatutos” (1986, 13). Y es esa idea de que el “saber cambia de estatutos” la que evidencia la ruptura epistémica que ha significado la noción de posmodernidad. Una “revolución” –para decirlo en términos de Kuhn- en el que el “paradigma” moderno ya no puede responder a los retos planteados en el interior del “paradigma” posmoderno, convirtiéndose, la racionalidad modernista, en lo que Bachelard ha llamado “obstáculo epistemológico”; es decir, un conocimiento erróneo que impide el avance del saber, por lo que debe ser desechado. En un contexto en el que la racionalidad moderna, universalista y etnocentrista, resulta ineficaz ante el presente auge de las diversidades, de procesos discontinuos, caóticos, fragmentarios e inestables, que están afectando a todos los procesos culturales, sociales, políticos, éticos, estéticos y científicos de la sociedad contemporánea.

El Posmodernismo actual nos remite a una forma de cultura contemporánea, en tanto la posmodernidad, a un período histórico específico. Período presentado como el de la crisis de la legitimidad de los metarrelatos que habían sostenido las bases de la modernidad, de pérdida de los fundamentos, o del fin de la certidumbre. En el que los modelos de análisis, que hasta ahora nos habían servido para analizar y explicar la realidad, han devenido en inservibles y ya no nos pueden decir nada en este nuevo estadio social. Modelos desbordados que están obligándonos a producir o migrar hacia un nuevo aparato conceptual que plasme teóricamente, las consecuencias que la “ruptura epistemológica” –si lo decimos a la manera de Althusser- posmoderna, ha significado en el orden del saber, y en todas las transformaciones políticas y sociales que siguieron a la crisis del paradigma modernista, tras el descrédito de los proyectos universalistas, globales y etnocentristas de Occidente.

Los períodos de crisis obligan a tomar medidas drásticas en pos de soluciones teórico-empíricas que nos permitirán escapar de la zona de turbulencias. Thomas Kuhn ha planteado los períodos de “crisis” como tiempos de inestabilidades y anomalías en los que los problemas sobrepasan la capacidad de respuesta esperada de un paradigma determinado. Siendo esa sensación de mal funcionamiento del modelo, el que crea el espacio propicio para que las revoluciones acaezcan (1996, 93).

Estos períodos intermedios de transición, de inestabilidades y turbulencias, muchas veces han sido aprovechados por sectores conservadores o neoconservadoresque han visto estos cambios como un peligro para su condición de privilegio; movimientos de defensa de categorías del pasado que, tras haber perdido el poder, buscan nuevas formas de legitimar e imponer su señorío.

La teoría de la posmodernidad se ubica entre estos márgenes. Entre la mirada inconciliable de filósofos y críticos de arte, entre las pugnas por una nominación estricta y los cambios societales reales, entre los presupuestos de Lyotard, que enuncia la ruptura de laepísteme modernista que inaugura la posmodernidad, o los de Habermas que reclama la modernidad como un proyecto inacabado.

Pero ver el posmodernismo como algo diferenciado de lo posmoderno, ha originado malentendidos derivados de su multivocidad y las supersticiones de los estudios historicistas. Sobre todo a partir de su adopción a las distintas  teorías del arte contemporáneo. Entre la literatura y la arquitectura, entre  Hassan y Jencks. Donde el posmodernismo, visto como una vanguardia artística caracterizada por un eclecticismo radical e historicista, sintetiza estilos del pasado, presente y tendencias futuras, plasmando aquella idea, de aprender de todas las cosas, que a manera de manifiesto expusiera Robert Venturi (1971), refiriéndose al espacio arquitectónico de Los Ángeles.

Para el espectro Latinoamericano, ampliando una aseveración que Isaac Goldberg hiciera en unos estudios de literatura hispanoamericana, publicado en 1939, Luis Alberto Sánchez escribe: “si con el modernismo la literatura indoamericana entra en lo universal, con el posmodernismo, la inquietud americana se incorpora también a la del Universo” (1973, 18).

Perry Anderson, indagando en Los orígenes de la posmodernidad, concluyó que, contra el supuesto convencional, el término e idea  de lo “posmoderno” que supone familiaridad con lo “moderno”, no nació en el centro del sistema cultural de su tiempo, sino en la lejana periferia: “no provienen de Europa ni de los Estados Unidos, sino de Hispanoamérica. El término “modernismo”, como denominación de un movimiento estético fue acuñado por un poeta nicaragüense que escribía en un periódico guatemalteco sobre un encuentro literario que había tenido lugar en Perú” (2000, 9).

El posmodernismo hispanoamericano surgió como una reacción al agotamiento de las posibilidades poéticas del modernismo, cuyo mayor representante fue Rubén Darío, siendo Federico De Onís, crítico literario amigo de Unamuno y Ortega y Gasset, quien acuñara el término. Más, este posmodernismo solo fue una corriente literaria sucedánea de la corriente modernista, restringida a los estudios literarios hispanoamericanos.

En el Perú, este modernismo tuvo como punto de partida la poesía de Manuel González Prada, mentor e inspirador del grupo Colónida liderado por Abraham Valdelomar. Colónida fue la esencia del posmodernismo peruano e implicó una insurrección contra las formas del modernismo anquilosado en frases edulcoradas y un exotismo  vacío de tanto repetirse. Y en esas filas se  encontraba el joven José Carlos Mariátegui, quien más tarde recordará esta experiencia calificándola como su  “edad de piedra”, o el período de sus “primeros tanteos de literato inficionado de decadentismo y bizantinismo finiseculares, en pleno apogeo” [3].

Tal vez esa audacia y espíritu esnob heredados de Colónida, acompañó a Mariátegui el resto de su vida. Afianzándose más aún, luego de su estancia en Europa y su matrimonio con la italiana Ana Chiappe. Algo que pudimos vislumbrar en 1917, cuando aún firmaba como Juan Croniqueur, con un guiño afrancesado, y fuera detenido junto a Falcón y la bailarina Suiza Norka Rouskaya, tras el célebre incidente nocturno en el Cementerio Presbítero Maestro.

Podemos agregar también sus constantes citas en francés e italiano y su recurrencia a Nietzsche, quien prácticamente abre los 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, que ha sido, durante décadas, el centro de polémicas e intrigas esgrimidas en torno a su obra. Pero Mariátegui no era solo un snob, fue también un militante comprometido con el socialismo y con todos los movimientos sociales de su tiempo –estudiantes, obreros y campesinos.

Por ello, es la actitud anticientista y antipositivista, inspirada en Bergson y Sorel, la que le da matices posmodernos a Mariátegui, que en 1923, poco tiempo después de regresar de Europa, decía: “las filosofías afirmativas, positivistas de la sociedad burguesa, están minadas por una corriente de escepticismo, de relativismo. El racionalismo, el historicismo, el positivismo, declinan irrefrenablemente” (1980, 24). Lo cual coincide con los tópicos principales de los estudios posmodernos. Es decir, el rechazo a la representación empirista, el escepticismo epistemológico y su pretendido distanciamiento del historicismo.

Es probable que su condición de pensador periférico le haya hecho decir que su mejor aprendizaje lo había hecho en Europa, dándonos una pista para la reconstrucción de su derrotero intelectual, pues, entre 1919 e inicios de 1923, su experiencia en el viejo continente había sido esencial para su formación política. Allí Mariátegui se detendrá en el estudio del advenimiento del fascismo, el ascenso del socialismo y de manera muy especial en la crisis mundial. Pero existieron también hechos que marcaron profundamente su formación teórica, sobre todo en Italia, donde en 1921 asistió al Congreso Socialista de Livorno, y en 1922 al Congreso Internacional de Génova, viaje en él que se notarán los primeros influjos de Croce y Gobetti, además de marxistas originales como Labriola y Antonio Gramsci. Después en Francia conocerá a Barbusse, se documentará sobre Georges Sorel, para pasar luego a Alemania y Hungría, donde conocerá in situ, los diversos conflictos y síntomas del proceso político europeo de entreguerras.

En el curso Historia de la crisis mundial, dictado por Mariátegui en la Universidad Popular  Gonzáles Prada, entre junio de 1923 y enero de 1924, el temario sobre la crisis filosófica incluye: “La Decadencia del historicismo, del racionalismo, del positivismo; el escepticismo, el relativismo, el subjetivismo” (1980, 13). Cuyo desarrollo no fue incluido en el volumen que apareció después. Pero es en una entrevista que le hicieran en mayo de 1923, publicada en la revista Claridad, en la que expone somera y claramente estas tesis. Habla de una filosofía negativa –opuesta a la afirmativa de períodos de apogeo-, en la que bullen el pensamiento relativista y el escepticismo, en una civilización declinante y moribunda -casi esbozando el “principio de incertidumbre”. Y basándose en los estudios del italiano Adriano Tilgher clasifica como los “cuatro mayores relativistas contemporáneos a Einstein, Vailungher, Spengler y Rougier” (1975, 17).

Sus diagnósticos sobre la crisis mundial son contundentes, pero sus argumentos un tanto folletinescos e  imprecisos, como su lectura sobre la crisis de la democracia que él achaca entonces a una crisis del parlamentarismo y no a un problema de legitimidad -algo comprensible pues él mismo ha catalogado la época de sus conferencias, como un ciclo de aprendizaje mutuo. Un libro fundamental para él, durante ese período fue La Decadencia de occidente, tan efectivo para demoler la certeza como lo fue la física relativista de Einstein.

Quizá de haber conocido a Heisenberg, Prigogine o Thom, los habría citado con premura. Pero Mariátegui murió demasiado joven –tenía 35 años-, y pese a ello había podido vislumbrar aquella crisis que su optimismo marxista le hacia leer como síntoma del advenimiento de una sociedad nueva. Y no obstante la brevedad de su vida, él pudo intuir las vías alternativas que asumiría, décadas después, la dinámica social del país y las formas de hacer política, desde una nueva conciencia microfísica y micropolítica, discutidamente posmoderna para el mundo. Desde un entorno que fue marcando esa apostasía mariateguista sustentada en sus comprensiones cíclicas de la historia, en su visión de las rupturas y discontinuidades epistemológicas de los modelos civilizatorios dominantes, acercándolo a enfoques antihistóricos y fragmentarios posmodernos. Dejando entrever, en sus textos, las contradicciones y crisis de una modernidad asfixiada por una lógica de guerra y el neototalitarismo economicista global, como síntomas anómalos de lo que Ernest Mandel llamara “capitalismo tardío”.

Pensar el mundo desde el Nuevo Mundo

Con frecuencia, los estudios que se han hecho sobre la vida y obra de José Carlos solo han sido abordados fragmentariamente, descuidando a ese otro Mariátegui histórico, en el que teoría y la praxis confluyen, como un héroe que desde su silla de desvalido –pues a comienzos de 1924, atacado por una enfermedad tuvieron que amputarle la pierna derecha ̶ pudo esbozar las bases para una renovación cultural y social.  

En su famosa carta autobiográfica dirigida en 1928 al argentino Samuel Glusberg, Mariátegui sitúa en 1918 la determinación de su orientación socialista, aunque el filósofo David Sobrevilla sitúa en 1924, el logro de su claridad teórica marxista (2005). Mas para alguien que vivió entre 1894 y 1930, y le tocó madurar en el período de entre guerras, definitivamente no podía ser diferente. En solo un lustro Europa había vivido la Primera Guerra Mundial y la Revolución Socialista Soviética; demás está decir también el embate latinoamericanista inyectado en los miembros de la Generación del Centenario, por el movimiento de la Reforma Universitaria, surgido en Córdoba en 1918. 

En noviembre de 1925 aparecerá La escena contemporánea, libro en el que recoge parte esencial de su experiencia europea, sistematizando sus publicaciones de la serie titulada “Figuras y aspectos de la vida mundial”, aparecidos en Variedades y la revistaMundial. En 1928, saldrá a luz los 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, siendo estos los únicos libros que publicará en vida, pues el resto de su obra será de edición póstuma. Además, dentro de su obra cumbre también debemos mencionar a la célebre revista Amauta, presentada como tribuna libre de las ideas.

La generación de Mariátegui fue una generación antipositivista, como reacción; pues les había tocado madurar en un medio de contradicciones y crisis sociales, políticas y  culturales, que los llevó a afrontar los traumas de la Primera Gran Guerra Mundial, además de los augurios románticos de la Revolución bolchevique de octubre; los cuales sumados a los problemas estrictamente regionales y nacionales, le daban viabilidad a los tránsitos y anomalías que fueron determinando las especificidades de una época que ya empezaba a ser desbordada por nuevos sujetos sociales. Pues, hacia 1926, cuando escribe el “Editorial” del primer número deAmauta, convergían ya en él todas las emociones socialistas, etnicista, intelectuales y revolucionarias del la nueva época, pues él creía que, por encima de todo lo que los diferenciaba, los espíritus disímiles solían anteponer todo lo que los aproximaba; es decir la “voluntad de crear un Perú nuevo dentro de un mundo nuevo” (1979, 237).

Mariátegui escribió acerca de casi todas las vanguardias artísticas de su tiempo. Pero lo más trascendente en él fueron sus profundos juicios políticos y sociales, que lo llevarán a pretender desarrollar una línea de acción para los sindicatos, las universidades populares y la organización del frente único; ideas aún hoy referenciales para algunos grupos políticos y movimientos de izquierda.

Estaba convencido  ̶ como lo expusiera en una de sus conferencias compiladas en el libro Historia de la crisis mundial ̶ de que el instrumento de la revolución socialista era el proletariado industrial urbano. A partir de 1923, asumió la dirección de la revista Claridad, que de ser el “órgano de la juventud libre del Perú” ̶ bajo la dirección  de Haya de la Torre ̶, bajo su patrocinio pasará  a ser  el vocero de la Federación Obrera Local de Lima. Lo cual, además del hecho de haber organizado la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), con Julio Portocarrero, en 1929, nos dice mucho de su cercanía al movimiento obrero nacional.

Mas, no obstante su manifiesta actividad obrerista, en él se expresa, por primera vez en América Latina, la idea de descentrar el sujeto histórico y revolucionario marxista e incluir el problema indígena y campesino en sus reflexiones políticas y sociales, tesis en la que residirá la originalidad de su corpus teórico, escribiendo en sus 7 ensayos: “La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina” (1991, 56).

Por ello fue tachado de “populista” por sectores cercanos a la Tercera Internacional, que como Mirochevski, afirmaban que Mariátegui no había entendido el papel histórico del proletariado y su hegemonía dentro del movimiento revolucionario. Siendo esto suficiente para que fuera acusado, por los ortodoxos de la komintern, de confusionista, llegando incluso a combatirse el movimiento que empezaba a gestarse en torno suyo llamándolo despectivamente “amautismo”, lo cual explica el por qué tras su muerte, acaecida en abril de 1930, se desplegó sobre él una campaña de ocultamiento que sólo terminará  en la década del 40.

Tal vez porque no fue un devoto implicado en el desarrollo teórico, como Althusser –que sacrificó su originalidad en pos de enriquecer el paradigma marxista ̶, Mariátegui tuvo otros alcances culturalistas. Su esfuerzo por recrear y adaptar el marxismo a la realidad nacional, y construir un socialismo que no sea calco ni copia, buscaba responder a las contradicciones que presenta nuestra compleja trama andina, en la que el factor étnico y cultural se combina con el clasista.

Se sabe que Mariátegui utilizó el materialismo histórico como método para el estudio de la realidad nacional y el análisis del capitalismo, y no el materialismo dialéctico  ̶ que se lo debemos antes que a Marx, más bien a Engels, y que luego la ortodoxia estalinista terminará imponiéndolo como doctrina. Y es en esa opción divergente en la que se elucida su heterodoxia, pues en 1928, luego de fundar el Partido Socialista Peruano  ̶ nunca fundaría un partido comunista ̶, entrará en contradicción con su interés de afiliarse a la Tercera Internacional. Pues, de acuerdo a lo que se había establecido en el Segundo Congreso celebrado en Polonia, todo partido socialista que desee afiliarse a la Komintern, debería denominarse Comunista.

La originalidad del pensamiento de José Carlos había significado un salto cualitativo, un quiebre epistémico que solo podrá ser entendido muy tarde por sus detractores. Al respecto Basadre escribió que la riqueza del aporte de Mariátegui fue tan viva que después de las críticas iniciales empezó un reconocimiento póstumo, con los estudios de Sermenov, Culgovsky, Korionov y otros, en la misma Unión Soviética. Llegando incluso a interesar a los maoístas debido a su especial atención por el campesino (1980, 304-305). Iniciándose desde entonces el proceso de instrumentalización sistemática de la ha sido víctima, por los grupos armados y los partidos políticos de izquierda.

Pero, es esa presunción de aquella multiplicidad cultural, la que lo llevará a intuir la idea de los espacios múltiples, que, pese a descuidar otros factores sociales, raciales y grupos etnoculturales  ̶como los amazónicos, por ejemplo ̶, lo llevarán a reconocerse en su intento de crear un marxismo para tierras americanas. Inquietud valiosísima, sobre todo si consideramos que él no pudo conocer los textos que Marx escribiera sobre los modos de producción no capitalistas.

De ahí que en su idea de un Perú integral –expuesta en su sonada polémica con Luis Alberto Sánchez ̶, se exprese ese culturalismo incipiente que pretendió desplegar, en su intención de descentrar el sujeto revolucionario hasta hacerlo más aplicable a los problemas estrictamente nacionales. Lo cual nos remite a una obstinación contemporánea por consolidar los derechos de grupo a fin de alcanzar esa sociedad integral en la que participen y quepan todos.    

Todo esto fue delineando un contexto en el que José Carlos emergió como uno de los productos más representativos de la crisis de su tiempo. Como un pensador fronterizo, ubicado en el centro nodal de varios extremos, y que, pese al entorno difícil que le tocó vivir, pretendió articular, desde América Latina,  las contradicciones sociales, políticas, étnicas, sociales y culturales, que la crisis nacional e internacional les estaba imponiendo a las racionalidades “otras” de las periferias del mundo: lugares que fueron experimentando el doble embate de lo general y lo particular, como tendencia de aceleración y desaceleración social, concebida antes, como ahora, en términos de desarrollo.

Visiones posmarxistas y visiones mariateguistas

El filósofo francés, estudioso de Gramsci, Francis Guibal, en su obra Vigencia de Mariátegui (1995), había intentado hablar de él, desde presupuestos filosóficos contemporáneos como los de Ricoeur, Derrida, Levinas y Castoriadis, pretendiendo plantearle los problemas derivados de la experiencia de la modernidad. Esto debido a que la flexibilidad que José Carlos ofrece para los diversos enfoques y líneas de estudio; lugar en el que cualitativamente reside su heterodoxia. Algo expuesto con razón por el historiador francés Robert Paris, quien cuestionó su formación marxista debido a sus argumentos sorelianos, y a sus escapes idealistas vía Benedetto Croce.

Tal vez por ello, como vías de indagación creativa, debamos ahondar más y sin contriciones, en esa heterodoxia suya, percibida en su similitud o paralelismo al marxismo creativo de Gramsci –cuyas tesis sobre la subalternidad, le siguen brindando un espacio privilegiado en los estudios culturales contemporáneos. En su ascendencia soreliana, crítica de las ilusiones del progreso, y en su veta irracionalista nietzscheana que podría seguir dotándolo de interés, en un entorno global de crisis, regida aún por esa lógica de confrontación bélica que ha despertado, ante una vulgarización de la crueldad y la muerte vía el mercadeo de imágenes que hacen los mass media, un entusiasmo por la logística propagada e incluso traspasada a las teorías del management y el mercadeo contemporáneo, que glamourizan el arte de la guerra.

Pese a haber preconizado un sujeto urgente en su concepción de la multidimensionalidad de los tiempos históricos peruanos, ante la evidencia de un colonialismo supérstite en nuestra República, sobre todo manifiesto en las asimétricas relaciones entre el campo y la ciudad, Mariátegui pudo esbozar las vías hacia un multicentrismo revolucionario, que su vida breve, pero intensa, no le permitió definir con claridad. En un corpus ideológico que con sus limitaciones pudo entrever las pautas teóricas que décadas después servirán para la comprensión de las nuevas cartografías de una modernidad fracturada y posmodernizada en sus circunstancias.

Y es debido a esa irrupción en la multiplicidad societaria, que sus ensayos de interpretación de la realidad, se presentaron como fundamentales para aprehender la conflictiva imagen que tendremos luego del país. Un país fracturado ante la emergencia de nuevos sujetos sociales y revolucionarios; que, con el paso de los años, irán dando pautas teóricas para comprender esa nueva dimensión de la realidad nacional, más heterogénea, multicultural e inestable.

Más, no obstante estos alcances culturalistas, sería exagerado entrever en Mariátegui a un pensador posmoderno, a partir sus escapes antihistoricistas, su praxis política y sus lecturas del entrampamiento en el que había caído la filosofía y ciencias occidentales de su época. Pero en todo caso resulta válido verlo como un sintomatólogo  ̶si nos detenemos en uno de los conceptos caros a Gilles Deleuze ̶ de una realidad cambiante; como un producto lúcido de esa crisis nacional y mundial en la que se estaba sumiendo el mundo de su tiempo. Un pensador cuya disposición creativa y heterodoxia, le permitió esbozar las vías alternativas que asumiría luego la dinámica económica, política y cultural de la sociedad globocolonialista contemporánea; intuyendo una epistemología crítica de la racionalidad universalista y etnocentrista de la modernidad, desde la que se fueron desprendiendo algunos rudimentos de lo diferencial y múltiple, que en la idea de pluralidad de “movimientos sociales”, dará origen a nuevas teorías políticas o “micropolíticas”, enmarcadas dentro del posmarxismo o de los paradigmas  teóricos, políticos y sociales del posetructuralismo posmodernista.

Con Gilles Deleuze, que se pronunciaba por una desjerarquización y horizontalidad de protagonismos; con Jean Baudrillard sosteniendo la idea de una multiplicidad de sujetos que causan una implosión de lo social; Felix Guattari, que vio en las revueltas sociales la incidencia de una revolución molecular en marcha; o el posmarxismo de Ernesto Laclau, que plantea una heterogeneidad articulada por un colectivo hegemónico que asume el liderazgo  ̶ideas que quizá serían más cercanas a Mariátegui, debido a sus tempranas intuiciones, análogas a algunos presupuestos de Gramsci, acusados en él de “populistas” por ideólogos comunistas de la Komintern.

Además de intelectual, Mariátegui fue un periodista comprometido, un observador agudo de la Escena contemporánea, que de seguir vivo, después del debacle del socialismo real soviético  ̶en un ámbito en el que todos desean darle la razón a Huntington y Fukuyama, sometiéndose a sus tesis centristas ̶, quizá hubiese estado más cercano a ideas de marxistas posmodernos como Frederic Jamenson, o a las de críticos marxistas de la posmodernidad como Terry Eagleton, que escribió: “El posmodernismo no es solamente una especie de error histórico. Es, entre otras cosas la ideología de una época histórica específica de occidente, cuando grupos de oprimidos y humillados están comenzando a recuperar algo de su historia e identidad” (1988, 178).

Y tal vez leyendo esto en términos Jacques Derrida, lo entenderemos como una crisis del “logocentrismo” étnico y cultural, o la caída del   etnocentrismo; es decir  la paulatina pérdida de la costumbre de ver a  Occidente como la civilización central o cultura base. Algo que nos permite replantear, otra vez, el problema del indio y la condición de todos los  olvidados y marginados de la Tierra.

Notas

[1] Escritor y periodista peruano. Estudió Ciencias Sociales y Comunicación Social en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima. Sus estudios se  publican en diversas revistas nacionales y extranjeras. Contacto: rafaelojeda@hotmail.com
[2] “El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera (…) Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido”. (1975, 27).
[3] De la carta autobiográfica enviada al argentino Samuel Glusberg, director de la revista La vida literaria, que aparecía en Buenos Aires, y que fue publicada en homenaje a Mariátegui, en su número de mayo de 1930.

Bibliografía

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