Gustavo E. Etkin | Andrés
quería, necesitaba, creer en dios. Alguien, para él, tendría que haber querido
-y hecho- que todo sea. El espacio, las estrellas, los planetas, la Tierra, él.
A dios le rezaba todas las noches antes de dormir. Le pedía que su padre y su
madre no mueran nunca. Pero una vez murieron.
Y después dictaduras, torturas, matanzas.
Y las guerras a través de los siglos.
Hasta que empezó a preguntarse: ¿por qué dios hace o permite que pase todo eso? Así que, poco a poco dios lo fue decepcionando. Aunque finalmente se reconoció como ateo, también continuaba necesitando creer en algo. Si no era en dios, ¿en qué?
Fue así que descubrió el marxismo, y empezó a creer en la inevitable y buena lucha de clases. Los explotados contra sus explotadores. Y el inevitable triunfo de la clase obrera que tomaría el poder y vendría el buen Hombre Nuevo. Y ahí todo sería mejor, porque siempre los obreros son buenos. Los obreros que, dirigiendo los sindicatos, no se comportan adecuadamente y decepcionan, no son más obreros. Son burócratas sindicales.
Así es que, a través del marxismo, Andrés pasó otra vez a creer en algo. A no dudar que, si bien no hay dios, hay algo más que esperanza: certeza de que -inevitablemente- habrá seres humanos buenos y que acabarán las continuas guerras en el planeta.
Entonces el marxismo pasó a ser su nueva religión.