- “Sólo será forma viva, si su forma vive en nuestro sentimiento y su vida toma forma en nuestro entendimiento, y ese será siempre el caso en que lo consideremos bello” | Friedrich Schiller, Carta Decimoquinta
La reflexión sobre lo político en la
modernidad, tanto en la Filosofía Política como en el imaginario de los actores
políticos mismos, está ampliamente dominada por la dicotomía entre Ilustración
y Romanticismo. Ir más allá de esta dicotomía al analizar las nuevas formas de
dominación nos lleva a conceptos que aparecen como fuertemente paradójicos ante
los hábitos del pensamiento común. La dualidad entre Ilustración y
Romanticismo, una de las dicotomías modernas por excelencia, se expresa en
otros pares como determinismo o contingencia, teleología o inmediatismo,
énfasis en la legalidad de lo social o en la fuerza de la voluntad, confianza
en la razón científica o apelación a la lógica de los sentimientos, diseñar la
acción política como técnica o énfasis en el impulso creador, privilegio de la
relación táctica-estrategia o de la acción directa, énfasis en la acción
organizada y con unidad de propósito o de la acción múltiple o, en fin, en las
múltiples disquisiciones sobre universal o particular, determinación o
contingencia, economicismo o sobredeterminación ideológica,
estrategia o serialidad... la lista podría ser muy larga.
estrategia o serialidad... la lista podría ser muy larga.
Dos cuestiones llaman la atención para el
que no quiera acostumbrarse a los ritos del academicismo institucional. Una es
la insistencia maniquea en el carácter excluyente del “o” omnipresente en la
lógica de estas presuntas alternativas. Otra es la aparición recurrente de los
mismos temas a lo largo de más de dos siglos, bajo retóricas distintas o, como
suele decirse, diversos “marcos teóricos”.
Cuando se discutió sobre la primacía de la
razón o las pasiones, cuando se discutió sobre la determinación desde las ideas
o desde las relaciones económicas, cuando se discutió sobre la audacia de crear
o la inautenticidad, cuando se discutió sobre la primacía del discurso o de la
esfera económica, o de la escritura o del habla, en el fondo siempre se
discutió de la misma cosa, y bajo una lógica común.
Las dos estrategias más frecuentes para
eludir la dicotomía, que todo el mundo dice rechazar, son simplemente el
inventario o la radical negación de uno de los términos. A veces se hace el
simple recuento de la discusión, asumiendo las diferencias como dadas, con
ánimo a la vez erudito y conciliador, sin comprometerse con el conflicto
expresado en el que haya tales dicotomías. En este caso la fórmula feliz es
siempre “tanto esto como lo otro”, y se describe alguna composición de los
términos que parezca consistente, cuestión que no hace más que aplazar el
problema, el que reaparece en cuanto se hace la pregunta inocente de en qué
medida está operando cada factor en esa composición.
Otras veces se intenta declarar
radicalmente ilusorio uno de los polos y se lo declara culpable de toda la
confusión. La determinación, por ejemplo, sería una mera apariencia (sólo
habría lo contingente) y la consolidación de esta apariencia tendría el efecto
de crear una falsa discusión.
Obviamente el ejemplo puede darse también
invirtiendo los términos, y el resultado es el mismo. En este caso todo el
esfuerzo se dedica al desmantelamiento del lado culpable de la dicotomía
(digamos, la determinación económica, que sigue apareciendo como determinación
en última instancia) con el único resultado de anularla y, nuevamente, sólo
aplazar el problema hasta que aparezca otra vez bajo alguna pregunta inocente
del tipo: “¿y entonces lo económico no juega ningún papel?”.
No es raro entonces que pueda hablarse, una
y otra vez, generación de intelectuales por medio, de “eclécticos” y de “neos”.
Es decir, los que vuelven al ritual del recuento, o los que insisten bajo
retóricas diversas en el ejercicio de anular la dicotomía sin preguntarse por
qué ha llegado a existir como tal.
Los neo weberianos, neo contractualistas,
neo marxistas, son una clase de campos intelectuales que usufructúan de la
memoria y del “rescate”, de la “puesta al día” o de la “reformulación desde
elementos nuevos”, de alguna retórica pasada.
Los más insidiosos, sin embargo, son los
“post”. Los que declaran victoriosamente el éxito en su tarea de desmantelar el
fin de la apariencia anómala y engañosa, y el inicio, ahora sí (otra vez) de
una discusión desmitificada.
Es fácil sospechar los ejercicios
simétricos de la nostalgia y el desengaño en estas “continuidades” y
“rupturas”, que tan frecuentemente no son sino la adoración sin reparo de lo
que se combatió y la abjuración sin reparo de lo que se adoró. Los que suelen
llamarse “neo” ensalzan héroes pasados que, en su concepto, han sido mal
comprendidos. Los que suelen llamarse “post” denuncian a esos mismos héroes
como insidiosos genios de la seducción que han sembrado la confusión con
poderosas construcciones teóricas que enturbian la discusión e impiden ver la
realidad radical.
No es raro que los eclécticos del recuento
y los neologistas no sean sino, una y otra vez, neo ilustrados, ni es raro que
la estridencia retórica recurrente de lo “post” no sea sino, una y otra vez,
neo romanticismo. La modernidad es una vieja más sabia y más real que los
intelectuales que la describen o destruyen desde sus peleas institucionales. La
post modernidad real es una jovenzuela demasiado psicótica para los parámetros
de los académicos que nacieron antes de la telaraña globalizada y la realidad
virtual.
Lo que sugiero es que las discusiones en
torno a lo político están trabadas por un obstáculo epistemológico al estilo de
los que describió Gastón Bachelard en los años cincuenta, un obstáculo que tiene
su origen en la lógica de la discursividad moderna, y en el arraigo de la vida
académica en esa lógica. Una dificultad que no tiene que ver con lo pensado,
sino con la operación del pensar. No tiene que ver con las teorías o los
discursos sino con las operaciones que presiden el formular una teoría o el
sustentar un discurso. Este es, propiamente, el ámbito de lo lógico: el del
espacio de operaciones en que el pensar ocurre.
En este sentido, la Ilustración y el
Romanticismo enmarcan el pensar sobre lo político. Condensan, como hábitos del
pensamiento, la lógica moderna, la estructura de su imaginario. No es una
erudición banal recordar que esta idea tiene su origen en Kant, y que los
pensadores del idealismo alemán tuvieron plena consciencia de la diferencia
entre el ámbito de lo pensado y el ámbito de las operaciones discursivas,
sociales, y en buenas cuentas históricas, que lo configuran como espacio. No es
banal porque, como he sostenido en otros textos, hay que volver a ese lugar
crucial para entender qué podría ser “post” Ilustración, y ver al fin porqué la
mayor parte de lo que hoy se llama “post” no es sino neo romanticismo. En
rigor, considerado de manera lógica, Kant es el primer post moderno.
2.- Una derecha post moderna
Más allá de las modas y las consolidaciones
institucionales, post moderna debería ser una lógica que sea capaz de
trascender las dicotomías de la modernidad sin limitarse a componer los
términos como meros aspectos o a anular uno de los términos bajo la acusación
de ficticio. Tanto la práctica social como la teoría han construido ya muchas
realidades que podrían, sin impostura literaria, llamarse “post”.
Un ejemplo que debe explorarse con seriedad
es la lógica de las organizaciones en red, como el Web, las manufacturas
ordenadas de manera post fordista, la comunidad científica. La lógica de la
operación en red es capaz de trascender las dicotomías entre lo local y lo
global, entre jerarquía y horizontalidad, dependencia y autonomía, emergencia y
planificación, habla y escritura... ¡toda una revolución!
Desde luego hay una derecha post moderna, a
la vez post ilustrada y post romántica, que es capaz de trascender
alineamientos que se creían muy firmes, la dicotomía entre fascismo y
democracia desustancializando la democracia, o entre lo político y lo económico
convirtiendo a lo político en escenario inmediato de lo económico, o entre
representatividad real e imposición jerárquica quitándole su base a la
autonomía del ciudadano.
Una derecha diversa, con ánimo progresista,
dispuesta a regular los excesos del capital, tanto como a reprimir, policial o
médicamente, a la posible oposición radical. Una derecha que no tiene
inconvenientes en configurarse desde los restos de las antiguas izquierdas
renovadas, o de la corrupción de los aparatos partidarios del centro y la
derecha clásicas. Una derecha que por sus integrantes en la clase política a
veces parece una nueva izquierda, a veces parece una nueva derecha, o a veces
parece una simple construcción de los aparatos comunicacionales, pero que no
tiene grandes diferencias de principio en su interior, y que puede alternarse
tranquilamente en el poder político, aprovechando la ilusión de diversidad real
y el poder legitimador de mecanismos democráticos vaciados de contenido real.
Ante esta derecha no convencional tanto las
izquierdas como la derecha clásica resultan descolocadas. Las etiquetas de
“populista” o “neo fascista” o “neo contractualista” no hacen sino ocultar la
falta de comprensión del nuevo escenario bajo el recurso pobretón de asimilar
los nuevos fenómenos a las claves ya conocidas, que eran útiles para un mundo
que ya casi no existe.
Esta nueva derecha que no tiene ante sí
izquierda real alguna. Las izquierdas clásicas oscilan entre plegarse a lo que
creen que es su “ala izquierda”, u oponerse de manera radical, inorgánica,
rompiendo desde el principio la posibilidad de establecer un espacio político
en que la lucha sea posible, justificando ampliamente las ofensivas
comunicacionales que la acercan a la delincuencia común, o al desequilibrio
psicológico. Ante ella tanto la izquierda como la derecha clásicas no tienen
otra conceptualización que la de tratar de asimilarlas al eje tradicional
capital- trabajo, o al eje tradicional solidaridad-mercado, perdiendo la
posibilidad de captar lo nuevo de su operar como algo auténticamente nuevo.
3.- Paradojas
Pero tratar de entender el nuevo escenario
de la globalización y el post fordismo, requiere también asumir cuestiones que
tanto para el marxismo ilustrado como para el marxismo romántico pueden
aparecer como fuertes paradojas. Paradojas que muestran la enorme distancia
entre el sentido común imperante en la teoría política, y en la política
efectiva, más habitual. Que expresan una forma desencantada de lucidez, que
escape al mesianismo malamente voluntarista de la izquierda clásica, y a la
grosera prepotencia de los que hoy se sienten triunfadores.
Paradojas en que se reúnen nociones que las
categorizaciones comunes mantienen en campos rigurosamente separados,
produciendo entonces la sensación de confusión, de falta de claridad teórica o
política. Y este desconcierto es parte del efecto político que se puede obtener
a través de ellas: conmover las conciencias adormecidas por la derrota, por la
facilidad de la cooptación, y por la rapidez de los juicios con que los
aparentes triunfadores despachan el pasado incómodo.
Paradojas que recogen la esencial
complejidad de las nuevas formas de dominación. Una complejidad que trasciende
el imaginario político clásico al que he aludido, configurado por la
industrialización homogeneizadora, por la dicotomía entre el auge progresivo de
las formas democráticas y los intentos armados por forzar la marcha histórica.
Una complejidad en que tanto las esperanzas del bando revolucionario, como los
logros tan alardeados por los vencedores, resultaron derrotados interna y
externamente por la realidad, configurándose una situación nueva que sobrepasa
los cálculos de las antiguas izquierdas y las antiguas derechas.
La primera puede ser caracterizada como “tolerancia
represiva”. Una situación en que la eficacia de los mecanismos del nuevo poder
es tal que la represión directa queda marginada al sub mundo, oscuro,
aparentemente lejano, de la delincuencia, o de lo que es presentado como
delincuencia, mientras que el principal vehículo de la sujeción al poder es más
bien la tolerancia misma, la capacidad de resignificar toda iniciativa, radical
o no, hacia la lógica de los poderes establecidos, convirtiendo los gestos que
se proponían como contestatarios u opositores en variantes contenidas en la
diversidad oficial, que operan confirmando el carácter global del sistema.
Pero, en el trasfondo, esta tolerancia es
posible sobre la base de una enorme eficacia productiva, que permite no sólo la
producción de diversidad, sino que implica un significativo aumento de los
estándares de vida de grandes sectores de la población mundial. Una
productividad que ya no necesita homogeneizar, que no depende crucialmente de
la generación de pobreza, que permite amplias zonas de trabajo relativamente
confortable que, aunque sean minoritarias en sentido absoluto respecto del
conjunto de la fuerza laboral, operan como poderosos estabilizadores de la
política, y como sustento de la legitimación democrática. Es a esta situación a
la que he llamado “explotación sin opresión”. Unas formas de organización del
trabajo en que se han reducido sustancialmente los componentes clásicos de
fatiga física y las componentes psicológicas asociadas a la dominación
vertical, compulsiva y directa.
Por cierto la inercia de la izquierda
clásica en este punto, como en todos los otros, será tratar de asimilar estas
situaciones a las ya conocidas, o reducir su impacto, o descubrir en ellas los
rasgos que las muestran como simples apariencias que encubren formas
perfectamente establecidas desde la instauración del capitalismo. Tal como en
el caso de la tolerancia represiva lo que afirmo NO es que toda iniciativa
radical esté condenada al naufragio, y que el poder sea en ello omnipotente, en
este caso lo que afirmo NO es que la mayoría de los trabajadores viven estas
condiciones, o que bajo estas condiciones laborales no haya contradicciones,
nuevas, que las hagan, a la larga, inestables. En ambos casos lo que hago notar
es una clara y firme tendencia de la realidad, que resulta decisiva si optamos
por interpretarla como fenómeno nuevo y, en cambio, puede ser vista como
perfectamente incidental si nos aferramos a los cálculos clásicos.
Es frente a esa nueva funcionalidad que
creo que es necesario cambiar de manera radical la forma en que evaluamos
nuestra propia historia. Ir más allá del prejuicio ilustrado que nos hace
vernos como los representantes del progreso de la razón, más allá del prejuicio
romántico que nos hace ver nuestros fracasos como monstruosas confabulaciones
históricas, casi como errores de la realidad. Es necesario aceptar la
posibilidad de una “consciencia revolucionaria enajenada”. Una consciencia que
cree estar haciendo algo completamente distinto a lo que el poder de la
determinación histórica no reconocida le permite de manera efectiva. Una
consciencia revolucionaria que no es completamente dueña de las iniciativas
históricas que emprende, es decir, una práctica política en que la iniciativa
histórica nunca es transparente, y la política es siempre un riesgo. Un riesgo
que siempre vale la pena asumir, pero sobre cuyos resultados no se puede
ofrecer garantía teórica alguna.
Para las tradiciones del marxismo clásico
esto implica asumir dos nociones más, que nuevamente tienen la apariencia de la
paradoja. Una es caracterizar a “la enajenación como algo que trasciende la
consciencia”. Otra es considerar “al sujeto como algo que no es un individuo”.
Pensar a la enajenación como una situación de hecho, como un campo de actos,
una de cuyas características centrales es que no puede ser vista por la
consciencia de los que la viven. Y que no puede ser vista, al menos en las
sociedades de clase, sino desde otra situación de enajenación, de tal manera
que nunca hay un lugar privilegiado de la consciencia, o la lucidez, absoluta.
Pensar a los individuos como un resultado de condiciones históricas que los
trascienden, y a las subjetividades que constituyen esos condiciones históricas
como sujetos que operan de hecho, con una consciencia siempre variable e incompleta
de sus propias realidades.
Esto significa a su vez una idea en que el
fundamento de la práctica revolucionaria resulta más profundo que la
consciencia sobre la que construye su lucidez y su discurso. Es decir, una idea
en que “la voluntad revolucionaria tiene raíces propias y previas a la lucidez
de la teoría revolucionaria”, y en que la teoría revolucionaria construye una
realidad para hacer posible la práctica política, más que limitarse a constatar
una realidad para que las constataciones alimenten a la voluntad. Teoría
revolucionaria para que la voluntad pueda ver, voluntad revolucionaria para que
la teoría pueda ser.
Pero esta posibilidad de la enajenación de
la propia práctica revolucionaria es tanto o más real en el juicio que debemos
hacer sobre la práctica histórica de las clases sometidas a las nuevas formas
de dominación. Es necesario ver en ellas no una conquista de las consciencias
sino una batalla ganada por debajo, y más allá de lo que las consciencias
pueden ver y saber. Y es necesario entonces buscar las contradicciones que
hagan posible una voluntad revolucionaria, antes que una consciencia clara y
distinta de lo que ocurre. Es decir, es necesario buscar las contradicciones
existenciales que se hacen posibles en el marco de una dominación
sustancialmente más sofisticada que la opresión capitalista clásica.
Es en este contexto que propongo el
concepto paradójico de “agrado frustrante”. Es necesario, en contra de la
mesura clásica, hacer un juicio profundo sobre las condiciones existenciales
del confort que hace posible la altísima productividad y encontrar allí las
raíces de la insatisfacción, fácilmente constatable, ampliamente difundida, que
todos advierten en la vida de los sectores integrados a la producción moderna,
pero que nadie sabe cómo conceptualizar ni, menos aún, cómo convertir en fuerza
política. Para esto es necesario un concepto profundo y fundado de los que
entendemos por subjetividad, por placer o, en suma, por vivir felices,
cuestiones todas que dejan de ser problemas del ámbito privado, y se convierten
en variables políticas centrales, desde el momento en que es precisamente desde
ellos que los nuevos poderes afirman su dominio.
Es necesario, junto a todo esto, una noción
que sea capaz de dar cuenta de las nuevas complejidades del poder. Entender que
el descentramiento del poder no implica la desaparición absoluta del centro,
sino su operación paralela, deslocalizada, distribuida, en red. Es decir, su
desplazamiento hacia un segundo orden desde el cual se constituye como “poder
sobre los poderes” repartidos, y puede aprovechar las posibilidades
tecnológicas de ejercerse como “dominio interactivo”, fuertemente consultivo,
con una poderosa impresión de gestión democrática, en que los sutiles límites
que su diversidad permite apenas si son notados por los cooptados en sus
diferentes estratos de privilegio.
4.- Otro marxismo es posible
Pero todo esto se expresa, por último, en
lo que puede ser la pretensión y la paradoja básica de este intento: la noción
de “inventar de nuevo” el marxismo de Marx. Romper con el pasado y a la vez
levantar el imaginario bolchevique de que “cambiar las leyes de la realidad
misma” es posible. Olvidarse de cien años de marxismo real para hacer que el
marxismo sea posible. Recoger todo lo que sea útil en el marxismo de papel
desprendiéndolo radicalmente de su contexto de elaboración para orientarlo
radicalmente hacia el futuro. Ir más allá del pasado tristón a la vocación de
futuro que caracteriza a la voluntad revolucionaria en un gesto eminentemente
político, más allá de la lamentación y la eterna reevaluación masoquista, que
sólo es capaz de señalarnos los fracasos que se produjeron en situaciones
históricas que ya no existen.
Un marxismo que no quede atrapado en el
falso dilema de determinación histórica o contingencia porque es capaz de
pensar de manera fuerte la categoría de posibilidad. Que no quede atrapado en
la alternativa entre determinación histórica o estrategia porque es capaz de
pensarse como voluntad revolucionaria antes que como teoría. Que no quede
atrapado en el cripto totalitarismo de la pretensión de saber porque puede
conciliar saber y voluntad y porque no teme reconocer la posibilidad de una
voluntad revolucionaria enajenada.
Un marxismo que pueda pensar sin rubor la
posibilidad material del comunismo, es decir, de una sociedad en que se haya
superado la división del trabajo, sin tener que someter esta idea a los
supuestos ilustrados de la felicidad general, o de la transparencia general de
los actos, o al totalitarismo romántico de la comunión mística. Que pueda
pensar el comunismo como una sociedad en que no todos serán felices, y no todos
lo sabrán todo, pero en que llegar a ser feliz o avanzar en el conocimiento no
requerirá cambiar las estructuras de la historia. En que las causas del
sufrimiento estarán completamente al alcance de los seres humanos, no para su
eliminación abstracta, sino para dominarlas y removerlas donde quieran que
aparezcan. Donde el sufrimiento y la ignorancia no desaparecen de manera
absoluta, sino que se convierten en problemas inter subjetivos, propios de la
libertad humana, más que en estructuras permanentes que nos niegan.
Pensar el comunismo como una sociedad en
que los intercambios no tendrán por qué ser equivalentes, es decir, en que
habrá intercambio pero no mercado, del mismo modo como habrá familia pero no
matrimonio, gobierno pero no estado, organizaciones pero no instituciones.
Un marxismo que sea capaz de operar
políticamente en red. Como articulación de muchos colectivos diferenciados que tienen
sus propias luchas y a la vez comparten un espíritu común. Una acción política
sin partido único, ni línea correcta, ni centralismo democrático, pero a la vez
capaz de reconocer la universalidad que late en cada lucha particular.
Una teoría a la vez anti capitalista y anti
burocrática, que sabe reconocer no sólo el burocratismo de baja tecnología, ya
derrotado, imputable a los soviéticos, sino más bien el de alta tecnología, que
está revolucionando el mundo, y que tiene en los intelectuales y académicos
aliados tan eficaces.
Un marxismo cuya crítica a la modernidad no
se limite solamente a la crítica del racionalismo verticalista y homogeneizador
de la Ilustración, sino que es capaz de ver el reverso irracionalista y
voluntarista del Romanticismo. Y que es capaz de criticar también el nuevo
racionalismo diversificador de las nuevas formas de dominación, tanto como la
prédica de la contingencia y la resistencia en lo meramente particular de los
neo romanticismos.
Sostengo que esto es posible si podemos
reinventar el marxismo sobre la base de la doble operación de “leer
hegelianamente a Marx y leer de manera marxista a Hegel”.
Una reinvención hegeliana del marxismo, en
primer lugar, por su carácter global. Porque, a pesar de que no tener, ni
pretender tener, teorías locales del tipo de un “arte proletario”, o unas
“matemáticas proletarias” debe, sin embargo, tener una palabra válida sobre
todo ámbito de la experiencia humana. Una dialéctica para la que “nada humano
es ajeno”.
Hegeliana, en segundo lugar, por la idea de
que es posible una lógica más compleja que la lógica de la racionalidad
científica, una lógica que es a la vez la forma del pensar y la forma de la
realidad. Una lógica material, u ontológica.
Pero una reinvención marxista, y no sólo
hegeliana, en cambio, por la premisa de que la historia humana es todo el ser,
toda la realidad. Una premisa ontológica que no admite exterior divino o
natural alguno, que requiere pensar toda diferencia como diferencia interna.
Una premisa que puede llamarse, propiamente, humanismo absoluto.
Marxista, y no sólo hegeliana, por la
noción de que la materialidad de la historia humana, y el origen de toda
realidad, reside en las relaciones sociales de producción. Lo que obliga a un
concepto generalizado de producción, ontológico, en que toda producción es
producción del ser mismo.
Recoger de Hegel la premisa de que la
realidad debe ser pensada como negatividad, y la negatividad debe ser pensada
como sujeto. Pero marxista, y no sólo hegeliana, por la noción de sujeto
dividido en sí, en que se ha inmanentizado completamente toda noción de Dios.
En que Dios somos nosotros.
Más allá de los academicismos, la esencia
de un marxismo de tipo hegeliano debe ser la doble operación de leer a Hegel
desde Marx y a Marx desde Hegel. La diferencia esencial entre ambos está en la
completa humanización (lo que Feuerbach llamó “inversión”), y la
materialización (Marx) de la dialéctica. La continuidad esencial está en una
lógica (no un “sistema”, o un “método”, como dicen los manuales) en que el “Ser”
es entendido como sujeto.
Quizás las diferencias más visibles con el
marxismo clásico serían el paso del materialismo dialéctico a una dialéctica
materialista; el paso de la crítica del capitalismo a la comprensión del
capitalismo tardío como época de la emergencia del poder burocrático; el paso
del mesianismo teleológico fundado en una idea ilustrada de la historia a la
postulación de una voluntad revolucionaria no teleológica, que asume la
complejidad de su propia enajenación posible.
Pero, también, sus diferencias más visibles
respecto de las diversas recomposiciones post marxistas que más circulan en la
discusión actual serían el énfasis en la noción de sujeto, y en su voluntad
posible y su enajenación, frente a la crítica de la idea de sujeto; la
confianza en la posibilidad de una ontología en que la sustancia es entendida
como sustancia ética e histórica, frente a la desconfianza hacia toda
ontología; su idea de una política fundada en la autodeterminación, en la
libertad autodeterminada, en la historicidad de las leyes, frente a una
política fundada en la memoria, en el acontecimiento, o en la impugnación
contingente; la noción de que una revolución, como cambio global en el modo de
producir la vida, es necesaria y posible, frente a la idea de la política como
construcción de hegemonías parciales y contingentes.
5.- Un marxismo minoritario en el campo
intelectual
Desde luego, la idea de una reinvención
hegeliana del marxismo es abrumadoramente minoritaria en el campo cultural
actual. Situación doblemente deprimente cuando es agravada por la presencia de
mandarines académicos que han pontificado, con aire de sentencia definitiva,
alguna versión de Hegel adecuada a sus políticas. Es esperable entonces que la
primera dificultad contingente de una reinvención semejante sea la necesidad de
una constante defensa ante los Hegel de manual de filosofía que se esgrimen
para ocultar la falta de lectura de Hegel.
Pero la paradoja de estas posiciones
pseudokantianas de Hegel es que oscilan, de la misma manera que los kantismos
que las sustentan, entre los kantismos éticos, epistemológicos o estéticos,
según el azar de la posición política o la tradición académica de los que han
surgido. Para los kantismos de tipo epistemológico, de tendencia ilustrada,
Hegel es un oscurantista romántico. Para los kantismos de tipo estético, de
tendencia romántica, Hegel es el archi racionalista ilustrado. Ingleses de tipo
vienés, y franceses de tipo alemán, respectivamente, abundan en estos lugares
comunes, yendo rara vez más allá del nivel de manual. Para los kantismos de
tipo ético, tanto en sus vertientes ilustradas como románticas, Hegel es el
espíritu totalitario que ha hecho sucumbir la individualidad, ya sea en la
mística del poder estatal, o en la opresión de la idea de totalidad, según el
caso. Es fácil sospechar que el que Hegel sea tantas cosas contradictorias a la
vez es más probablemente un descubrimiento del no saber que del saber.
Pero el asunto no es solamente Hegel. Marx
corre una suerte parecida según si se lo asocia o no a Hegel. Los ilustrados
ven un Marx hegeliano como paradigma de teoría totalitaria. Los nuevos
románticos ven a un Marx ilustrado, o como escándalo reformista, o como
racionalismo totalitario. Los neo marxismos no hegelianos son, quizás, en esencia,
post marxismos.
6.- Consecuencias políticas
Hay dos consecuencias políticas principales
que se pueden seguir de una reinvención hegeliana del marxismo. Una contra el
liberalismo, en cualquiera de sus formas. Otra contra las filosofías post
modernas, en cualquiera de sus formas. La primera es la crítica radical a la
idea de naturaleza humana, sea entendida de manera etológica, o como falta de
completitud en el lenguaje. La segunda es la crítica radical a la reducción de
la política a política local, ya sea como resistencias impugnadoras, o como
construcción de hegemonías parciales.
Frente a estos conceptos lo que un marxismo
hegeliano busca como fundamento de la política es la idea de la completa
responsabilidad humana, y riesgosa, sobre una acción política colectiva, con
ánimo global, que se ejerce desde una voluntad histórica. La articulación
posible entre el deseo, como momento particular, en los individuos, y la
voluntad reconocida, como momento universal, en los colectivos, debería ser
pensada como el motor de las iniciativas políticas que surgen de este nuevo
marxismo. Los productores, producidos, asociados, autónomos en su pertenencia a
una voluntad, movidos desde el deseo que la actualiza en cada uno, son el
motor, en el plano especulativo, de una revolución posible. El análisis
económico social concreto debe darse la tarea de identificar a los actores
sociales efectivos en que esta posibilidad se constituye. El criterio central
es que se dé en ellos a la vez la posibilidad de esta subjetividad y el acceso
al control de los medios más avanzados y dinámicos del trabajo. Sólo de esta
coincidencia puede surgir una revolución que sea algo más que puesta al día de
la industrialización incompleta y enajenación de la voluntad revolucionaria.
Pero es esencial también, en el plano
político, ir más allá de la enajenación tradicional del movimiento popular, que
ha inscrito permanentemente sus reivindicaciones en el horizonte de
posibilidades del sistema de dominación. Cuando la dominación clásica podía dar
homogeneidad y aumento en los niveles de consumo, el movimiento obrero pidió
igualdad y consumo. Ahora que el sistema de dominación puede producir y
manipular diferencias, la oposición pide el reconocimiento de las diferencias.
Siempre, la mayor parte de la oposición se ha limitado a pedir lo que el
sistema puede dar, y no ha dado todavía. La política revolucionaria no puede
conformarse con ser el arte de lo posible, debe ser el arte de lo imposible,
debe pedir justamente lo que el sistema no puede dar.
Hoy, ante un sistema capaz de dominar en la
diversidad, ante la realidad de la interdependencia desigual, del dominio
interactivo, de las diferencias enajenadas, lo que cabe pedir es, justamente al
revés, universalidad. Cabe luchar por el reconocimiento humano global, por la
constitución de una humanidad común. Los derechos globales de los hombres no
pueden ser satisfechos por la creación de mercados sectoriales, de espacios de
consumo diferencial.
De lo que se trata no es de anular las
diferencias en la universalidad, como en la mística, o de hipostasiar las
diferencias, como en el extremo liberal que es el pluralismo de la
indiferencia. Se trata de producir un universal internamente diferenciado.
Reivindicaciones globales, para todos los seres humanos, que contengan el
reconocimiento de sus diferencias. Se trata, pues, de una revolución. Se trata
de volver a ser comunistas.
Reinventar el marxismo pensando en el siglo
XXI, no en los traumas y las nostalgias del siglo XX. Pensando en la necesidad
de la revolución en una sociedad globalizada, no en las componendas sindicales o
académicas defensivas, que se refugian en el rescate de lo particular sin
entender que lo particular no es contradictorio en absoluto con la nueva
dominación.
Un marxismo post ilustrado y post
romántico. Con horizonte comunista y voluntad revolucionaria. Que se puede
sentir y saber, pensar y actuar, argumentar y promover, soñar y vivir. Un
marxismo bello en fin, para una sensibilidad nueva, para el futuro.
http://actuelmarx.u-paris10.fr/ |