17/4/14

La democracia y el problema del poder | Las victorias y derrotas colectivas tienen lugar en gran medida al nivel del imaginario político

  • La pluralidad y fragmentación de las identidades y actores sociales en el mundo contemporáneo deberían ser una fuente de pesimismo político
  • Construir una perspectiva política, en las nuevas condiciones, en la cual el mantener abierta la brecha entre universalidad y particularidad se vuelve la matriz misma del imaginario político es el verdadero desafío que enfrenta la democracia contemporánea.
Foto: Ernesto Laclau
Ernesto Laclau   |  Las discusiones sobre la viabilidad de la democracia en lo que puede ser llamada una era "posmoderna" ha girado principalmente alrededor de dos temas centrales: 1) La presente dispersión y fragmentación de los actores políticos, ¿no conspira en contra de la emergencia de identidades fuertes que podrían operar como puntos nodales para la consolidación y expansión de prácticas democráticas?; y 2) ¿no es esta misma multiplicidad la fuente de un particularismo de los objetivos sociales que podría resultar en la disolución de discursos emancipatorios más abarcadores, considerados como constitutivos del imaginario democrático? El primer tema está conectado con la creciente conciencia de las ambigüedades de esos mismos movimientos sociales sobre los cuales se depositaron tantas esperanzas en los años setenta. No hay duda de que su aparición implicó una expansión del imaginario igualitario a áreas cada vez más amplias de las relaciones sociales. Sin
embargo, también se hizo cada vez más claro que tal expansión no lleva necesariamente a una agregación de la pluralidad de demandas alrededor de una voluntad colectiva más amplia (en el sentido gramsciano). Hace algunos años, por ejemplo, en San Francisco, había una extendida creencia en la potencial formación de un poderoso polo popular, dada la proliferación de demandas de negros, chicanos y homosexuales.

Nada de esto, sin embargo, sucedió, entre otras razones porque las demandas de cada uno de estos grupos chocaban unas con otras. Más aún: ¿no es esta fragmentación de las demandas sociales la que facilita que el aparato del Estado lidie con ellas de una forma administrativa - lo que resulta en la formación de redes clientelares capaces de neutralizar cualquier tipo de apertura democrática? La expansión horizontal de esas demandas, a las que el sistema político es sensible, conspira contra su agregación vertical en una voluntad popular capaz de desafiar el orden de cosas existente. Los proyectos políticos como la "tercera vía" o el "centro radical" expresan claramente este ideal que implica la creación de un aparato estatal sensible hasta cierto punto a las demandas sociales, pero que opera como un instrumento desmovilizador. En cuanto al segundo tema, su formulación va en la misma dirección. Con el quiebre de los discursos totalizantes de la modernidad, corremos el riesgo de enfrentarnos con una pluralidad de espacios sociales, gobernados por sus propios objetivos y reglas de constitución, dejando la gestión de la comunidad - en un sentido global - en las manos de una tecnoburocracia situada más allá de cualquier control democrático. Con esto, la noción de esfera pública, con la cual ha sido vinculada la posibilidad misma de una experiencia democrática, es seriamente puesta en cuestión. Sólo basta pensar en la imagen de Lyotard de un espacio social constituido por una multiplicidad de juegos de lenguaje inconmensurables, en la cual cualquier mediación entre ellos puede ser sólo concebida como daño, como una interferencia externa que algunos ejercen sobre los demás.

Estas afirmaciones son, sin embargo, exageradas y unilaterales. Presentan un cuadro muy optimista de las características de las experiencias y discursos democráticos clásicas socavadas por la "condición posmoderna", mientras ignoran las posibilidades de profundizar tales experiencias que abren las nuevas culturas de la particularidad y la diferencia. Podríamos, en este sentido, presentar al conjunto de la tradición democrática como dominado por una ambigüedad esencial: por un lado, la democracia fue el intento por organizar el espacio político alrededor de la universalidad de la comunidad, sin jerarquías ni distinciones. El jacobinismo fue el nombre del primer y más extremo intento por constituir al pueblo como UNO. Por el otro lado, la democracia ha sido concebida también como la expansión de la lógica de la igualdad a cada vez más amplias esferas de las relaciones sociales - igualdad social y económica, igualdad racial, igualdad de género, etc. Desde este punto de vista, la democracia implica constitutivamente el respeto por las diferencias. Lo que no se dice es que la unilateralización de cualquiera de estas tendencias lleva a la perversión de la democracia como régimen político. La primera se enfrenta con la paradoja de afirmar una universalidad inmediata que, sin embargo, sólo puede lograrse mediante la universalización de algunas particularidades dentro de la comunidad. El etnocentrismo implícito que permea los discursos de varios ruidosos defensores de la razón universal es bien conocido. Pero la democracia, unilateralmente concebida como el respeto por la diferencia, igualmente se enfrenta rápidamente con sus propios límites, que amenazan con transformarla en su opuesto - es decir, puede llevar a la aceptación sin desafío de las comunidades culturales existentes, ignorando las fuerzas que, dentro de ellas, luchan por romper con sus estrechos y conservadores límites culturales.

Algunas secciones de este trabajo fueron publicadas en ‘Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Zizek, Contingency, Hegemony, Universality’ (Londres: Verso, 2000). Esta traducción fue publicada en ‘Actuel Marx’, N° 1, 2001, edición argentina. Traducción de Sebastián Barros, revisada por el autor.