Karl Marx ✆ Matson The New York Observer |
Bolívar
Echeverría | Agradezco la invitación de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM a participar en este homenaje al maestro Adolfo
Sánchez Vázquez. Lo hago sobre todo porque esta participación me ofrece una
oportunidad muy difícil de encontrar —y que por más ceremonial que sea no deja
de ser genuina— de decirle a Adolfo Sánchez Vázquez ciertas cosas necesarias
que nuestros usos sociales no permiten decir directamente. Cosas necesarias
como son el afecto, el compañerismo y la amistad hacia él, que se han ido
gestando, por debajo de la admiración y el respeto, a lo largo de más de
veinticinco años de una colaboración más o menos intensa pero ininterrumpida.
Mi homenaje quisiera tomar la forma de algo que podría
llamarse un elogio mínimo del marxismo. Y esto porque elogiar al marxismo
equivale a elogiar el atrevimiento, la audacia, la valentía de quien lo cultiva
entre nosotros de manera ejemplar. Implica valentía cultivar el modo marxista
del discurso en circunstancias como las actuales, en las que la opinión pública
intelectual hace “mofa y escarnio” de él, poniéndolo como último representante
del esquematismo y el totalitarismo con los que el discurso moderno intentó
reprimir, que no comprender, la realidad. La implica, insisto, porque cultivar
el modo marxista del discurso reflexivo no consiste únicamente en defender de
acusaciones injustas todo lo valioso que se pudo decir mediante él, sino, sobre
todo, en transformarlo radicalmente a partir de las exigencias de la crisis de
los tiempos actuales, y también —¿por qué no?— en revertir esas acusaciones
sobre quienes las formulan, en mostrar que son precisamente los discursos que
pretenden clausurar y anular la propuesta marxista de inteligibilidad del mundo
los que han desfallecido y se han dejado atrapar y absorber por el único
discurso totalitario y represor que existe: el discurso sordo pero
omniabarcante que hace sin cansancio la apología de la modernidad capitalista.
Antes de intentar ese mínimo elogio del marxismo quisiera
recordar aquí, más en el plano de la anécdota, la razón de que la obra de
Sánchez Vázquez haya sido aceptada y haya tenido el eco que tiene en la
generación que estuvo en edad estudiantil durante la década de los años
sesentas.
Muy al contrario de la imagen corriente de los marxistas que
se difunde en el periodismo de la “alta cultura” —seres de intelecto limitado y
abstracto, reacios a toda sutileza; doctrinarios de opiniones dogmáticas y
monolíticas, testarudamente firmes en sus resentimientos sociales y étnicos,
dotados de una fobia inocultable hacia la democracia y enamorados únicamente de
la dictadura— los más de quienes llegamos a la militancia política de izquierda
y a los estudios universitarios en América Latina a comienzos de los años
sesentas nunca vimos en la doctrina y el dogma del marxismo soviético, propios
de las organizaciones políticas de izquierda, ninguna virtud ni ningún
atractivo.
El marxismo soviético era una rueda de molino con la que
resultaba imposible comulgar y la inevitable convivencia con él sólo se podía
sobrellevar dejando de tomarlo en serio y trasladándolo al plano de lo
simbólico. Esta generación de intelectuales de izquierda, crecida más con el
impulso heterodoxo de los rebeldes cubanos que en el recuerdo de la lucha
antifascista, no creía que debía agotarse en repetir y componer variaciones de
la misma vieja melodía marxista. Partía, sin duda, de la aceptación del
proyecto central del discurso de Marx, pero se creía más bien llamada a rehacerlo
e incluso a refundamentarlo esecialmente.
Para quienes estudiábamos en Alemania a comienzos de esa
década, la necesidad de pensar todo de nuevo en torno a la idea de la
revolución anticapitalista pasaba por la aceptación crítica de las críticas al
marxismo que había levantado el existencialismo hegelianizante de Merlau-Ponty
y Sartre, de los planteamientos posmarxistas de la Escuela de Fráncfort, de la
revolución en la ontología que había iniciado Heidegger y de los marxismos
heterodoxos de los años veintes (que nosotros mismos reeditábamos). Nuestras exigencias
dirigidas a los otros y a nosotros mismos no toleraban las salidas ideológicas
fáciles. En medio de ellas y dentro de los círculos de estudio de la AELA en
Berlín, en los que dialogábamos con compañeros como Rudi Dutschke y Bernd
Rabehl, entre otros, sensibles a la problemática del Tercer Mundo, era muy
poco, por no decir nada, lo que, aparte de los ensayos de Mariátegui, los
latinoamericanos podíamos presentar dentro de una línea teórica preocupada por
reconstruir el discurso marxista. Por esta razón, recuerdo de manera muy
especial la ocasión en que, excepcionalmente, pude presentar con orgullo el
texto de un latinoamericano que podía resistir esas exigencias. Se trataba de
un ensayo de Sánchez Vázquez sobre marxismo y estética que acababa de ser publicado
en una revista de la Cuba entonces revolucionaria y en el que se esbozaba ya el
intento posteriormente realizado de refundamentar el marxismo sobre la “teoría
de la praxis”.
Gabriel Vargas Lozano. Editor. En
torno a la obra de Adolfo Sánchez Vázquez (Filosofía, Ética, Estética y
Política). México: Facultad de Filosofía y Letras. UNAM, 1995
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