Karl Marx & Sigmund Freud ✆ Caitlin Hinshelwood |
Obviamente
que no es la primera vez, ni será la última, que se hacen estas imputaciones al
psicoanálisis desde la izquierda. Pero es altamente estimable que una revista
de la izquierda radical se proponga replantear, cuantas veces sea necesario,
estos debates ya seculares y de primera importancia. Mi propósito en la
presente contribución no es tanto responder puntualmente a cada uno de los
argumentos del artículo, como ensayar a mi vez –de manera polémica, espero– la
enumeración de una serie de hipótesis para encuadrar la discusión.
1.
Me permito comenzar de forma módicamente provocativa: el
psicoanálisis no tiene absolutamente nada
que ver con el marxismo. Sus
respectivos “objetos” de estudio, sus inputs teóricos y sus contextos
histórico-culturales son radicalmente diferentes. Se trata, pues, de dos
teorías estrictamenteinconmensurables e
incomparables. Es importante establecer esto de entrada. Muchos de los
malentendidos en los intentos tanto de recusación como de asimilación (como en
el caso del llamado “freudo-marxismo” de la escuela de Wilhelm Reich y otros,
que el artículo señala, así como los más rigurosos intentos de Lev Vigotsky)
del psicoanálisis por parte del marxismo, provienen a mi juicio de este
equívoco originario, que comprensiblemente, aunque sucumbiendo con frecuencia a
articulaciones apresuradas, quieren establecer una relación interna (sea de oposición o de
colaboración) entre los dos discursos más “subversivos” producidos en la
modernidad burguesa. Desde ya, esto no significa que no se pueda –y aún se
deba– establecer una serie de homologías, por así decir, entre lo que me
gustaría bautizar como sus también respectivos modos de producción de verdad.
De más está decir que no nos compete aquí ninguna consideración biográfica (si Freud era un “burgués
conservador” mientras que Marx se elevó sobre su propia clase, etcétera), sino
los efectos objetivos de sus teorías.
Más allá, entonces, de algún simpático anecdotario (por ejemplo,
tanto Marx como Freud, en una curiosa coincidencia, se comparaban a sí mismos
con Colón, por el hecho de haber descubierto un “nuevo continente”, el de la
lucha de clases y el del Inconsciente), lo que nos importa es la lógica de esas “analogías”. Enunciemos
algunas, sucintamente: a) El marxismo y el psicoanálisis son las dos únicas
teorías de la modernidad que enuncian explícitamente que sus supuestos
teóricos son estructuralmente inseparables de una praxis; dicho más o menos
althusserianamente, son una práctica
teórica tanto como una teoría de su propia práctica.
Vienen, pues, a romper con una ideología filosófica multisecular –y no
solamente “burguesa”, puesto que su origen puede remontarse al idealismo
platónico– que ha intentado mantener separadas ambas esferas, la de la acción y la contemplación; b) ambas teorías
ponen asimismo radicalmente en cuestión otro gran presupuesto filosófico, esta
vez sí plenamente “burgués”: el de un sujeto “cartesiano” imaginado como
individuo autocentrado, completo y transparente, que ha sido eternizado u
ontologizado como imagen de el Sujeto humano; la tesis marxista
de la lucha de clases (para la cual los sujetos de la historia son colectivos y no individuales) y la tesis
freudiana del sujeto dividido (es decir, lo contrario de in-dividuo, que
etimológicamente significa “entero”, no-dividido) derriban este otro
“ideologema” deshistorizante; c) ambas teorías, con todas sus irreductibles
diferencias y cada una desde su propia perspectiva, son estrictamente
complementarias, pues, en su profunda crítica
de la ideología burguesa. Y es asombroso comprobar –aunque no tengamos aquí
espacio para desarrollar un tema tan complejo– que Marx y Freud razonan
exactamente de la misma manera,
aunque nuevamente sobre objetos muy diferentes, en sus respectivos análisis
críticos del fenómeno del fetichismo.
El psicoanálisis tiene por lo tanto una enorme pertinencia como
contribución a una teoría
crítica de las ideologías, algo que no ha dejado de ser productivamente
aprovechado por diversos movimientos y autores del denominado “marxismo
occidental” –desde Ernst Bloch y la Escuela de Frankfurt, pasando por la
corriente althusseriana, hasta Zizek o Fredric Jameson (y sin olvidar, aún con
todas sus ambivalencias ante la teoría freudiana, a la colaboración Sartre/Fanon)–.
2.
Un reproche recurrente que se le hace a Freud desde (no
solamente) el marxismo, es que el psicoanálisis, como teoría del Sujeto humano,
constituye una antropología “individualista”. Pero es una imputación que carece
de fundamento riguroso alguno. Ya hemos sugerido que el psicoanálisis,
justamente, viene a recusar la noción misma de “individuo”. Por otra parte,
quienes arrojan ese sambenito parecen no tomar en cuenta la primera línea de
ese importantísimo texto de Freud titulado Psicología
de las Masas y Análisis del Yo, donde el autor establece taxativa e
inequívocamente que para él no
existe tal cosa como una
“psicología individual”. Esto no significa, me apresuro a aclararlo, que
entonces el psicoanálisis sea una “psicología social”: decirlo así sería
justamente aceptar una oposición preexistente entre el “individuo”
y la “sociedad”; o sea, otro de esos ideologemas burgueses que
la teoría freudiana viene a demoler. Los contenidos psíquicos son, en todo
caso, trans-subjetivos: el
producto complejo (y que por supuesto puede expresarse de maneras muy distintas
en cada sujeto “individual”, según los avatares de su propia historia,
etcétera) de los sistemas de
identificación primaria o
secundaria. Y dicho sea al pasar, la indagación freudiana de tales procesos de
identificación “vertical” con el líder u “horizontal” entre los miembros de la
masa –tanto como la investigación coetánea de Weber sobre la “dominación
carismática”– son un eficaz complemento “superestructural” del marxismo a la
hora de entender fenómenos como el “populismo”, el “bonapartismo”, el
“cesarismo” y similares. Pero, retomando el hilo: ¿cómo reducir a
“individualismo” la tesis capital freudiana del “complejo” edípico, que, aún en
su visión más vulgarizada, implica constitutivamente una relación entre al menos tres sujetos (para
no hablar de sus múltiples subrogados simbólicos o “fantasmáticos”) que, como
se dice, “hacen masa” para producir la subjetividad individual”? Más aún: que
Freud se haya tomado el trabajo de escribir Tótem
y Tabú (así como sus otros
denominados textos “sociales”: la ya citada Psicología
de las Masas, El Malestar en la Cultura, Moisés y el Monoteísmo, El Porvenir de
una Ilusión, etcétera, para no mencionar sus múltiples escritos sobre arte
y literatura) es la demostración palmaria de que su problema no es el “individuo”. No es adecuado
decir que Freud “extiende” al campo de la sociedad y la cultura sus hipótesis
sobre la psiquis individual, porque, como ya dijimos, para él lo “individual” y
lo “socio-cultural” son la
misma cosa, solo que percibido en diferentes perspectivas. Tótem y Tabú no es un intento de “aplicar” las
estructuras de la psiquis inconsciente individual al origen de la sociedad, la
ley y la religión, sino en todo caso, al
revés: es ese origen violento de la Cultura y lo simbólico
–hipótesis por otra parte perfectamente compatible con la de la violencia como
“partera de la Historia”– la que explica la constitución de la psiquis, que es desde el vamos “social”, no importa lo que
pensemos puntualmente sobre la teoría de la “horda primitiva” y demás (y, a
decir verdad, los hallazgos del último siglo en materias como la antropología,
la historia de las religiones o la filosofía jurídica parecen mostrar que Freud
está mucho más cerca de la verdad hoy que hace un siglo, al menos en cuanto a
la lógica de su razonamiento). Y podemos abundar: la insistencia de la escuela
lacaniana, en su “retorno a Freud”, y en las huellas de la antropología
lévi-straussiana, en la relación entre la subjetividad y el lenguaje,
profundiza más aún lo que venimos diciendo: ¿o acaso el lenguaje, y más
precisamente las lenguas,
son atributos de alguna psicología “individual”, y no el producto social de milenios y milenios de cultura?
Y finalmente, para extremar el argumento, ni siquiera se puede decir que la
práctica “ortodoxa” de la sesión psicoanalítica típica sea un tratamiento
“individual”: para empezar, involucra a dos sujetos (y dos, como dice el
propio Freud, bastan para “hacer masa” en un cierto sentido), y para continuar,
en ese “diálogo” está implicado centralmente ese producto social-histórico por
excelencia que, como vimos, es el Lenguaje en el sentido más amplio posible (la
cultura, los códigos simbólicos, todo eso que los lacanianos llaman “el Otro”).
Otra cosa es decir que, tal como está realmente practicado, se trata –siempre
hablando de la sesión clásica en el gabinete privado del analista, etcétera– de
un tratamiento inevitablemente “clasista” (hay que pagar, las sesiones suelen
ser caras, y así): esto es indudablemente cierto. Pero es un factor externo a la teoría, que da cuenta de un estado de sociedad, y no una
consecuencia necesaria de la propia teoría (o práctica). Y otra cosa, asimismo,
es decir que el psicoanálisis (y por cierto la mayoría de los psicoanalistas),
a través de su historia, ha devenido edulcorado y “adaptativo”: es otra verdad
de a puños –y ciertamente no privativa del psicoanálisis: ¿o no ha devenido
tantas veces edulcorado, “adaptativo” y domesticado el mismo marxismo en manos
de socialdemócratas, “progresistas” de toda laya e instituciones
universitarias? Y si objetamos que eso no es el verdadero marxismo, ¿no podríamos aducir
otro tanto respecto del psicoanálisis?–.
3.
Una acusación más compleja –precisamente porque aparece a
primera vista como la más plausible– es la de que Freud, con su teoría del
“complejo” edípico, del Inconsciente, de la Repetición y demás, habría generado
una suerte de imagen “ontológica” de un Sujeto siempre igual a sí mismo y sin
historia. Pero no es así. No se puede confundir la teoría freudiana con la de
los “arquetipos” eternos y limitados de Jung (casualmente ese fue uno de los
motivos de la ruptura entre ambos, como es sabido). Una cosa es la detección de estructuras y mecanismos recurrentes –sean en la psiquis,
en la cultura o en la historia–, otra muy diferente es que esos “procesos de
producción” tengan muy distintos efectos en los sujetos particulares y en los
cambiantes contextos histórico-culturales. Las estructuras del Inconsciente son
“universales”, sus efectos singulares.
Para el Inconsciente freudiano no hay “contenidos” eternos, como en el
inconsciente “colectivo” junguiano. Por dar un ejemplo muy sencillo, la lógica
del “proceso primario” productor de sueños es siempre la de la condensación, el
desplazamiento, la inversión en lo contrario, la dialéctica “representación de
cosa/representación de palabra”, etcétera; pero desde luego, hoy en día no
soñamos con las mismas “escenas” que un griego del siglo V a. C., ni siquiera
que uncitoyen francés de
la Revolución. Por supuesto, pues, que existen “constantes” en la psiquis. Pero
tal como venimos planteando esa “constancia”, y salvo recaída en un relativismo
inconducente, no se ve que eso sea necesariamente incompatible con el
materialismo histórico. ¿Acaso lo acusaríamos a Marx de “ontologismo abstracto”
por decir que toda la historia de la humanidad es la
historia de la lucha de clases? ¿O que siempre que se verifica una contradicción
insoluble entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de
producción se abre una época potencialmente revolucionaria?
¿No es eso decir que hay estructuras
recurrentes –“leyes”, si se
quiere– en la historia de la humanidad, más allá de que se expresan de manera
diferente en cada época, en cada modo de producción, en cada formación social?
Y no es azaroso, a este respecto, que Fredric Jameson haya tenido la audacia de
hablar de la lucha de clases como del Inconsciente
político de la historia y la
cultura: hay, en efecto, una lógica
fundante, por así decir, cuya insistencia subterránea explica, hasta cierto
punto (porque también existe el azar, claro) los acontecimientos “de
superficie”. Para Lévi-Strauss, por ejemplo, la condición fundacional de la existencia de cualquier
cultura es la cláusula de la Prohibición del Incesto (en tantopre-texto negativo para la ley de la
Exogamia), algo que obviamente tiene mucho que ver con la teoría freudiana,
aunque sus objetivos sean completamente otros. Cuando Freud afirma que el Inconsciente
“no reconoce” a la Historia, solo está diciendo que sus mecanismos básicos insisten de la misma manera, aunque sus
efectos sean siempre singulares e histórica-socialmente condicionados.
De forma similar dice Althusser que la Ideología –otra vez: los
mecanismos básicos del proceso de producción ideológica: la parte por el todo,
la causa por el efecto, y así– no “tienen” historia, aunque por supuesto que se
puede hacer una historia de las ideologías. Otro ejemplo –más
problemático, lo admito– es la frecuente imputación (reiterada en el artículo
de marras) al “falocentrismo” de Freud, del cual se derivaría un acantonamiento
“reaccionario” en el esquema binario masculino/femenino,
no dando lugar a la multiplicidad de identidades sexuales (o “genéricas”)
posibles. Es un tema sumamente complejo, entre otras cosas porque se presta a
ciertas facilidades del pensamiento “políticamente correcto”. Desde ya que hay
que defender a rajatablas el derecho de cualquier sujeto a optar por la
“identificación” sexual que desee.
Pero esa elección –pues de otro modo no sería una elección– se hace sobre la
base de un previo condicionamiento “en última instancia” que es el de la
bisexualidad constitutiva de los sujetos de ambossexos (la oposición
freudiana, justamente, es masculino/femenino,
y no hombre/ mujer). La
famosa frase de que “la anatomía es destino” debe entenderse en esa acepción:
hay una fractura básica condicionante, y cada
sujeto termina identificándose -más allá de sus órganos
biológicos de nacimiento- con uno u otro de sus polos, o con múltiples posibles
combinaciones entre ellos (y va de suyo que las identificaciones “dominantes”
están social-históricamente marcadas). Pero ello no significa que esos polos
puedan (o deban) “desvanecerse en el aire”.
Justamente porque no lo hacen, y porque la sociedad promueve
aquellas identificaciones “dominantes”, es que se producen los conflictos del
caso. Y negar el conflicto “fundante” no tiene mayor sentido. Más aún, esta
sería una lógica de razonamiento un tanto peligrosa. Equivaldría –y es un
debate que el marxismo viene sosteniendo desde hace mucho– a sustituir por una multiplicidad infinita de
“movimientos sociales” la fractura básica de la lucha de clases. Los
movimientos sociales existen, sin duda, y muchos –no todos– deben ser
defendidos y desarrollados.
Pero ninguno, ni siquiera la suma de todos ellos, puede
despachar al limbo la confrontación estructuralburguesía/proletariado.
Es una discusión similar a la que se plantea frente al pensamiento
“postmoderno”, “postestructuralista” y demás (y al que se hace referencia en el
mismo número deIdeas… aludido): si todo es cuestión de
“deconstrucciones”, “dispersiones” y multiplicaciones “rizomáticas” ad infinitum, entonces la
Materia, y el conflicto con que estamos forzados a
enfrentarla, desaparece de la vista (Slavoj Zizek, hablando precisamente de los
equívocos del “multiculturalismo”, ironiza sobre la interesada paradoja de homogeneización que el mismo supone, ya que todas
esas “diferencias” terminan siendo equivalentes, y ocultan el conflicto básico;
y casualmente, para ilustrarlo recurre al ejemplo de una ideología apresurada
de la “multisexualidad” que termina siendo… “unisex”).
4.
¿Hay, pues –es una pregunta de la máxima gravedad que puede
inducirse a partir de una “defensa” de la teoría psicoanalítica– una “naturaleza” humana? Depende de cómo se lo
mire. En un sentido, y sin llegar todavía a la humana, no hay siquiera una naturaleza “natural”. Como sostenía con toda
razón Marx, a partir de la intervención de las relaciones de producción
sociales sobre la naturaleza, esta ha ingresado totalmente a la historia: a la
historia del Hombre, se entiende (no vamos a entrar aquí en la difícil polémica
sobre la existencia de una “dialéctica de la naturaleza”, tal como Sartre la
sostiene contra Engels). Ahora bien: que la humanidad haya inventado máquinas
para volar no significa que haya logrado anular la ley de gravedad. Más bien
significa todo lo contrario. Quiero decir: si el hombre se ha visto obligado a
crear aviones, ha sido porque, al menos hasta el momento, nada ha podido hacer
contra ciertas reglas constantes de la naturaleza. Algo similar
–con todas las reservas del caso– puede decirse, como hemos visto, sobre
ciertas “leyes” de la historia y la sociedad. Y aún de la más sutil cultura:
¿no muestra Marx su perplejidad, en un famoso pasaje de los Grundrisse, ante el hecho de
que ciertos productos del arte y la literatura –la Ilíada de Homero, las grandes tragedias
griegas, Cervantes o Shakespeare–, emanados de sociedades y épocas tan
radicalmente diferentes a la nuestra, nos sigan conmocionando tan
profundamente? Por supuesto que no leemos esas obras del mismo modo en que
lo haría un coetáneo de ellas; pero el hecho de que con nuestra propia mirada
sigamos encontrando en ellas algo que aún hoy nos hace reflexionar sobre pero también más allá de nuestra situación actual, ¿no
significa que su grandeza consiste en que encontraron algunas constantes de la “naturaleza humana” que
siguen vigentes, independientemente de que hoy las interpretamos en otro
contexto? ¿Y qué diríamos –para insinuar otro tema complejísimo y ultra
“delicado”– de la persistencia del sentimiento religioso a través de miles de
años de historia y de todos los modos de producción posibles,
incluyendo los “socialismos” realmente existentes, como ha quedado harto
comprobado? ¿Nos contentaremos con andar por la vida repitiendo la frase sobre
“el opio del pueblo” (olvidando que el propio Marx tuvo muchas otras cosas que
decir al respecto, y ciertamente muy inteligentes, en el propio texto donde
comparece ese enunciado, La
Sagrada Familia), o nuevamente tendremos que pensar la dialéctica de lo
universal y lo particular con todas sus complejas mediaciones? Otra vez:
postular una “naturaleza humana” que pudiéramos llamar repetitiva no significa que cada “repetición”
sea igual a la anterior, ni forzosamente peor (se recordará que tampoco Marx
deja de tener alguna idea sobre la “repetición” en la historia). Lo cual viene
a cuento del famoso pesimismo freudiano, contrapuesto al optimismo marxista. Desde ya que Freud es
decididamente pesimista –pesimista “de la inteligencia”, para apelar a otro
clásico– respecto de las “constantes” de la “naturaleza humana”: en su
perspectiva, la recurrente batalla mítica entre Eros y Tanatos se resuelve casi
siempre a favor del último. Y la historia de la sociedad de clases hasta la
fecha (claro que Freud no habla de esto: está pensando en otras constantes) parece darle,
“fenomenológicamente”, la razón. ¿Cambiará, esa “naturaleza humana”, con el
socialismo? No podemos saberlo con certeza, está claro. Pero, si aún siendo
pesimistas “inteligentes” apostamos a él, es porque al menos con él Tanatos
tendría hartos menos “pretextos” (el hambre, la explotación, la alienación del
trabajo, las guerras imperiales). Es decir: se puede, desde la posición
marxista, ser anti-freudiano. Pero no es necesario.
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