Jean Baudrillard ✆ Guillem Cifré |
Jean Baudrillard | Un espectro
recorre lo imaginario revolucionario: la fantasía de la producción, que
alimenta por doquier un desenfrenado romanticismo de la productividad. El
pensamiento crítico del modo de producción no afecta al principio
de la producción. En su totalidad, los conceptos que en él se articulan sólo
describen la genealogía, dialéctica e histórica, de los contenidos de
producción, y dejan intacta la producción como forma. Esta misma forma
resurge idealizada tras la crítica del modo de producción capitalista. En
efecto, dicha crítica no hace más que reforzar, por un curioso contagio, el
discurso revolucionario en términos de productividad: de la liberación de las
fuerzas productivas a la “productividad textual” ilimitada de Tel Quel,
hasta la productividad maquinística fabril del inconsciente en Deleuze (y,
claro está, el “trabajo” del inconsciente), ninguna revolución podría colocarse
bajo otro signo que aquél. La consigna general es la de un Eros productivo;
riqueza social o lenguaje, sentido o valor, signo o fantasía, nada hay que no
esté “producido” según un “trabajo”.
Si ésta es la verdad del capital y la economía política, la revolución
se hace cargo de ella en su integridad: será en nombre de una productividad
auténtica y radical que subvertiremos el sistema de producción capitalista,
será en nombre de una hiperproductividad desalienada, de un hiperespacio
productivo que aboliremos la ley capitalista del valor. El capital desarrolla
las fuerzas productivas, pero también la frena: hay que liberarlas. El intercambio
de significados siempre ocultó el “trabajo” del significante: ¡liberemos al
significante!, ¡liberemos a la producción textual del sentido! Se encierra al
inconsciente dentro de estructuras sociales, edípicas: ¡volvámoslo a su
energía bruta, restituyámoslo como máquina productiva!
El discurso productivista reina por doquier, y ya sea que esa
productividad tenga fines objetivos o que se despliegue por sí misma, en uno u
otro caso es ella forma del valor. Leitmotiv del sistema, leitmotiv de su
impugnación radical, semejante consenso en cuanto a los términos resulta
sospechoso. O bien el discurso de la producción no es más que metáfora
revolucionaria –desvío e inversión de un concepto que, en lo esencial, emana de
la economía política y obedece a su principio de realidad–, pero entonces, si
debe designar una alternativa radical, esa metáfora es peligrosa; o bien la
alternativa no es radical, y la contaminación por el discurso productivista
significa algo más que una infección metafórica, significa una real imposibilidad
de pensar más allá o fuera del esquema general de la producción, es decir, en
contradependencia del esquema dominante [1].
Pero este esquema dominante, metaforizado en todas direcciones, ¿no es
él mismo sólo una metáfora? Y el principio de realidad que impone, ¿es otra
cosa que un código, una cifra, un sistema de interpretación? Marx quebró la
ficción del homo oeconomicus, mito donde se resumía todo el
proceso de naturalización del sistema del valor de cambio, el mercado, la
plusvalía y sus formas. Pero lo hizo en nombre de la emergencia en acto de la
fuerza de trabajo, de la fuerza propia del hombre de hacer surgir valor por
medio de su trabajo (“pro-ducere”), y cabe preguntarse si no hay
aquí una ficción análoga, una naturalización análoga, es decir, una convención
igualmente arbitraria, un modelo de simulación destinado a codificar todo
material humano, toda eventualidad de deseo y de intercambio en términos de
valor, finalidad y producción.
En este caso la producción no sería otra cosa que un código, código que
impone determinado tipo de desciframiento, que impone el desciframiento
allí donde propiamente no hay ni finalidad, cifra o valor. Se trata de una
gigantesca elaboración secundaria que alucina en términos racionales esa
predestinación del hombre a la transformación objetiva del mundo (o a la
“producción” de sí mismo, tema humanista hoy en día generalizado: ya no se
trata de “ser” uno mismo, se trata de “producirse” a sí mismo, desde la
actividad consciente hasta las “producciones” salvajes del deseo). Por todas
partes el hombre ha aprendido a pensarse, a asumirse, a ponerse en escena según
este esquema de producción, que le es asignado como dimensión final del valor
y del sentido. Hay aquí algo, a nivel de toda la economía política, de lo que
describe Lacan en el estadio del espejo: a través de este esquema de
producción, este espejo de la producción, la toma de la conciencia de la
especie humana en lo imaginario. La producción, el trabajo, el valor,
todo aquello por lo cual emerge un mundo objetivo y por donde el hombre se reconoce
objetivamente, todo eso es lo imaginario en el que el hombre persigue un desciframiento
incesante de sí mismo a través de sus obras, finalizado por su sombra (su
propio fin), reflejado por ese espejo operacional, esa especie de ideal del yo
productivista, no sólo en la forma materializada de la obsesión económica de
rendimiento, determinada por el sistema del valor de cambio, sino mucho
más profundamente en la sobredeterminación por el código, por el espejo
de la economía política, en esa identidad que' el hombre reviste ante sus
propios ojos cuando ya no puede pensarse sino como algo que hay que producir,
transformar, hacer surgir como valor. Notable fantasía que se confunde con la
de la representación, donde el hombre deviene en sí mismo su propio significado,
interpreta el rol de un contenido de valor y sentido, en un proceso
de expresión y acumulación de sí misma cuya forma se le escabulle.
Está más o menos claro (a pesar de las proezas exegéticas de los
estructuralistas marxistas) que el análisis de la forma/representación (el
status del signo, del lenguaje que gobierna todo el pensamiento occidental),
la reducción crítica de esa forma en su colusión con el orden de la producción
y la economía política, escapó a Marx. Tampoco sirve de nada hacer una crítica
radical del orden de la representación en nombre de la producción y su
consigna revolucionaria. Es preciso ver que los dos órdenes son inseparables y
que, aun cuando esto resulte paradójico, en Marx la forma/producción no está
más sometida a un análisis radical que la forma/representación. Estas dos
grandes formas, no analizadas, le imponen sus límites, los mismos de lo
imaginario de la economía política. Con ello entendemos que el discurso de la
producción y el discurso de la representación son ese espejo donde el sistema
de la economía política viene a reflejarse en lo imaginario, y a reproducirse
allí como instancia determinante.
1. Es evidente que Marx desempeñó un papel esencial en el arraigo de esa
metáfora productivista. Fue él quien radicalizó y racionalizó definitivamente
el concepto de producción, quien lo “dialectizó” y le dio sus cartas de nobleza
revolucionaria. Y, en gran parte, si ese concepto prosigue su extraordinaria
carrera es por referencia incondicional a Marx.
El marxismo y el sistema de la economía
política | La revolución como finalidad: el suspense de
la historia
Con el modo de producción, el concepto de historia constituye el otro
término de aquella racionalización dialéctica. Es el homólogo en el tiempo de
la teorización del modo de producción en la estructura social (una vez más, la
imposición con el Renacimiento de una convergencia perspectiva como principio
de realidad del espacio, puede servir de referencia).
Se habló de una idea “milenarista” de Marx [2]: el
comunismo para un “futuro próximo”, la revolución inminente. Esta exigencia
“utópica” data de la Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho
de Hegel, los Manuscritos de 1844, las Tesis sobre Feuerbach
y el Manifiesto. Tras el fracaso de 1848, reconversión: el comunismo
no entra en las posibilidades ofrecidas por la situación presente; sólo puede
sobrevenir más tarde, al cabo de un período que habrá creado las
condiciones históricas necesarias [3]. Con
El capital se pasa de la utopía revolucionaria a una dialéctica propiamente
histórica, de la revuelta inmediata y radical a la consideración objetiva: es
preciso que el capitalismo “madure”, es decir, que llegue interiormente a su
propia negación en cuanto sistema social y, por lo tanto, a una necesidad
lógica e histórica; la larga marcha dialéctica, donde la negatividad del
proletariado ya no se refiere inmediatamente a él mismo como clase sino más
bien, a largo plazo, al proceso del capital. Embarcado en este largo “rodeo”
objetivo, el proletariado comienza a pensarse como término negativo y sujeto de
la historia [4].
El esfuerzo del marxismo diverge entonces de su exigencia radical hacia
el estudio de las leyes históricas. El proletariado ya no salta por encima de
su sombra: crece a la sombra del capital. La revolución es remitida a un
proceso de evolución implacable al cabo del cual las propias leyes de la
historia obligarán al hombre a liberarse en cuanto criatura social. La
exigencia radical no abandona la perspectiva marxista, pero pasa a ser una
exigencia final. Conversión del aquí-y-ahora hacia un cumplimiento
asintótico, vencimiento diferido e indefinidamente aplazado que, bajo el
signo de un principio de realidad de la historia (socialización objetiva de la
sociedad operada por el capital, proceso dialéctico de maduración de las
condiciones “objetivas” de la revolución), sellará la trascendencia de un
comunismo ascético, comunismo de sublimación y esperanza que, en nombre
de un más allá en perpetuo recomienzo –más allá de la historia, la dictadura
del proletariado, el capitalismo y el socialismo– exige cada vez más el
sacrificio de la revolución inmediata y permanente. Ascético frente a su propia
revolución, el comunismo sufre profundamente, en efecto, por no “tomar sus
de-seos por la realidad”. (Esta dimensión trascendente, esta sublimación fue
también la del cristianismo ortodoxo por oposición a las sectas milenaristas
que pretendían la realización inmediata, y aquí, en la Tierra. Sublimación –ya
se sabe– represiva: en ella se basa el poder de las Iglesias.)
La revolución se convierte en un fin; en la exigencia radical de
la que presume, y a cambio de remitir a una totalización final, no acepta que
el hombre, en su rebelión, ya está ahí entero. Este es el sentido de la
utopía si la sacamos del idealismo soñador al que los “científicos” se
complacieron en reducirla para enterrarla mejor: ella rehúsa el esquema extendido
de las contradicciones, esa estructuración ideal que deja sitio a una
“Razón” de la historia, a una organización consciente y lógica de la
revolución, a la previsibilidad dialéctica de una revolución diferida; dialéctica
que rápidamente cae en el esquema puro y simple del fin y los medios: la
Revolución como “fin” equivale de hecho a la autonomización de los medios. Sabemos
en qué se convirtió esto, y cómo tiene por efecto contener la situación presente,
conjurar de ella a la subversión inmediata, extender (en el sentido químico del
término) la realización explosiva en una solución a largo plazo.
“El hombre no puede contentarse con la perspectiva de su liberación. Por
eso el ‘romanticismo revolucionario’, la revuelta hic et nunc subsistirá
hasta que la perspectiva marxista deje de ser una perspectiva” (Kalivoda). Pero
a partir del momento en que hace entrar en juego la objetividad de la historia,
la resignación, a las leyes de la historia y la dialéctica, ¿puede ser
algo más que una “perspectiva”?
En la época en que Marx comienza a escribir, los obreros rompen las
máquinas. Marx no escribe para ellos. No tiene nada que decirles, e incluso a
sus ojos están más bien equivocados: revolucionaria es la burguesía
industrial. Que la teoría diga otra cosa no explica nada de nada. Esa rebelión
inmanente de obreros que rompen las máquinas quedó para siempre sin
explicación. Por medio de la dialéctica, Marx se contenta con hacerles hijos a
sus espaldas. Y sin embargo, todo el movimiento obrero, hasta la Comuna, vive
de esa utópica exigencia de socialismo inmediato (Déjacque, Courderoy,
etcétera), y ya lo son en su aplastamiento. Porque la utopía jamás se
escribe en futuro: es lo que está siempre ya ahí.
Por su parte, Marx habla desde más allá, habla de todo eso como de una
fase superada. Pero ¿qué posición privilegiada le da la razón de antemano? El
fracaso de estos movimientos (por oposición a las revoluciones “marxistas” del
siglo XX) no es un argumento: invoca precisamente la “Razón” de la historia, un
fin objetivo que no puede dar cuenta de la especificidad de una palabra social
no finalizada por una dimensión futura. Allí, en el veredicto de la historia,
el comunismo internacional busca hoy la única prueba de su verdad; es decir que
ya no la busca en una razón dialéctica sino en la inmanencia de los hechos; en
este nivel, la historia ya no es siquiera un proceso de desarrollo, es un
proceso a secas, y en él la rebelión está siempre condenada a él.
Radicalidad de la utopía
En realidad, Marx tiene razón, “objetivamente” razón, pero esa razón y
esa objetividad sólo son alcanzadas por él, como sucede en toda ciencia, al
precio del desconocimiento, desconocimiento de la utopía radical
contemporánea del Manifiesto y El capital. No creemos estar
expresándonos bien al decir que Marx “objetivamente” teorizó las relaciones
sociales capitalistas, la lucha de clases, el movimiento de la historia,
etcétera. En efecto: Marx “objetivizó” la convulsión de un orden social, su
subversión actual, la palabra de vida y muerte que libera instantáneamente en
una revolución dialéctica a largo plazo, en una finalidad en espiral que sólo
era el tornillo sin fin de la economía política [5].
La poesía maldita, el arte no oficial, la escritura utópica en general,
que dan un contenido presente, inmediato a la liberación del hombre, deberían
ser la palabra misma del comunismo, su profecía directa. Pero no son más que
su mala conciencia, precisamente porque en ellas algo del hombre es inmediatamente
realizado, porque ellas objetan sin piedad esa dimensión “política” de la
revolución que sólo es la dimensión de su aplazamiento final. Son el equivalente
en el discurso de esos movimientos sociales salvajes que nacen de una situación
simbólica de ruptura (simbólica, es decir, no universalizada, no dialectizada,
no racionalizada en el espejo de una historia objetiva imaginaria). Por eso la
poesía (no el “Arte”) en el fondo nunca se puso de acuerdo sino con los
movimientos de utopía social, de “romanticismo revolucionario”, y jamás con el
marxismo como tal. Es que, en el fondo, el contenido del hombre liberado tiene
menos importancia que la abolición de la separación entre presente y futuro. Lo
que no perdonan los idealistas de la dialéctica que son al mismo tiempo los
realistas de la política: para ellos la revolución debe irse destilando en el
correr de la historia, cumplir su plazo, madurar al sol de las contradicciones
es la abolición de esta forma del tiempo, dimensión de la sublimación; ahora,
enseguida, es impensable e insoportable. Esto tienen en común la poesía
y la rebelión utópica: esa actualidad radical, esa denegación de finalidades,
esa actualización del deseo, no ya exorcizado en una liberación futura sino
exigido aquí, de inmediato, también en su pulsión de muerte, en la radical
compatibilidad de la vida y la muerte. Así es el goce, la revolución. Nada
tiene que ver con un calendario político de la Revolución.
Contrariamente al análisis marxista, que presenta al hombre como
desposeído, alienado y lo vincula a un hombre total, a un Otro total que es su
Razón futura (utópica en el mal sentido del término), que destina al hombre a
un proyecto de totalización, la utopía no conoce el concepto de alienación: ella
piensa que todos los hombres, todas las sociedades ya están, enteras, ahí, en
cada momento social, en su exigencia simbólica. El marxismo nunca analiza la
rebelión o el movimiento mismo de la sociedad sino como algo que está como
filigrana de la revolución, como una realidad en vías de maduración.
Racismo de la perfección, del estadio acabado de la razón, que despacha todo lo
demás a la nada de las cosas superadas [6]. El
marxismo sigue siendo en esto, profundamente, una filosofía, por toda esa mira
de alienación que, incluso en el estadio “científico”, permanece en él. El “en
otra parte” del pensamiento “crítico”, en términos de “alienación”, sigue
siendo una esencia total que acosa a una existencia dividida. Sin embargo, ésta
metafísica de la totalidad no se opone en absoluto a la realidad actual de la
división, sino que forma con ella un sistema. La perspectiva para el sujeto, al
término de la historió, de recuperar su transparencia o su “valor de uso”
total, es tan religiosa como la reintegración de las esencias. La “alienación”
es todavía lo imaginario del sujeto, así fuese el sujeto de la historia.
Para el sujeto no se trata de volver a ser un hombre total, no se trata
de reencontrarse: se trata de que hoy se pierda. La totalización del sujeto es
lo más acabado de la economía política de la conciencia, sellada por la
identidad del sujeto como la economía política lo es por el principio de
equivalencia. Esto es lo que debe ser abolido, en lugar' de acunar a los
hombres con la fantasía de su identidad perdida, de su autonomía futura.
¡Qué absurdo pretender que los hombres son “otros”, e, intentar convencerlos
de que su más, caro deseo es volver a ser “ellos mismos”! Todo hombre está ahí,
entero, en cada instante. La sociedad también está ahí, entera, en cada
instante. Courderoy, los Ludditas, Rimbaud, los Comuneros, la gente de las
huelgas salvajes, los de mayo de 1968 no son la revolución que habla en
filigrana, son la revolución, y no conceptos en tránsito; su palabra es
simbólica y no busca una esencia, es una palabra anterior a la historia, a la
política, a la verdad, una palabra anterior a la separación y a la totalidad
futura: la única que, hablando del mundo como no separado, lo revoluciona de
verdad.
No hay posible o imposible. La utopía está allí, en todas las energías
alzadas contra la economía política. Pero esta violencia utópica no se acumula:
se pierde. No busca acumularse, como el valor económico, para abolir la
muerte, y tampoco aspira al poder. Encerrar a los “explotados” en la sola posibilidad
histórica de tomar el poder fue la peor desviación que haya sufrido la
revolución y pone de manifiesto cuán profundamente minaron, sitiaron,
desviaron la perspectiva revolucionaria los axiomas de la economía política. La
utopía quiere la palabra contra el poder y contra el principio de realidad, que
no es más que la fantasía del sistema y de su reproducción indefinida. La
utopía no quiere más que la palabra, para perderse en ella.
Notas
[1] Es evidente que Marx desempeñó un papel
esencial en el arraigo de esa metáfora productivista. Fue él quien radicalizó y
racionalizó definitivamente el concepto de producción, quien lo “dialectizó” y
le dio sus cartas de nobleza revolucionaria. Y, en gran parte, si ese concepto
prosigue su extraordinaria carrera es por referencia incondicional a Marx.
[2] Nos referimos al trabajo de
KALIDOVA, Marx et Freud, Editions
Anthropos, 1971.
[3] Asimismo, la historia cristiana,
el concepto cristiano de historicidad, nación del fracaso de la parusía.
[4] El socialismo en un solo país será la
potenciación de esa cualificación en la que se instala el proletariado, de esa
sustancialización de la negatividad de la cual la historia, como
dimensión final, deviene la dimensión objetiva. Primero sujeto
negativo de la dialéctica histórica, después sencillamente sujeto positivo de
una historia positivista de la revolución. Este gran patinazo sólo resulta
posible y se explica por el paso de la utopía al epochè histórico.
[5] No es verdad que Marx haya
“superado dialécticamente” la utopía, conservando de ella el “proyecto” en un
modelo “científico” de revolución. Marx escribió la Revolución según la ley,
y no hizo la síntesis dialéctica entre ese plazo necesario y
la exigencia pasional, inmediata, utópica de transfusión de las relaciones
sociales, porque toda dialéctica entre estos dos términos antagónicos es
inexistente. Lo que el materialismo histórico supera, conservándola, es
sencillamente la economía política.
[6] Así, durante mucho tiempo se tomó el
dibujo por el esbozo de una obra que, una vez terminada, lo enviaba al olvido y
la nada. Sabemos que esto es falso: el dibujo es ya toda la obra, no hay otra.
Jean Baudrillard (Reims, Francia, 1929-París, 2007) era un filósofo y sociólogo, crítico de la cultura francesa, como reza su biografía en Wikipedia. Su trabajo se relaciona con el análisis de la posmodernidad y la filosofía del posestructuralismo. Entre sus obras destacan Olvidar a Foucault, Cultura y simulacro, Las estrategias fatales, América, La guerra del Golfo no ha tenido lugar, La ilusión del fin y El otro por sí mismo.
Este texto está incluido en el libro del mismo título, El espejo de la producción, publicado por Gedisa en 2011.