Karl Marx ✆ Anne Simon & Corinne Maier |
Todas las organizaciones obreras forman parte de la
estructura social general y no pueden ser siempre y de modo coherente anticapitalistas,
si no es en un sentido puramente ideológico. Para adquirir importancia social
dentro del sistema capitalista deben ser oportunistas, es decir, deben
aprovecharse de procesos sociales dados para servir a sus fines, aunque éstos
sean limitados. El oportunismo y el sentido de la realidad son aparentemente lo
mismo. El primero no puede ser vencido por una ideología radical que se opone a
todas las relaciones sociales existentes. No parece posible reunir lentamente
fuerzas revolucionarias dentro de organizaciones potentes dispuestas a actuar
en momentos favorables. Sólo las organizaciones
que no inquietan las relaciones sociales dominantes adquieren una cierta importancia. Si comienzan con una ideología revolucionaria, su crecimiento comporta una escisión subsiguiente entre su ideología y sus funciones. Estas organizaciones opuestas al status quo, pero organizadas en su interior, deben sucumbir finalmente ante las fuerzas del capitalismo en razón de sus fracasos en el campo organizativo.
que no inquietan las relaciones sociales dominantes adquieren una cierta importancia. Si comienzan con una ideología revolucionaria, su crecimiento comporta una escisión subsiguiente entre su ideología y sus funciones. Estas organizaciones opuestas al status quo, pero organizadas en su interior, deben sucumbir finalmente ante las fuerzas del capitalismo en razón de sus fracasos en el campo organizativo.
El dilema del radicalismo parece ser esto: para hacer algo
que tenga valor en el campo social las acciones deben ser acciones organizadas.
Por otra parte, las organizaciones eficientes tienden a
remansar en los canales capitalistas. Parece que la condición de hacer algo ahora,
es hacer las cosas mal y para evitar los pasos en falso la condición es no dar
ninguno. Los socialistas radicales están destinados a ser infelices: son
conscientes de su utopismo y no experimentan más que fracasos. Como
autodefensa, las organizaciones radicales ineficientes pondrán el acento en el
factor espontaneísta como medio decisivo para una transformación social. Como
no pueden cambiar la sociedad a través de sus esfuerzos comunes, ponen sus
esperanzas en sublevaciones espontáneas de las masas y en un futuro despliegue
de estas actividades.
A comienzos de siglo las organizaciones obreras
tradicionales -partidos socialistas y sindicatos- no eran ya movimientos
revolucionarios. Sólo un pequeño grupo de la izquierda se preocupaba dentro de
estas organizaciones por cuestiones de estrategia revolucionaria y, en
consecuencia, por cuestiones de organización del espontaneísmo. Esto implicaba
naturalmente el problema de la conciencia revolucionaria con la masa del
proletariado adoctrinado por el capitalismo. Se juzgaba muy poco probable que
sin una conciencia revolucionaria la masa obrera hubiera actuado
revolucionariamente sólo por el impulso de las circunstancias. Este problema
adquirió una importancia especial a causa de la escisión del Partido Socialdemócrata
y de la cristalización del concepto de Lenin[1] de la necesidad de una vanguardia
revolucionaria formada por revolucionarios de profesión. Consciente del factor
espontaneísta, Lenin concedió mucha importancia a la necesidad especial de una
actividad y de una dirección que estuviesen organizadas centralmente. Cuanta
más fuerza y amplitud adquiriesen los movimientos espontáneos, más urgente
sería la necesidad de controlarlos y dirigirlos por medio de un partido
revolucionario profundamente disciplinado. Los obreros debían ser puestos en
guardia contra sí mismos, por así decirlo, pues su falta de comprensión teórica
podía llevarles muy fácilmente a dilapidar sus poderes creados espontáneamente
y a perder su propia causa.
Una oposición a este particular punto de vista fue mantenida
desde la izquierda con gran coherencia por Rosa Luxemburg[2]. Tanto Lenin como Rosa Luxemburg veían la
necesidad de combatir el evolucionismo oportunista y reformista de las
organizaciones obreras establecidas y pedían una vuelta a políticas
revolucionarias. Pero mientras Lenin trató de llegar a esto a través de la
creación de un tipo nuevo de partido revolucionario, Rosa Luxemburg prefería un
aumento de la autodeterminación del proletariado, tanto en general como en el
caso de las organizaciones obreras, a través de la eliminación de los controles
burocráticos, haciendo activa a la base.
Tanto Lenin como Rosa Luxemburg pensaban que era posible que
una minoría revolucionaria lograse controlar a la sociedad. Pero mientras Lenin
veía en ello la posibilidad de la realización del socialismo a través del
partido, Rosa Luxemburg temía que cualquier minoría, en la posición de clase
dirigente, pudiese rápidamente comenzar a pensar y a actuar como la burguesía de
un tiempo. Confiaba en que movimientos espontáneos delimitasen la influencia de
las organizaciones que aspiraban a centralizar el poder en sus manos.
Según Rosa Luxemburg, los socialistas debían simplemente
ayudar a liberar las fuerzas creativas en la acciones de masas, e integrar las
propias tentativas en la lucha de clase, independiente, del proletariado. Su
posición daba por descontada la existencia de una clase obrera inteligente en
una situación de capitalismo avanzado, una clase obrera capaz de descubrir a
través de los propios esfuerzos modos y medios de lucha a favor de los
intereses propios y, en últimos análisis, a favor del socialismo.
Existía aún otro modo de hacer frente al problema de la
organización y del espontaneísmo. Georges Sorel[3] y los sindicalistas estaban convencidos no
sólo de que el proletariado podía emanciparse sin la guía de los intelectuales,
sino también de que debía liberarse de los elementos burgueses que controlaban
en general las organizaciones políticas. El sindicalismo rechazaba el
parlamentarismo a favor de una actividad sindical revolucionaria. En opinión de
Sorel, un gobierno de socialistas no habría alterado en ningún sentido la
posición social de los obreros. Para ser libres, los mismos obreros, y sólo
ellos, habrían debido recurrir a acciones y armas. El capitalismo, según Sorel,
ya había organizado a todo el proletariado en el seno de sus industrias. Todo
lo que quedaba por hacer era suprimir el Estado y la propiedad. Para lograr
esto, el proletariado no tenía tanta necesidad de una profundización científica
de las tendencias sociales necesarias como de una especie de convicción
intuitiva de que la revolución y el socialismo eran el resultado inevitable de
sus luchas continuas.
La huelga era considerada como el laboratorio de aprendizaje
revolucionario de los trabajadores. El número creciente de huelgas, su
extensión y su duración, cada vez más prolongada, indicaban la posibilidad de
una huelga general, es decir, de una revolución social inminente.
Toda huelga particular era un facsímil en escala reducida de
la huelga general y una preparación del levantamiento final. La creciente
voluntad revolucionaria no se podía medir por los éxitos de los partidos
políticos, sino por la frecuencia de las huelgas y por el ímpetu manifestado en
las mismas. La revolución habría procedido de acción en acción en una amalgama
continua de aspectos espontáneos y aspectos organizados de la lucha del
proletariado para su emancipación.
El sindicalismo y su prole internacional del tipo de los
Guild Socialists en Inglaterra y de los Industrial Workers of the World en
EE.UU. eran, en alguna medida, reacciones a la burocratización cada vez mayor
del movimiento socialista y a su hábitos de colaboración de clase. Como el
marxismo era la ideología de los partidos socialistas dominantes, la oposición
a estas organizaciones y a sus políticas se expresaba como una oposición a la
teoría marxiana en sus interpretaciones reformistas y revisionistas. También
eran atacados los sindicatos, en razón de sus estructuras centralistas y de la
importancia que concedían a los intereses comerciales específicos a expensas de
las necesidades de clase del proletariado. Pero del mismo modo que el
centralismo de la ideología marxista no impedía la emergencia de oposiciones de
izquierda en el seno de las organizaciones socialistas, así la
descentralización ideológica del sindicalismo no podía frenar la emergencia de
tendencias centralistas en el seno del movimiento sindicalista. Los Guild
Socialists buscaron la conciliación de los dos extremos, diferenciándose por
igual del localismo del anarcosindicalismo francés y de las concepciones del
socialismo de Estado de la ideología marxista.
Las organizaciones tienden a ver en su crecimiento constante
y en sus actividades diarias los factores más importantes de transformación
social. En los partidos socialdemócratas era el aumento del número de
inscritos, la ampliación del aparato del Partido, el aumento de votos en las
elecciónes y la participación creciente del Partido en las instituciones
políticas existentes, lo que se consideraba como pasos adelante hacia una
sociedad socialista. Por su parte, los Industrial Workers of the World
consideraban la transformación de la propia organización en un gran sindicato
único como un modo de "formar la estructura de la nueva sociedad en el
seno de la vieja". En la primera revolución del siglo XX fueron las masas
de los trabajadores sin organización las que determinaron el carácter de la
revolución y crearon una forma de organización nueva y completamente suya a
través del nacimiento espontáneo de los consejos de obreros y soldados.
El sistema de los soviets [4] usado por la Revolución rusa de 1905
desapareció con la derrota de la Revolución para volver con mayor fuerza en la
Revolución de febrero de 1917. Fueron estos soviets los que inspiraron la
formación de organizaciones espontáneas semejantes en la Revolución alemana [5] de 1918 y, en medida menor, en los
levantamientos sociales de Italia, Inglaterra, Francia y Hungría. Con el
sistema de los soviets nació una forma de organización que podía dirigir y
coordinar las actividades autónomas de masas muy amplias, con objetivos
limitados o para fines revolucionarios, y que podía hacerlo independientemente
de, en oposición a, en colaboración con, las organizaciones obreras ya
existentes. Sobre todo, el nacimiento del sistema consejista probó que las
actividades espontáneas no están destinadas a diluirse en amorfas tentativas de
masa, sino que pueden desembocar en estructuras organizativas de naturaleza no
puramente ocasional.
Los consejos rusos, o soviets, surgieron de una serie de
huelgas y de la necesidad que se sentía en las mismas de disponer de comités de
acción y de representaciones que se preocupasen de tratar tanto con las
industrias como con las autoridades legales. Las huelgas, resultado de
condiciones cada vez más intolerables para la clase obrera, era espontáneas en
el sentido de que no eran lanzadas por organizaciones políticas o sindicales,
sino por obreros que no estaban ligados a organización alguna, que no tenían
otra alternativa que considerar su puesto de trabajo como la plataforma de
lanzamiento y como el centro de sus tentativas de organización. En la Rusia de
la época las organizaciones políticas no tenían todavía influjo real alguno
sobre las masas obreras y los sindicatos existían sólo en forma embrional. En
cualquier caso, el crecimiento de las organizaciones socialistas y de los
sindicatos fue intensificado en gran medida por las huelgas espontáneas y los
alzamientos sucesivos.
Naturalmente, en su esencia, la Revolución de 1905 era una
revolución burguesa, apoyada por la burguesía liberal para romper el
absolutismo de los zares y hacer avanzar a Rusia, a través de una Asamblea
Constituyente, hacia condiciones semejantes a aquellas que existían en los
países capitalistas más avanzados. En la medida en que los obreros en huelga
pensaban en términos políticos, condividían fundamentalmente el programa de la
burguesía liberal. Y éstas eran también las posiciones de todos los partidos
socialistas existentes, que aceptaban la necesidad de una revolución burguesa
como precondición para la formación de un fuerte movimiento obrero y para una
futura revolución proletaria en condiciones socioeconómicas más desarrolladas.
Los soviets eran considerados instrumentos transitorios en la lucha por
reivindicaciones específicas de la clase obrera y para una sociedad
democrático-burguesa. No se esperaba que adquiriesen un carácter permanente.
A partir de 1906, la iniciativa organizativa cae de nuevo en
manos de los partidos políticos y de los sindicatos. Pero la experiencia de
1905 no se perdió. Los soviets, escribió Trotsky[6], "eran la realización de la necesidad
objetiva de una organización que tuviese autoridad sin tener una tradición, y
que lograse al mismo tiempo abrazar a centenares de miles de trabajadores. Una
organización, además, que fuese capaz de unificar todas las tendencias
revolucionarias en el seno del proletariado, que poseyese iniciativas y
autocontrol, y que, esto es lo más importante, pudiese ser creada en el espacio
de veinticuatro horas".
Los soviets atrajeron a los miembros ideológicamente más
vivaces y por tanto, en general, los más dispuestos políticamente, de la población
obrera, y encontraron apoyo en las organizaciones socialistas y en los primeros
sindicatos. La diferencia entre estas organizaciones tradicionales y los
soviets se explica por la observación de Trotsky, según la cual "los
partidos eran organizaciones dentro del proletariado, mientras los soviets eran
las organizaciones del proletariado".
La Revolución de 1905 reforzó las oposiciones de izquierda
en los partidos socialistas occidentales, pero más en el campo de la
espontaneidad de las huelgas de masa que en lo referente a la forma
organizativa que asumían estas acciones. Existían, en cualquier caso,
excepciones, Anton Pannekoek[7], por ejemplo, pensaba que con los soviets
"las masas pasivas se hacen activas y la clase obrera se convierte en un
organismo independiente que logra la unificación... Al final de este proceso
revolucionario, la clase obrera se transforma en una entidad dotada de
conciencia de clase y altamente organizada, dispuesta a obtener el control de
toda la sociedad y a tomar en sus manos el proceso de producción".
Según Lenin[8], los soviets eran "órganos de lucha de
masa. Aparecieron a la luz como organizaciones de huelga bajo el impulso de la
necesidad, se convirtieron en seguida en órganos de lucha revolucionaria contra
el gobierno. No fue una teoría, o una declaración, o consideraciones tácticas,
o doctrinas del Partido, sino que fue la fuerza de los acontecimientos la que
transformó estas organizaciones de masa en organizaciones de revolución".
Si por una parte Lenin insistía en que su partido "no
debería renunciar al uso de organizaciones no partidistas, como los
soviets", por la otra sostenía que "el Partido debe comportarse así
para reforzar su propio influjo en la clase obrera y aumentar su poder"[9].
Lenin veía la Revolución rusa como un proceso initerrumpido
que conducía desde la revolución burguesa a la revolución socialista. Temía que
la burguesía propiamente dicha hubiera aceptado un compromiso con el zarismo
antes que correr el riesgo de una revolución democrática que llegase hasta el
fondo. Correspondía entonces a los obreros y a los campesinos pobres la tarea
de llevar hasta el final la revolución burguesa y, contemporáneamente, aumentar
los propios antagonismos en la burguesía.
Lenin veía también la proximidad de la Revolución rusa desde
un punto de vista internacional, y pensaba en la posibilidad de su extensión a
Occidente, lo cual habría podido ofrecer la oportunidad de destruir el
capitalismo ruso moderno justamente en sus comienzos. Pero, cualquiera que
fuese el resultado de la revolución, el Partido Bolchevique habría debido
controlarla con el fin de explotarla al máximo con vistas al socialismo o, al
menos, con vistas a la realización de una transformación democrático-burguesa
radical de la sociedad zarista.
Considerándose a sí mismos la vanguardia del proletariado, y
considerando a este último la vanguardia de una "revolución popular",
los bolcheviques reconocían que para tomar el poder era necesario no sólo un
partido revolucionario, sino también organizaciones de masa del tipo de los
soviets. Fue en 1917 cuando el concepto de dictadura del proletariado por medio
de los soviets se convirtió durante un cierto período en la política oficial de
Partido Bolchevique.
También la Revolución de febrero fue el resultado de un
movimiento espontáneo de protesta contra las condiciones cada vez más
intolerables de la vida durante una guerra que se estaba perdiendo. Se
subsiguieron huelgas y manifestaciones en medida cada vez mayor, hasta el punto
de provocar un levantamiento general que encontró apoyo en algunas unidades
militares y produjo la quiebra del Gobierno provisional. Aunque los partidos
socialistas y los sindicatos no fueron los que iniciaron la revolución, sí
tuvieron un papel más importante que en 1905. Como en 1905, también en 1917 los
soviets no tenían intención, inicialmente, de sustituir al Gobierno
provisional. Pero en el desarrollo del proceso revolucionario fueron ocupando
progresivamente posiciones cada vez más importantes; prácticamente el poder se
dividía entre los soviets y el Gobierno. La ulterior radicalización del
movimiento en condiciones sociales que cada vez se deterioraban más, y las
políticas vacilantes de la burguesía y de los partidos socialistas, concedieron
rápidamente a los bolcheviques la mayoría de los soviets de importancia
decisiva y condujeron a la Revolución de Octubre, que puso fin a la fase
democrático-burguesa de la Revolución. Con el tiempo, el Régimen se convirtió
en la dictadura del Partido Bolchevique. Los soviets castrados eran mantenidos
en vida sólo formalmente, para ocultar este hecho. Cualesquiera que fuesen las
razones de este cambio -que no nos corresponde analizar en este contexto-, fue
a través de los soviets como fueron derrocados tanto la burguesía como el
zarismo y fue inaugurado un sistema social diverso. No es inconcebible pensar
que en condiciones internas e internacionales distintas los soviets habrían
podido mantener su poder e impedir la aparición de la dictadura autoritaria.
No sólo en Rusia, sino también en Alemania, el contenido
real de la Revolución no estaba de acuerdo con su forma revolucionaria. Pero
mientras en Rusia se trataba sobre todo de una falta de preparación objetiva
general para una transformación de tipo socialista, en Alemania se trataba de
la falta de voluntad subjetiva para construir el socialismo a causa de la
adopción de métodos revolucionarios que eran en gran medida responsables de los
fracasos del movimiento consejista en ambas naciones. En Alemania, la oposición
a la guerra se expresó en forma de huelgas industriales que, a causa del
patriotismo de los socialdemócratas y de los sindicatos, tuvieron que ser
organizadas clandestinamente en los puestos de trabajo y por medio de comités
de acción que coordinasen las distintas fábricas. En 1918 nacieron por toda Alemania
consejos de obreros y de soldados, que derrocaron al Gobierno. Las
organizaciones obreras colaboracionistas se vieron obligadas a reconocer este
movimiento y a entrar en él, si no por otro motivo, sí para ahogar las
aspiraciones revolucionarias. Esto resultaba tanto más fácil cuanto los
consejos de obreros y de soldados se componían no sólo de comunistas, sino
también de socialistas, sindicalistas, independientes e incluso simpatizantes
de los partidos burgueses. El slogan "Todo el poder a los consejos
obreros", implicaba la dictadura del proletariado, porque hubiera dejado a
los sectores no obreros de la sociedad sin representación política. La
democracia, en cualquier caso, era considerada como sufragio universal. La masa
de los obreros quería tanto los consejos obreros como la Asamblea Nacional.
Obtuvieron ambas cosas; los consejos de forma insignificante, como parte de la
Constitución de Weimar, y con ella también la contrarrevolución y, al final, la
dictadura nazi.
Resulta bastante claro que la autoorganización de los
obreros no es en absoluto una garantía frente a los políticos y acciones
contrarias a los intereses de clase del proletariado. En este caso estas
organizaciones serán sustituidas por formas tradicionales o nuevas de control
del comportamiento obrero por parte de la autoridades viejas o nuevas. A no ser
que movimientos espontáneos, que desemboquen en formas organizativas de
autodeterminación proletaria, se apropiasen del control de la sociedad, y
consiguientemente, de las propias vidas, estos movimientos están destinados a
desaparecer de nuevo. Por ello sólo a través de la experiencia de la
autodeterminación, en cualquier modo que se realice inicialmente, es como la
clase obrera tendrá la capacidad de dirigirse hacia la propia emancipación.
Lo que hemos dicho hasta ahora se refiere al pasado y parece
no tener importancia para el presente y para el futuro próximo. Por lo que se
refiere al mundo occidental, ni aquella débil oleada de revolución mundial
provocada por la Primera Guerra Mundial y por la Revolución rusa se ha repetido
durante la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, después de superar algunas
dificultades iniciales, la burguesía occidental se encuentra con el pleno
control de la sociedad. Se precia de tener una economía de alta ocupación,
desarrollo económico y estabilidad social que excluye tanto la necesidad como
el deseo de una transformación social. Según propia confesión, ésta es una
visión general, todavía empalidecida por algunos problemas no completamente
resueltos, de los que es prueba la presencia de grupos sociales pauperizados en
todos los países capitalistas. Se supone, sin embargo, que estas manchas serán
borradas con el tiempo.
Esta difundida opinión remite a la división entre marxistas
ortodoxos y revisionistas de comienzos de siglo en relación con los problemas
del desarrollo capitalista. La divergencia se manifestó a propósito de la
cuestión sobre la existencia o no existencia de límites objetivos en el
capitalismo que asegurasen la disposición subjetiva ante acciones
revolucionarias. En tiempos de prosperidad prolongada era el punto de vista
revisionista el que se verificaba aparentemente; en tiempos de crisis era la
posición ortodoxa la que poseía aparentemente mayor validez. En general,
quienes insistían en el factor espontaneísta insistían también en el carácter
provisorio del sistema capitalista y sobre su derrumbe seguro, mientras que
aquellos que ponían el acento en la organización daban por cosa hecha una
transformación evolutiva de la sociedad capitalista en sociedad socialista,
transformación realizada a través de procesos legislativos y educativos que
tenían lugar en el seno de las instituciones democráticas existentes.
A diferencia de sociedades más estáticas, el capitalismo
cambia continuamente. Su proceso productivo, al ser un proceso de expansión del
capital, altera continuamente el sistema en todos sus aspectos con excepción de
uno. El aspecto inmutable consiste en las relaciones de producción como
relaciones entre capital y trabajo, lo cual permite la producción de plusvalor
y la acumulación de capital. Puede haber cambios para mejor o para peor; todo
depende de la productividad del trabajo y de su relación con las exigencias de
ganancia del proceso de acumulación. Históricamente, el capitalismo ha sido un
sistema de expansión y de contracción, alterándose los períodos de prosperidad
con los de depresión, influyendo en las condiciones de la población trabajadora
de modo negativo o positivo. Con el paso del tiempo, según la teoría marxiana,
sería cada vez más difícil para el capitalismo superar sus períodos de crisis y
la miseria social general asociada a los mismos. Esto habría propiciado el
clima social favorable para acciones revolucionarias.
Desde los comienzos de la llamada Revolución Industrial hasta
la Segunda Guerra Mundial, la prognosis marxiana podría ser cuestionada sólo en
algun período. En efecto, la depresión a nivel mundial de 1929 consolidó la
opinión según la cual las contradicciones inherentes a la producción del
capital deben conducir a su decadencia y a su quiebra. Pero el modelo teórico
abstracto en que se apoyaba esta afirmación, si bien revela la dinámica
inmanente del sistema, no excluye modificaciones profundas del mismo, que
prolongan su vida. Las clases dominantes encontraron un modo de salir de la
depresión durante la guerra manteniendo las intervenciones gubernativas en la
economía postbélica. En términos económicos este procedimiento es conocido como
la revolución keynesiana. Puesto que las intervenciones gubernativas en la economía
aseguraron durante casi dos decenios el crecimiento de la producción y del
comercio, se alimentó la ilusión de que se había encontrado un modo de romper
la predisposición del capitalismo a la crisis y a la depresión. Se consideró
que los medios fiscales y monetarios empleados eran un tipo de
"planificación" que podía asegurar el pleno empleo y la estabilidad
social.
El ciclo de negocios del capitalismo del laissez faire ha
sido controlado aparentemente. Pero no por completo, porque persiste la
desocupación y períodos de recesión perforan aquí y allá la tendencia general a
la expansión. Pero las largas depresiones con desocupación en amplia escala
parecen cosa del pasado. Aunque los múltiples efectos de las depresiones
ofrecen pábulo a explicaciones diversas, desde el punto de vista marxiano
encuentran su causa principal en el carácter de valor de la producción
capitalista. Es decir, la producción no está ligada a las necesidades de los
hombres, sino al aumento del capital privado. Una magnitud dada de capital debe
producir una magnitud mayor. Los períodos de depresión son períodos en los que
el rédito está en depresión. Finalizan con una revitalización de los negocios
cuando se descubren nuevos métodos y medios para aumentar el rédito del
capital. Hablar, por tanto, del fin del ciclo del capital implicaría que el
capital es actualmente capaz de asegurar indefinidamente el propio rédito.
Superficialmente, no tienen mucha importancia los tipos de
explicación que se ofrecen para la crisis del capitalismo. Las mercancías no
sólo deben ser producidas, también deben ser vendidas. Las ganancias obtenidas
en la producción deben ser realizadas en la circulación. La anarquía de la
producción en el capitalismo explica las desproporciones que dificultan la
realización del plusvalor, y conduce a desajustes entre inversiones y
productividad que obstaculizan la producción de las ganancias. La crisis del
capitalismo puede ser descrita como crisis de sobreproducción o de subconsumo,
cada uno de los cuales implica dificultades en el proceso de realización de la
ganancia y, por tanto, dificultades en mantener un nivel dado de producción y
un ritmo de crecimiento "normal". La crisis completa del capitalismo
es el conjunto de todas estas cosas simultáneamente. Cualesquiera que sean los
aspectos de la crisis total puestos de relieve, están centrados todos en el
hecho de una reducción de la producción por falta de incremento de crédito.
Es claro que ningún capitalista reducirá la producción
mientras el mercado le asegure ganancias adecuadas. Disminuye la producción y
aplaza nuevas inversiones cuando ya no es capaz de encontrar mercados
suficientemente amplios para sus productos. Pero la crisis del capitalismo es
un fenómeno general que alcanza a todos los capitales. Cuaquier capitalista, o
cualquier compañía, reaccionará frente a la crisis tratando de mantener, o
incluso aumentar, su parte de mercado que está disminuyendo, a través de una
reducción de los costes de producción lo suficientemente amplia como para
recuperar una posible pérdida de rédito. Si bien todos los capitalistas tratan
de huir de la situación de crisis, no todos lo lograrán; pero aquellos que
sobreviven a esa situación no sólo habrán incrementado su tasa de ganancia,
sino que también habrán aumentado sus mercados, aunque sólo sea a expensas de
los capitales destruidos. Es a través de la competencia por las ganancias y por
los mercados como el capital se concentra y se centraliza, para el
perfeccionamiento del proceso de acumulación.
La producción del capital es acumulación de capital. El
plusvalor, es decir, la fuerza de trabajo no pagada se transforma en capital
añadido. "Medido" en relación al total de capital invertido, traduce
un cierto valor en ganancia. Este valor debe ser tal que permita la continuación
del proceso de acumulación. El capital se divide en inversiones en medios de
producción e inversiones en fuerza de trabajo. Este es sólo otro modo de
describir la realidad del aumento de productividad del trabajo y del aumento
del plusvalor. Pero a no ser que el segundo aumente tan velozmente como el
capital total, y no siempre es así, el valor de la ganancia descenderá. Según
Marx, ésta es una consecuencia de la aplicación de la teoría del valor-trabajo
al proceso de acumulación del capital.
No es necesario entrar en todas las complejidades del
mecanismo de la crisis capitalista, porque no hay teoría económica burguesa que
condivida la idea de Marx según la cual, por una parte, todas las dificultades
del capitalismo se deben en último análisis a una ausencia de incremento del
rédito y, por otra parte, sólo a través de un incremento del rédito es como
pueden ser superadas esas dificultades. Los clásicos, Smith y Ricardo, temían
la caída de la tasa de rédito, si bien por razones distintas de las aducidas
por Marx. La teoría neoclásica hace del desempleo un resultado del
desequilibrio que reduce el impulso a invertir. Dado que la teoría keynesiana
ha encontrado una aceptación tan universal, se puede decir que la teoría de
Marx de la tendencia a descender de la tasa de ganancia, como consecuencia de
la acumulación del capital, ha sido adoptada por la economía burguesa, si bien
con una terminología diferente. Allí donde Marx habla de sobreacumulación de
capital relativa a su incremento de rédito, la teoría keynesiana habla de la
creciente escasez del capital y de la subsiguiente disminución de su eficiencia
marginal. Donde Marx habla de un ritmo de acumulación en descenso, la teoría
keynesiana considera el mismo fenómeno como una escasez de demanda efectiva. En
ambos casos se trata de una escasez de inversiones, causada por un incremento
débil del rédito.
La teoría económica moderna sugiere nada menos que la
integración de la demanda insuficiente que crea el mercado con una demanda
creada por el propio Gobierno, que asegure un alto nivel de ocupación. Para no
deprimir aún más la demanda generada por el mercado, la demanda creada por el
Gobierno debe caer fuera del sistema de mercado. No debe ser competitiva y
comprende, en general, gastos para los trabajos públicos, armas y otros
productos de despilfarro. A causa de la naturaleza imperialista de la
competición del capital a nivel internacional, la gran masa de la demanda del
Gobierno se centra en el armamento y en otros gastos militares. En una palabra,
los gastos gubernamentales deben ser aumentados para hacer frente a los efectos
de depresión causados por un ritmo insuficiente de expansión del capital.
Con este fin, los gobiernos practican exacciones por medio
de impuestos o piden en préstamo recursos privados -siendo el préstamo,
naturalmente, una simple forma de exposición fiscal diferida-. Esto da al
gobierno la posibilidad de aumentar sus gastos; lo cual, si bien garantiza a
aquellos que recibían los encargos del gobierno los precios y ganancias de
producción, constituye un gasto para toda la sociedad. Aquella parte de la
producción total que comprende, como productos finales, los gastos públicos, no
entra en el mercado, puesto que no existe demanda privada de obras públicas y
de armamento. Es producción que no da ganancias, en el sentido de que ninguna
parte de la misma es acumulada bajo forma de medios de producción que
garantizan ganancias adicionales. En lugar de acumulación de capital, lo que
hay es una acumulación de la deuda nacional.
El plusvalor que corresponde al capital puede ser consumido
enteramente por los capitalistas o convertido parcialmente en capital
adicional. Cuando es totalmente consumido, prevalece una condición que Marx
llama de reproducción simple. Esto es posible de modo excepcional, pero, como
condición duradera, comportaría el fin de la producción de capital, es decir,
de la expansión del capital. Al margen del hecho de que un capitalismo sin
acumulación es un capitalismo en crisis (porque sólo a través de la expansión
del capital es como la demanda del mercado es suficiente para la realización de
las ganancias obtenidas con la producción), la reproducción simple no es
producción capitalista. Suponiendo que todo el plusvalor no consumido por los
capitalistas se gastase en la producción de armas, cesaría de acumularse
capital. Habría, tal vez, un uso pleno de los recursos productivos, pero esto
no significaría un sistema de producción capitalista. Es por esta razón por la
que una producción, debida a la intervención de la esfera pública, que no dé ganancias,
debe ser limitada de modo que no excluya una ulterior acumulación de capital.
Es por esta razón también por lo que el aumento de la
producción determinado por la intervención pública por medio de los impuestos y
la financiación deficitaria, era considerada una medida de emergencia para
hacer frente a un ritmo de inversiones en declive, declive que era considerado
él mismo un acontecimiento de carácter temporal. En razón de la persistencia de
una demanda insuficiente, la medida de emergencia fue aceptada enseguida como
condición permanente y la llamada economía mixta sustituyó al llamado sistema
del laissez faire. Las intervenciones del gobierno en la economía eran
consideradas capaces no sólo de evitar una tendencia económica depresiva, sino
también de asegurar la estabilidad económica e incluso el desarrollo. Con todo,
la economía mixta es considerada como una economía en la que el sector
gubernamental permanece en una posición minoritaria, preocupándose solamente de
las deficiencias del sistema privado. Si el sector público, que no proporciona
beneficios, se desarrollase a mayor velocidad que el sector privado, que sí
proporciona beneficios, pondría en marcha una tendencia que conduciría al
declive de la producción privada de mercancías. La expresión del sector público
debe ser frenada en el punto en que un crecimiento ulterior del mismo
transformaría la economía mixta en algo diverso.
Entretanto, el sector público se financia con impuestos y
préstamos públicos. Su producción, en cualquier caso, no da beneficios y, por
tanto, no da intereses. Los intereses de la Deuda pública deben ser cubiertos
con nuevos impuestos y nuevos préstamos que reduzcan la reditividad del capital
privado. Para mantener la reditividad necesaria se alzan los precios de modo que
los costes de la intervención pública deficitaria pesan sobre la sociedad
entera. El crecimiento del sector público está, de este modo, acompañado por la
inflación. Parar el proceso de inflación querría decir restringir el sector
público de la economía.
Las economías de los países occidentales están, sin embargo,
en una situación de boom, no obstante y a causa de la inflación y del
crecimiento de la deuda nacional. La producción privada y estatal juntas
aseguraban un alto nivel de empleo y de crecimiento económico, si bien el ritmo
de crecimiento era distinto en los diversos países. En parte, el salto hacia
adelante se explica en términos tradicionales. La enorme destrucción de
capital, en términos tanto físicos como de valor, durante la Segunda Guerra Mundial
cambió la estructura del capital internacional de modo tal que hizo posible una
renovación de la expansión de las ganancias al capital. Lo mismo vale para su
ulterior concentración y centralización, tanto a nivel nacional como
plurinacional. La extensión del sistema de credito, particularmente a través de
una financiación pública deficitaria, sirvió de ayuda a la expansión general de
la producción y los movimientos internacionales de capital hicieron posible una
rápida restauración de la actividad económica en naciones duramente maltratadas
por la guerra. Sobre todo, la productividad del trabajo aumentó lo suficiente
como para permitir tanto la acumulación del capital como el restablecimiento,
promovido por el gobierno, de la producción que había sufrido daños. Por
conseguiente, en la medida en que la productividad del trabajo se puede
aumentar lo necesario para asegurar una tasa de ganancia ineludible, son en
realidad los gastos públicos crecientes los responsables del alto nivel de
empleo, y de condiciones relativamente prósperas. A pesar de esto, y a largo
plazo, el proceso es de tipo defensivo. Aunque aumente el número absoluto de
obreros, el proceso de acumulación del capital es un proceso de desmovilización
del trabajo. Menos trabajo debe producir proporcionalmente más plusvalor que
permita el incremento del rédito y la expansión del capital. A la vez que crece
la productividad del trabajo, sobre todo a través de innovaciones tecnológicas,
disminuye el número de trabajadores que producen plusvalor. En terminología
burguesa, "la productividad del capital" sustituye a la productividad
del trabajo. Las ganancias, o el plusvalor, no pueden ser sino plustrabajo. Y
si el trabajo disminuye en relación al capital acumulado, disminuye el
plustrabajo y, consiguientemente, el plusvalor o beneficio.
Puesto que la desmovilización del trabajo es un proceso
continuo, el crecimiento de la productividad del trabajo restablece, junto con
la acumulación del capital, el mecanismo de las crisis. Una tasa dada de
acumulación no puede ser mantenida a causa de su decreciente reditividad.
Mantener y ampliar el nivel dado de la producción, a pesar de un rédito
decreciente, requiere el consiguiente aumento de la intervención pública. Y
esto, a su vez, exige un crecimiento ulterior de la productividad del trabajo
y, por tanto, la repetición del proceso completo. Llegará necesariamente un
momento, aunque es imposible predecir cuándo, en el que la producción que no
genera ganancia neutralizará a aquella que la genera. Y esto es así por cuanto
la tendencia inmanente de la expansión del capital es la disminución de la tasa
de ganancia, incluso con independencia del crecimiento del sector de la
economía que no genera ganancia.
En una palabra, el mero aumento de la producción no es un
sustitutivo del incremento del rédito, del que depende la acumulación del
capital. La prosperidad así conseguida es una falsa prosperidad que, con más
fuerza que cualquier prosperidad real, prepara una nueva situación de crisis,
más destructiva si cabe. Una crisis de esta índole no podrá ser encauzada y
controlada por más tiempo merced a las intervenciones gubernamentales en el
ámbito de la economía mixta. Se consolidará cuando estas intervenciones hayan
alcanzado límites que no pueden superar, so pena de destruir el sistema
capitalista de mercado.
En realidad se podría afirmar con certeza que la crisis de
la producción capitalista ha sido constante desde finales del siglo pasado. El
automatismo mayor o menor del ciclo de negocios del capitalismo del siglo XIX
jamás ha funcionado. A su vez, los cambios estructurales que han permitido
resistir al sistema han sido introducidos con las guerras y la intervención
estatal.
El radicalismo de izquierda se ha apoyado en lo que sus
adversarios reformistas llamaban "la política de la catástrofe". Los
revolucionarios esperaban no sólo el empeoramiento del nivel de vida de la
población trabajadora y la eliminación de las clases medias a través de la
concentración del capital, sino también crisis económicas tan destructivas que
producirían convulsiones sociales que llevarían finalmente a la revolución
socialista. No podían pensar en la revolución en otros términos que en los de
una necesidad objetiva. Y, en efecto, todas las revoluciones sociales se han
producido en tiempos de catástrofe social y económica.
No sorprende, entonces, que la aparente estabilización y la
creciente expansión del capitalismo occidental después de la Segunda Guerra
Mundial hayan llevado no sólo al abandono sincero de la clase obrera, sino
también a la transformación de la ideología en la praxis del estado del
bienestar con economía mixta. Esta situación es celebrada o deplorada como
integración del trabajo y el capital, como el nacimiento de un nuevo sistema
socioeconómico, libre de crisis, que combina los aspectos positivos del
capitalismo y del socialismo excluyendo los negativos. Se habla frecuentemente
de él como de un sistema postcapitalista en el que el antagonismo entre capital
y trabajo ha perdido su originaria importancia. Dentro del sistema existe todavía
la posibilidad de toda clase de cambios, pero no se cree más que pueda tener
lugar una revolución social. La historia como historia de la lucha de clases ha
llegado aparentemente a su fin.
Lo que sorprende son las distintas tentativas todavía en curso
para adaptar la idea del socialismo a este nuevo estado de cosas. Se espera
poder alcanzar el socialismo, concebido al modo tradicional, a pesar de que
prevalecen condiciones que hacen superflua su gestación. La oposición al
capitalismo que ha perdido su base en las relaciones fundadas en la explotación
material, encuentra nuevo fundamento en la esfera filosófica y moral de la
dignidad del hombre y del carácter de su trabajo. La pobreza, se afirma[10], no ha sido nunca y no podrá ser nunca, un
factor revolucionario. Y aunque lo hubiese sido, ya no lo sería hay porque la
pobreza se ha convertido en un problema marginal: el capitalismo, hablando en
general, está hoy en condiciones de satisfacer las necesidades de consumo de la
población trabajadora. Aunque pudiera ser necesario luchar por objetivos
inmediatos, tales luchas no le crearían un problema radical a todo el orden
social. En la lucha por el socialismo, el esfuerzo mayor debe ser concentrado
sobre las necesidades cualitativas más que sobre las cuantitativas, son
justamente las necesidades cualitativas las que no puede satisfacer el
capitalismo. Lo que se necesita es la conquista progresiva del poder por parte
de los trabajadores mediante "reformas no reformistas".
En cualquier caso, "reformas no reformistas" es
sólo otra expresión en lugar de revolución proletaria. Una lucha por un
significativo "control de la producción por los trabajadores" es
ciertamente equivalente al derrocamiento del sistema capitalista. Queda abierto
el problema de cómo realizar este objetivo cuando no hay necesidades que
empujan a hacerlo. El capitalismo existe porque los trabajadores no tienen el
control de los medios de producción y si adquieren este control el capitalismo
dejará de existir. Este objetivo no puede ser realizado dentro del sistema
capitalista y su reivindicación muestra que aún existe la ilusión que el
capitalismo se encuentra en realidad en un estado de transición al socialismo -transición
que debe ser acelerada a través de la acciones del proletariado basadas en este
impulso general.
Queda todavía el problema de los intrumentos organizativos a
usar para este objetivo. La integración de las organizaciones del proletariado
hoy existentes en la estructura capitalista ha sido posible porque el
capitalismo ha sido capaz de ofrecer un aumento del nivel de vida a la clase
obrera. Los salarios han subido constantemente y en algunos casos con la misma
velocidad que la productividad del trabajo. El incremento general de la
explotación no ha impedido, sino permitido, una mejora del nivel de vida, y si
esta tendencia hubiese de continuar, no existe razón que no haga suponer que la
lucha de clases dejará de ser un factor determinante del desarrollo social. En
este caso, dado que el hombre es el producto de las situaciones en que vive, la
clase obrera no formará una conciencia revolucionaria y no estará interesada en
arriesgar un relativo bienestar actual a cambio de las incertidumbres de la revolución
proletaria. No en vano la teoría marxista de la revolución se fundaba en la
creciente miseria del proletariado, si bien esta miseria no debía ser medida
sólo en base a las fluctuaciones de la escala de salarios en el mercado de
trabajo.
Aunque sean una realidad, las mejoras de las condiciones de
vida del proletariado en las relaciones con el capitalismo avanzado han sido
muy exageradas. Sin embargo, estas mejoras han sido lo suficientemente amplias
como para extinguir el radicalismo proletario, aunque eran demasiado
insignificantes para modificar la posición social de los trabajadores. Aunque
el "valor" de la fuerza-trabajo debe ser siempre menor que el
"valor" del producto que crea el "valor" de la
fuerza-trabajo, puede implicar diferentes condiciones de vida. Se puede
expresar en una jornada de trabajo de doce o de seis horas, en habitaciones más
o menos cómodas, en diversas cantidades de bienes de consumo. En cualquier
situación, el nivel del salario y un poder adquisitivo determinan las condiciones
de la población trabajadora, así como sus lamentaciones y sus aspiraciones. Las
condiciones mejores terminan siendo las habituales y su mantenimiento es
necesario para mantener el asentimiento de la clase trabajadora. Si sufrieren
deterioro, surgirá una oposición obrera, como ocurría antes en el caso de
empeoramiento del nivel de vida, cuando éste era generalmente más bajo. El
consenso social puede ser perturbado sólo en la hipótesis según la cual el
nivel de vida, hoy dominante, podrá ser mantenido e incluso tal vez mejorado.
La validez de esta hipótesis, si bien es confirmada por
experiencias recientes, no es en absoluto cierta. Pero la simple aserción,
según la cual carece de valor en el plano teórico, no es suficiente para
modificar una práctica social que se basa en la ilusión de su valor permanente.
Hay con todo elementos que permiten afirmar que el mecanismo capitalista de la
crisis continúa reafirmándose, a pesar de las distintas modificaciones del
sistema. Frente a la persistencia de la baja tasa de expansión del capital
privado en América y la disminución de las tasas de expansión posteriores a la
guerra en Europa Occidental, ha surgido un nuevo desengaño. Mientras los
keynesianos de izquierda responden a esta situación al modo tradicional, pidiendo
intervenciones cada vez más amplias de los gobiernos, los keynesianos de
estricta observancia piden una "inversión" de las politicas
keynesianas, es decir, medidas deflacionistas y un desplazamiento de acento del
sector público al privado. Estas dos peticiones destruyen el fundamento lógico
en que se basan. La ampliación del sector público sólo es posible pagando un
precio muy alto: a costa del sector privado; el aumento de producción que se
derivaría iría acompañado de las consecuencias depresivas de una tasa de
expansión todavía menor para el capital privado, la restricción del sector
público puede tal vez elevar la reditividad del capital, pero no asegura una
tasa de acumulación que garantice el pleno empleo. La descomposición en gran
escala impondría una vuelta a gastos estatales más amplios.
La discusión sobre el mejor tipo de política económica es
llevada a cabo habitualmente sin considerar la naturaleza particular de clase
del capitalismo. Mientras unos concluyen que una economía mixta que favorezca el
sector público en relación con el privado hará aumentar más rápidamente el
producto nacional, otros afirman lo contrario. Como si el funcionamiento de la
economía pudiese ser juzgado con el metro de la producción y no con el de la
reditividad. Incluso se ha llegado a decir que una "justa
competición" entre producción gubernativa y empresa privada revelaría la
superioridad de la última y pondría así en evidencia la necesidad de limitar el
crecimiento del sector público de la economía. En cualquier caso, la realidad
es que no existe competencia, sea justa o no, entre estos dos sectores de la
economía, porque, en caso de que existiese, conduciría sin remisión a la
destrucción de la economía basada en la empresa privada. A decir verdad,
existen industrias nacionalizadas en todos los países capitalistas, y algunas
de ellas compiten realmente con industrias privadas. Pero constituyen una parte
bastante pequeña del aparato productivo, una parte que tiene dimensiones
distintas en los distintos países, y que, en general, es mantenida "en
competencia" por medio de algún tipo de ayuda. Pero, por grande que pueda
llegar a ser el sector nacionalizado, debe constituir una parte restringida de
la economía, porque de otro modo el sistema se ve obligado a transformarse en un
sistema de capitalismo de Estado.
Por lo que se refiere a la burguesía, un sistema de
capitalismo de Estado sería equivalente al socialismo, puesto que ambos
presuponen la expropiación del capital privado. Las tendencias al capitalismo
de Estado en el seno de una economía mixta no van en esta dirección. Esas
tendencias tienen el objetivo de defender, no de contrarrestar, la economía de
la empresa privada. En lugar del Estado que organiza la economía según las
necesidades de la comunidad percibidas por las autoridades respectivas, es el
capital el que controla al Estado y el que utiliza sus poderes para asegurarse
el incremento del rédito y el propio dominio social[11]. La integración del capital y del gobierno
transforma las políticas de las grandes empresas en políticas nacionales e
impide una transformación en capitalismo de Estado. Esto impide también la
extensión del sector público de la economía y una transformación de su carácter
hasta el punto en que cesa de servir a las necesidades particulares del capital
monopolista. Resolver la crisis que se aproxima a través de ulteriores
intervenciones gubernativas exigiría ya una revolución social. A falta de esta
revolución, sólo existen las alternativas de la crisis económica tradicional o
la reconstrucción de la economía capitalista mundial a través de una guerra.
Armas y otros productos inútiles no son un sustitutivo de la
guerra misma. Simplemente implican un "consumo social" más amplio a
expensas de la acumulación del capital. La guerra, sin embargo, no sólo
destruye capital, sino que puede abrir cauces de expansión para los capitales
victoriosos, lo cual puede conducir a una expansión general del capital.
También aquí la apresurada destrucción del capital prepara el terreno para una
ulterior expansión de los capitales que han sobrevivido. La masa de ganancia que
cae en las manos de un capital que momentáneamente es más restringido, pero más
concentrado, hace crecer el ritmo de ganancia, creando así la posibilidad de
una nueva fase de expansión. Las guerras capitalistas son un fenómeno
previsible en el marco del proceso de acumulación competitivo a nivel
internacional, llevado a cabo por entidades capitalistas organizadas a nivel
nacional. La forma de competencia capitalista nacional es una extensión de las
relaciones clasistas de producción en el seno de cada país particular. El
nacionalismo en condiciones de mercado mundial implica el imperialismo, en
cuanto extensión del proceso de concentración nacional a la escena
internacional.
Sin embargo, la guerra no puede ser por más tiempo el
instrumento, acelerado por la política, de la expansión del capital. Las
fuerzas destructivas del capitalismo moderno son de tal índole que una
competencia capitalista efectiva a través de la guerra podría destruir la base
material de la misma producción capitalista. Esto encuentra expresión en el
impasse atómico. Del mismo modo que las depresiones del siglo XX no
garantizaban por más tiempo una vuelta a la prosperidad y encontraron la
solución en guerras mundiales, la solución de la crisis capitalista a través de
la guerra tampoco puede constituir una posibilidad social. Las potencias
dominantes parecen, en todo caso, dudar de la pretensión de ajustar sus
divergencias por medio de una guerra atómica. La existencia de un capitalismo
ininterrumpidamente en expansión parece estar amenazada por igual por la guerra
y por la depresión.
La monstruosidad de la guerra atómica, naturalmente, no
puede excluir la posibilidad de que, como último recurso, se transforme en
realidad.
La búsqueda "racional" de intereses privados,
particulares y nacionales determina la irracionalidad del sistema capitalista
en su conjunto. En este caso son los acontecimientos los que dominan a los
hombres, y podría muy bien ocurrir que el mundo capitalista fuese destruido por
sus beneficiarios más bien que por sus víctimas. En una tal eventualidad, los
problemas discutidos en este texto son irrelevantes, porque se basan en la
suposición de que el capitalismo no se destruirá por sí mismo.
No siendo capaces de correr los riesgos de guerras de gran
escala, las políticas de las clases dominantes, a nivel nacional e
internacional, se limitan al mantenimiento del status quo. El estancamiento, en
cualquier caso, viola los principios del capital, la transformación constante
de los procesos de producción con consiguientes transformaciones en las
relaciones sociales excepto una. El estancamiento se transforma en recesión,
que indica que el modo de producción capitalista está alcanzando sus límites
históricos. Con la disminución de la potencialidad de la producción gubernativa
crece la necesidad del capitalismo de asegurar el propio rédito, cualesquiera
que sean las consecuencias de inestabilidad social. La economía keynesiana se
revela capaz de prosperar, pero no de superar, el mecanismo de crisis inserto
en el capitalismo.
Ningún sistema social quiebra por sí mismo. Hasta que no es
revocado, las clases privilegiadas actuarán dando por descontado que es el
único sistema social posible y lo defenderán con todos los medios a su alcance.
Aunque dubitantes ante la perspectiva de tener que recurrir a la guerra total
para someter la economía mundial a las exigencias específicas de las potencias
capitalistas dominantes, las clases privilegiadas tratarán de asegurar y
extender su dominio con medios económicos, políticos y militares. Pero si lograran
traducir los costes de estos esfuerzos en un incremento de ganancias futuras,
tales costes serían simplemente una expresión ulterior del carácter
relativamente estancado de la producción de capital. Y, como el "consumo
social" provocado por la demanda debida a los gastos públicos, este
"consumo destructivo" obtenido a través de una situación de guerra
limitada, en sus resultados finales, sólo puede intensificar la crisis de la
producción de capital. A no ser que la diagnosis marxista esté equivocada -de lo
cual no existe prueba alguna-, las contradicciones inherentes a la producción
de capital, que explican las expansiones y las contracciones del sistema, y las
dificultades cada vez mayores para superar estas últimas, harán inefectivas las
distintas medidas arbitradas por la burguesía para frenar la decadencia del
capitalismo.
Dejando a un lado las condiciones tercermundistas existentes
aquí y allá en todas las naciones capitalistas, las condiciones de la parte
subdesarrollada del mundo testimonian la incapacidad del capitalismo para
industrializar la economía mundial. Todo lo que el capitalismo ha sido capaz de
crear es un mercado mundial que somete a los pueblos del mundo a la
explotación, tanto de sus propias clases dominantes como de las de los países capitalistas
dominantes. Las tendencias a la concentración y a la centralización de la
producción de capital polarizan a las naciones del mundo en pobres y ricas, del
mismo modo que polarizan la división entre capital y trabajo en el seno de
cualquier país capitalista. Y de la misma manera que el proceso de acumulación
tiende a destruir el rédito del capital en los países avanzados, así también el
mismo proceso destruye, a través de su empobrecimiento creciente, la
posibilidad de explotar a los países subdesarrollados. A la vez que aumenta la
necesidad de ganancias externas a causa de la disminución del rédito en los
países capitalistas, la capacidad de explotación de los países subdesarrollados
disminuye, provocando movimientos sociales que se oponen al control monopolista
del mercado mundial. La capitalización de la parte subdesarrollada del mundo
bajo los auspicios de la empresa privada se hace cada vez más problemática,
tanto por razones políticas como por razones económicas. Esto acontece en un
momento en que sólo la expansión del capital hacia el exterior podría compensar
su contracción en el interior, debida al inevitable aumento de aquellos
sectores que no proporcionan ganancias, lo cual sirve para dar salida
provisoria a una situación de crisis de otro modo inevitable.
La capitalización ulterior de la economía mundial, aunque es
necesaria para aumentar la masa de plusvalor con vistas a un desarrollo general
de la producción de capital, está obstaculizada por la posición monopolista de
los capitales existentes en los países subdesarrollados, que pueden permitir
una evolución de este tipo sólo a través de una expansión ulterior. Sus
exigencias de ganancias y de acumulación impiden un desarrollo independiente
del capital en las economías retrasadas y transforman a éstas en otros súbditos
de las potencias capitalistas dominantes. Si de algún modo pueden avanzar esas
economías, sólo lo pueden hacer en los márgenes del avance de los países ricos
de capital, y esto sólo en la medida en que su capitalización sirve de apoyo a
la acumulación de capital en los países capitalistas dominantes.
La pura y simple condición de indigencia obligará
necesariamente a los países subdesarrollados a tratar de derrocar el control
extranjero de su economía y abrir así el camino para un desarrollo industrial
independiente. A causa de la interrelación entre las clases dominantes de estos
países y aquellas de los países imperialistas, esto presupone revoluciones
sociales dirigidas simultáneamente contra el retraso semifeudal y el capital
monopolista mundial. Tales revoluciones no pueden ser combatidas en base a una
ideología capitalista pasada de moda. Serán combatidas en nombre de la
independencia nacional y del socialismo, entendiendo por este último una
economía planificada bajo los auspicios del gobierno. El ejemplo de las
revoluciones rusa y china fijan las aspiraciones de los revolucionarios en los
países atrasados, y donde logran triunfar, tienden a destruir la base social de
un desarrollo basado en las relaciones de propiedad. Un desarrollo nacional
independiente es una ilusión, naturalmente, porque todas y cada una de las
naciones está más o menos ligada a la división internacional del trabajo en
condiciones de mercado internacional. Se realiza entonces un reagrupamiento de
sistemas sociales más o menos idénticos, si no por otros motivos, sí para
superar las condiciones precarias de un aislamiento nacional, y
consiguientemente la división del mundo en dos sistemas distintos que producen
capital, en la cual la expansión de uno de los sistemas implica la contracción
del otro.
La coexistencia de los dos sistemas alimentó la esperanza de
que convergerían finalmente en un tercer sistema, que contuviese elementos de
ambos y condujese a una unificación de la economía mundial. Esta opinión se
basa en una relación económica formal y no tiene en cuenta las relaciones de
clase subyacentes a los dos sistemas. A pesar de cualquier modificación que
puedan sufrir, permanecerán diferenciados porque cada uno de ellos presupone un
conjunto distintos de personas con poderes de decisión y, por tanto, cambios
decisivos en las relaciones sociales de poder. Mientras en uno de los sistemas,
por decirlo así, el control político está asegurado a través de medios
económicos, en el otro lo está a través de medios políticos. Cada uno de los
dos sistemas implica una clase dirigente distinta y distintas políticas
económicas, y esto impide una convergencia seria. Por el contrario, semejanzas
cada vez mayores entre los dos sistemas indican una intensificación de la competencia
en términos económicos, políticos y militares, que se refiere no sólo a
cuestiones puramente "económicas", sino también a la expansión o
contracción de uno u otro de los dos sistemas sociales.
Este tipo de competencia, combinada con la competencia
general de todos los capitales, y con la competencia por el influjo y el
control de los países subdesarrollados formalmente independientes, promete
tener al mundo en una agitación continua y devorar una parte cada vez mayor de
la producción social. La producción capitalista se transforma progresivamente
en una producción con objetivos destructivos, si bien puede florecer sólo a
través de la acumulación del capital. Algo que era posible de modo excepcional
en el pasado, es decir, un ritmo de acumulación muy bajo en condiciones de
guerra, tiende a convertirse en la regla de la que depende la existencia futura
del capitalismo. E indica también su decadencia segura. Con esto, el futuro del
capitalismo estará caracterizado por la miseria creciente de masas de población
cada vez más amplias -primero en los países subdesarrollados, después en las
naciones capitalistas más débiles y finalmente en las potencias imperialistas
dominantes.
Las perspectivas del capitalismo siguen siendo aquellas de
las que Marx nos dio las línea generales. Si las cosas están así, es sensato
suponer que cuando las crisis encubiertas se hagan agudas, cuando la falsa
prosperidad conduzca a una depresión, el consenso social típico de la historia
reciente propiciará el resurgir de la conciencia revolucionaria, tanto más en
la medida en que la irracionalidad creciente del sistema resulta clara incluso
a estratos sociales que aún obtienen beneficios de su existencia.
Independientemente de las condiciones prerrevolucionarias existentes en casi todos
los países subdesarrollados, e independientemente de las guerras, aparentemente
limitadas pero aún en curso, combatidas en diversas partes del mundo, una
insatisfacción general sirve de telón de fondo, minando sus bases, a la
aparente tranquilidad social del mundo occidental, y de vez en cuando emerge a
superficie, como es el caso en el reciente movimiento de protesta en Francia.
Cuando esto es posible en condiciones de relativa estabilidad, es ciertamente
posible en condiciones de crisis general.
La integración de las organizaciones obreras tradicionales
en el seno del sistema capitalista es una ventaja para este último sólo en la
medida en que es capaz de afrontar los beneficios prometidos y reales de la
colaboración de clase. Cuando estas organizaciones se ven obligadas por las
circunstancias a convertirse en instrumentos de represión, pierden la confianza
de los obreros y, por tanto, su valor en relación con la burguesía. Aunque no
sean destruidas, pueden estar dominadas por acciones independientes de la clase
obrera. Existen pruebas históricas no sólo del hecho de que la falta de una
organización no impide una revolución organizada, como en Rusia, sino también
del hecho que la existencia de un movimiento obrero reformista muy fuerte puede
ser puesta en peligro por nuevas organizaciones de la clase obrera, como en la
Alemania de 1918, y por el movimiento de los shop stewards en Inglaterra
durante y después de la Primera Guerra Mundial. Incluso bajo regímenes
totalitarios, ciertos movimientos espontáneos pueden conducir a acciones
obreras que encuentran expresión en la formación de consejos obreros, como en
Hungría en 1956.
Resumiendo: el
reformismo presupone un capitalismo reformable. Mientras el capitalismo
mantiene ese carácter, la naturaleza revolucionaria de la clase obrera existe
sólo en forma latente. Incluso dejará de ser consciente de su posición de clase
e identificará las propias aspiraciones con las de las clases dominantes. Un
día, sin embargo, la existencia prolongada del capitalismo terminará
dependiendo de un "reformismo al revés", se verá obligada a recrear
justamente aquella condiciones que condujeron al desarrollo de la conciencia de
clase y la promesa de una revolución proletaria. Cuando llegue ese día, el
nuevo capitalismo se asemejará al viejo, y se encontrará de nuevo en
condiciones distintas frente a la vieja lucha de clase.
_____________________
1.- Qué hacer, 1902, y Un paso adelante y
dos atrás, 1904.
2.- Cuestiones organizativas de la revolución
rusa.
3.- Reflexiones sobre la violencia, 1906.
4.- Para la historia de los soviets rusos cfr.
OSKAR ANWEILER, Die Rätebewegung in Russland, 1905-1921, Leiden, 1958.
5.- Para el papel de los consejos obreros en
la revolución alemana cfr. PETER VON OERTZEN, Betriebsräte in der
Novemberrevolution, Düsseldorf, 1963.
6.- Die Russische Revolution, 1905, Berlín,
1923.
7.- Masseaktion und Revolution (Acción de
masas y Revolución), "Neue Zeit", 1912.
8.- El fin de la Duma y la tarea del
proletariado, 1906.
9.- Resolución para el V Congreso del Partido
Socialdemócrata Ruso del Trabajo.
10.- Lo dice, por ejemplo, ANDRÉ GORZ, en Estrategia
del movimiento obrero, 1964.
11.- Para un análisis descriptivo de esta
situación por lo que se refiere a los Estados Unidos, véase Who Rules
America?, de G. WILLIAM DOMHOFF, 1967.
Primera edición: Escrito en 1976. Publicado en ‘Negaciones’, Revista crítica de teoría, historia y economía, N° 1, octubre de 1976 (traducción castellana a partir de una versión anterior italiana). Se han hecho correcciones puntuales a partir de la versión inglesa. Esta edición: Marxists Internet Archive, julio de 2012.
HTML: Marcelo Zavalla.