Karl Marx ✆ A.d. |
Álvaro Rivera Larios | Marx
fue un hombre que, entre otras cosas, dedicó su vida a la reflexión
teórica y a la publicidad revolucionaria. Como publicista político se
desenvolvió en dos terrenos: el periodismo y la propaganda. La necesidad económica
y la militancia lo empujaron a escribir durante toda su vida. Hizo el intento
juvenil de escribir poesía. El círculo romántico de los hermanos Schlegel llegó
a publicarle dos poemas en 1841. Sacó adelante una tesis doctoral. Durante una
época breve e intensa que lo marcaría fue redactor-jefe de un medio de prensa.
Al final de su existencia dejó un considerable cúmulo de páginas y páginas de
escritura involucrada en la política, el periodismo, la filosofía y “la teoría
social”. A menudo olvidamos que “El manifiesto Comunista” debe también su gran
eficacia comunicativa a la destreza “literaria” del Dr. Marx.
Un teórico social con vocación política o, si ustedes
quieren, un político con vocación didáctica no tenía más remedio que escribir y
escribir y por eso ahí están los varios volúmenes de su obra completa
recordándonos algo que no por obvio debe de ser pasado por alto: Marx fue un
escritor y un escritor que frecuentó varios “géneros del discurso”. Así que
debía tener, por fuerza, una visión compleja de la escritura como técnica. Y no
me refiero únicamente a la escritura vinculada con el pensamiento. Hay que
recordar los poemas, el teatro y la novela fallida que intentó. Hablamos, por
lo tanto, de un hombre familiarizado con el complejo mundo del
lenguaje. Había que tener dominio especial de la palabra
para enzarzarse en una polémica con Proudhon. En Miseria de la filosofía, Marx
no se limitó a refutar fríamente al filósofo francés. Hay momentos en que sus
objeciones parecen juegos y giros conceptuales que delatan un dominio lógico y
al mismo tiempo lúdico del arte de la discusión.
El discurso filosófico y político de Marx, más allá de
que él lo vinculase a una dialéctica histórica objetiva, tenía también una
orientación dialéctica en su acepción antigua, tal como esta fue desarrollada
por los griegos en el siglo V a. C. Durante toda su vida, Marx practicó el arte
de la discusión. Aunque no haya sido un orador notable, ni un literato
prominente, su amor por “la filosofía”, la política y las artes del lenguaje lo
hermanan con Cicerón.
Así como suele olvidarse que Marx tenía cierto dominio
del lenguaje escrito, también se olvida que era un maestro de la polémica. Un
pensador crítico que da el salto a la lucha en el campo de la opinión pública
por fuerza ha de tener conciencia retórica. Saber pensar no basta para el
intelectual que se ubica de forma consiente y activa en el centro de las
encrucijadas revolucionarias. Por imperativo político tiene que saber
comunicar, defender y atacar ideas. Su estilo sería un lenguaje formalmente
politizado que busca también la eficacia subjetiva en los diversos escenarios
de la comunicación.
No veamos la polémica, en este caso, como una esgrima verbal
divorciada de las luchas sociales. El rostro polémico de Marx no puede
separarse de su perfil político.
El arte del debate, por lo tanto, conjuga el dominio de los
conceptos y de la música de las palabras. Los juegos y giros conceptuales de Miseria
de la filosofía revelan que Marx se entregaba a las discusiones teóricas
sin separar la inteligencia de la pasión política. Y dicha pasión se revela en
las maneras, en “el estilo”, que utiliza para ridiculizar filosóficamente a
Proudhon.
En Miseria de la
filosofía se intuye que a Marx le gustaba regodearse en las artes de la refutación.
El baile filosófico que le da a su adversario escapa del campo de la cortesía
académica y entra de lleno en la violencia del choque personal. Él habría dicho
que no era así, pero el trato irónico que dispensa a Proudhon no era amistoso
ni ciertamente caballeroso. Un enfoque racionalista y “políticamente correcto”
de las polémicas las entiende como un enfrentamiento de ideas que metódicamente
se pone al margen de los rostros y los intereses de quienes discuten. Marx mete
su cuerpo, su rostro y sus intereses en la discusión sin que eso signifique el
menor desprecio a la teoría.
Si la disposición social de los cuerpos y su psiquis
condicionan de modo subterráneo el lenguaje del debate, han de aceptarse
las pasiones como elementos consustanciales del choque de ideas. Tal admisión
no supone abrirle la puerta a la cólera o al odio en bruto, implica más bien,
que han de asumirse de forma lúcida y consecuente los aspectos emocionales del
enfrentamiento ideológico. Una razón crítica sin emociones equivaldría a una
razón sin cuerpo y sin impacto subjetivo.
Quien cuida la dimensión intersubjetiva de su crítica no
tiene más remedio que cuidar aquellos aspectos de la forma del lenguaje que
pueden incidir sobre las emociones del público o del adversario. El interés por
el estilo, en el debate social de las ideas, obedece al interés por la eficacia
política-persuasiva del discurso.
Nos puede incomodar que una polémica, además de exigencias
racionales, nos imponga el cuidado estratégico de la forma en que exponemos nuestros
argumentos y atacamos los del oponente. Sin ese cuidado estratégico, nuestras
verdades, aunque sean fuertes, pueden parecer débiles desde el punto de vista
subjetivo. Guste o no guste, a eso –al cuidado del estilo– nos obligan las
leyes de la comunicación.
Marx sabía cuál era el baile de las palabras en un debate
teórico y cuál era la música verbal que reclamaba un panfleto. Los primeros
párrafos del Manifiesto Comunista transmiten la sensación condensada de un
movimiento histórico, describen un vasto cambio y lo hacen con ritmo narrativo.
Los primeros párrafos del Capital equivalen a una descripción anatómica. El
Doctor Marx, a partir de una célula, nos explica despacio la naturaleza, el
movimiento y las contradicciones de la economía capitalista. Y si había que
acudir a los diversos teatros de la opinión pública, para enfrentarse a las
teorías de otro, el Doctor Marx se arremangaba la camisa y afilaba su lógica y
también su lengua. En Miseria de la filosofía, los juegos de la razón se
muestran en algunas ocasiones como juegos de lenguaje. Algunos de los
argumentos de Marx se convierten ahí en figuras retóricas.
El Doctor rojo no acudía a las polémicas solo por necesidad,
también las disfrutaba y, en algunos casos, hacía que el público también disfrutase
con ellas. La pasión por la polémica se subdivide en pasión por la idea y
pasión por las palabras. La escritura beligerante para Marx era un compromiso y
un placer. Solo alguien que disfruta escribiendo puede gestar frases como esta:
“Proudhon tiene la desgracia de ser singularmente incomprendido en Europa. En
Francia se le reconoce el derecho de ser un mal economista porque tiene fama de
ser un buen filósofo alemán. En Alemania se le reconoce el derecho de ser un
mal filósofo porque tiene fama de ser un economista francés de los más fuertes.
En nuestra calidad de alemán y de economista a la vez, hemos querido protestar
contra este doble error”. (Karl Marx, Miseria de la filosofía, siglo veintiuno
ediciones, México, 1987, Pág., 11).
Se dice que el joven Marx fue un poeta mediocre. Dejó atrás
sus sueños literarios y trasladó su ambición estética frustrada al deseo de ser
un creador de ideas. Lo suyo se volvió entonces un arte crítico y creativo, el
arte de pensar, plenamente ligado a su condición de ciudadano e intelectual
comprometido. Sabemos que luego abandonaría el lenguaje filosófico, pero
también sabemos que nunca renunció al sueño de iluminar la caverna y propiciar
el parto de un hombre nuevo. Marx, por muy científico que se considerara,
siguió siendo un tataranieto revolucionario de Platón. Optimista de la idea,
aunque esta fuese razón social e histórica, Marx entregó su vida
apostólicamente al objetivo de descifrar cómo eran las articulaciones y los
riesgos de una “maquinaría social”–el capitalismo– cuyas contradicciones al
mismo tiempo que empujan a los hombres al futuro, los obligan a “crearlo”. Al
ser un pensador en pos de la cifra del advenimiento de otro mundo, al ser un
pensador que rastreaba el mañana, por fuerza tenía que ser un hombre entregado
a las transfiguraciones. Así dejó atrás una mediocre carrera literaria y una
idealista vocación filosófica y se convirtió en un científico revolucionario.
Ninguna de tales transformaciones hubiera sido posible en un espíritu
conservador, apegado a la fijeza. Solo un sentido creativo y artístico de la
vida explica la metamorfosis del Doctor Marx.
Pudo dejar atrás su sueño de ser un gran literato, pero
eso no significa que haya desterrado de su vida, y de su misma palabra, la
sensibilidad estética. Marx pudo juntar sus dos primeros amores desechados en
un género de escritura para el cual quizás tenía talento: el ensayo filosófico
de factura literaria. ¿Qué habría logrado el Doctor si hubiese escrito ensayos
como los de Ralph Waldo Emerson?
El Marx que nunca fue ensayista arroja luz sobre el Marx
histórico, ese que ocasionalmente liberó su pasión literaria a la hora de
exponer sus argumentos. El Marx viejo se rindió moralmente a sus ideas, al
juego riguroso de la razón crítica, y eso de alguna manera condicionó su
relación posterior con las formas de lenguaje. El Marx maduro priorizó la razón
científica en contra de un socialismo moralista y emotivo. Marx desconfiaba de
cierta sentimentalidad política, pero la retórica del Manifiesto revela que
nunca renunció a darle un matiz emocional a sus argumentos. Sea como sea, el
Doctor siempre tuvo conciencia retórica.
Dicha conciencia le permitió adecuar su lenguaje a las
reglas de juego particulares de la polémica, el artículo periodístico, la
investigación teórica y el panfleto. En todos esos géneros y sus respectivos
espacios sociales, Marx buscó la eficacia comunicativa y eso de algún modo lo
obligaba a reconocer la importancia del “estilo” como herramienta que
potenciaba el impacto subjetivo de los argumentos.
Mi reflexión quedaría atrapada en el ameno territorio del
chismorreo filosófico, si no convirtiésemos a Marx en “el ejemplo de”…una
postura y una necesidad más generales. Se cuida el estilo porque a eso nos
obligan las condiciones y las reglas fácticas de la comunicación. Ese cuidado
es de suma importancia en los variados campos de la comunicación ideológica. El
estilo no sobra en los choques y laberintos que articulan la geografía de la
opinión pública. Quienes discuten y pelean no son cerebros que floten por el
vacío rezumando ideas, son cuerpos cuyo rostro y cuyas pasiones sociales entran
a los ámbitos de la razón política impura. Esa razón impura se haya expuesta al
influjo de la sensibilidad estética.
Asumiendo las estructuras del mundo que lo influyen, un
mensaje crítico ha de meter el cuerpo con lucidez y alevosía en el lenguaje.
Todas estas condiciones y consideraciones desembocan en la necesidad de cuidar
la forma y la fuerza de las palabras. De ahí que divorciar el estilo y las
ideas, como si el primero fuese una opción sin importancia, pueda convertirse
en un error de dimensiones tácticas y estratégicas en los campos de la lucha
por “la hegemonía”.