Karl Marx ✆ Santi Goma Rodríguez |
Armando B. Ginés | El
cuerpo humano como objeto político, cada día, desde la cuna a la tumba. Trabajando
o en paro técnico, enclaustrado en el tiempo o en un recinto espacial
específico fabricado ex profeso, el capitalismo domeña el cuerpo de muy
variadas formas y con mecanismos sutiles o a lo bravo. La mente, ese reducto
mal llamado de la libertad, la voluntad y la realización personal, no es más
que una actualización intangible del cuerpo que sufre, doliente, enfermo,
disciplinado, sometido o abocado a la condición de pasividad absoluta del
régimen capitalista. La democracia, esa ideología estructural de toma y daca
ficticia y puesta en escena teatral,solo permite la opción de integrarse en el
sistema o del grito negativo estético o suicida. No existencial como
lamento extremo o radical que se pierde en la inmensidad del individualismo,
una postura de rebeldía puntual desamparada, de desagüe de inmundicias para
volver a empezar con la memoria borrada, desde un cero funcional digitalizado
para caer otra vez en el círculo de la explotación laboral.
El tiempo de trabajo, circunscrito a reglas absurdas e
inapelables, un producir sin metas, alienante, entrada y salida de un
acontecimiento lineal para obtener un crédito mínimo de supervivencia. El
ser humano no es dueño de su quehacer, viene
impuesto por el todo
autodefinido y acabado, cerrado a la crítica, el diálogo y el pensamiento
social. La educación como rito y liturgia: preparación a la edad adulta
mediante automatismos y modos de instrucción repetitivos, lecciones
estereotipadas que buscan la aceptación banalizada de las normas y de la
cultura como una segunda naturaleza del hombre y la mujer convertidos en el rol
de ciudadanos. Cuando la instrucción quema sus últimas etapas, el educando
ya está listo como palanca, mercancía o agente operativo para la competición y
el consumo.
Apto para producir y adquirir humo fetichista, un destino
dual pero unitario y unívoco , una simbiosis perfecta para acomodarse a los caminos
impuestos por la estructura dominante. Itinerarios cegados, preescritos, libertad
guiada y estandarizada por lo políticamente correcto, con nichos especiales
para dar la imagen benéfica de la pluralidad, completando currículos encauzados
hacia las metas conocidas del éxito, el estatus y el relato ultrapersonal.
Todo sucede en un campo de batalla o circuito de carreras
con carriles o trincheras previsibles: aceleración constante y
adelantamientos rápidos, golpes certeros y guerrillas lúdicas. El fin justifica
los medios, llegar el primero, conquistar el laurel de la mención honorífica,
ser admirado siquiera un instante, conseguir el premio intercambiable por
sucedáneos de humanidad en el escaparate del mercado fantasmal y divino.
Cárceles o prisiones preventivas para someter desde
perspectivas variadas al cuerpo: el centro comercial, la televisión, la niñez y
adolescencia, la vejez, la enfermedad, la singularidad étnica o sexual… Facetas
de un mismo dominio global, categorías para encerrar el Yo en lugares
de reclusión espaciales, espirituales o mentales.
Un todo invisible del que emanan patologías diversas. Todos
estamos in péctore en los extrarradios de la ley establecida o la
costumbre. Nadie puede someterse al cien por cien. Ahí reside la clave del poder
omnímodo del sistema, una hegemonía difusa, dictatorial, sin rostro conocido,
ausente en su presencia sin nombre ni dirección. Todos viajamos en el borde de
la realidad, un fuera-adentro totalitario, prendidos a una ambivalencia que no
permite una experiencia radical de la vida. La enfermedad social o
corporal son momentos irreductibles que siempre nos alcanzan más tarde o
temprano. Miles de ojos nos observan, cualquier evento es escrutado al
detalle: una palabra extemporánea y radical, una depresión sostenida o tristeza
súbita, un dolor inefable.
Todo lo ve y analiza el sistema, desde el relato posmoderno,
nimio e intrascendente más privado a la rareza queer de la
extravagancia solipsista. Todo puede ser curado o corregido por la
medicina científica o la ideología capitalista. Para ello existen los
hospitales y el bombardeo masivo de la publicidad, para extraer del cuerpo con
violencia metódica la patología invasora, cualquier mal que adopte rasgos de
etiquetas elaboradas previamente en el laboratorio omnicomprensivo de la
cultura.
El capitalismo no tiene sustancia sino accidentes
acumulados, una retahíla de agresiones al cuerpo transformadas en emociones o
sentimientos psicológicos, experiencias del sufrir cotidiano, de un viaje a
remotos paisajes edulcorados sin perfiles materiales ni principio ni final. Ir
y venir no tienen sentido. Vamos y retornamos sin acopio consciente de la
realidad que nos lleva y contiene, sin preguntas que elevar al espacio y el
tiempo públicos, a través de respuestas formateadas por el gran hermano que
piensa por nosotros.
Habitamos un mundo de ciencia ficción, un futuro permanente
que jamás alcanza su plenitud, un llegar a ser inducido: producir
para comprar, comprar para mover la rueda de la economía, siempre en regular
movimiento de instantes a momentos vacíos, eviscerados, inasibles para el
entendimiento humano. La plenitud capitalista es el acontecimiento que se
deshace sin dejar huella en la memoria.
Todo gira alrededor del olvido, desterrar lo que somos,
matar al Otro con la indiferencia, evitar lo común, nuestra vulnerabilidad
esencial, la precariedad vital en la que nos desarrollamos día a día. Coge
el dinero y corre, cállate, huye de tu mirada, adéntrate en el túnel del
porvenir consumista, sé un tú más y mediocre y no un nosotros liberador
y constructivo.
Tarea de colosos o dioses la de escapar del cuerpo propio,
sometido y enfermizo desde un Yo raquítico, quimérico y expuesto al
bombardeo incesante de datos alfanuméricos. Una complejidad hecha de la
biopolítica de Foucault y del concepto de alienación de Marx. La utopía de otro
mundo posible nunca echará raíces profundas a partir de esa mismisidad
disciplinada por el neoliberalismo capitalista disperso en millones de avatares
mudos e impotentes ante la realidad abrumadora que los (nos) enajena.
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