Josep Fontana |
Escritor, historiador, teórico de una izquierda no dogmática, luchador
por la paz… Edward P. Thompson fue todo esto conjuntamente, de modo que ninguna
de estas actividades se explica si se prescinde de las otras. Su obra de
historiador, por ejemplo, sólo puede entenderse a la luz de su vida y de sus
ideas políticas. En cuanto a su vida, me limitaré a reproducir algunas de las
cosas que nos dijo en ocasión de una entrevista que le hicimos en Barcelona.
“Procedo de una familia que se mantenía alerta en el campo de la política internacional. Mi padre tenía conexiones con Nehru y otros dirigentes del Congreso Nacional Indio; mi madre las tenía con el Líbano, de modo que me eduqué en medio de un ambiente que tenía plena conciencia del imperialismo. Era demasiado joven para tener una actividad política en la época de la Guerra civil española, pero mis amigos mayores, y los amigos de mi hermano, estaban profundamente preocupados por ella, de modo que al empezar la Segunda guerra mundial, cuando tenía alrededor de quince años, era ya por disposición un antifascista convencido, y fueron estas convicciones las que me llevaron uno o dos años más tarde al partido comunista”.
La influencia familiar más importante fue la de su hermano
mayor, Frank, sobre quien se ha publicado una nueva biografía, A Very English Hero. Ingresado a los 19
años en el Partido Comunista, por la influencia de Iris Murdoch, Frank
participó en la Segunda guerra mundial en el Servicio Británico de Operaciones
Especiales y murió en extrañas circunstancias en Bulgaria en junio de 1944, a
los 24 años de edad. Edward heredó de Frank un ideal de democracia social
antifascista que pretendía construir un mundo nuevo en la Europa de posguerra;
un ideal que sobrevivió por breve tiempo antes de que la guerra fría lo
liquidase.
Era algo parecido en espíritu a lo que había sido el Frente
Popular español, reforzado por la experiencia de la resistencia contra el
fascismo. “Pienso, decía Edward, que en
1945 había otra alternativa a la degeneración en dos bandos que produjo la
guerra fría”.
Tras haber combatido en Italia, Edward regresó a Inglaterra
para dedicarse a la enseñanza de adultos: “Fui a enseñar al Yorkshire, al
norte, en Halifax. Donde no solo enseñé, sino que aprendí mucho. Este fue un
proceso absolutamente necesario, el de aprender de mis clases: aprender
actividad política y una cierta humildad que el intelectual necesita siempre.”
“Me comprometí con el movimiento de la paz de aquel tiempo, sobre todo durante la guerra de Corea (…), y mantuve mucha actividad en el Partido Comunista hasta 1956. En 1956 Dorothy –su esposa- y yo, con otros historiadores y un grupo de amigos creamos un periódico de discusión en el seno del Partido Comunista británico. Después de la insurrección de Hungría decidimos que no tenía sentido continuar, y fuimos empujados a marchar por los propios dirigentes”.
No pensaba por entonces dedicarse a la historia. Hijo y
hermano de poetas, se proponía desarrollar una carrera literaria. Hasta que en
1955 publicó William Morris: de romántico a revolucionario, un libro todavía
primario, que reescribiría por completo años después, y descubrió
accidentalmente que quería convertirse en historiador. Comenzó a trabajar en la Universidad de
Leeds, en los “extramurals”, los cursos de extensión universitaria abiertos al
público ajeno a la universidad, y pasó más adelante al Centro para el Estudio
de la Historia Social de la Universidad de Warwick. De hecho nunca pretendió
hacer carrera académica y nunca llegó a tener una plaza fija de funcionario universitario.
Cuando recibió el encargo de escribir un libro sobre los
orígenes del movimiento obrero británico, que se publicaría en 1963 con el
título de La formación de la clase obrera en Inglaterra, decidió incorporarle
las experiencias vividas en el Yorkshire, a la vez que lo que había aprendido
en las conversaciones con los trabajadores que le explicaban los recuerdos de
sus padres. Supo, por ejemplo, que aunque las leyes dijeran que estaba
prohibido que trabajasen en las fábricas los niños de menos de siete años,
seguían haciéndolo, de modo que, cuando llegaba a la fábrica un inspector,
ponían a los niños en grandes cestas y los subían al techo. La formación de la
clase obrera en Inglaterra resultó ser un libro profundamente innovador en su
planteamiento de la noción de clase como una relación, y en su interés por los
mecanismos de formación de una conciencia colectiva, así como por el rechazo
explicito de entender el marxismo como “un
cuerpo autosuficiente de doctrina, completo e internamente consistente, que se
concreta en un conjunto de escritos”: una doctrina que da todas las
respuestas y nos ahorra adentrarnos en las complejidades del pasado.
Su trabajo en el terreno de la investigación histórica se
interrumpió después de 1975, cuando inició un largo compromiso con el
movimiento por la paz, ligado sobre todo a las campañas antinucleares, a las
que dedicó, entre 1980 y 1985, una serie de libros (Opción cero, Nuestras libertades y nuestras vidas, La guerra de las
galaxias…).
Mientras permanecía entregado a estas actividades se estaba
gestando en la universidad un cambio político y cultural de la mayor
importancia. Contribuyeron a ello la frustración de los movimientos
izquierdistas del 68 y el desengaño ante el aplastamiento de la llamada “primavera
de Praga”, a lo que muy pronto se iban a sumar los efectos de una crisis
económica, iniciada con el alza de los precios del petróleo en los años
setenta, y la subida al poder de gobiernos de una derecha dura, como los de
Margaret Thatcher y Ronald Reagan, empeñados en liquidar la fuerza de los
sindicatos y del movimiento obrero.
Esta campaña contrarrevolucionaria, que se proponía combatir
las ideas avanzadas que habían inspirado los movimientos de los años sesenta,
se reflejó en Gran Bretaña los esfuerzos por transformar la enseñanza de la
historia, eliminando cualquier rastro de la espléndida tradición de una
historia social progresista. La propia señora Thatcher no dudó en expresar sus
objetivos ante la Cámara de los Comunes: “En
lugar de enseñar generalidades y grandes temas, ¿por qué no volvemos a los
buenos tiempos de antaño en que se aprendían de memoria los nombres de los
reyes y las reinas de Inglaterra, las batallas, los hechos y todos los
gloriosos acontecimientos de nuestro pasado?”.
Esta campaña contrarrevolucionaria, que se proponía combatir
las ideas avanzadas que habían inspirado los movimientos de los años sesenta,
se reflejó en Gran Bretaña los esfuerzos por transformar la enseñanza de la
historia, eliminando cualquier rastro de la espléndida tradición de una
historia social progresista. La propia señora Thatcher no dudó en expresar sus
objetivos ante la Cámara de los Comunes: “En
lugar de enseñar generalidades y grandes temas, ¿por qué no volvemos a los
buenos tiempos de antaño en que se aprendían de memoria los nombres de los
reyes y las reinas de Inglaterra, las batallas, los hechos y todos los
gloriosos acontecimientos de nuestro pasado?”.
Como ha escrito Geoff Eley, el cambio que se produjo en el
instrumental teórico y metodológico de los historiadores fue paralelo al
agotamiento de las esperanzas políticas de la izquierda. Lo primero que se
hundió fue una amalgama de fórmulas que pasaban fraudulentamente por marxismo,
aunque tenían poco que ver con lo que escribió realmente Marx, reducido aquí a
unas cuantas citas de textos canónicos que se utilizaban para deducir todas las
respuestas, sin necesidad de investigar la realidad.
El giro metodológico de estos años había llevado a que se
olvidara al Thompson historiador, que quedaba como el representante de una
vieja forma de escribir historia, socialmente comprometida. Su reaparición con Costumbres en común (1991) inquietó al mundo académico,
sobre todo por la firmeza con que reafirmaba sus puntos de vista, a la vez que
dejaba en evidencia a aquellos viejos compañeros que habían abandonado los
principios para acomodarse a los nuevos tiempos.
Combatía, por ejemplo, la pretensión de abandonar el viejo
léxico derivado del conflicto social, con términos como ‘feudal’, capitalista’
o ‘burgués’, para reemplazarlos por otros como ‘preindustrial’, ‘tradicional’ o
‘modernización’, que eran tan ambiguos como los anteriores, pero que servían
para describir un supuesto “orden sociológico autorregulado”, eliminando la
idea misma de conflicto.
El fallecimiento de Thompson en 1993 se produjo cuando aún
no se habían sedimentado las reacciones ante Costumbres en común, sin dar tiempo al inicio de la campaña que se
intuía que iba a desencadenarse contra el libro. Eso explica el generoso alivio
del mundo académico, que se apresuró a convertirle en un gran historiador que
había brillado en los años sesenta y en los primeros setenta, como
representante de unas tendencias historiográficas y unos proyectos políticos de
“socialismo humanista”, que habrían caducado por completo. Despedían así a un
testigo incómodo de su pasado, que hubiera podido echarles en cara su
acomodamiento.
Uno de los pocos que no había renunciado a sus viejas ideas ni había hecho penitencia por su pasado, Eric Hobsbawm, supo reconocer la grandeza de un historiador que “tenía la capacidad de producir cosas que eran cualitativamente diferentes de las que escribíamos los demás y que es imposible medir con la misma escala. Llamémoslo simplemente genio”.
Regresar hoy a La
formación de la clase obrera en Inglaterra debe servir para recordarnos, a
partir de los orígenes del movimiento sindical, hasta qué punto fue, y sigue
siendo, necesaria la actuación colectiva para transformar las condiciones de
vida de los hombres y las mujeres.
Josep Fontana es Catedrático
emérito de Historia Económica de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona.
Entre sus obras destacan La quiebra de la monarquía absoluta 1814-1820, Ariel,
Barcelona, 1971, y Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945,
Pasado & Presente, Barcelona, 2011.
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