Claudio
Katz [1]
| Las
tensiones que afronta el modelo no son coyunturales, ni obedecen a la
impericia. Son desequilibrios estructurales de un esquema que no modificó los
pilares de una economía dependiente con gran desigualdad social. En algunos
terrenos estratégicos como la energía, estas contradicciones se acentúan día a
día.
LA
FACTURA ENERGÉTICA
Durante una década el gobierno toleró el
vaciamiento de reservas e instalaciones que consumó REPSOL para extraer crudo y
expatriar ganancias sin invertir. Presionado por el colapso energético, los
mismos funcionarios nacionalizaron la empresa proclamando que el país no
pagaría por el saqueo padecido.
Ahora anuncian una indemnización que otorgará
bonificaciones adicionales a los responsables de la descapitalización.
Kicillof
ha sido la cara visible de ambas decisiones. Hace un año y medio declaró
que REPSOL no merecía un peso, puesto que distribuyó utilidades a costa de los
activos energéticos y se expandió internacionalmente con los recursos del
subsuelo nacional. Prometió una auditoría para evaluar el estado de los pozos y
el impacto de los daños ambientales. También delegó en un tribunal la eventual
estimación de un precio por los litigios pendientes. Ahora declara que la
empresa recibirá 5000 millones en títulos públicos que incrementarán la deuda
externa. En esta exhibición de pragmatismo, la palabra empeñada vuelve a
depreciarse.
REPSOL no sólo recibe el dinero que estaba
regateando, sino que tendrá abiertas todas las puertas para seguir lucrando con
otros negocios. Conserva el 12% de la participación accionaria en YPF y engrosa
el pelotón de compañías que olfatean altas ganancias en los nuevos yacimientos.
La atracción de esos pozos explica el gran
protagonismo que tuvo la mexicana PEMEX en el acuerdo de indemnización. Esta
empresa estatal ha quedado bajo el mando de una gerencia privatista, que se
apresta a repetir el desguace padecido por YPF durante el menemismo.
Como tienen una importante participación
accionaria en REPSOL aceleraron el acuerdo, mediante la directa intervención
del presidente neoliberal Peña Nieto. La tratativa final incluyó todas las
intrigas que rodean a un negocio turbio.
Algunos economistas K describen esta
capitulación como un logro, asumiendo los argumentos de la derecha sobre las
inversiones necesarias para recuperar el faltante energético. Olvidan que bajo
el actual gobierno Argentina exportaba combustible, mientras las reservas de
petróleo y gas se desplomaban hasta generar el actual bache de importaciones.
Este déficit no obedece al crecimiento de la economía. Hubo permisividad
oficial y visto bueno con los planes prometidos e incumplidos por las compañías.
Los neoliberales que impugnaron la
nacionalización se sienten ahora reivindicados y se congratulan por las nuevas
concesiones recibirá el capital extranjero. Pero quiénes tanto resaltan la
centralidad de esas inversiones, olvidan que el desarrollo petrolero de
Argentina nunca se asentó en capitales foráneos. Fue un resultado de la
propiedad estatal del crudo y del equilibrio entre exploración y explotación,
que se logró mediante un sistema integrado de extracción, refinación y
comercialización.
El kirchnerismo ha pasado de la intervención
tardía en YPF a un giro privatista, luego de varios meses de indefiniciones. En
lugar de estatizar plenamente la compañía se afianzó la sociedad mixta, no se
revisaron los contratos y se recrearon las viejas relaciones con el sector
privado. El viraje en curso ya supera ampliamente las concesiones que hizo
Perón a la California-Standard Oil en 1955.
El acuerdo con REPSOL apunta a despejar el
camino abierto con Chevron para extraer el crudo obtenido con productos químicos contaminantes (shale-oil).
Este sistema (fracking) ha sido prohibido en varios países
de Europa y su aplicación en el yacimiento de Vaca Muerta fue negociada con cláusulas
secretas, limitado compromiso de inversión, nula transferencia de tecnología y
autorización para remitir utilidades al quinto año de explotación. Este modelo -que
despierta euforia en Gallucio (“Queremos
más Chevrones”)- omite recordar las condenas que recibió la empresa
estadounidense en Ecuador por gravísimos delitos ambientales [2].
El convenio con Chevron ha sido el primero de
un nutrido menú de concesiones a 30 compañías ya instaladas en la zona y a más
de 60 que llegarían en los próximos años. Todas las empresas
anunciaron que invertirán sólo a cambio de mayores precios. Este encarecimiento
es un dato incorporado a la estrategia de YPF, que espera manejar una
cotización de 102 dólares por barril en el 2017 frente a los 79 actuales. En
los últimos dos años la empresa lideró un incremento de los combustibles que
duplica el alza de precios al consumidor. Se ha convertido en generadora de
inflación y socava la “competitividad” que tanto preocupa al equipo de
Kicillof.
Este aumento del combustible será
complementado por una reorganización de las empresas distribuidoras de gas y
electricidad, que transitaron la década sin invertir. También aquí el modelo de
gestión menemista fue preservado. El grueso de las compañías atraviesa por una
delicada situación financiera que esperan recomponer con los tarifazos que
pagará la población. La gran
valorización bursátil reciente de esas empresas ilustra la gran expectativa que
tienen los capitalistas con el negocio que imaginan.
LOS
EFECTOS DEL EXTRACTIVISMO
El tipo de explotación que augura el shale oil
se asemeja a la minería de cielo abierto que está devastando la Cordillera. Más
de 70 empresas instaladas bajo la gestión K dinamitan montañas para extraer
mineral, mediante una disolución de las rocas con compuestos químicos
contaminantes. Esta actividad destruye el medio ambiente sin crear empleo, ni
generar desarrollo. Engrosa las ganancias de corporaciones internacionales que
tributan bajos gravámenes.
El avance de la minería sintoniza con el
perfil extractivo de una economía cada vez más dependiente de la soja. Este
cultivo se expande podando bosques y fumigando superficies, con agro-tóxicos que
despojan a la tierra de sus nutrientes. Garantiza enormes beneficios a los
proveedores de esos insumos y refuerza el monopolio de Monsanto, que impuso una
modificación de la ley de semillas para asegurarse ese control.
La soja afianza su preeminencia a costa de la
ganadería, los cultivos provinciales y el trigo. El precio del pan se disparó
recientemente por la reducción del volumen cosechado, como directa consecuencia
de la primacía que ejerce la vedette de las exportaciones. La Mesa de Enlace
continúa culpando del problema a las “retenciones”, para ocultar el enorme
lucro que el sector obtiene mediante su pasaje a la soja.
Con un hipócrita discurso “en defensa del
pequeño productor”, Buzzi y De Angeli promueven una mega-devaluación que
empobrecería al grueso de la población. Están siempre dispuestos a reiniciar la
sublevación patronal del 2008 juntos a sus aliados de la sociedad Rural. Sólo cuestionan
de palabra a los grandes intermediarios.
Una porción significativa de las ganancias
obtenidas por los grupos agro-exportadores se filtró hacia el exterior y otra
parte ha nutrido la alocada expansión urbana. El mercado fija las reglas de un
crecimiento en las grandes ciudades que encarece el suelo y los alquileres,
condenando a los desamparados al hacinamiento. Las decenas de muertos que
provocan las inundaciones periódicas son una consecuencia de esta desregulación
del negocio inmobiliario.
¿REINDUSTRIALIZACIÓN?
Los economistas del kirchnerismo reconocen la
continuada gravitación de la agro-exportación, pero afirman que la reindustrialización
ha sido el dato descollante de la última década. Contraponen este avance con la
liberalización financiera de los 90 y estiman que Argentina ha sido el único
país de la región que evitó la primarización[3].
Pero esta caracterización se basa en una repetida
comparación con la depresión del 2001. Como pocas economías padecieron un
colapso tan agudo, resulta muy sencillo demostrar la inédita envergadura de la
recuperación fabril que tuvo Argentina.
Lo ocurrido simplemente ratifica que un
derrumbe mayúsculo tiende a ser sucedido por una recomposición significativa. Una
vez repuestos los niveles tradicionales de producción y empleo, quedó también reinstalada
la misma estructura industrial dependiente y vulnerable del pasado. Por eso reapareció
la elevada importación de insumos y la escasez de divisas para solventarlos. El
déficit comercial del sector se expandió al compás de crecientes compras
externas de bienes y equipos[4].
La recuperación cíclica de la última década
reforzó, además, la concentración y extranjerización de la industria. Como se
mantuvo una ley de inversiones extranjeras que otorga total libertad para
remitir utilidades, las ganancias fueron inmediatamente giradas a las casas
matrices.
Las empresas trasnacionales controlan el
grueso de la actividad industrial y no realizan transferencias de tecnologías.
Como el mercado argentino es marginal a sus estrategias globales el nivel de
reinversión local o creación de empleo es muy bajo.
Estas tendencias se verifican con nitidez en
el emblemático sector automotor. Con un sistema de fabricación reordenado en
torno a la importación de autopartes, esta rama genera un enorme déficit
comercial. A diferencia de los años 60 o 70, las multinacionales ya no lucran
utilizando vieja maquinaria para abastecer un mercado interno protegido. Ahora
priorizan la exportación y el intercambio de partes con sus filiales de otros
países[5].
En esta articulación con el mercado externo,
la rentabilidad depende mucho del costo salarial y del tipo de cambio. Por eso
las empresas acompañan todos los pedidos de ajuste cambiario. La gravitación
del sector automotor condiciona el perfil de una producción industrial
divorciada de las prioridades nacionales. El país se está indigestando con
vehículos que agravan la congestión urbana, imponen un alto consumo de energía
y terminan obstruyendo el propio transporte de individuos y mercancías.
El contraste entre el boom automotriz y el
desplome del sistema ferroviario retrata hasta qué punto están invertidas las
prioridades del desarrollo. El excedente de vehículos convive con la secuencia
de tragedias anunciadas que se registra en las vías. Se privilegió el negocio
automotor, mientras se convalidaba el “ferrocidio” iniciado por el menemismo,
con el desmantelamiento de 37 talleres, 800 pueblos y el 80% de los servicios. Esta
devastación produjo más accidentes desde la privatización que en toda la
historia previa del sistema.
El kirchenerismo continuó esta destrucción al
preservar las concesiones que enriquecieron a Cirigliano, Jaime y sus secuaces.
Esos desfalcos incluyeron la compra de material inutilizable, contratos
sub-ejecutados y obras paralizadas. Cuando afloraron las consecuencias de estos
desastres, el gobierno se limitó a cambiar un concesionario por otro. Ni
siquiera la reciente estatización anula los negocios de esos grupos.
Últimamente se han improvisado, además, compras directas de unidades a China,
en desmedro de un plan de fabricación interno.
La
desarticulación del transporte retrata el estancamiento de una
reindustrialización, que se encuentra adicionalmente bloqueada por la
consolidación de un sistema financiero pro-consumo y anti-inversión. Las pocas
regulaciones heterodoxas que se introdujeron para ordenar el mercado de
capitales o actualizar la Carta Orgánica del BCRA, no alteraron la carencia de
préstamos de largo plazo. Sólo multiplicaron la liquidez que manejan los bancos
para motorizar la demanda.
FALLIDO
NEODESARROLLISTA
La gestión
kirchnerista ha puesto de relieve los límites de un intento neo-desarrollista.
Este ensayo introdujo cambios en la política económica, en
los equilibrios entre las clases dominantes y en las modalidades de la regulación
estatal, pero terminó generando inflación, tensión cambiaria y déficit fiscal. Una
vez alcanzados los techos de la recuperación salarial, se afianzó la
desigualdad social y la inserción internacional del país como exportador de
soja.
El modelo se distanció de la ortodoxia
neoliberal, pero sin incluir medidas que permitieron comenzar la redistribución
real del ingreso y el cambio de la matriz productiva. Al cabo de una década el
neo-desarrollismo tambalea[6].
Esta asfixia obedece, en primer lugar, a la
incapacidad política que demostró el gobierno para incrementar la apropiación
estatal de la renta sojera. Pretendió aumentar la absorción de ese excedente
subiendo las retenciones, pero fue derrotado en la confrontación del 2008 y
abandonó la batalla. Ese desenlace marcó un punto de inflexión. No le impidió
al kirchnerismo preservar (y recrear) su hegemonía política, pero le quitó al
estado los recursos requeridos para la reindustrialización. Una vez agotada la recuperación
pos-2001, el PBI mantuvo varios picos de ascenso, pero los motores estratégicos
del desarrollo se apagaron.
Argentina es una economía agro-exportadora asentada
en la extraordinaria fertilidad de la tierra. Este ventajoso acervo de recursos
naturales constituye una maldición bajo el capitalismo, puesto que establece un
alto piso de renta comparativa para cualquier otra inversión. Ninguna actividad
ofrece un nivel de rendimiento semejante al agro. Esta asimetría determinó la preeminencia
inicial de la ganadería y los cereales y su reemplazo actual por la soja.
La inversión industrial no pudo competir
durante la centuria pasada con el latifundio terrateniente y no logra rivalizar
en la actualidad con los Pools de Siembra. Un sector primario que ofrecía escasas
ofertas de trabajo a los chacareros se ha tornado expulsivo del empleo, en la
era de la siembra directa. La aglomeración en villas miserias que generaba el
éxodo rural del interior ha devenido en informalidad laboral masiva.
Los distintos proyectos de industrialización
que se implementaron desde la segunda mitad del siglo XX apuntaron a
contrarrestar esta tendencia a la primarización estructural. Pero todos afrontaron
el mismo límite que impone la elevada renta agroexportadora al estrecho
beneficio fabril. Como la fertilidad natural de la tierra asegura costos muy
inferiores al promedio mundial, la vieja tentación de privilegiar el agro
invariablemente se renueva.
Esa jerarquización agroexportadora reapareció
con fuerza en las últimas décadas de modernización de la producción (agroquímicos,
modificaciones genéticas, maquinaria de última generación) y aumento de la
demanda internacional (por especulación financiera, compras de China-India y
agro-combustibles). Este escenario volvió a disuadir el tibio intento
kirchnerista de sostener la actividad fabril, más allá de alguna sustitución de
importaciones. Los capitalistas sojeros mantuvieron su renta y el estado se quedó
sin los ingresos necesarios para desenvolver un modelo productivo.
Esta preeminencia de la agro-exportación genera,
además, una fuerte afluencia de dólares que socava la estabilidad cambiaria.
Esa oferta encarece la producción local y recrea las quejas empresarias contra
la “vigencia de una paridad semejante a la convertibilidad”. Estos
desequilibrios estructurales volvieron a descolocar a la política económica y
han impuesto el terrible correctivo devaluatorio en curso.
DECEPCIÓN
CON LA BURGUESÍA
Pero el kirchnerismo no ha fallado sólo por
renunciar a la apropiación estatal de la renta agro-exportadora. También apostó
al comportamiento productivo de la burguesía, olvidando los reflejos que ha
desarrollado este sector para fugar capitales, remarcar precios y desinvertir.
Las expectativas que todos los gobiernos depositaron en esa franja, siempre
concluyeron en estruendosas decepciones. La vieja frase del político radical
Pugliese sintetiza esa frustración (“les hablé con el corazón y me contestaron con
el bolsillo”).
Esta conducta de los capitalistas argentinos
obedece a numerosas razones. Han influido la formación histórica del sector, la
dependencia de la financiación estatal, la debilidad frente a la oligarquía y
el temor a la clase obrera. También incide la frustrada experiencia con la
sustitución de importaciones, la pérdida de posiciones frente a Brasil, la
mutación del mercado interno hacia la exportación y la estrecha asociación con
el capital transnacional.
Muchos autores suelen constatar periódicamente
estos fenómenos, sin extraer ninguna conclusión. A los sumo sugieren que el
estado amplié su presencia económica para sustituir esa deserción. Pero ese
reforzamiento también genera tensiones y no puede atravesar ciertos límites,
puesto que un capitalismo estatal sin capitalistas carecería de sentido[7].
La frustración actual del kirchnerismo es
proporcional a las expectativas depositadas en la burguesía local. Néstor y
Cristina ponderaron a ese sector y lo beneficiaron con cuantiosos recursos del
estado, esperando como contrapartida mayores inversiones. Pero esos subsidios
volvieron a engrosar el patrimonio de los amigos del poder, sin ningún rédito
productivo para la economía.
Cada
vez que este uso parasitario salió a la superficie, el gobierno reemplazó a un favorecido
por otro. Cambiaron a Ciriglaino por Roggio en el ferrocarril, a Eskenazi por
Bridas en el petróleo, a Báez por Cristóbal López en la obra pública, a Pérez
Companc por Eurnekian en distintos emprendimientos.
Todos los grupos favorecidos aumentaron su
riqueza a costa del erario público y protegieron su dinero en el exterior. Un
listado que filtró un ex gerente de la Banco Morgan retrata los nombres de 500
grandes clientes que sacaron del país 400 millones de dólares entre 2006 y 2008.
Allí aparecen todos los próceres del capitalismo argentino.
La burguesía local participó de todos los
negocios rentables que le ofreció el kirchnerismo y se retiró cuando debía
aportar capital propio. El ingreso y la salida de los Eskenazi de Repsol es un
ejemplo de este patrón de conducta, que se repite en la telefonía. En lugar de
“enterrar capital” en inversiones de largo plazo han preferido asociarse con
negocios de alta rentabilidad inmediata. Con esta conducta participaron de las
privatizaciones en los 90 y ahora observan con atención el regreso de los
fondos de inversión, al lucrativo negocio de reestructurar empresas.
CUATRO
ÁREAS PRIORITARIAS
La izquierda enfrenta el desafío de legitimar
las demandas sociales frente a las impugnaciones oficiales. Debe confrontar con
la descalificación habitual de esas luchas, que son identificadas por el
gobierno con el “corporativismo”, las “maniobras sindicales” o los “privilegios
de empleados estables con buenos ingresos”.
La derecha suele recurrir a la demagogia,
cuestionando con más frecuencia al gobierno que a las movilizaciones sociales.
Como la gestión de Cristina tiene fecha de vencimiento, su prioridad es
condicionar al próximo presidente. La izquierda necesita polemizar con el
gobierno, sin adoptar los argumentos regresivos que difunden los medios de
comunicación. Sería terrible reproducir con otro lenguaje el discurso
neoliberal contra el “intervencionismo”, el “cepo” o la “patota
anti-empresaria”.
La mejor forma de evitar esta confusión es formulando
propuestas nítidas. Si la mera denuncia siempre fue insuficiente, actualmente
podría convertirse en una adversidad. Demostraría que la izquierda carece de
proyectos económicos propios o realizables.
El punto de partida de nuestros planteos es la
oposición frontal al ajuste encubierto que promueve la oposición derechista y
al ajuste dosificado que intenta el oficialismo. “Ni sinceramiento de precios”,
ni “sintonía fina”. Ambas estrategias transitan por la fijación de un estricto
techo al aumento salarial, con el argumento de facilitar una “paulatina
reducción de la inflación”. En ambos casos se oculta que esa disminución exige
comenzar por el recorte de los beneficios.
Todos los economistas que convocan a la
suscripción de un “pacto social” para frenar la escalada de precios, presuponen
implícitamente que la carestía es culpa de los asalariados. Como se olvidan
quién remarca, desechan contener esa escalada limitado el lucro el patronal.
Frente a esta actitud es indispensable
defender el salario real, reclamar su ajuste al nivel de la canasta familiar y batallar por la revisión de los convenios
colectivos. Esta actualización se
ha tornado insoslayable a medida que la carestía carcome cualquier mejora. La
reciente suba del mínimo no imponible carece por ejemplo de movilidad periódica
y por eso tiende a quedar deglutida.
La defensa de los ingresos salariales del
sector formal es la mejor forma de limitar el empobrecimiento de los
precarizados. Las conquistas que obtienen los asalariados sindicalizados tienden
a extenderse a los trabajadores en negro. No siempre ocurre pero lo contrario
conduce a la miseria. Cualquier retracción del salario formal induce a la
involución del informal.
La batalla por regularizar al 35% de los
trabajadores precarizados (que cobran salarios cuatro veces inferiores) no
transita sólo por la fiscalización de la cadena productiva (principalmente de las
grandes compañías que sub-contratan). Todas las promesas oficiales de reducir
la informalidad por esa vía han fallado. Se requiere avanzar en la
sindicalización de los precarizados.
Pero es evidente que el ingreso popular no
podrá preservarse si no decae la
inflación. Cualquiera sea el diagnóstico sobre las causas inmediatas de
este flagelo hay que frenar primero la escalada de precios, para poder actuar
sobre la inversión, la comercialización, la exportación o la emisión.
Esta acción impone los controles que tanto
detesta la derecha. Los precios no se disparan por el exceso de supervisión,
sino por el carácter timorato de una regulación centrada en el número final y
no en la formación de esas cotizaciones. En esa gestación la rentabilidad es
tomada como un dato sagrado, que sólo conocen los dueños de las empresas y sus
gerentes. Si esta información no se democratiza, la inflación continuará siendo
una enfermedad misteriosa para todos los consumidores.
Es evidente que para contener los precios hay
que conocerlos normalizando de inmediato el INDEC. No sólo los funcionarios que
dejó Moreno deben retirarse. Tampoco se necesita a los técnicos del FMI. Pero
también hay que desenmascarar el carácter mítico de la “libertad de precios” en
una economía concentrada y la inoperancia de los acuerdos con las cúpulas
empresarias.
Sólo una efectiva fiscalización de costos y
ganancias puede desactivar la espiral inflacionaria sin generar padecimientos
populares. Esta acción requiere intervención popular genuina y no la farsa de
controles que ensaya el kirchnerismo. Existen leyes suficientes para
contrarrestar el desabastecimiento, pero se necesita voluntad política para
aplicarlas.
Con la disparada del dólar ocurre algo
semejante. Existen numerosas causas estructurales del problema, pero no hay
corrección posible del perfil del comercio exterior, si no se contiene de
inmediato el derrumbe de las reservas. Los neoliberales prometen resolver el
problema “recuperando la confianza”. Pero no aclaran que esa seguridad de los
capitalistas se nutre siempre de agresiones contra los trabajadores.
En este terreno el gobierno continúa
experimentando todas las alternativas. Un día aumenta los controles y al otro
los alivia. Pero ya comparte implícitamente los cuestionamientos de la derecha
al “cepo” y trabaja para su eliminación futura. Esta política contradice la
necesidad de un control de cambios eficaz, que actué sobre los peces gordos y
no sobre el pequeño ahorrista o viajero. Este tipo de acciones efectivas nunca
fueron instrumentadas por el kirchnerismo. En lugar de forjar un sistema protección
de divisas para actividades prioritarias armó un barroco dispositivo de medidas
inútiles.
El colmo de estas contradicciones ha sido el
orgulloso pago de la deuda con reservas del Banco Central. Han rifado el
principal resguardo de la economía para exhibirse como “pagadores seriales”.
Este absurdo comportamiento se explica por la expectativa en una respuesta
amigable del mercado. El kirchnerismo ha supuesto que los banqueros
reingresarían las divisas que les entregaban los funcionarios. La misma ilusión
tuvieron todos los presidentes del pasado.
La deuda que puntalmente se abona con fondos
públicos es un viejo producto reestructurado de múltiples canjes, cuya
legitimidad jamás fue investigada. Es indispensable suspender esos pagos, para
distinguir los compromisos genuinos de las simples estafas.
Los dólares faltantes se encuentran en manos
de grandes grupos que han difundido una imagen de omnipotencia. Han
generalizado la impresión que nadie puede actuar sobre ellos. Pero se olvidan
de los recursos que maneja el estado para imponer el reingreso de las divisas
al circuito formal. En lugar de re-endeudar al país sería necesario
transparentar el dinero de quiénes localizan sus patrimonios y desenvuelven sus
actividades en Argentina.
La principal fuente de recaudación del dinero
que necesita el estado debe provenir de la reforma impositiva progresiva, que tantas veces
se ha discutido y nunca se implementó. Hay incontables propuestas para gravar la renta financiera o agro-exportadora, el juego y las actividades
minero-extractivas. Existen también detallados proyectos para reintroducir los
aportes patronales en la previsión social. Sólo las exenciones a la renta
financiera y a las industrias promocionadas le restan anualmente 8900 millones
de pesos al fisco.
Estas propuestas de acción inmediata de la
izquierda sobre la inflación, el dólar, la deuda y el sistema impositivo
constituyen el punto de partida para comenzar a remediar los problemas
estructurales de la economía.
PERFIL
PRODUCTIVO E IGUALDAD SOCIAL
El control estatal sobre las divisas es
imprescindible para superar el status agroexportador de Argentina. No alcanza
con subir retenciones o incrementar la supervisión sobre las exportaciones. Se
necesita introducir el monopolio estatal del comercio exterior, para gestionar
de manera unificada las operaciones que generan y consumen dólares. Esa entidad
podría suscribir distintos contratos, pero debería asegurar la comercialización
centralizada de las divisas.
Otras instituciones que ya existieron en el
pasado -como la Junta Nacional de Granos o el IAPI- podrían complementar esta
labor, para negociar los precios y financiar la siembra y la cosecha. Esas
entidades permitirían, además, desvincular los precios locales de las
cotizaciones internacionales y contribuirían a contrarrestar la inflación por
exportación de alimentos.
Esos
instrumentos son insoslayables para cortar la especulación
cambiaria y la facturación tramposa de mercancías. Mediante la apropiación
plena de la renta comenzaría la desprivatización de un ingreso que pertenece a
todo el país y se abriría un camino para desactivar la maldición de los recursos
naturales.
Con el monopolio estatal del comercio exterior
comenzaría a socializarse la gestión del subsuelo y se remodelaría la producción
agropecuaria. La prioridad es frenar la expansión de la frontera sojera para
diversificar actividades, recuperando la ganadería y recreando la vitalidad de
los cereales y los cultivos regionales. El país no puede depender de la
mono-exportación de un producto destinado al engorde de animales.
El segundo pilar de la reorganización
económica es la constitución de un sistema financiero que permita canalizar el
crédito hacia las actividades prioritarias. Sin control estatal sobre ese
reparto, los préstamos continuarán guiados por principios de rentabilidad
divorciados de las necesidades populares. Una gestión pública genuina necesita,
además, la nacionalización de los bancos o el control de los depósitos, para
apuntalar la construcción masiva de viviendas populares, obras de
infraestructura, hospitales y escuelas.
Esos emprendimientos son impostergables en una
economía que ha malgastado recursos en las torres de Puerto Madero, los barrios
cerrados y los shoppings para pocos. El crédito de consumo (que está endeudando
al grueso de la población) no puede el único destino de la estructura bancaria.
Los préstamos hipotecarios y de inversión deben ocupar un lugar relevante.
La reorganización crediticia contribuiría,
además, a consolidar las prioridades de la reindustrialización. Aunque los
economistas kirchneristas pregonan la regulación estatal, en los hechos dejaron
librado el devenir de la industria al patrón mercantil. La intervención
indirecta sobre las empresas a través de los paquetes accionarios del ANSES no
alteró esa primacía.
Varios sectores deberían transformarse en prioridad
industrial. La reconstrucción de los ferrocarriles podría servir como cimiento
de ese proyecto, a partir de la nacionalización del sistema bajo control de los
trabajadores y los usuarios. En este terreno habría que desplegar un plan
antitético a todo realizado por el gobierno.
Antes de pintar unidades y colocar pantallas
en las estaciones habría que concretar la renovación de vías y el demorado soterramiento.
En lugar de culpabilizar a los trabajadores por las tragedias, habría que
instalar el sistema de señales que impide los accidentes, mediante frenos
automáticos ante el descontrol de la velocidad. En lugar de compras llave en
mano habría que reconstruir la fabricación local. El principio de financiar el
transporte de pasajeros con los réditos de la carga facilitaría esta
reconversión.
Pero el punto más crítico de cualquier proyecto de
largo plazo se ubica en la esfera energética. Con el ritmo actual de
importaciones no hay forma de sostener un crecimiento sostenido. La
nacionalización integral del sector es tan urgente como la conversión de YPF en
una empresa plenamente estatal.
Los
distintos contratos de exploración deben renegociarse a partir de esa nueva
estructura, priorizando las alianzas estratégicas con compañías de la región. El anillo energético sudamericano que promovía Chávez debe ser retomado
como una meta zonal. Al
igual que la renta agro-sojera, el petróleo y el gas son recursos que debe
manejar la nación, poniendo fin al régimen de propiedad provincial que instauró
el menemismo.
Antes de embarcarse en la extracción de crudo no
convencional habría que agotar la exploración tradicional de pozos. En torno al
shale hay que abrir un debate, transparentando todos los datos y peligros en
juego. Las denuncias sobre el fracking son muy serias.
Los neoliberales desechan estos
cuestionamientos porque vislumbran un gran negocio para sus socios
transnacionales. También los economistas del kirchnerismo se burlan de esas
advertencias, argumentando que bajo el capitalismo todas las actividades económicas
deterioran el medio ambiente[8].
Pero esa constatación no los induce a revisar
su reivindicación de un sistema social tan destructivo. Al contrario, asumen
como propios los argumentos tranquilizadores que difunden las empresas para
adormecer la resistencia popular. Olvidan la trituradora de montañas que se ha
instalado en la Cordillera y la destrucción potencial de cultivos y recursos
acuíferos que podría generar el fracking.
Hay que abordar este problema con sumo cuidado
y sabiendo que Argentina necesita petróleo. Con un tercio de la población bajo
la pobreza y una economía ubicada en la periferia del planeta, el país no puede
darse el lujo de “decrecer”, ni “retornar a la naturaleza”. Pero este realismo
no implica reducir todas las opciones a la aceptación o rechazo del shale.
Nuestro país tiene un consumo energético por
habitante que supera el promedio mundial, para una estructura productiva que se
ubica a años luz de la frontera tecnológica. Una reorganización en este plano
es tan indispensable, como la reconsideración de viejas alternativas (nuclear e
hidroeléctrica) y la exploración de la opción eólica y solar. Sólo por el
momento estas últimas variantes presentan graves problemas de discontinuidad e
inviabilidad económica.
En cualquier caso un proyecto productivo
implica llevar a cabo lo prometido y nunca realizado por los economistas K. Su
principal desacierto ha sido apostar a la renovación del capitalismo, en lugar
de bregar por la erradicación de este sistema. Aquí estriba en última instancia
la principal diferencia con la izquierda, que promueve desarrollar la economía
junto a una reducción simultánea de la desigualdad social. Como estas dos metas
son inalcanzables bajo el capitalismo, un futuro de prosperidad y justicia
exige bregar por la transición socialista. Durante la última década el
neo-desarrollismo fue contrapuesto al neoliberalismo como la única opción en
juego. Ahora debemos concebir otra posibilidad.
RESUMEN
La preservación de una economía dependiente
con gran desigualdad social explica las tensiones del modelo. El déficit
energético es consecuencia de una depredación tolerada por el gobierno. Luego
de nacionalizar YPF en forma tardía e insuficiente se premia con
indemnizaciones a los responsables del vaciamiento. La extracción contaminante reforzará
la minería a cielo abierto y el esquema extractivo de expansión sojera.
Se ha recompuesto la estructura vulnerable,
deficitaria y extranjerizada de la industria. La prioridad del ferrocarril fue
sustituida por la sobre-oferta automotriz, en un marco financiero pro-consumo y
anti-inversión.
El ensayo neo-desarrollista quedó sofocado por
la victoria agro-sojera del 2008. El gobierno renunció a incrementar la
apropiación estatal de la renta, que se requiere para el desarrollo productivo
y la estabilidad cambiaria. La burguesía local repite su vieja conducta de
remarcar precios, fugar capital y no invertir. La regulación estatal no
modificó este comportamiento y la decepción del gobierno se traduce en un giro
pro-mercado.
Pero en el debate con el oficialismo no hay
que adoptar los argumentos neoliberales. La izquierda tiene proyectos para
contener la inflación mediante la fiscalización popular de los costos y las
ganancias. Se necesita un control de cambios en serio y la investigación de la
deuda para discriminar los compromisos reales de los ficticios. El bache fiscal
debe recomponerse con impuestos progresivos.
El monopolio estatal del comercio exterior y
la nacionalización del sistema financiero son indispensables para superar la
dependencia agro-exportadora. El objetivo debe ser erradicar y no renovar el
capitalismo. La transición socialista es el emblema de la izquierda.
Notas
[1]Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
Notas
[1]Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
[2]Ver: Herrero Félix, “El oscuro trasfondo del
acuerdo con Chevron”, diariohoy.net, 29/08/2013
[3] Keistelboim Mariano, “Reindustrialización”, www.pagina12.com.ar/diario, 28/04/2013
[4] Un detallado análisis de estos desbalances
en: Gigliani Guillermo, Michelena Gabriel, “Los problemas estructurales de la
industrialización en la Argentina (1962-2010), Realidad Económica, n 278, 2013.
[5] Pinazo Germán, “La nueva división
internacional del trabajo y su impacto en la periferia. Un análisis desde las
transformaciones de la industria automotriz argentina entre los años
1991-2010”, Facultad de Ciencias Sociales, UBA, 28 de octubre de 2013.
[6]Hemos descripto en
varios trabajos previos la evolución y límites de este proyecto. Una síntesis
en Katz Claudio, "Las
grietas del modelo", en Discurso, política
y acumulación en el kirchnerismo, Ediciones CCC-Universidad Nacional de
Quilmes, 2013
[7] Un reciente
ejemplo de estos problemas en: Zaiat Alfredo, “Mariachi, burguesía y el
estado”, Pagina12.com.ar/diario,17/11/2013.
[8] Sturzenegger
Federico, “YPF-Chevron:
una estafa de proporciones”, www.clarin.com/, 22/07/2013. Scaletta Claudio, “Utopía
reaccionaria”, www.pagina12.com.ar, 08/09/2013
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