Karl Marx ✆ Catawba College |
Joseph Hodara | Son
tres los propósitos enlazados de este escrito: a) caracterizar los rasgos
principales de la metahistoria; b) indicar cómo se traducen en las
proposiciones marxistas; c) sugerir condiciones epistemológicas y sociales que
pueden procurarle legitimidad teórica. Al cabo señalaré que toda filosofía
empirista de la historia contiene una metahistoria a menos que lidie,
explícitamente, con el grave asunto de la "objetividad" y la
"subjetividad" en la investigación histórica que ampliaré en otra
oportunidad.
1. Historia y
metahistoria
Algunos especialistas conocidos (Ranke, Fisher, Pirenne) han
establecido que una historia particular se refiere a un espacio acotado de la
experiencia humana (personaje, época, costumbres) que se verificó en el pasado;
no tiene la pretensión de ofrecer un significado general o comprensivo; a lo
sumo proporciona un relato interesante o una moraleja bien definida.
Ciertamente, la sumatoria de historias particulares puede abrir cauce a una
historia universal (del mundo, de una cultura); pero el significado último del
ejercicio seguirá siendo empírico, con discretas implicaciones para la
existencia presente. El historiador renuncia de
antemano a los papeles de
profeta, moralizador o ideólogo; si epígonos o futuras generaciones entusiastas
le procuran esta fisonomía no es de su directa responsabilidad.
El caso de la metahistoria y de sus cultivadores es
absolutamente distinto. Tenía razones A- Bullock al observar que esta estructura
cognitiva rivaliza con la "verdadera" historia y conviene alejarse de
ella. ¿Cuáles son sus caracteres y porqué ejerce un, encanto -y encantamiento-
especial en el público politizado y entre intelectuales que suelen mirar con
tedio a la pormenorizada monografía histórica?
Uno es la globalidad, es decir, la formulación de leyes
suficientes o necesarias --que permiten interpretar el curso universal de
hechos y culturas con un paradigma breve y económico, forjado con algunas
sentencias y relaciones. La metahistoria nos obsequia una sensación de
omnipotencia: todo es comprensible, llano, sin vericuetos ni sutilezas.
Omnipotencia que nos pone a salvo, por impertinente, M hallazgo singular, del
dato imprevisto que tuerce el esquema aceptado a priori.
Otro carácter de la metahistoria es la facultad profética.
No digo predictiva pues este adjetivo entraña un eslabonamiento causal
riguroso, en tanto que la profecía está a mitad de camino entre el dato
revelador y la adivinanza hechizante, apenas aclarada. La profecía adquiere
verdad por un artilugio semántico: porque es dicha: no debe ser probada. De aquí
que el señalamiento metahistórico se dirige, con gravedad, al futuro: orienta y
alecciona.
Sigue el tercer rasgo: la metahistoria desborda el archivo,
el gabinete, las fichas cuidadosamente ordenadas por personajes, periodos o
tendencias. Llega a las tribunas y al discurso como una doctrina moralmente superior;
pues no se conduce como una ideología para las masas (aunque éstas puedan
banalizarla); la metahistoria demanda señuda comprensión y exposición. Es
materia de exégesis con ejemplos selectivos tomados de la humilde historia.
La Biblia, San Agustín, Vico, Voltaire, Comte, Spengler,
Toynbee propusieron metahistorias con esta triple intención. Desatienden la
crónica, la búsqueda detectivesca del historiador, y el juicio provisional.
Prefieren la generalización sentenciosa, el juego con metáforas, el remanso
donde la narración, la literatura y la mística convergen.
Repárese: las metahistorias desempeñan indispensable papel.
Aportan color y metáforas a las estaciones de la cultura; confieren significado
trascendente a acumulaciones y secuencias de hechos; unen las dimensiones
sacras, profanas y cotidianas de la humana experiencia en un haz; brindan al
discurso público retazos de la memoria colectiva; y proporcionan guías y signos
en la desolación social y en las reconstrucciones esperanzadas.
2. La metahistoria
marxista: la versión literal
Cuando al historiador británico Christopher Hill se le
preguntaba si era marxista, contestaba elusivamente: "¿quién es un
historiador marxista?" Más tarde me referiré a este interrogante; ahora
hay que inspeccionar a Marx y a su metafísica.
No digo metafísica por azar. Marx no fue sólo un hegeliano
converso; Comte le suministró la idea de que es válida una ciencia social a
imagen y semejanza de la física newtoniana, y, como la física, podía proponer
una metafísica de la cual se derivarían relaciones y hechos. Y también creyó en
el progreso industrial indefinido de Saint Simon que, por el juego astuto de la
dialéctica, llevaría al socialismo, a la historia humana genuina.
En su Introducción a la Crítica de la Economía Política
(1859) se encuentran los componentes de su metahistoria. Quienes ignoraron los
textos importantes del "joven Marx" (como Lenin y Plejanov) se
inclinaron a una exégesis literal de este escrito; en los treinta, Lukács,
Bloch y Lefébvre -entre otros- debieron revisarlo. Referiré la interpretación
ortodoxa pues ha influido y trastornado mucho más que aquéllas que guardan
fidelidad a Marx. Nadie es invulnerable a la ironía del tiempo.
En la Introducción Marx distingue tres elementos básicos: a)
las fuerzas de producción que incluyen a los medios de producción (materias
primas, tecnologías, fuerza de trabajo, capacidad inventiva); b) la
infraestructura o base "concreta" que contiene a las relaciones de
producción, relaciones atingentes a la propiedad que determinan a su turno las
pautas de trabajo en diferentes tipos de sociedad. Las relaciones de producción
revisten rasgos estructurales: clases -y no nexos personales- se organizan y
pugnan en torno a ellas. Y para culminar el argumento: las fuerzas y las
relaciones de producción constituyen un modo de producción, cuya variación da
lugar a diferentes estructuras históricas; c) la infraestructura tiene un
techo: la "superestructura", que cobija a las categorías legales,
políticas y artísticas.
Es mérito de Marx e infortunio del marxismo ortodoxo que
este esquema sea moneda corriente. No precisa por consiguiente elaboraciones.
Sólo indicaré un problema interesante: la ciencia. ¿Es parte de la
superestructura o es medio de producción? La respuesta no es tajante. Si la
ciencia es una manifestación de la cultura y sólo por azar e indirectamente
apareja innovaciones técnicas, pertenece al aparato ideológico; pero en las
condiciones del capitalismo y del socialismo maduros la ciencia tiene utilidad
social, en buena medida, porque es, a la corta o a la larga, tecnología.
Entonces, es medio de producción. ¿No podrá argüirse lo mismo Marte y de las
ideologías masificadas?
Pero retengamos el andamiaje inicial. Conforme a éste, las
relaciones de producción están ... (se abre la polémica:
"¿condicionadas?" "¿determinadas?"
"¿vinculadas?") unidas, por algún orden de causalidad, con las
fuerzas de producción. Y cuando brota el conflicto entre ellas (pues la
tecnología industrial es dinámica: recuerden a Saint Simon) despunta un cambio
de sistema económico. La dialéctica de las acumulaciones no sólo tiene un
inicio: es teleológica.
3. La metahistoria marxista:
la versión crítica
Trataré de finalizar el examen de las propiedades de este
sistema. Algunos comprobarán por este camino su fecundidad teórica; y otros, su
estatura mística.
Primero, la postulación de leyes. La adyacencia entre
fuerzas de producción y relaciones de producción aparejaría un ritmo histórico.
Cuando el maridaje es bueno, el periodo (o la cultura) está exenta de
sobresaltos; pero al sobrevivir la pugna, despunta una revolución social. Dicho
de otra manera, no sólo las clases y las ideas sino la misma ley están
sometidas a la dialéctica. Y la ley histórica tiene categoría epistemológica
semejante a la de la física (influencia de Comte), es decir, es necesario;
nadie ni nada puede alterarla. Esta postulación de la ley necesaria es la médula
del determinismo histórico, que se ramifica en cuatro premisas básicas: a) la
historia se rige por leyes; b) los factores económicos son determinantes M
ritmo y de la dirección de la historia; c) los procesos históricos son lógica y
estructuralmente necesarios; d) el conocimiento de las leyes permite prever el
futuro, al menos el inmediato.
Segundo, la historia es una secuencia de acumulaciones y
conflictos provocados por la acción y la arritmia de las fuerzas de producción
y de las relaciones de producción. Pero esta secuencia no es lineal; no es mera
duración en el tiempo que carece de estaciones y de un término concreto, ni es
tampoco circular al modo de un "eterno retorno". La trayectoria
histórica es una espiral, hecha de ascendentes acumulaciones fricciones. La
historia progresa (la fe comtiana) pero con paros y arranques, conforme a las
cuatro premisas enunciadas previamente.
Tercero, si la historia, que se despliega a manera de
espiral, tiene una última estación, un telos que justifica sus accidentes y
demencias, ¿cuál es? La metahistoria marxista secularizó la fantasía
apocalíptica. Marcha necesariamente, merced a leyes estructurales, hacia un
propósito trascendente -el socialismo- que acaba con la enajenación humana e
inicia un nuevo Período (con mayúscula). El telos fundamenta
retrospectivamente, y por su calidad, el camino andado, los periodos
finalizados. Pero en contraste con el brete apocalíptico o la floración
mesiánica, la metahistoria marxista presenta un cuadro científico --experimental
de la última etapa histórica, y moviliza a los hombres a obtenerlo en nombre de
una moral superior.
Finalmente, todos estos postulados conforman una metafísica
que Plejanov denominó "materialismo dialéctico", para contrastarla
con el idealismo hegeliano. El acento de Marx en las fuerzas y en las
relaciones de producción fue interpretado por sus epígonos como la
"materia" que da forma y sustancia a la naturaleza y a la historia.
La metafísica es materialista en un sentido también
particular. Las necesidades primarias (hambre, sexo, escasez) gobiernan a la
conducta individual, mientras que factores económico-sociales animan a las
ruedas del colectivo. Unas y otras son "materia". Por tanto, la
metahistoria es un caso especial del materialismo dialéctico, y éste se
articula en una metafísica "de lo concreto" que privilegia a los
imperativos primarios de la existencia natural y humana.
4. ¿Quién es
historiador marxista?
Ahora, se puede ensayar una respuesta: aquél que en la
narrativa histórica, en el ordenamiento causal de los hechos, en la
interpretación de significados y en la adjudicación de responsabilidades a los
actores históricos utiliza postulados de esta metafísica. Quiero decir,
primero, la creencia en leyes que permiten explicar el carácter y la dinámica
de culturas y periodos; segundo, la explicación de los hechos conforme a la
dialéctica de las fuerzas y de las relaciones de producción y la manera en que
éstas se "reflejan" en ideologías (superestructuras); tercero, la
deducción de sucesos que podrían haber ocurrido con alta probabilidad de
acuerdo con el interjuego de acumulaciones conflictivas; y en fin, el
pronóstico de hechos y tendencias con apego a la dinámica dialéctica.
Es importante disipar un prejuicio. La narración histórica
efectuada según la metahistoria de Marx no es por fuerza "tediosa"
"aburrida" "previsible«. Puede gestar investigaciones
pormenorizadas, amenas y hasta sorprendentes, a semejanza de historiadores que
siguen a Spengler o a Toynbee, dueños de una metafísica mucha más sencilla y
vulnerable que la de Marx. Un historiador puede ser "interesante"
independientemente de la filosofía histórica especulativa que lo orienta. Si
posee imaginación, espíritu detectivesco para el detalle y la inferencia,
además de sensibilidad literaria, puede imprimir calor a una crónica enfadosa o
a un pedestre eslabonamiento de accidentes.
5. La legitimidad
intelectual de la metahistoria marxista
Después de presentar brevemente las premisas de la
interpretación dialéctica de la historia, creo que tengo fundamentos para
establecer que esta metahistoria posee una riqueza epistemológica ponderable a
pesar de que fue dilapidada vergonzosamente en regímenes que dijeron
representarla. Más todavía: esta metafísica de telos humanista justificó actos
de violencia y asesinato al tiempo que la rebajó a niveles triviales en el
discurso y en la reflexión.
Pero su legitimación cognitiva es reversible. Involucra varias
condiciones. Una de ellas es la libertad intelectual, prenda de la que gozó el
propio Marx al establecer su estancia en 1851, en Londres, hasta su muerte
(1883). Como esta condición no cristaliza en regímenes totalitarios o
dogmáticos (pueden ser países enteros o universidades de naciones
democráticas), la reivindicación de Marx sólo puede ocurrir, por la astucia de
las paradojas, en países capitalistas avanzados y en centros de estudio que
toleran el fluido canje de ideas. No es casualidad que las corrientes
neomarxistas (Gramsci, Adorno, Marcuse, Frömm) florecieran en sociedades
abiertas o en una prisión (como las ideas del italiano menudo y genial) a salvo
del terrorismo estalinista.
La segunda condición es el replanteo de las categorías que
componen a la metahistoria. Ya se insinuó que ciencia y arte han dejado de ser
"superestructuras" debido a la utilidad tecnológica de la primera y a
la masificación comercial de la segunda. El paradigma debe entonces
rectificarse.
La tercera condición es atenuar en la metafísica marxista el
cientificismo comtiano y la fe inquebrantable en el progreso industrial.
Wittgenstein, Popper, los estudios del Club de Roma: éstos debieran ser los
correctores del optimismo y de la epistemología ingenuos de Marx.
Y en fin, el mesianismo social de Marx debe absorber mayor
ecuanimidad. La historia carece de una estación terminal discernible, a menos
que algunos hombres, ajenos a todo conflicto de clases, decidan ponerle fin con
la tecnología apocalíptico que tienen en sus manos. Si este mesianismo se
relaja o atenúa, entonces la violencia autoritaria que en buena medida engendró
se tornará prescindible y contraproducente. Y con más libertad y menos
violencia se parirá una certera historiografía, más fiel a la disciplina científica
y a la aventura humana.
6. Coda
No debe entenderse de aquí que puede generarse una historia
sin metafísica o sin juicios de valor, explícitos o indirectos. La tarea del
historiador es demasiado humana. Sus aciertos y debilidades impregnan a la
narración histórica. Sin embargo, el conocimiento histórico debe alcanzar la certificación
pública de todo conocimiento, es decir, un relato o interpretación ganan
credibilidad en la medida en que obtienen el apoyo argumentado y relativamente
unánime de los especialistas. Apoyo transitorio, ciertamente. Porque nuevos
hallazgos o razonamientos pueden modificar opiniones consagradas. Pero la
búsqueda permanente de esta certificación compartida es el recaudo de la
objetividad del discurso histórico.
Esta condición no excluye a la inevitable subjetividad. Es
muy importante establecerle límites para preservar la limpieza del texto
histórico. Desde Ranke a Collingwood se ha insistido en que la empatía, la
capacidad de identificarse con el protagonista, debe ser una prenda del
historiador. En una acepción ingenua, esta facultad involucra la comprensión
internalizada -no necesariamente justificadora en el plano ético - de las
motivaciones, contextos y guiones de los actores históricos. Sin embargo, es
indudable que el horizonte de referencia del historiador es completamente
distinto al de estos actores. La empatía es, por lo tanto, siempre discreta y
discriminatoria; hay acontecimientos -por ejemplo, un genocidio - que la
excluyen terminantemente.
Aparte de la empatía, el historiador debe poseer el talento
de "traducir" a los términos de su cultura el lenguaje particular de
la historia Me los otros". Este asunto pertenece a la adyacencia entre
historia y antropología. ¿Cómo puede "descifrar" un inglés moderno a
un romano clásico? ¿0 un blanco a un negro? ¿0 un nacionalista a un místico?
¿Es viable tal desciframiento? En principio, sí. El requisito es el dominio del
método científico y una fantasía disciplinada" capaz de capturar emociones
y lógicas extrañas.
En tercer lugar, un buen historiador no puede eludir juicios
de valor. Ya están presentes en la elección del tema estudiado. Y más
concretamente, en la explicación de los hechos, en la causalidad con que los
interpreta y ordena, y en la adjudicación de responsabilidades a los actores
históricos. En todas estas acciones el historiador pondera, enjuicia,
sentencia. Para que su que hacer no sea arbitrario debe atenerse a la
exploración y al cotejo cuidadosos de los acontecimientos y a la descripción
esmerada de procesos, señalando las normas éticas y estéticas que presiden su
labor. Si no asume este riesgo, el historiador se transforma en un
"cronista", en un registrador mecánico de hechos, que se abstiene de
interpretar y aleccionar dentro de los cánones rigurosos de la disciplina
científica.
Estos enunciados entrañan que no hay forma de eludir a la
metahistoria. Sólo cabe hacerla limpia y explícita. Y si el historiador cree
que se constriñe "sólo" a los hechos, lectores inteligentes de la
historia le probarán su error, reinventando el texto y las secuencias de su
historia en un juego borgiano infinito.