Christopher Caudwell ✆ Sherman Evans |
Jaime Vindel
El 12
de febrero de 1937 moría en el frente del Jarama, durante la Guerra Civil
española, Christopher Caudwell, miembro del Partido Comunista de Gran Bretaña
desde tres años antes e integrante del Batallón Británico de las Brigadas
Internacionales. Su trabajo intelectual resultaba entonces (y sigue resultando
ahora) bastante desconocido. El historiador inglés E. P. Thompson realizaría
décadas después de la desaparición de Caudwell un ejercicio de recuperación de
su memoria que, deslindando aciertos y torpezas, planteaba sin embargo una
reflexión de mayor calado para la trayectoria del marxismo occidental durante
el siglo XX. El hilo perdido de Caudwell representaba la instancia en la que
esa tradición teórica habría podido retornar sobre una comprensión dialéctica
no mecanicista de las relaciones entre la humanidad y la naturaleza. Esta
posibilidad fue desplazada por el temor a recaer en cualquier forma de
cientificismo que redundara en las interpretaciones de la historia propugnadas
por el diamat, cuya doctrina se
asociaba con la dialéctica de la naturaleza del propio Engels. El precio a
pagar fue, sin embargo, demasiado alto. Para Thompson, la vía abierta por el
marxismo occidental, pese a sus ineludibles hallazgos, impulsó a la larga una
“práctica teórica idealista” alejada de la epistemología naturalista esbozada
por Caudwell en los años treinta. En palabras de John Bellamy Foster, se
trataba de una “teoría coevolutiva de la historia humana y la naturaleza, con
raíces tanto en Marx como en Darwin”, cuyo impulso quedaría congelado en el
tiempo. Décadas más tarde sería una nueva generación de intelectuales, entre
los que destacaron el propio Thompson y Raymond Williams, quienes rehabilitasen
esa vía cultural-naturalista para el marxismo.
Es
precipitado evaluar aquí si la práctica teórica cuestionada por Thompson
reflejaba la herencia idealista en algunas de las figuras fundadoras del
marxismo occidental. La inspiración de Hegel y Croce (incluso cuando se trataba
de superar su filosofía) atravesó los textos de Georg Lukács y Antonio Gramsci.
La huella del primero se dejó sentir en la crítica de la Ilustración por la Escuela de Frankfurt, que pese a cuestionar la
relación de dominio que la humanidad moderna ejerce sobre la naturaleza,
planteaba una visión estrictamente instrumental del conocimiento científico que
dificultaba la asunción de contenidos ecologistas. En cuanto a Gramsci, el
pensador y dirigente corso insistió en concebir la ciencia como una expresión supraestructural de la base
económica de las sociedades burguesas. Como recordara Perry Anderson, la deriva
posterior de esa tradición tendió a privilegiar los estudios dedicados a la
metodología epistemológica, la estética o la crítica cultural, sin terminar de
articularlos con una refundación de la teoría revolucionaria. Sin embargo, lo
que nos interesa destacar aquí es que esa disociación entre el marxismo
revolucionario y las aportaciones procedentes de la ecología en particular y
las ciencias de la naturaleza en general ayuda a explicar por qué en la actualidad,
incluso aquellas organizaciones de la izquierda aparentemente más comprometidas
con el activismo ecologista, son bastante reticentes (en el mejor de los casos)
a incorporar de modo coherente las demandas cada vez más acuciantes que este
formula. Reclamos que, por lo demás, plantean una aproximación a la realidad
del metabolismo social de una consistencia bastante más sólida que muchas de
las aportaciones procedentes de las ciencias sociales. Un asunto aún más grave
si valoramos que lo que demanda la crisis ecosocial (y, en última instancia,
civilizatoria) en la que estamos inmersos no es una mera incorporación -más o
menos intencionada o superficial- de esas demandas, sino la reconsideración
radical y transversal de los programas políticos, los modos de intervención
sobre el territorio y los procesos de construcción de hegemonía impulsados por
esas organizaciones.
Cabría
preguntarse hasta qué punto ese reto no se ve comprometido porque la concepción
táctica y estratégica de las mismas sigue anclada en las inercias idealistas
del marxismo occidental, que acaba deslizándolas de modo deliberado o
inadvertido hacia una forma de politicismo consistente en disociar sus idearios
del análisis de su sostenibilidad en términos materiales y ecológicos. Esto afecta
incluso a aquellos sectores que se piensan a sí mismos como revolucionarios. Su
crítica de la autonomía de la política se concentra de modo acertado en la
pervivencia de los imaginarios de la clase media, elemento vertebral de la
hegemonía en los estados capitalistas. Cada vez más desprovistos de autonomía
relativa y de recursos fiscales para asegurar el consenso social, estos se
esfuerzan por representar una voluntad general (a menudo imbuida de
nacionalismo) que camufla a duras penas los conflictos de clase subyacentes.
Lamentablemente, esa crítica no siempre se hace cargo de la agenda ecosocial,
asociada aún con las veleidades ociosas y bienpensantes de esa misma clase
media y con las promesas narcóticas del capitalismo verde. Estas posiciones,
que evidencian un desconocimiento preocupante de los debates ecológicos
actuales, comparten con frecuencia el mismo imaginario que ha alimentado la
conformación subjetiva de las clases medias después de la segunda guerra
mundial: la idea de que el desarrollo de las fuerzas productivas puede
incrementar exponencialmente el acceso al bienestar de crecientes masas de
población. Lo que estos críticos atacan en el neoliberalismo es su tendencia
inexorable a fortalecer el poder de clase mediante el incremento la desigualdad
social a escala nacional y global, no la presunción de que la justicia
distributiva pase por sociedades de abundancia que, tras el golpe de timón en
la guerra de clases, proporcionen un reparto equitativo de la riqueza
producida.
Es
obvio que la crisis ecosocial acentuará potencialmente los conflictos de clase
y que cualquier solución emancipadora implicará una impugnación radical del
imaginario y la constitución material de las clases medias, pero todo hace
indicar que eso no sucederá por arriba, sino por abajo: el socialismo del
futuro deberá conjugar la austeridad energética y el lujo comunal. Ante esta
realidad, si el marxismo ha de conservar la dialéctica es para explicar y
potenciar las dinámicas históricas de la lucha de clases, no para justificar
una vez más la supuesta ambivalencia del despliegue de las fuerzas productivas
como portador de una comunidad de exuberancia material por venir. Se trataría
de liberar a la contradicción y a la imaginación de la teleología
desarrollista, para alumbrar una comprensión de la historia en la que ocupen un
lugar central tanto el análisis del metabolismo social bajo las condiciones de
producción capitalista como la formulación de propuestas alternativas más allá
de ellas. En lo concreto: ninguna teoría revolucionaria que aspire a pasar la
criba del ilusionismo óptico y la complacencia identitaria debería dejar de
enfrentarse, por ejemplo, con las implicaciones derivadas de fenómenos como el
descenso de la Tasa de Retorno Energético
(TRE) de fuentes de energía como el petróleo y el carbón; el pico de extracción
de materiales tan esenciales para las infraestructuras actuales de la
(re)producción social como el hierro, el cobre, el estaño o el plomo; o las
urgencias, exigencias y sacrificios de la transición energética hacia
sociedades no fosilistas, sobre las que vienen advirtiendo de manera constante
científicas, divulgadoras y activistas muy próximas a nosotras.
Es
imperativo que la intelectualidad orgánica actualice el gesto teórico que
Raymond Williams realizara a principios de la década de los ochenta en el
último libro que publicó en vida, Hacia
el año 2000 (1983). Se suele citar el capítulo de cierre, donde Williams, a
cuatro años vista de la llegada a Downing Street de Margaret Thatcher, atisbaba
las consecuencias de lo que él denominaba el Plan X, el misterioso nombre que
proponía para lo que luego hemos conocido como neoliberalismo. Entre otros
muchos aspectos, Williams enfatizaba que la única manera de frenar el ataque a
los sindicatos, destinado a preservar la rentabilidad capitalista, consistía en
articular las demandas salariales con la elaboración de un nuevo proyecto de
izquierdas que aglutinara las dimensiones realista y utópica. Frente al desdén
bolchevique por el pensamiento utópico, Williams abogaba por recuperar lo que
denominaba como una “utopía sistemática”, aquel “recordatorio imaginativo de la naturaleza del cambio social” que
permitiera idear nuevos y diferentes modos de vida práctica. El principal punto
fuerte de esa concepción utópica consistía en “elevar nuestra mirada más allá de las adaptaciones y los cambios a
corto plazo, que son el material ordinario de la política, para insistir así,
como una cuestión de principio general, en qué cambios temporal y localmente
increíbles pueden producirse y se producen”. El abandono de ese horizonte
contribuye a explicar los límites con que se topa la izquierda en la coyuntura
actual. El reto del activismo ecosocial consiste en recuperar esa “utopía
sistemática” en un contexto subjetivamente hostil: el que define la
configuración del deseo colectivo por el fetichismo de la mercancía y la
aparente incapacidad de dotarnos de imaginarios alternativos ante la
naturalización ideológica y libidinal del paradigma neoliberal (lo que Mark
Fisher conceptualizó como “realismo capitalista”).
Williams
escribía aquellas palabras al calor del impacto que le habían producido las
proyecciones sobre el deterioro medioambiental y social del planeta contenidas
en el informe sobre Los límites del
crecimiento, encargado al MIT (Massachusetts
Institute of Technology) por el Club de Roma (1972). En un ejercicio
intelectual ejemplar, el sociólogo galés se percató de que las conclusiones del
informe implicaban alterar en profundidad desde los programas políticos a las
formas de organización de los movimientos sociales y los partidos de izquierda
(aún muy deficitarias en el plano de la democracia interna), pasando por una
adaptación constituyente de las instituciones representativas. La alternativa
que Williams propugnaba no consistía en paternalistas construcciones
discursivas que dieran por bueno como punto de partida la hegemonía neoliberal,
sino en “una forma de pensar el futuro y
de planificar que, por lo menos, sea tan racional e informada en todas sus
políticas específicas como ella”. Si esto nos suena extemporáneo, tal vez
se deba a que la izquierda haya abandonado el diagnóstico de la inteligencia
para quedar atrapada en una concepción afirmativa del sentido común que hoy
solo puede resultar funcional al sujeto automático de la producción
capitalista. La fase populista de esa izquierda se presenta como el reverso de
la apoteosis subjetiva del consumo: sus ficciones discursivas presuponen un
modo de producción que asegure el crecimiento económico. El idealismo
voluntarista (en todas sus variantes, incluidas las revolucionarias) y el
cortoplacismo electoral de sus interpelaciones comunicativas comparten con la
ortodoxia económica una fuerte tendencia tanto a aislar entre sí las esferas de
la política y de la economía como a separar ambas de la naturaleza. La
tecnolatría salvífica (Riechmann), la mitología neokeynesiana y el progreso
productivista, todas ellas expresiones ideológicas previas al colapso
civilizatorio, deben ser enfocadas a la luz de esa escisión mutuamente
constitutiva.
Contra
el politicismo y el economicismo, la mediación de la moral y la ecología en
Thompson y Williams trataba de combatir una comprensión reduccionista del
concepto de “modo de producción”, expandiéndolo hacia la imaginación de toda
una “forma de vida” que impulsara nuevos modos de intervención en la realidad.
Para el segundo de ellos, la nueva política debía contemplar “un sentido más
amplio de las necesidades humanas y un sentido más respetuoso del mundo físico”
que, en última instancia, pusiera en crisis el concepto mismo de “producción”.
Si hace más de tres décadas, Williams afirmaba con urgencia que socializar los
medios de producción no es condición suficiente si no nos dotamos además de
otros “medios de vida”, hoy resulta aún más inviable conjugar en futuro la
necesidad de enfrentar la ruina biofísica de las sociedades industriales. El
tiempo de la (auto)destrucción capitalista (la única teleología real, que diría
Jameson) solo corre en nuestra contra.
Jaime Vindel es investigador
posdoctoral en la Universidad Complutense de Madrid
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