16/6/16

Karl Marx y la Rebelión de los Cipayos en la India

La crueldad, como cualquier otra cosa, tiene también su moda, que cambia según el tiempo y el lugar
No se debe olvidar que, mientras las crueldades de los ingleses se relatan cómo actos de valor marcial, contados simple y brevemente, sin ahondar en desagradables pormenores, las atrocidades de los indígenas, aunque son espantosas, las exageran aun deliberadamente

Entre 1857-1858 ocurrió en la India un alzamiento contra la opresión inglesa que la historia denomino “La Rebelión de los Cipayos”, la misma tuvo una diversidad de causas políticas, sociales y económicas pero en esencia se trató de una revuelta en contra de la dominación militar del imperio ingles y de las prácticas comerciales y explotadoras de la poderosa Compañía Británica de la Indias Orientales. Para cumplir con su objetivo de dominación política y expoliación económica dicha compañía tenía a su disposición un ejército de soldados hindúes a los que llamaron “Cipayos” que según algunos escritores de la época llego a tener más de 200 mil integrantes, fueron comandados exclusivamente por oficiales militares ingleses y su función era la de mantener las políticas de explotación de recursos implantadas a sangre y fuego desde que los ingleses llegaron a la India en la década de 1750. El trabajo siguiente fue escrito el 4 de septiembre de 1857 por Karl Marx y publicado en el Nº 5119 del New-York Daily Tribune, de fecha 16 de septiembre de 1857

Karl Marx

Las atrocidades cometidas por los cipayos sublevados en la India son verdaderamente horripilantes, espantosas e indescriptibles, de las que se pueden esperar únicamente en guerras insurreccionales, nacionales, raciales y, sobre todo, religiosas; en una palabra, atrocidades como las que la respetable Inglaterra solía aplaudir cuando las perpetraban los vandeanos contra los "azules", las guerrillas españolas contra los impíos franceses, los serbios contra sus vecinos alemanes y húngaros, los croatas contra los vieneses rebeldes, y la guardia móvil de Cavaignac o los decembristas de Bonaparte contra los hijos y las hijas de la Francia proletaria. Por infame que sea la conducta de los cipayos, no es sino un reflejo concentrado de la conducta de Inglaterra en la India, y no solo durante la época de la fundación de su imperio oriental, sino, incluso, durante los diez últimos años de su larga dominación. Para caracterizar esta dominación baste decir que la tortura constituía una institución orgánica de su política fiscal. En la historia de la humanidad existe algo parecido a la retribución; y es regla de la retribución histórica que sus instrumentos estén forjados por los propios ofensores y no por los ofendidos.

El primer golpe que se asesto a la monarquía francesa procedía de la nobleza, y no de los campesinos. La revuelta india no la han comenzado los ryots, torturados, humillados y despojados por los británicos, sino los cipayos, vestidos, alimentados, cuidados, cebados y mimados por ellos.

Para encontrar paralelos de las atrocidades de los cipayos no necesitamos, Como pretenden algunos periódicos londinenses, remontarnos a la Edad Media, ni siquiera salirnos de la historia de la Inglaterra contemporánea. No tenemos más que estudiar la primera guerra china, un acontecimiento de ayer, por así decir. La soldadesca inglesa cometió entonces abominaciones por el mero gusto de cometerlas; sus pasiones no estaban ni santificadas por el fanatismo religioso, ni exacerbadas por el odio a una raza altiva y conquistadora, ni provocadas por la feroz resistencia de un enemigo heroico. Mujeres violadas, niños espetados e incendios de aldeas enteras, crímenes que no registraron los mandarines, sino los propios oficiales británicos se cometieron entonces simplemente para pasar el rato.

En la catástrofe presente sería asimismo un error imperdonable suponer que toda la crueldad está del lado de los cipayos, y toda la dulzura de la bondad humana, del lado de los ingleses. Las cartas de los oficiales británicos rezuman malignidad. Uno de ellos, que escribe desde Peixaver, describe el desarme del 10 Regimiento de Caballería Irregular por no haber, querido dar una carga contra el 55 Regimiento de Infantería Indígena, como había sido la orden. Se regodea, contando que los hombres no fueron solamente desarmados, sino despojados de sus ropas y calzado, y, tras haber recibido doce peniques por barba, fueron conducidos a la orilla del Indo, montados en barcas y dejados llevar por la corriente, donde, según el autor de la carta espera con delicia, cada hijo de su madre tendrá ocasión de ahogarse en los rápidos. Otro nos informa que algunos habitantes de Peixaver provocaron una alarma nocturna, disparando petardos con motivo de una boda (es costumbre nacional), y a la mañana siguiente los culpables fueron atados y "apaleados de manera que no lo olvidarán fácilmente". De Pindi ha llegado la noticia de que tres jefes indígenas estaban conspirando. Sir Juan Lawrence respondió a ello con un mensaje, mandando que asistiese un espía a las reuniones. Recibida la información del espía, sir Juan envió otro mensaje, mandando: "Colgadlos". Los jefes fueron colgados. Un funcionario del servicio civil escribe desde Allahabad: "Tenemos poder de vida y muerte, y os aseguramos que no damos cuartel". Otro escribe desde la misma ciudad: "No pasa un día sin que ahorquemos de diez a quince de ellos (no combatientes).

Un oficial escribe, entusiasmado: "Holmes los cuelga gustoso por veintenas". Otro, aludiendo a la ejecución por la horca, sin instrucción de causa ni juicio, de un numeroso grupo de indígenas, observa: "Entonces empezamos a divertirnos".

Otro más: “Celebramos nuestros consejos de guerra sin apearnos de los caballos, y a todos los negros que encontramos los colgamos o les pegamos un tiro". De Benares nos informan que treinta zemindare 1 fueron ahorcados por la mera sospecha de simpatizar con sus compatriotas, y aldeas enteras fueron reducidas a cenizas por el mismo motivo. Un oficial de Benares, cuya carta se publica en The London Times, dice: "Las tropas europeas se endemonian cuando topan con indígenas".

Con la intención de crear un precedente, para evitar otra revuelta a futuro, los ingleses ejecutaron 
a varios de los líderes cipayos, atándolos a la boca de cañones y disparando, desmembrando así 
sus cuerpos y evitando, según la tradición hindú, que los mismos pudieran volver a reencarnar.

No se debe olvidar que, mientras las crueldades de los ingleses se relatan cómo actos de valor marcial, contados simple y brevemente, sin ahondar en desagradables pormenores, las atrocidades de los indígenas, aunque son espantosas, las exageran aun deliberadamente. Por ejemplo, ¿quién es el autor de la circunstanciada descripción, aparecida primero en The Times y luego en toda la prensa londinense, acerca de las atrocidades perpetradas en Delhi y Meerut? Un pusilánime pastor, residente en Bangalore, en el Maisur, a más de mil millas, a vuelo de pájaro, del lugar de acción. Las informaciones auténticas de Delhi evidencian que la imaginación de un pastor inglés es capaz de engendrar mayores horrores que la salvaje fantasía de un hindú amotinado. El corte de narices, pechos, etc., en una palabra, las horribles mutilaciones cometidas por los cipayos, excitan más, naturalmente, los sentimientos de los europeos que el cañoneo de Cantón, con balas incandescentes mandado por el Secretario de la Sociedad de la Paz de Manchester, o la quema de árabes encerrados por un mariscal francés en una gruta, o la desolladura de soldados británicos vivos con disciplinas de nueve ramales por sentencia de los consejos de guerra, o cualesquiera otros procedimientos filantrópicos en usanza en las colonias penitenciarias británicas. La crueldad, como cualquier otra cosa, tiene también su moda, que cambia según el tiempo y el lugar. Cesar, hombre culto, narra cándidamente que ordenó cortar la mano derecha a muchos miles de guerreros Galos. A Napoleón le hubiera dado vergüenza hacerlo. Habría preferido enviar a sus propios regimientos franceses, sospechosos de republicanismo, a Santo Domingo para que muriesen allí por mano de los negros o atacados por una epidemia.

Las infames mutilaciones cometidas por los cipayos recuerdan una de las prácticas del imperio bizantino cristiano, o las prescripciones de la ley criminal del emperador Carlos V, o los castigos ingleses por delitos de alta traición, como los describía aun el juez Blackstone. A los hindúes, que su religión ha hecho virtuosos en el arte de torturarse ellos mismos, estas torturas, infligidas a enemigos de su raza y sus creencias, les parecen completamente naturales, y les deben parecer aún más naturales a los ingleses que, hace solo unos años, aun obtenían ingresos de las fiestas de Jaggernat, dando protección y asistencia a los ritos sangrientos de una religión de crueldad.

Los rugidos frenéticos del "viejo y sanguinario Times", como solía llamarlo Cobbett, el papel de personaje furioso de una ópera de Mozart que este órgano de prensa quiere interpretar, personaje que, con los acentos más melodiosos, disfruta pensando como ahorcara primero a su enemigo, lo tostará luego, lo descuartizará a continuación, 10 espetará después y, finalmente, lo desollará vivo, esta constante pasión de venganza que lleva al Times al último grado del frenesí no parecería más que necia si no se percibieran distintamente notas de comedia tras el patetismo trágico. The London Times exagera la nota, y no solo por pánico. Proporciona a la comedia un argumento que se le escapó hasta a Moliere: el Tartufo de la venganza.

Lo que quiere, simplemente, es ensalzar los fondos públicos y poner a cubierto al Gobierno. Como Delhi no ha caído igual que los muros de Jericó, al soplo del viento, John Bull debe quedar aturdido por los gritos de venganza para hacerle olvidar que su Gobierno lleva la responsabilidad por las calamidades sobrevenidas y las dimensiones colosales que les ha permitido alcanzar.