◆ La crueldad, como cualquier otra cosa, tiene
también su moda, que cambia según el tiempo y el lugar
◆ No se debe olvidar que, mientras las crueldades de los ingleses se relatan cómo actos de valor marcial, contados simple y brevemente, sin ahondar en desagradables pormenores, las atrocidades de los indígenas, aunque son espantosas, las exageran aun deliberadamente
◆ No se debe olvidar que, mientras las crueldades de los ingleses se relatan cómo actos de valor marcial, contados simple y brevemente, sin ahondar en desagradables pormenores, las atrocidades de los indígenas, aunque son espantosas, las exageran aun deliberadamente
Entre
1857-1858 ocurrió en la India un alzamiento contra la opresión
inglesa que la historia denomino “La
Rebelión de los Cipayos”, la misma tuvo una diversidad de causas políticas,
sociales y económicas pero en esencia se trató de una revuelta en contra de la
dominación militar del imperio ingles y de las prácticas comerciales y
explotadoras de la poderosa Compañía Británica de la Indias Orientales. Para
cumplir con su objetivo de dominación política y expoliación económica dicha
compañía tenía a su disposición un ejército de soldados hindúes a los que
llamaron “Cipayos” que según algunos escritores de la época llego a tener más
de 200 mil integrantes, fueron comandados exclusivamente por oficiales
militares ingleses y su función era la de mantener las políticas de explotación
de recursos implantadas a sangre y fuego desde que los ingleses llegaron a la India en
la década de 1750. El trabajo siguiente fue escrito el 4 de septiembre de 1857 por Karl Marx y publicado en el Nº 5119 del New-York Daily Tribune, de
fecha 16 de septiembre de 1857
Karl Marx
Las atrocidades cometidas por los cipayos sublevados en la
India son verdaderamente horripilantes, espantosas e indescriptibles, de las
que se pueden esperar únicamente en guerras insurreccionales, nacionales,
raciales y, sobre todo, religiosas; en una palabra, atrocidades como las que la
respetable Inglaterra solía aplaudir cuando las perpetraban los vandeanos
contra los "azules", las guerrillas españolas contra los impíos
franceses, los serbios contra sus vecinos alemanes y húngaros, los croatas
contra los vieneses rebeldes, y la guardia móvil de Cavaignac o los
decembristas de Bonaparte contra los hijos y las hijas de la Francia
proletaria. Por infame que sea la conducta de los cipayos, no es sino un
reflejo concentrado de la conducta de Inglaterra en la India, y no solo durante
la época de la fundación de su imperio oriental, sino, incluso, durante los
diez últimos años de su larga dominación. Para caracterizar esta dominación
baste decir que la tortura constituía una institución orgánica de su política
fiscal. En la historia de la humanidad existe algo parecido a la retribución; y
es regla de la retribución histórica que sus instrumentos estén forjados por
los propios ofensores y no por los ofendidos.
El primer golpe que se asesto a la monarquía francesa
procedía de la nobleza, y no de los campesinos. La revuelta india no la han
comenzado los ryots, torturados,
humillados y despojados por los británicos, sino los cipayos, vestidos,
alimentados, cuidados, cebados y mimados por ellos.
Para encontrar paralelos de las atrocidades de los cipayos
no necesitamos, Como pretenden algunos periódicos londinenses, remontarnos a la
Edad Media, ni siquiera salirnos de la historia de la Inglaterra contemporánea.
No tenemos más que estudiar la primera guerra china, un acontecimiento de ayer,
por así decir. La soldadesca inglesa cometió entonces abominaciones por el mero
gusto de cometerlas; sus pasiones no estaban ni santificadas por el fanatismo religioso,
ni exacerbadas por el odio a una raza altiva y conquistadora, ni provocadas por
la feroz resistencia de un enemigo heroico. Mujeres violadas, niños espetados e
incendios de aldeas enteras, crímenes que no registraron los mandarines, sino
los propios oficiales británicos se cometieron entonces simplemente para pasar
el rato.
En la catástrofe presente sería asimismo un error imperdonable
suponer que toda la crueldad está del lado de los cipayos, y toda la dulzura de
la bondad humana, del lado de los ingleses. Las cartas de los oficiales
británicos rezuman malignidad. Uno de ellos, que escribe desde Peixaver,
describe el desarme del 10 Regimiento de Caballería Irregular por no haber,
querido dar una carga contra el 55 Regimiento de Infantería Indígena, como
había sido la orden. Se regodea, contando que los hombres no fueron solamente
desarmados, sino despojados de sus ropas y calzado, y, tras haber recibido doce
peniques por barba, fueron conducidos a la orilla del Indo, montados en barcas
y dejados llevar por la corriente, donde, según el autor de la carta espera con
delicia, cada hijo de su madre tendrá ocasión de ahogarse en los rápidos. Otro
nos informa que algunos habitantes de Peixaver
provocaron una alarma nocturna, disparando petardos con motivo de una boda
(es costumbre nacional), y a la mañana siguiente los culpables fueron atados y "apaleados de manera que no lo
olvidarán fácilmente". De Pindi ha llegado la noticia de que tres
jefes indígenas estaban conspirando. Sir Juan Lawrence respondió a ello con un
mensaje, mandando que asistiese un espía a las reuniones. Recibida la
información del espía, sir Juan envió otro mensaje, mandando: "Colgadlos". Los jefes fueron
colgados. Un funcionario del servicio civil escribe desde Allahabad: "Tenemos poder de vida y muerte, y os
aseguramos que no damos cuartel". Otro escribe desde la misma ciudad: "No pasa un día sin que ahorquemos de
diez a quince de ellos (no combatientes).
Un oficial escribe, entusiasmado: "Holmes los cuelga gustoso por veintenas". Otro,
aludiendo a la ejecución por la horca, sin instrucción de causa ni juicio, de
un numeroso grupo de indígenas, observa: "Entonces
empezamos a divertirnos".
Otro más: “Celebramos
nuestros consejos de guerra sin apearnos de los caballos, y a todos los negros
que encontramos los colgamos o les pegamos un tiro". De Benares nos
informan que treinta zemindare 1 fueron
ahorcados por la mera sospecha de simpatizar con sus compatriotas, y aldeas
enteras fueron reducidas a cenizas por el mismo motivo. Un oficial de Benares,
cuya carta se publica en The London Times, dice: "Las tropas europeas se endemonian cuando topan con
indígenas".
No se debe olvidar que, mientras las crueldades de los
ingleses se relatan cómo actos de valor marcial, contados simple y brevemente,
sin ahondar en desagradables pormenores, las atrocidades de los indígenas,
aunque son espantosas, las exageran aun deliberadamente. Por ejemplo, ¿quién es
el autor de la circunstanciada descripción, aparecida primero en The Times y luego en toda la prensa
londinense, acerca de las atrocidades perpetradas en Delhi y Meerut? Un
pusilánime pastor, residente en Bangalore, en el Maisur, a más de mil millas, a
vuelo de pájaro, del lugar de acción. Las informaciones auténticas de Delhi
evidencian que la imaginación de un pastor inglés es capaz de engendrar mayores
horrores que la salvaje fantasía de un hindú amotinado. El corte de narices,
pechos, etc., en una palabra, las horribles mutilaciones cometidas por los
cipayos, excitan más, naturalmente, los sentimientos de los europeos que el
cañoneo de Cantón, con balas incandescentes mandado por el Secretario de la
Sociedad de la Paz de Manchester, o la quema de árabes encerrados por un
mariscal francés en una gruta, o la desolladura de soldados británicos vivos
con disciplinas de nueve ramales por sentencia de los consejos de guerra, o
cualesquiera otros procedimientos filantrópicos en usanza en las colonias
penitenciarias británicas. La crueldad, como cualquier otra cosa, tiene también
su moda, que cambia según el tiempo y el lugar. Cesar, hombre culto, narra
cándidamente que ordenó cortar la mano derecha a muchos miles de guerreros
Galos. A Napoleón le hubiera dado vergüenza hacerlo. Habría preferido enviar a
sus propios regimientos franceses, sospechosos de republicanismo, a Santo
Domingo para que muriesen allí por mano de los negros o atacados por una
epidemia.
Las infames mutilaciones cometidas por los cipayos recuerdan
una de las prácticas del imperio bizantino cristiano, o las prescripciones de
la ley criminal del emperador Carlos V, o los castigos ingleses por delitos de
alta traición, como los describía aun el juez Blackstone. A los hindúes, que su
religión ha hecho virtuosos en el arte de torturarse ellos mismos, estas torturas,
infligidas a enemigos de su raza y sus creencias, les parecen completamente
naturales, y les deben parecer aún más naturales a los ingleses que, hace solo
unos años, aun obtenían ingresos de las fiestas de Jaggernat, dando protección
y asistencia a los ritos sangrientos de una religión de crueldad.
Los rugidos frenéticos del "viejo y sanguinario Times", como solía llamarlo
Cobbett, el papel de personaje furioso de una ópera de Mozart que este órgano
de prensa quiere interpretar, personaje que, con los acentos más melodiosos,
disfruta pensando como ahorcara primero a su enemigo, lo tostará luego, lo
descuartizará a continuación, 10 espetará después y, finalmente, lo desollará
vivo, esta constante pasión de venganza que lleva al Times al último grado del
frenesí no parecería más que necia si no se percibieran distintamente notas de
comedia tras el patetismo trágico. The
London Times exagera la nota, y no solo por pánico. Proporciona a la
comedia un argumento que se le escapó hasta a Moliere: el Tartufo de la
venganza.
Lo que quiere, simplemente, es ensalzar los fondos públicos
y poner a cubierto al Gobierno. Como Delhi no ha caído igual que los muros de
Jericó, al soplo del viento, John Bull debe quedar aturdido por los gritos de
venganza para hacerle olvidar que su Gobierno lleva la responsabilidad por las
calamidades sobrevenidas y las dimensiones colosales que les ha permitido
alcanzar.