15/3/16

Recuperar la teoría de la praxis — La cuestión sindical en la tradición marxista

Karl Marx
✆ René Le Honzec
Jesús R. Rojo   |   El sindicalismo ha situado siempre —hoy esto se nota con especial intensidad— a las fuerzas revolucionarias en una encrucijada teórica respecto a sus fines, medios y hasta su propia función en la contienda de clases. ¿Son los sindicatos mayoritarios aún útiles para los trabajadores como clase? ¿Su desprestigio es fruto de una artimaña por parte de los que pretenden desarmar a los trabajadores o consecuencia de una sistemática traición de clase por parte de las cúpulas? Antes de poder plantearnos las respuestas es necesario dar unos pasos atrás. Hay que tomar perspectiva antes de emitir una firme sentencia que condene a los sindicatos a la presión de la posición protagonista o al más vergonzoso trastero de las estructuras estériles. Para ello haremos un recorrido a lo largo de los más ilustres autores de la tradición de pensamiento marxista buscando pautas, métodos de análisis y propuestas políticas que puedan ser de ayuda en el abordaje de esta cuestión. Ni Marx, ni Engels, ni ninguno de sus seguidores intelectuales crearon nunca una teoría acerca del sindicalismo que pueda aplicarse indistintamente a todos los periodos históricos o a todas las coyunturas sociales. Sin embargo, no radica ahí la dificultad de comprender la importancia o el desarrollo de la «no teoría» del sindicalismo a lo largo de la obra de estos autores; se erraría al pretender aplicar cualquiera de las conclusiones de los clásicos de la tradición marxista a un fenómeno moderno sin un análisis y una contextualización previos.
Karl Marx & Friedrich Engels, clásicos en tiempos convulsos (1840-1895)
Los fundadores del materialismo histórico vivieron en una etapa convulsa de un movi­miento sindical que apenas había nacido. La primera impresión que tuvieron estos autores fue fundamentalmente positiva, cargada de esperanza y optimismo. Entienden que son asociaciones de obreros libres destinadas a luchar contra los capitalistas en sus propios centros de trabajo.

El «joven» Marx no prestó una especial atención a la cuestión sindical. En sus primeras obras no llegó a mencionar el tema más que en alguna proclama. Sin embargo, su íntimo amigo, Engels sí trató la problemática desde mediados de la década de 1840. De este periodo cabe destacar La situación de la clase obrera en Inglaterra, donde desarrolla extensamente la evolución de las luchas obreras. Las divide en tres periodos fundamentales: el delito —el robo, violencia aislada—, el combate contra las máquinas —más conocido como Ludismo— y, finalmente, la organización en asociaciones obreras (Trade Unions). De la obra se desprende unas moderadas expectativas, consciente de las limitaciones:
[El] acto de protesta del inglés surte su efecto: mantiene dentro de ciertos límites la avidez de ganancia de la burguesía, y mantiene viva la oposición de los obreros contra la omnipotencia social y política de las clases poderosas. Es más, en definitiva las obliga a confesar que para quebrar la dominación de la burguesía es necesaria algo más que los sindi­catos obreros y la acción de las huelgas.
Sin embargo, acto seguido añade…
No por ello deja de ser menos cierto que los sindicatos y las huelgas que emprenden revisten una importancia fundamental, porque son la primera tentativa que realizan los obreros para suprimir la competencia (Engels, 1845a, p. 48).
Marx no se pronunciaría concretamente al respecto hasta 1847, cuando escribe Miseria de la filosofía. Aquí vemos surgir un cierto optimismo sobre la función de los sindicatos. En esta obra afirma que
… los obreros no se han limitado a coaliciones parciales, que no tenían otro objetivo que la huelga pasajera y que con ella desaparecieran. Han formado coaliciones permanentes, Trade Unions, que sirven de baluarte para los traba­jadores en su lucha con los fabricantes (Marx, 1847, p.186).
Este ánimo se ve determinado por la coyuntura. En aquel momento, los sindicatos se estaban organizando de manera simultánea a las luchas políticas desempeñadas por el mo­vimiento cartista. Con el colapso y la derrota de este movimiento, los sindicatos pierden su carácter revolucionario y se entregan en gran medida al reformismo.

Marx comienza así un esquema de lucha que le acompañará toda su vida: la vincula­ción de la lucha económica —por la mejora de las condiciones de existencia— con la lucha política. Para él y para Engels, la lucha de los obreros no debe centrarse en motivaciones coyunturales, momentáneas o de respuesta a una acción determinada del gobierno o de la burguesía. Por el contrario, la lucha debe en­caminarse a la abolición del propio sistema de competencia y de trabajo asalariado como formas de explotación.

En este sentido son muy frecuentes las críticas a las asociaciones sindicales que priman los intereses inmediatos, la lucha de carácter puramente económico que olvida o deja en segundo lugar la política: «No deben olvidar que combaten los efectos y no las causas, [...] que aplican paliativos, pero que no curan el mal» (Marx, 1849a, p. 77)
Las tradeuniones […] son deficientes por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente en vez de esforzar­se, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema de trabajo asalariado (Marx, 1865, p. 87).
También su fiel amigo, Engels (1881b, p. 119-124), se suma a esta crítica situando el punto de mira en las consignas del movimien­to sindical. Los lemas históricos «por un salario justo» o «por una jornada de trabajo justa» no son sino la plasmación de la asunción de la ideología pequeñoburguesa; los obreros son los únicos que producen y generan valor, y en con­secuencia deben reivindicar la propiedad social de los medios de producción.

El objetivo político y su reflejo en el contenido de las reivindicaciones, serán elementos funda­mentales en el trato a la cuestión sindical a lo largo de toda la tradición marxista revoluciona­ria1. Sin embargo este no es, ni mucho menos, el único elemento que se repite de manera siste­mática en sus herederos teóricos.

La crítica a las burocracias sindicales (fenómeno germinal de su propia época) fue un recurso común en los alegatos contra el papel de los sindicatos ingleses y alemanes en la or­ganización del proletariado. Se aplica tanto en un sentido paternalista (Marx, 1868a, p. 130) como en un sentido desmovilizador. Los sindi­catos abandonan su papel como «vanguardia» para convertirse en grandes organizaciones cuyo rol se reduce casi exclusivamente a la re­gulación del salario y la jornada laboral (Engels, 1881a). Aparece entonces un término que se re­cuperará frecuentemente por los marxistas: la «aristocracia obrera», una minoría de obreros sobornados por el capital cuyos intereses difieren enormemente a los del conjunto de la clase obrera.

En contraposición a estas organizaciones, surgen sindicatos de menor tamaño e independientes. Esos «viejos sindicatos» se ven pronto enfrentados a los «nuevos sindica­tos» que son, para Engels (1890a), sindicatos formados por obreros empobrecidos dirigidos por socialistas.

No obstante, pese a las numerosas críticas, ni Marx ni Engels renunciaron a un cierto optimismo (Hymann, 1975) respecto al papel de los sindicatos en la lucha de clases. Este posicionamiento se aprecia claramente en la Resolución del I Congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores, donde Marx aborda la labor de los sindicatos en su pasado, su presente y su futuro. En esta resolución, les otorga la responsabilidad de aspirar a ser or­ganizaciones de defensa y representación de toda la clase obrera que reagrupen en su seno a los trabajadores aún no organizados y que se orienten a la consecución de la emancipa­ción radical del proletariado (Marx, 1866a). En la misma línea, Engels (1890a, p. 239) llega a afirmar que «si se quiere contar con un mo­vimiento de masas, hay que comenzar con los sindicatos».
Los debates sobre el sindicalis­mo moderno en el marco de la II y III Internacional (1900-1941)
Tras la muerte de Marx y Engels y la deriva ideológica de la Internacional, los líderes de la socialdemocracia2 crean una II Interna­cional de trabajadores con la expectativa de formar un órgano de cooperación internacional entre distintas tendencias, fundamentalmente marxistas socialdemócratas.

No tardó en estallar el conflicto entre los marxistas en su centro neurálgico: El SPD Alemán. En él tuvieron lugar numerosos debates y enfrentamientos teóricos agravados por la Primera Guerra Mundial. En este caso, nos cen­traremos en el aspecto sindical de los debates.

La líder obrera Rosa Luxemburg en su polémica con Eduard Bernstein, materializada en el libro Reforma o revolución, habla de unos sindicatos reducidos a instrumentos destina­dos a la reducción progresiva de la ganancia a favor del salario, lo que degenera en reivindica­ciones propias de condiciones pre-capitalistas (Luxemburg, 1900). Le reprocha a Bernstein que trate de reducir la lucha de los obreros a la lucha contra la «distribución capitalista» en vez de orientarla contra el propio modo capitalista de producción. En este sentido afirma que los sindicatos, así como las cooperativas, son los puntos de apoyo de la teoría del revisionismo.

De este razonamiento deduce que para superar la lucha coyuntural de los sindicatos, éstos deben estar relacionados íntimamente con el partido que representa los intereses de los trabajadores como clase, idea que se con­trapone con la teoría de la llamada «igualdad de derechos»3 que encontraba respaldo en las posturas más moderadas de su partido. Para ella, los militantes socialistas deben entrar en los sindicatos con el objetivo de impregnarlos con una retórica y una política revolucionarias, más allá de la lucha económica. Su conclusión fundamental es apostar por la completa unidad del movimiento obrero sindical y socialista, ab­solutamente necesaria para las futuras luchas de masas alemanas,
… está realizada desde ahora y se manifies­ta en la vasta multitud que forma al mismo tiempo la base del Partido socialista y la de los sindicatos y en la convicción a partir de la cual las dos caras del movimiento se confunden en la unidad mental (Luxemburg, 1905, p.103).
Para alcanzar esta unidad se debe acabar con las cúpulas sindicales, las cuales, fruto de la quietud y las luchas puramente económicas, han caído en el «burocratismo y la estrechez de miras».

Luxemburg resalta dos elementos centrales que recorrerán la mayoría de las tesis formu­ladas respecto a la cuestión sindical en los si­guientes años. Por un lado, la relación entre el partido y los sindicatos. Y por el otro lado, la cuestión —ya introducida por los clásicos— de las burocracias sindicales.

En el mismo sentido que Luxemburg y defi­nitivamente ligada a los postulados clásicos de Marx y Engels, Lenin realiza una durísima crítica contra el «economismo» (también llamado «tra­deunionismo»), esto es, la reducción de la lucha a las conquistas cotidianas como la subida del salario o la reducción de la jornada de trabajo olvidando los intereses generales de la clase obrera. En ¿Qué hacer? (1902), Lenin propone (de manera más rotunda que Luxemburg) la primacía del partido guiado por la teoría de vanguardia, frente a los sindicatos. El Partido debe unir las tres luchas —económica, política y teórica— y servir como remedio contra la es­pontaneidad de las luchas obreras, formando una vanguardia consciente que «organice» la revolución. También arremete contra la teoría de la «neutralidad sindical», impulsada entre otros por el eminente pensador marxista ruso, Georgui Plejánov. Según Lenin (1908), los sin­dicatos no deben ser en ningún caso neutrales, pues tienen que estar alineados con los intereses de la clase obrera representados por el Partido.

Es pertinente considerar que Lenin (1902) retoma también la crítica de los lemas sindi­calistas, desmontando el extendido lema de «imprimir a la lucha económica un carácter político», pues oculta en su interior una tendencia tradeunionista: la de reducir lo político a una serie de medidas administrativas y jurídicas sin cuestionar, en el fondo, el carácter de clase del propio Estado burgués.

Pese al aparente pesimismo respecto a los sindicatos como organismos independientes, Lenin (1902) no duda en reconocer que «las organizaciones sindicales no sólo pueden ser extraordinariamente útiles para desarrollar y reforzar la lucha económica sino que pueden convertirse, además, en un auxiliar de gran im­portancia en la agitación política y la organiza­ción revolucionaria» (p. 244). Tanto es así que en la URSS, y en todo el movimiento sindical mundial, se popularizó la conocida consigna de los sindicatos como «escuelas de comunismo» —esta proposición no debe ni puede ser aplicada al Partido, pues es una organización de van­guardia consolidada, no una escuela (Lozovsky, 1935). Y para el correcto desarrollo de esta función de lucha y apoyo, resulta de vital impor­tancia otra consigna que también acompañará al conjunto del movimiento sindical (especial­mente leninista): «la unión sindical».

Sería conveniente hacer un pequeño apunte llegados a este punto. En la academia vemos cómo el texto que quizás más se ha referenciado (a veces no directamente) acerca de la relación entre la teoría leninista y los sindicatos es Acerca del papel y las tareas de los sindicatos en las condiciones de la nueva política económica (1922). De él se ha extraído en numerosas ocasiones la conocida expresión de la «correa de transmisión». Esta expresión ha generado cierta polémica, pues en muchos casos se ha dicho que Lenin veía a los sindicatos como una «mera correa de transmisión [del partido político]» (Paramio, 1986, p.75). Tal y como hemos visto, la cuestión no es tan simple, Lenin no es reduc­cionista en este sentido, y esta afirmación debe, en cualquier caso, contextualizarse en un texto que trata de la situación de los sindicatos en el Estado socialista.4

El aporte que hace Lenin a la cuestión sindical no acaba aquí. En su feroz alegato contra los «izquierdistas» (La enfermedad infantil del «iz­quierdismo» en el comunismo), les espeta que los comunistas deben participar en los sindicatos mayoritarios aunque éstos sean controlados por tendencias no revolucionarias o incluso abur­guesadas del movimiento socialdemócrata. Los comunistas no pueden mantenerse ajenos a las masas criticándolas desde organizaciones margi­nales, sino que deben entrar en las organizaciones mayoritarias manteniendo en ellas las propuestas propias de la socialdemocracia (Lenin, 1920).

Lenin tampoco obvia la cuestión de las aris­tocracias obreras, al contrario, habla de una
… aristocracia obrera» profesional, mezquina, egoísta, desalmada, ávida, pequeñoburguesa, de espíritu imperialista, comprada y corrom­pida por el imperialismo (Lenin, 1920, p.377).
Incluso profundiza en su origen:
Es evidente que la gigantesca superganancia […] permite corromper a los dirigentes obreros y a la capa superior de la aristocracia obrera. Los capitalistas de los países «adelantados» los corrompen, y lo hacen de mil maneras, directas e indirectas, abiertas y ocultas.
Esa capa de obreros aburguesados o de «aristocracia obrera», enteramente pequeño­burgueses por su género de vida, por sus emo­lumentos y por toda su concepción del mundo es […] hoy en día, el principal apoyo social de la burguesía. Porque son verdaderos agentes de la burguesía en el seno del movimiento obrero, lugartenientes obreros de la clase capitalista […], verdaderos vehículos del reformismo y del chovinismo (Lenin, 1917, p. 699).
Esta cuestión también fue estudiada con detalle por el teórico y revolucionario Lev Trostki. ¿Adónde va Inglaterra? (1925) es una de las primeras obras donde analiza el papel que jugaron los sindicatos en la sociedad ca­pitalista. En ella menciona el fenómeno de la proliferación y el desarrollo de la ideología con­servadora en los mismos (Hymann, 1975). Aun manteniendo una cierta perspectiva optimista sobre su papel, los sindicatos pierden todo su potencial revolucionario; pasan a ser un elemento de interés tras la propia revolución proletaria. Más adelante se acentúa esta pers­pectiva, poniendo el foco en la excesiva buro­cratización de las organizaciones sindicales (no sólo en los países capitalistas sino también, en igual medida, en los países socialistas):
En los estados capitalistas se observan las formas más monstruosas de burocratismo precisamente en los sindicatos. Basta con ver lo que pasa en Norteamérica, Inglaterra y Alemania. […] Gracias a ella [la burocracia presente en los sindicatos de la «Internacional de Ámsterdam»] se mantiene en pie toda la es­tructura del capitalismo, sobre todo en Europa y especialmente en Inglaterra. Si no fuera por la burocracia sindical, la policía, el ejército, los lores, la monarquía, aparecerían ante los ojos de las masas proletarias como lamentables y ridículos juguetes. La burocracia sindical es la columna vertebral del imperialismo británico (Trotski, 1929, p.42-43).
Para Trotski, los sindicatos no tardaron en asumir un papel completamente contrarrevo­lucionario. Corruptos hasta su médula por la burocracia sindical (impulsada por el Estado ca­pitalista), los mastodónticos aparatos sindicales se convierten en inútiles cascotes de lo que un día fueron. El Estado ha internalizado comple­tamente sus estructuras.

Sin embargo los comunistas no pueden es­tancarse en la crítica pasiva, deben ser cons­cientes de que en el seno de estas organizacio­nes se encuentran muchos trabajadores que no pueden ser despreciados. Por ello es deber de los revolucionarios trabajar de manera soterrada en las estructuras sindicales sin des­cubrirse como tales.
Es absurdo pensar que sería posible trabajar contra la burocracia sindical con su propia ayuda, o siquiera con su consentimiento. Ya que se defiende mediante persecuciones, vio­lencias, expulsiones, recurriendo frecuente­mente a la ayuda de las autoridades guber­namentales, debemos aprender a trabajar discretamente en los sindicatos, encontrando un lenguaje común con las masas pero sin des­cubrirnos prematuramente ante la burocracia (Trotski, 1933, p.75).
Esta represión y corrosión de la acción sindical se acrecienta aún más cuando el Estado encuentra en ellos resistencia activa. Sin embargo, como decimos, para él no se debe obviar el plano sindical a la hora de enfrentarse al Estado —fascista o burgués.

Ya en sus últimos escritos, Trotski le otorga una importancia crucial a los sindicatos, pola­rizando su función en un sentido notablemente más optimista de lo que encontramos años antes:
Los sindicatos […] pueden servir como he­rramientas secundarias del capitalismo im­perialista para la subordinación y adoctrina­miento de los obreros y para frenar la revolu­ción, o bien convertirse, por el contrario, en las herramientas del movimiento revoluciona­rio del proletariado (Trotski, 1940, p. 98).
No se puede pasar por alto a otro de los autores fundamentales de la teoría marxista moderna: el italiano Antonio Gramsci.

En 1919 analiza pormenorizadamente la labor de los sindicatos junto con la de los consejos de fábrica. Para él, los sindicatos son instrumen­tos — concebidos como armas contra las acciones concretas de la burguesía— útiles para proveer al proletariado de gestores y técnicos pero «no puede[n] ser la base del poder proletario», así como tampoco surgirán de ellos «los cuadros en los que se encarnen el impulso vital, el ritmo de progreso de la sociedad comunista» (Gramsci, 1919, p. 98-99). Efectivamente:
los obreros convertidos en dirigentes sin­dicales perdieron por completo la vocación laboriosa y el espíritu de clase, adquirieron todos los caracteres del funcionario peque­ñoburgués, intelectualmente perezoso y mo­ralmente corrompido o fácil de corromper (Gramsci 1922, p. 145).
Aun sin considerarlos el motor de cambio ni su vehículo, ve necesario que los comunistas se organicen en ellos y usen su influencia para impregnarlos de las tesis y tácticas de la III In­ternacional. Como vemos, él tampoco elude de ninguna manera la tarea de entrar en la polémica de la relación entre Partido y sindicatos:
Sobre las relaciones entre el partido y el mo­vimiento sindical no pueden ser definidas con los conceptos tradicionales de igualdad entre los dos organismos o de subordinación del uno al otro, sino que solamente con una noción de relaciones políticas establecidas entre el cuerpo electoral y el partido político que a él propone una lista de candidatos para la admi­nistración. Si la noción es igual, sin embargo la práctica real es fundamentalmente distinta.
El partido comunista tiene su representación permanente constituida en el seno del sindicato y actúa a través de ella, es decir con la mayor competencia y con la mayor responsabilidad. No se trata entonces de dos organismos distintos: sólo se trata, como por otro lado siempre ha sucedido, de una parte de la asamblea sindical que hace proposiciones y expone su programa al resto de la misma. (Gramsci, 1922, p. 146)
Propone un modelo de células partidistas en red dentro de los distintos sindicatos, de­fendiendo en su seno las posturas del partido comunista. Esta red se formará con carácter permanente y mantendrá unos objetivos comunes (y tácticas autónomas) incluso después de la revolución socialista. Entre los principales objetivos deben figurar, con marcada impor­tancia, la unidad sindical en Italia y fomentar la incorporación de los distintos sindicatos a la Internacional Sindical Roja —la Profintern— (Gramsci, 1922). Rescata, además, el espíritu de La enfermedad infantil… cuando responde al iz­quierdista Vecchi que los comunistas no deben aspirar, «por principio», a la creación de nuevos sindicatos (Gramsci, 1923).

Llegados a este punto, debemos señalar y poner en valor la versatilidad de la teoría marxista. Hay quien clamaría por lo errático de las distintas posturas teórico-prácticas, sin embargo, eso lejos de devaluar la propuesta, hace de ella algo vivo y adaptable a las distintas situaciones. Sería inútil y contraproducente obcecarse dogmáticamente en una posición radical u otra respecto a la función de los sin­dicatos para los revolucionarios. De hecho, en­contramos ejemplos de cristalización teórica en ambos sentidos. Por un lado los «consejistas» de izquierdas quienes, como Gorter o Mattick —rescatando las ideas de Pannekoek—, ofrecen una postura completamente férrea e inamo­vible sobre el carácter contrarrevolucionario y perverso de los sindicatos (Gorter, 1920). Por otro lado, encontramos el sindicalismo revolu­cionario de Sorel (1906) y sus seguidores, para quienes el Sindicato es el instrumento de la guerra social que conduce a la liberación. En ambos casos la teoría queda devaluada5 al no ofrecer un marco amplio para el análisis de la realidad social.
Cismas en los posicionamientos marxistas tras la III Internacio­nal (1945-1980)
Antes de precipitarnos al esbozo de unas conclusiones, debemos abordar, aunque sea de manera sucinta, los debates que tuvieron lugar con posterioridad a la III Internacional, en el marco de la segunda mitad del siglo XX.

Tras la Segunda Guerra Mundial (en 1945) y la muerte de Stalin (en 1953) el marxismo se encontraba dividido entre distintas tenden­cias duramente enfrentadas. Mientras que los países socialistas se encontraban profundamen­te fragmentados en tendencias de desarrollo —soviética, pro-china y yugoslava fundamen­talmente—, los intelectuales y pensadores en occidente no tardaron en dar de lado al partido comunista y a las «versiones oficiales» para de­sarrollar una teoría en gran medida vacía de contenido político concreto.

La mayoría de los países socialistas, así como sus sindicatos afines se coordinaban en la Fe­deración Sindical Mundial (FSM), llegando a ser un importante referente para las capas más combativas del proletariado organizado. Sin embargo, al igual que la Profintern nunca llegó a tener el volumen de afiliados que la Internacio­nal de Ámsterdam —pese a tener el importarte apoyo y contar con los miembros de los sindica­tos de países socialistas—, la FSM se ve eclipsada por las diferentes organizaciones de sindicatos moderados, entre las que destaca (en occidente) la Confederación Europea de Sindicatos.

Como hándicap añadido, la FSM no contaba con una unidad de acción o de discurso. En su seno existían grandes contradicciones que no eran sino el reflejo de las discusiones en el mo­vimiento comunista internacional. Los soviéti­cos, los mayores promotores de la organización, apostaban aún por la vía de los frentes amplios no rupturistas, incluyendo en sus objetivos la lucha por la paz y el aglutinamiento de fuerzas de clase. Mientras tanto, los chinos y los albaneses veían en el cambio en las líneas sin­dicales, un reflejo de la «coexistencia pacífica» y del giro hacia el reformismo y el oportunismo impulsado por el espíritu del XX Congreso del PCUS (Kota, 1976).

Al mismo tiempo, la intelectualidad marxista occidental marchaba por otros derroteros. Los grandes pensadores críticos de la segunda mitad de siglo en Europa habían olvidado su relación con el Partido, y además, habían aban­donado en su mayoría cualquier conexión con la lucha política. Muchos de ellos no tardaron en caer en un pesimismo, no sólo respecto a la labor sindical, sino en cuanto al conjunto de la actividad revolucionaria (Anderson, 1976). Ya desde la Escuela de Frankfort se aprecia una inexorable tendencia hacia la pasividad; se ana­lizaban las causas de la derrota con mucha más profundidad que los medios para la victoria. Esto llevó, en lo que nos concierne, al repentino olvido de las organizaciones revolucionarias en general. Para este grupo de intelectuales, el Estado capitalista había internalizado comple­tamente las estructuras que antaño pudieran ser revolucionarias. Posteriormente, el pensador marxista francés, Louis Althusser (1984), no por casualidad, incluyó a los sindicatos como un órgano más de los «aparatos ideológicos del estado» capitalista.

En otras palabras, mientras los revolucio­narios organizados discutían sobre la manera correcta de extender la revolución a occidente y al mundo, desde una influencia mínima en las masas sociales, los intelectuales marxistas occi­dentales —huérfanos ya de Partido—, dejaban en la estacada la propia idea de revolución.
La praxis, única base de la teoría sindical
Por escueto que haya sido nuestro recorrido por la vasta teoría que se ha desplegado en torno a la cuestión sindical, podemos extraer de ella los atisbos de la formación de una teoría: la teoría de la praxis.

Ninguno de los más grandes pensadores ha propuesto una serie de ideas preconcebidas sin conexión con la situación social. En definitiva, no existen recetas mágicas ni formulas inamo­vibles. Cualquier intento de coagulación de la teoría marxista sería una renuncia a la propia tradición de pensamiento revolucionario en la que nos enmarcamos. Tampoco se puede ver como mero «optimismo» o «pesimismo» ninguna de las teorías que se han expuesto. En primer lugar, porque sería faltar a la verdad tratar de resumir de una forma u otra cualquiera de las posturas planteadas, y en segundo lugar, porque de esta manera las estaríamos despojan­do de cualquier contenido revolucionario.

No se trata de saber cuál es la receta «correcta», ni siquiera de identificarnos con una u otra. Tampoco de analizar las discrepancias entre ellos o sus elementos de confluencia. Pese a que eso puede albergar cierto interés académico o histórico, nuestro deber es analizar, como ellos lo hicieron, nuestra realidad histórica antes de establecer una táctica sindical u otra.

El modelo de análisis que se propone a conti­nuación no es más que un bosquejo con el que se marcan elementos fundamentales de cualquier estudio marxista a la hora de enfrentarnos a la cuestión sindical. Estos son:
El desarrollo histórico concreto de las fuerzas productivas y del mercado de fuerza de trabajo en el entorno. De ello se desprenderá una determinada correlación de clases a partir de la cual se construiría una estrategia revolucionaria u otra.
— La correlación de fuerzas entre las distintas clases y su plasmación en las centrales sindicales. Algunos aspectos destacables serían el volumen de afiliados y las políticas propuestas, así como su implantación en las masas.
— La situación política e ideológica —su­perestructural— en el Estado concreto. Políticas destinas al desarrollo o coope­ración sindical. Incluimos aquí la actitud del Estado frente a los movimientos re­volucionario-reivindicativos.
Obviamente hay otros elementos que deben ser tomados en cuenta como las contradicciones respecto a la cuestión nacional, los medios de co­municación, las relaciones de género, etc. Todo esto puede condicionar (e incluso, en algunas circunstancias, determinar) la cuestión sindical. Sin embargo, no son sino condiciones subalter­nas cuando abordamos esta problemática.
Este análisis no puede ser pura y simplemen­te académico, debe incluir inexorablemente la praxis política. Es deber de los revolucionarios entrar en contacto con las masas en sus organi­zaciones defendiendo en su seno las líneas de la emancipación de la clase trabajadora.

No hay mejor remedio contra el dogmatis­mo táctico que la combinación de la lectura, el análisis y el activismo. Todo ello es imprescin­dible para afinar unas apropiadas líneas en la cuestión sindical.
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Notas
1. Se denomina «tradición marxista revolucionaria» al conjunto de pensadores-activistas que suscribieron la perspectiva marxista de la revolución proletaria, en contraposición con aquellos que tomaron el marxismo como método o referencia despojándolo del contenido revolucionario.
2. En el texto se emplea la palabra «socialdemocracia» en el sentido histórico de sus orígenes, hoy podría traducirse como socialismo o comunismo.
3. Esta teoría expone que el partido y el sindicato deben ser organizaciones independientes y al mismo nivel político, de manera que ninguno pueda inmiscuirse en los asuntos del otro.
4. Gran parte de la obra de Lenin referida a los sindicatos trata de su papel en el socialismo, como herra­mientas de organización de la emulación o como estructuras de organización de clase, sin embargo ese tema escapa al ámbito de este documento. Es en este plano, donde Lenin desarrolla sus polémicas con Trotski o Tomsky.
5. Curiosamente, estas dos teorías llegan a confluir, junto con un amasijo de teorías estéticas y radicales, en la formación del llamado «izquierdismo moderno» (Gombin, 1973)

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