27/3/16

Marx y la periferia

Karl Marx ✆ Xavier Lorman
Claudio Katz    |   Es sabido que Marx modificó su visión de los países subdesarrollados. Inicialmente concebía una ligazón pasiva de estas naciones con el auge y declive del capitalismo mundial. Posteriormente realzó la resistencia al colonialismo. Ese giro fue intensamente discutido en los años 70 por los investigadores de su obra. El trasfondo de ese interés era el entusiasmo por las revoluciones socialistas en la periferia.  Los marxistas evaluaban la continuada brecha entre economías avanzados y retrasadas, a la luz de las intuiciones expuestas por el autor de El Capital. Los autores nacionalistas criticaban la hostilidad (o indiferencia) de Marx hacia el mundo colonial. Los neoliberales impugnaban o demonizaban su obra. ¿Cómo abordó Marx el problema de la periferia?
Socialismo cosmopolita
En su primera visión Marx supuso que la periferia repetiría la industrialización del centro. Consideró que el capitalismo se expandiría a escala mundial creando un sistema interdependiente, que facilitaría tránsitos acelerados al socialismo. Estimaba que el despojo de los artesanos y los campesinos conduciría a una expropiación ulterior de los confiscadores. El Manifiesto Comunista presenta esa mirada. El capitalismo es retratado como un régimen que derriba murallas y expande su dominación desde el centro hacia la periferia (Marx, 1967).

China es mostrada como una sociedad bárbara que será modernizada por la penetración colonial. India es descripta como un país estancado por la preeminencia de  comunidades rurales, creencias místicas y déspotas parasitarios. Se supone que esas estructuras quedarán demolidas con la instalación del ferrocarril y la importación de textiles británicos (Marx, 1964: 30-58, 104-111).

Pero, a diferencia de sus contemporáneos, el pensador alemán combinaba ese análisis con fuertes denuncias. Remarcaba la destrucción de formas económicas arcaicas cuestionando al mismo tiempo las atrocidades del colonialismo. Realzaba la función modernizadora del capital y objetaba las masacres perpetradas por los invasores.

Con este parámetro evaluaba el libre comercio. Los elogios al intercambio -que rompía el aislamiento de viejas sociedades- eran complementados con críticas a las dramáticas consecuencias de esa expansión.

Esta tensión ente ponderaciones y rechazos era compatible con una expectativa en rápidas victorias del socialismo. Marx suponía que la generalización del capitalismo aceleraría en pocas décadas la erradicación de ese sistema. También esperaba una vertiginosa irradiación de ese resultado desde el centro europeo hacia el resto del mundo.

Esta concepción cosmopolita del socialismo presuponía una acelerada secuencia de industrialización global, debilitamiento de las naciones y eliminación del colonialismo. Era una mirada afín al internacionalismo proletario de la época, que retomaba las utopías universalistas gestadas durante el siglo de las luces.

Marx compartía el proyecto humanista de trascender inmediatamente a la nación por medio de comunidades sin fronteras. A diferencia del cosmopolitismo radical legado por la revolución francesa, promovía la igualdad social junto a la ciudadanía universal (Lowy, 1998:11-21). Al subrayar que el “capital no tiene patria” el revolucionario alemán observaba la mundialización del predominio burgués, como un paso hacia la disolución conjunta de las naciones y las clases. Esta propuesta de hermandad global gozaba de gran predicamento entre el artesanado geográficamente móvil que nutría a la I Internacional (Anderson, P, 2002).
Rebeliones y virajes
Marx quedó muy impactado por la rebelión china de Taiping (1850-64) que fue zanjada con millones de muertos. Denunció al colonialismo británico y observó esa tragedia como un proceso destructivo carente de alternativas. También fue conmovido por la revuelta de los cipayos de India (1857-58), que los ingleses aplastaron en forma sangrienta. Allí comenzó a notar cómo la expansión del capitalismo desataba grandes resistencias de los oprimidos (Marx, 1964: 139-143, 161-181).

Estos alzamientos modificaron su mirada. Ya no desvalorizó lo ocurrido en las colonias, ni repitió que las sociedades asiáticas estaban destinadas a copiar el patrón europeo. El actor omitido en el Manifiesto Comunista comenzó a cobrar cuerpo. Marx fue uno de los primeros pensadores occidentales en apoyar la independencia de la India.

Pero el mayor cambio se produjo con los levantamientos de Irlanda. Allí confirmó que el saqueo colonial destruye sociedades sin facilitar su desarrollo ulterior. Marx comparó la devastación británica de su vecino con las depredaciones que realizaban los mongoles. Observó que la reorganización rural impuesta en la isla era una caricatura de lo realizado en Inglaterra. Lejos de aumentar la productividad agraria reforzó la aristocracia territorial, la expulsión de los campesinos y la concentración de la propiedad.

El autor de El Capital también notó cómo la burguesía inglesa bloqueaba el surgimiento de manufactureras irlandesas, para garantizar el predominio de sus exportaciones. Además, los capitalistas se aprovisionaban de fuerza de trabajo barata para limitar las mejoras de los asalariados británicos.

Al observar el saqueo de Irlanda, Marx abandonó su expectativa anterior en la expansión capitalista. Percibió cómo la acumulación primitiva no es la antesala inmediata de procesos de industrialización, en un país sometido al despojo (Marx, 1964: 74-80).

A partir de ese momento transformó su simpatía por la resistencia en India y China en un elogio explícito de la lucha nacional. Enalteció la rebelión de los irlandeses, que retomando viejas tradiciones comunales obligaron a los británicos a militarizar la isla.

El teórico alemán participó intensamente en las campañas para lograr la adhesión de los obreros ingleses a esa lucha. Comprendió la necesidad de contrarrestar la división promovida por los capitalistas entre los asalariados de ambas naciones. Señaló que la lucha irlandesa contribuía a reducir esas tensiones y adoptó la famosa frase de propagada a favor de los resistentes fenianos (“un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”) (Barker, 2010).

Los escritos de 1869-70 ilustran esta maduración. Marx ya no concibió la independencia de Irlanda como un resultado de victorias proletarias en Inglaterra. Privilegió una secuencia inversa e incluso consideró que la eliminación de la opresión nacional era una condición de la emancipación social. Destacó la estrecha interacción entre ambos procesos y recordó cómo en el pasado el aplastamiento de Irlanda había contribuido a frustrar las revoluciones contra la monarquía inglesa (Marx; Engels, 1979).
Esclavos y oprimidos
La nueva concepción de convergencias entre el proletariado europeo y los desposeídos del resto del mundo motivó el apoyo de Marx al Norte en la guerra de secesión estadounidense (1860-65). Adoptó la bandera del abolicionismo frente a la gran presión de los fabricantes británicos a favor del Sur. Los capitalistas se abastecían del algodón cosechado por los esclavos y convocaban a los obreros textiles ingleses a preservar su empleo, evitando toda participación en el conflicto americano.

Marx denunció ese chantaje y ratificó la necesidad de acciones comunes a ambos lados del Atlántico, para doblegar la sociedad de los explotadores británicos con los plantadores sureños.

Esa campaña también apuntó a contrarrestar la fractura racista dentro de la naciente clase obrera estadounidense. Los asalariados inmigrantes observaban al esclavo como un competidor que achataba su salario. Marx promovió pronunciamientos de la I Internacional para crear vínculos entre los trabajadores blancos y los oprimidos afro-americanos.

La guerra de secesión se desenvolvía en un país percibido como una democracia potencial de gran envergadura. Marx consideraba que la liberación de los esclavos y el aplastamiento de los plantadores aportarían un ejemplo mayúsculo de logros revolucionarios.

Por eso criticaba la timidez inicial de Lincoln que rechazaba el armamento de los negros promovido por las abolicionistas radicales. Estas vacilaciones ponían en peligro la victoria del Norte, que superaba ampliamente a los confederados en el plano económico y militar (Marx; Engels, 1973: 27-74, 83-171).

En su nueva etapa Marx celebró los procesos revulsivos en varias partes del mundo. Nunca dudó de la primacía europea en el pasaje al futuro socialista, pero subrayó el protagonismo de otros sujetos. Reivindicó la constitución de las juntas radicales en Cádiz frente a la invasión napoleónica y retrató con gran simpatía las rebeliones de las Antillas contra el colonialismo anglo-francés.

Pero lo más significativo fue su apoyo a México. Denunció la expedición de Maximiliano para cobrar deudas ocupando el país y apoyó las grandes reformas democráticas introducidas por Benito Juárez. Con esa definición dejó atrás su justificación anterior de la apropiación de Texas por parte de los colonos anglo-americanos  (Marx; Engels, 1972: 217-292).

Marx abandonó su tesis precedente de emancipación externa de la periferia. Ya no supuso que los cambios en el mundo serían más rápidos que la maduración interna de las sociedades no europeas. Su visión del futuro pos-capitalista comenzó a incluir rebeliones en la periferia convergentes con el proletariado europeo.
Democracias y comunas
La nueva mirada enriqueció el enfoque de Marx sobre las batallas democráticas en el Viejo Continente. Esas luchas incluían demandas de auto-determinación nacional de pueblos sometidos a las monarquías imperiales de Rusia y Austria.

El teórico comunista era un activo partícipe de esas confrontaciones y apoyaba las unificaciones de Alemania e Italia resistidas por las autocracias. Marx auspiciaba la radicalización socialista de esas luchas. Proclamaba la carencia de patria del proletariado e imaginaba procesos de convergencia popular que desbordarían las fronteras. Pero favorecía también las insurrecciones nacionales que debilitaban al zarismo y a los Habsburgo (Munck, 2010).

Marx ponía el foco en quién resiste y cómo se presenta cada batalla. Razonaba en términos de acción y protagonistas de grandes gestas. Por eso reivindicaba la resistencia de los húngaros contra los ocupantes austríacos y la belicosidad de los polacos contra los opresores rusos.

Observaba especialmente el combate de Polonia como un “termómetro de la revolución europea”. Ese país había perdido su independencia con la partición entre Rusia, Prusia y Austria y era epicentro de reiterados levantamientos (1794, 1830, 1843, 1846).

Marx adoptó ese anhelo nacional como una bandera permanente. No sólo registró la espontánea solidaridad que suscitaba en todo el continente. También polemizó con las corrientes anarquistas que descalificaban esa resistencia, tanto por su ligazón con la nobleza como por su lejanía con las reivindicaciones obreras. Al proclamar que “Polonia debe ser liberada en Inglaterra”, Marx discutía con un enfoque que anestesiaba la conciencia internacionalista de los trabajadores (Healy, 2010).

El revolucionario alemán asignó a la independencia de ese país una gran incidencia en la batalla contra el zarismo. Como priorizaba la derrota de esa fuerza conservadora tomó partido contra Rusia en la guerra de Crimea con el Imperio Otomano. Rehuía el neutralismo y jerarquizaba los triunfos sobre al enemigo principal.

A partir de lo observado en India, China, Irlanda y México, Marx incorporó una nueva hipótesis de fuerzas transformadoras al interior del imperio ruso. Reconsideró el papel de las viejas formas comunales en el agro, que anteriormente veía como simples rémoras del pasado. Estimó que podían cumplir un rol progresista y evaluó la posibilidad de un tránsito directo al socialismo desde esas formaciones colectivas (Marx; Engels, 1980: 21-65).

Su nueva mirada sobre la periferia influyó en esta aceptación de un salto directo hacia etapas pos-capitalistas. Marx modificó su rechazo previo a esa eventualidad. Lo que había descartado en 1844 como una ingenua modalidad de “crudo comunismo” se convirtió treinta años después en una alternativa factible. Por eso extendió el estudio de las comunas a otros casos (India, Indonesia, Argelia).
Un nuevo paradigma
En su primera etapa Marx resaltó la dinámica objetiva del desarrollo capitalista como un proceso de absorción de formas precedentes de producción. Resaltó el rol de las fuerzas productivas como determinantes primordiales del curso de la historia. Por eso supuso que el capitalismo se desenvolvería incorporando a la periferia al torrente de la civilización. En el segundo período Marx abandonó la idea de un amoldamiento pasivo del mundo colonial al devenir del capitalismo. Consideró saltos de etapas y señaló fuerzas activas que en la periferia podían acelerar la introducción del socialismo.

Kohan interpreta este viraje conceptual como un cambio de paradigma. Una filosofía unilineal asentada en el comportamiento de las fuerzas productivas fue reemplazada por una mirada multilineal, que resaltaba el papel transformador de los sujetos. La revisión de la problemática nacional-colonial precipitó el viraje.

Esta caracterización contrasta con la tradicional dicotomía entre dos Marx que introdujo Althusser. Ese enfoque distinguía al joven “humanista”-concentrado en la problemática filosófica de la alineación- del viejo “científico” absorbido por la detección de leyes del capitalismo. En el tratamiento de la periferia esa secuencia se invierte. El pensador debutante del Manifiesto estaba más atento a los procesos objetivos de expansión capitalista y el autor maduro de El Capital resaltaba la gravitación subjetiva de la lucha nacional y social (Kohan, 1998: 228-254).

Kevin Anderson subraya este mismo itinerario. La rígida cronología de absorción de la periferia a la modernización del centro fue reemplazada por una mirada de cursos abiertos y variados de desenvolvimiento histórico. También estima que las singularidades de la periferia indujeron a Marx a dejar atrás el estricto modelo de adaptación de las superestructuras (políticas, ideológicas o sociales) a los cimientos económicos. El esquema de amoldamiento del contexto social (relaciones de producción) al crecimiento económico (fuerzas productivas) fue sustituido por una visión de procesos codeterminados y sin direccionalidades preestablecidas (Anderson K, 2010: 2-3, 9-10, 237-238, 244-245)

Otros autores sostienen que este giro de Marx no alteró su modelo inicial (Sutclie, 2008). Pero el tenor de los cambios indica modificaciones sustanciales. En 1850 Marx avizoraba al movimiento democrático de China e India como un simple aliado de los obreros europeos. En 1870 ya observaba la independencia de Irlanda como un motor de la revolución en Inglaterra. En 1880 fue más lejos y consideró que Rusia compartía con Europa un lugar clave en el debut del socialismo.
Convergencia y fracturas
La visión rudimentaria de la periferia que expuso del primer Marx sintonizaba con la inmadurez de su pensamiento económico. Por eso el Manifiesto avizoraba un vertiginoso proceso de mundialización que se verificó recién en la centuria posterior.

Junto a la Miseria de la filosofía y Trabajo asalariado y capital, el Manifiesto se ubicó a mitad de camino en la elaboración de Marx. Ya había desarrollado su crítica a la propiedad privada, descubierto la centralidad del trabajo, modificado el análisis antropológico de la alienación y captado la utilidad de la concepción materialista de la historia.

Pero no había superado a Ricardo, ni reformulado la teoría del valor con el concepto de la plusvalía. Las mismas correcciones cualitativas que introdujo Marx en su visión de China, Irlanda o Rusia fueron incorporadas a su visión de la economía.

En el Manifiesto exponía analogías entre el obrero y el esclavo que todavía estaban emparentadas con el “salario de subsistencia” de Ricardo. No caracterizaba aún el valor de la fuerza de trabajo como parámetro histórico-social, sujeto al impacto contradictorio de la acumulación. Aparecían referencias a la “miseria creciente” que serían sustituidas por enfoques centrados en la declinación relativa del salario. Las crisis eran presentadas como efectos del sub-consumo, sin integrar la estrechez del poder adquisitivo al movimiento descendente de la tasa de ganancia (Katz, 1999).

Estas insuficiencias permiten entender los errores que cometió Marx en sus primeras caracterizaciones de Asia y América Latina. A medida que perfeccionó sus investigaciones sobre el capitalismo, sustituyó la presentación de tendencias genéricas del mercado mundial por análisis específicos de la acumulación a escala nacional.

En la preparación de El Capital Marx analizó en detalle la economía inglesa. Estudió tarifas, salarios, precios, ganancias, tasas de interés, rentas y pudo observar contraposiciones entre el desarrollo y el subdesarrollo. Analizó por ejemplo los vínculos del atraso irlandés con la expansión industrial británica. Notó como la equiparación entre economías centrales coexistía con brechas crecientes con el resto del mundo.

La época de Marx (1830-70) estuvo signada por la irrupción de varios focos de acumulación (Europa Occidental, América del Norte, Japón), junto a una segunda variedad de colonialismo. Por eso hubo proteccionismo en las economías emergentes y libre-comercio a escala mundial.

En su segunda etapa el teórico alemán comenzó a percibir variedades de evolución en la periferia, a partir de las diversidades en curso en el centro. El debut británico con industrialización -preparado por beneficios comerciales y agrícolas- fue sucedido por la expansión manufacturera francesa con gran incidencia de los bancos. Rusia extendió su estructura fabril con impulso militar preservando la servidumbre y Estados Unidos siguió un modelo opuesto de puro despegue capitalista.

Cuando Marx afirma que “el país más desarrollado muestra al siguiente la imagen de su propio futuro” alude a ese tipo de economías equivalentes. No extiende la igualación a la periferia. Se refiere a una evolución entre pares o a un tránsito hacia esa equiparación.

En esta etapa de maduración, Marx no sólo distinguió la industrialización clásica de economías abiertas (Inglaterra) de la industrialización tardía de estructuras protegidas (Alemania). También diferenció ese bloque de los países subordinados a los imperativos del capital extranjero (China).
Esta caracterización anticipó la fractura posterior entre semiperiferias ascendentes y periferias relegadas. En el primer bloque sólo se ubicaron las economías partícipes de la industrialización, que forjaron mercados internos y absorbieron la revolución agrícola (Bairoch, 1973: cap 1 y 2). Alemania y Estados Unidos despuntaron además en las narices de Inglaterra y Francia, porque las potencias coloniales no podían frenar a sus rivales.

La periferia quedó explícitamente excluida de esas convergencias. El caso irlandés ilustra cómo las autoridades coloniales gravaban con altos impuestos todas las actividades manufacturas locales, para garantizar el ingreso de importaciones inglesas.

Marx maduró su enfoque y algunos investigadores sostienen que habría distinguido dos tipos de economías. Las que asimilaban la expansión capitalista desde un estadio inferior (“atrasadas”) y las que no prosperaban por su sometimiento al colonialismo (“trasplantadas”) (Galba de Paula, 2014: 101-108, 141-143).
Causas exógenas y endógenas
Marx captó que el capitalismo genera segmentaciones entre el centro y la periferia, pero no definió las causas de esa polarización. Sugirió varios determinantes exógenos en su crítica al colonialismo y puntualizó causas endógenas en su análisis de las estructuras pre-capitalistas. Pero no precisó cuál de esos componentes incidió más en la fractura global. Sólo observó la ampliación de esa brecha en el origen y en la formación del capitalismo.

El teórico alemán evaluó el primer impacto en su estudio del pillaje perpetrado durante la acumulación primitiva. Describió las transferencias de recursos consumadas para gestar el acervo inicial de dinero requerido por el sistema. Retrató cómo los metales sustraídos de las colonias cimentaron el debut del capitalismo europeo. Esta línea de análisis fue continuada con los estudios de la desindustrialización forzosa de Irlanda y las confiscaciones padecidas por China o India (Marx, 1973: 607-650).

Marx también describió ampliaciones de la brecha centro-periferia bajo el capitalismo ya formado. Sus observaciones sobre el intercambio desigual ilustran ese tratamiento. Afirmó que en el mercado mundial el trabajo más productivo percibe una remuneración superior al más retrasado, reforzando la supremacía de las economías que operan con técnicas avanzadas (Marx, 1973: cap 20).

Pero en otros comentarios igualmente numerosos Marx atribuyó el retraso de la periferia a la incidencia de rémoras pre-capitalistas, que impiden la masificación del trabajo asalariado, renuevan la servidumbre o amplían la esclavitud.

Señaló que estas formas arcaicas de explotación se recreaban para satisfacer la demanda internacional de materias primas, incrementando las rentas acaparadas por latifundistas, hacendados o plantadores de África, Asia y América Latina.

Marx no definió la primacía del origen colonial-exógeno o rentista-endógeno del subdesarrollo. Sólo pareció indicar una gravitación cambiante en distintos momentos del capitalismo.

Numerosos historiadores marxistas y sistémicos han enfatizado uno u otro componente. Los exogenistas ilustran cómo Europa se nutrió de la “des-acumulación primitiva” impuesta a América y del holocausto esclavista generado en África (Amin, 2001: 15-29).
           
Subrayan que el colonialismo logró separar a Europa de sociedades que habían alcanzado un nivel semejante de desarrollo (Medio Oriente, Norte de África, Meso-América) y otorgó a Gran Bretaña una primacía sobre sus competidores. Sostienen que en condiciones agrícolas, estatales e industriales equiparables, Inglaterra tomó la delantera por sus ventajas de ultramar (Wallerstein, 1984: 102-174; Blaut, 1994).
           
Por el contrario, los teóricos endogenistas explican el subdesarrollo de la periferia por la ausencia de transformaciones agrarias. Estiman que el despojo colonial no fue relevante para la consolidación del capitalismo central. Consideran que las potencias marítimas perdieron peso en ese despegue (Portugal, España, Francia, Holanda), que el vencedor ingresó tarde a esa carrera (Inglaterra) y que varios contendientes exitosos eludieron las batallas externas (Bélgica, Suiza, Alemania, Escandinavia, Austria, Italia)
(O’Brien, 2007).

También recuerdan que Europa se desenvolvió aprovechando su auto-suficiencia en materias primas y consideran que el colonialismo tuvo efectos adversos sobre el espíritu empresario. Atribuyen las ventajas de Inglaterra a un modelo tripartito de revolución agraria (propietarios, arrendatarios y asalariados), que preparó el despegue fabril con expansión demográfica e industrias en el campo (Bairoch, 1999: 87-137; Wood, 2002: 94-102).

Pero el enfoque de Marx también inspiró posturas intermedias, que ilustran cómo el colonialismo incidió más en el origen que en la consolidación del capitalismo. Afirman que la gravitación inicial de los recursos sustraídos de las colonias fue posteriormente reemplazada por la supremacía de plus-ganancias, derivadas de procesos internos de acumulación. Esta hipótesis es congruente con la cambiante primacía de determinantes internos y externos que sugirió el autor de El Capital (Mandel, 1978: cap 2).
Intepretaciones liberales
Los autores liberales ignoran las dos visiones de Marx del problema nacional-colonial. Sólo registran el primer período, resaltan sus caracterizaciones de India y omiten el viraje de Irlanda. Con ese recorte ubican al teórico del socialismo en la tradición “difusionista” que pondera el progreso y la expansión capitalista.

Warren fue el principal exponente de esa visión, que otorga al enfoque inicial del Manifiesto un status de teoría del desarrollo. Afirmó que Marx reivindicó el colonialismo británico en Asia por su labor disolvente de la vida vegetativa. También interpreta que ponderó los logros económicos de la colonización occidental, comparando esos avances con las situaciones previas de la periferia (Warren, 1980: 1-2, 9, 27-30).

Pero Marx nunca expuso esas exaltaciones del imperio y tampoco recurrió a contrapuntos históricos lineales. Lo que debe contrastarse es el efecto de la expansión capitalista en Europa y las colonias y explicar por qué razón generó acumulación en un polo y des-acumulación en el otro. Los liberales simplemente desconocen esa fractura.

Estiman que Marx evitó calificaciones morales, rehuyó el romanticismo y valoró el individualismo. Consideran que aplaudió especialmente la cultura humanista de la modernización industrial (Warren, 1980: 7-18).

Pero toda la obra del pensador alemán fue una denuncia y no un elogio del capitalismo. Sus aterradoras descripciones de la acumulación primitiva, del trabajo infantil y de la explotación fabril ilustran ese rechazo. Incluso la contemporización inicial con el personalismo burgués se diluyó en la reivindicación posterior de la comuna. Las mejoras sociales que los liberales asignan al capitalismo eran vistas por Marx como resultados de la resistencia obrera.

Es absurdo afirmar que el teórico comunista avaló los crímenes cometidos por Inglaterra, para facilitar la implantación del capitalismo en las sociedades no europeas  (Warren, 1980: 39-44,116). Si Marx hubiera sido un Cecil Rhodes insensible a los sufrimientos coloniales, no habría promovido campañas de solidaridad con las víctimas del despojo imperial.

Otros autores fascinados por el mercado coinciden en la presentación del teórico alemán como un entusiasta promotor de la ocupación británica de la India. Consideran que ese aval era congruente con la instalación de un modo de producción más avanzado (Sebreli, 1992: 324-327).

Pero ese razonamiento positivista olvida los sufrimientos humanos que Marx registraba con mucha atención. Estaba comprometido con la lucha popular y no era indiferente a las dramáticas consecuencias sociales del desarrollo capitalista.

Los liberales colocan en boca de Marx su fanática exaltación de la burguesía. Afirman que el revolucionario alemán presentó el advenimiento de esa clase social como un acontecimiento de conveniencia mayúscula para toda la sociedad (Sebreli, 1992: 24).

Pero incluso en su primera etapa Marx subrayaba el otro costado de ese proceso: la aparición de un proletariado que debía sepultar a la burguesía para permitir la erradicación de la explotación.

Sebreli desconecta las observaciones de Marx sobre la cuestión colonial de ese fundamento anticapitalista. Por eso ignora cómo la indignación social motivaba las investigaciones del autor de El Capital. Esa actitud lo distinguía de sus contemporáneos y explica su rechazo a las intervenciones imperiales.
Marx también objetó en su madurez las ilusiones en el libre comercio. Por eso, en lugar de promover la internacionalización de los mercados, auspició la asociación cooperativa de los pueblos.
Variantes del eurocentrismo
Algunos autores nacionalistas coinciden con sus adversarios liberales en la presentación de Marx como un apologista del capitalismo occidental y objetan esta postura en términos virulentos. Afirman que esa actitud lo indujo a “despreciar a los pueblos no occidentales” y a justificar el uso de la violencia para su sometimiento (Chavolla, 2005: 13-14, 255-261). Con esa caracterización invierten la realidad. Un furibundo oponente del capitalismo es mostrado como adalid del status quo y su internacionalismo es identificado con la sumisión a la Reina Victoria.

Este enfoque presenta los escritos pre-Irlanda como prueba de sintonía con el colonialismo y atribuye esa postura al extremo eurocentrismo del teórico alemán (Chavolla, 2005: 16, 265-269).

Pero Marx estaba en la trinchera opuesta de personajes imperiales como Kipling. Era un pensador de la emancipación con proyectos comunistas contrarios a la opresión imperial. La errónea expectativa cosmopolita juvenil expresaba esa esperanza humanista de rápida gestación de un mundo sin explotadores. No tiene sentido ubicar este enfoque en el casillero del eurocentrismo imperial.

Otros autores consideran que Marx desconoció la opresión de la periferia por su “reduccionismo de clase”. Suponen que indagó exclusivamente las tensiones sociales en desmedro de la sujeción nacional y racial (Lvovich, 1997).

Pero olvidan que el segundo Marx jerarquizó las relaciones de clase, incorporando la raza, la nacionalidad y la etnicidad a un cuestionamiento simultáneo de la explotación y la dominación. Esta síntesis explica su defensa de Irlanda y Polonia y su compromiso con la causa anti-esclavista en la guerra estadounidense.   

El eurocentrismo despectivo que los nacionalistas atribuyen a Marx es totalmente imaginario. Pero se puede considerar otra acepción del concepto, como sinónimo de atadura a un modelo de repetición universal de los valores forjados en el Viejo Continente.

En este segundo enfoque se presupone que Europa ofreció el rostro del futuro, al desarrollar la civilización superior que heredó de la Antigüedad clásica. Esta concepción influyó en el perfil positivista que adoptaron las ciencias sociales tradicionales (Wallerstein, 2004: cap 23).

¿Esta caracterización más benévola de eurocentrismo se aplica al Marx del Manifiesto? La respuesta es negativa, si se recuerda que el deslumbramiento con Europa incluye al capitalismo forjado en esa región. Marx fue el principal crítico del sistema que los europeizantes idolatran.

Esas miradas también universalizan cierto desarrollo particular resaltando la intrínseca supremacía de Europa sobre otras culturas. Por el contrario, el socialismo que promovía por Marx apuntaba a forjar desarrollos igualitarios y cooperativos entre todos los pueblos del mundo.

Ciertamente el autor de El Capital era alemán, vivió en Europa y estaba imbuido de la cultura occidental, pero desenvolvió una teoría que desbordaba ese origen. A diferencia de muchos pensadores, no razonaba contraponiendo las virtudes de cierta civilización sobre otra. Explicaba la lógica general de la evolución social en función de contradicciones económicas (fuerzas productivas) y sociales (lucha de clases).

El eurocentrismo es un término utilizado también por varios autores marxistas, para caracterizar un defecto teórico del primer Marx. En este caso la calificación no implica rechazo. Señala un error de la concepción inicial, que otorgaba protagonismo absoluto al proletariado europeo en la emancipación de todos los oprimidos.

La misma denominación de eurocentrismo ha sido utilizada en sentidos muy contrapuestos para evaluar la trayectoria de Marx. Su identificación con desaciertos juveniles difiere de la asimilación con el colonialismo. Esta última acepción es inadmisible.
“Los pueblos sin historia”
Las alusiones de Engels a los “pueblos sin historia” son vistas por los críticos nacionalistas como otra confirmación de la desconsideración marxista por la periferia. Ese enfoque trataría a todas las fuerzas externas al proletariado occidental como masas irrelevantes e inmóviles (Chavolla, 2005: 188, 255-269).

Es cierto que Engels recurrió a esa controvertida noción para referirse a conglomerados incapaces de encarar su auto-emancipación. Recogió una categoría que Hegel utilizaba para caracterizar a los pueblos sin atributos suficientes para forjar estructuras nacionales.

Marx no aplicó ese concepto. Pero utilizó denominaciones virulentas contra los eslavos del sur, en su apasionada batalla política contra las autocracias imperiales. Como el zar y los Habsburgo habían logrado sumar a esos pueblos a sus campañas contrarrevolucionarias, su reacción incluyó el rechazo de los derechos nacionales de esos grupos (Löwy; Traverso, 1990).

El militante socialista suponía, además, que muchas demandas de ese tipo no llegarían a concretarse. Estimaba que las naciones pequeñas serían absorbidas por vertiginosos torrentes de transformaciones internacionales, antes de alcanzar el umbral requerido para forjar sus propios estados.

Marx apostaba a una emancipación externa de muchos pueblos sin nítida definición nacional. Creía que el derrumbe de los regímenes monárquicos conduciría a ese desenlace. En su etapa inicial, Marx no reconocía la existencia de fuerzas históricas significativas para constituir estados diferenciados, en distintas partes de Asia y Europa Oriental.

No cabe duda que la tesis de los “pueblos sin historia” era desacertada y fue refutada en forma contundente por teóricos marxistas. Esa crítica demostró cómo se transformaban alineamientos políticos de un período en datos invariables de trayectoria nacional. Si el imperio ruso había logrado cooptar a los campesinos ucranianos, rumanos, eslovacos, serbios o croatas era por la opresión que sufrían por parte de la nobleza polaca y húngara.

Esa situación tripolar se verificó en numerosas ocasiones. Pueblos sojuzgados por opresores intermedios fueron empujados a jugar un rol reaccionario. Pero lo ocurrido con los irlandeses ilustró el carácter histórico variable de esos alineamientos. Cumplieron un rol contrarrevolucionario durante la era de Cromwell y luego encabezaron la lucha nacional (Rosdolsky, 1981).

En su segunda etapa Marx se alejó de cualquier variante de los “pueblos sin historia”. Algunos autores estiman que también Engels revaluó ese controvertido concepto en su caracterización de las guerras campesinas de Alemania (Harman, 1992).

Es igualmente falso presentar este problema como una prueba del eurocentrismo pro-colonial de Marx. Las naciones que el teórico alemán reivindicó de entrada (polacos, húngaros), que rechazó al inicio (eslavos del sur) o que descartó primero y luego aprobó (irlandeses) eran todas europeos. Si su criterio de discriminación para ingresar en la historia fuera la pertenencia al Viejo Continente no hubiera utilizado esas distinciones.

Los críticos afirman que sostuvo a los polacos y a los irlandeses, pero despreció a los eslavos del sur, escandinavos, mexicanos, chinos y norteafricanos (Nimni, 1989). Pero este argumento geográfico es inconsistente. Los pueblos descalificados no se localizan sólo en Asia, África o América Latina, sino también en Europa.

Se podría quizás precisar que el pecado euro-centrista se ubica en la fascinación con Europa Occidental. Pero Marx desconoció al principio la pujanza revolucionaria de un país de esa región (Irlanda) y realzó la gravitación de otro de la zona oriental (Polonia).

Los objetores sugieren también que el eurocentrismo contiene principalmente una dimensión cultural de idolatría a Occidente. Estiman que por esta razón Marx se involucró en el conflicto extra-europeo de la guerra de secesión norteamericana.

Pero aquí no perciben lo obvio. Los confederados tenían mayor aproximación a Europa y Marx sostuvo a los yanquis, que luchaban por la liberación de esclavos de origen africano. No se guiaba por criterios de ascendencia, sino por objetivos de emancipación social.
Naciones y nacionalismo
Los críticos consideran que la tesis de los “pueblos sin historia” es una aberración derivada de caracterizar a la nación en términos puramente objetivos. Estiman que Marx cometió ese desacierto por reconocer sólo a las comunidades que tienden a forjar estados tradicionales, descartando los casos restantes (Chavolla, 2005: 117, 153-155).

El criterio atribuido al teórico alemán era muy corriente en el siglo XIX, cuando la formación del estado liberal presuponía ciertas condiciones de mercado, territorio, cohesión histórica y lengua. Fue la concepción adoptada también por las vertientes del marxismo que tipificaron a la nación a partir de sus componentes económicos, idiomáticos y territoriales (Kautsky), con agregados psicológicos o culturales (Stalin).
           
Pero la visión de Marx no encaja en ese esquema, puesto que jerarquizaba la acción política como elemento definitorio de la conformación nacional. Se guiaba más por el proceso de lucha que por consideraciones a priori. Por eso avaló el reclamo de los irlandeses y no de los galeses absorbidos por Gran Bretaña o los bretones incorporados al estado francés.

Los objetores desconocen esta actitud y le achacan a Marx un razonamiento dogmático. Pero su comportamiento era exactamente inverso, como lo prueba el sostén a una nación como Polonia, que no reunía las condiciones de mercado o territorio requeridas para conformar un estado.

Los rígidos criterios atribuidos a Marx fueron elaborados por sucesores objetivistas, que desechaban la centralidad de los sujetos. Esa postura les impidió reconocer la gran variedad de configuraciones nacionales. En polémica con ese enfoque, una corriente subjetivista (austromarxistas) definió a la nación como una “comunidad de carácter”, asociada a la cultura y a la experiencia común (Löwy, 1998: 49-54).

Marx brindó pistas para combinar ambos planteos y realzando tanto las identidades como las determinaciones objetivas. Sugirió que los entrelazamientos económicos, idiomáticos o geográficos dan lugar a una memoria de pasado común.

Pero los cuestionadores desconocen esos aportes y observan en Marx una “subvaloración del nacionalismo”. Consideran que cometió ese error por  subordinar la lucha contra la opresión nacional a consideraciones de clase (Chavolla, 2005: 95).

Con esta crítica se postula de hecho una jerarquía inversa, omitiendo la continuidad de la explotación y la desigualdad bajo cualquier estado nacional. En cambio, Marx promovía el socialismo para erradicar esos padecimientos.

Los objetores desconectan al teórico alemán de su tiempo (Saludjian; Dias Carcanholo, 2013). Suponen que ignoraba la legitimidad de nacionalismos, que en realidad recién despuntaban. A mitad del siglo XIX los estados se encontraban en plena formación, superando las soberanías fragmentadas y las fronteras porosas de las dinastías feudales.

El modelo clásico francés (o inglés) de gestación de la nación a partir del estado se había consolidado mediante la delimitación de territorios, la administración de las leyes, la identificación de la lealtad con la patria y la construcción de un sistema escolar que inculcaba el apego a la bandera.
Pero el esquema opuesto alemán (o italiano) de pasaje de la nación hacia el estado desde culturas e idiomas previos recién germinaba. El nacionalismo como ideología que enaltece obligaciones público- militares de la ciudadanía aún no había emergido.

Marx no desvalorizó el nacionalismo puesto que actuaba en un escenario previo al desarrollo de esa doctrina. En ese contexto tuvo el mérito de sugerir la distinción entre vertientes progresivas (Irlanda, Polonia) y regresivas (Rusia, Inglaterra) de los planteos nacionales. Estableció esa diferencia en función del papel que jugaban en la aceleración o retraso del objetivo socialista (Hobsbawm, 1983).

Marx dilucidaba posturas con esa brújula. Por un lado realzaba las metas internacionalistas comunes de los trabajadores, rechazaba la supremacía de una nación sobre otra, combatía las rivalidades entre países y no aceptaba la existencia de pueblos virtuosos. Por otra parte valoraba las resistencias nacionales contra la opresión imperial, como un paso hacia el futuro pos-capitalista.

Marx sentó las bases para evaluar los nacionalismos y definir a la nación con criterios objetivo-subjetivos. Su mirada se contrapuso a los enfoques románticos que retoman mitos históricos, étnicos o religiosos para enaltecer a distintos países. Esa exaltación suele eludir la corroboración de los fundamentos que expone.

El nacionalismo imagina orígenes remotos y continuados de cada identidad nacional, desconociendo la enorme mutación de las comunidades que se entremezclaron en cada territorio. Recurre a supuestos de cohesión étnica que chocan con gran variedad de ascendencias generadas por los ciclos poblacionales. Supone que la religión facilitó la constitución de ciertas naciones, olvidando que las estructuras eclesiásticas transnacionales también obstruyeron esa gestación (Hobsbawm, 2000: cap 2).

Desconocen, además, que la lengua no aportó un vínculo definitorio de la nación. Una variedad enorme de idiomas convivieron, se diluyeron o se reinventaron a la hora de estandarizar la actividad estatal en torno a un léxico predominante. De 8000 lenguas sólo emergieron 2000 estados (Gellner, 1991: cap 4; Anderson, B, 1993: cap 7).

Marx no desvalorizó a las naciones, sino que contribuyó a desmitificar las creencias de su origen milenario, único o superior. Aportó los pilares para desmontar las fantasías que transmite el nacionalismo. Su cosmopolitismo inicial lo alejó de esas mitologías y su sensibilidad revolucionaria le permitió captar la legitimidad de las luchas nacionales contra el colonialismo.
Estado y progreso
Los críticos nacionalistas objetan también la mirada de Marx sobre el estado. Consideran que idealizó las formas burguesas convencionales, en desmedro de otras modalidades étnico-culturales surgidas de confluencias populares (Nimni, 1989).

Este cuestionamiento es bastante extraño, si se recuerda que Marx era un teórico comunista que promovía la disolución de todos los estados, a medida que se extinguieran los antagonismos de clase. No es muy sensato atribuirle fascinación por las vertientes tradicionales del estado.

Esa institución es enaltecida por nacionalistas, que observan al estado como un ámbito natural para alcanzar el bienestar de comunidades multiclasistas. Marx rechazaba esa forma de perpetuar la explotación y sólo ponderaba el surgimiento transitorio de los estados forjados en la lucha contra la autocracia.

El luchador socialista promovía la acción por abajo y no la institucionalización por arriba. Auspiciaba lo contrario de lo supuesto por sus críticos. La imagen de un Marx estatista que desvaloriza las construcciones populares carece de sentido.

El teórico no sabía cuán importante resultaría la existencia de estados nacionales autónomos en la determinación del lugar ocupado por cada país en la jerarquía mundial. Ese dato se clarificó con posterioridad a su fallecimiento. Pero su defensa de esa soberanía anticipó un rasgo clave de la relación centro-periferia. Las comunidades que no conquistaron la independencia política sufrieron más duramente las consecuencias del subdesarrollo. Los contrastes entre Japón y la India o entre Alemania y Polonia ilustran esa bifurcación.

Los objetores no valoran las intuiciones del pensador socialista y le atribuyen una “teoría del progreso”, que condena a las naciones atrasadas a seguir la senda de los avanzados (Nimni, 1989).

Ese retrato podría encajar en los socialdemócratas de la II Internacional, pero no cuadra con el segundo Marx. En esa etapa no se verifica ningún rasgo de la visión teleológica de la historia, que los críticos asignan a su familiaridad con Hegel.

El autor de El Capital no supuso que el desenvolvimiento de la humanidad seguía un curso predeterminado y ajeno a la voluntad de los sujetos. Estimaba que en ciertas condiciones -que acotan el margen de la intervención humana- los individuos agrupados en clases sociales son activos constructores de su futuro. Esta visión quedó plasmada en el modelo multilineal de alternativas variadas.

Pero incluso el primer razonamiento unilineal era muy distinto al esquema de cuatro estadios sucesivos de Adam Smith. Marx no postuló transiciones automáticas o inevitables de modos de subsistencia primitivos a la fase comercial, ni compartió la mitología del progreso (Davidson, 2006).
Su evolución teórica fue antagónica con el retrato positivista que transmiten los críticos. Percibió que el capitalismo no se expande universalizando formas avanzadas, sino amalgamando desenvolvimientos con modalidades retrógradas (Rao, 2010).

Los estudios finales sobre Rusia ilustran hasta qué punto Marx se aproximó a ideas de desarrollo desigual y saltos de etapas históricas. Esas hipótesis se ubican en las antípodas del fatalismo objetivista (Di Meglio; Masina, 2013). Los objetores no captan la flexibilidad de un razonamiento fundado en expectativas socialistas. Olvidan que las teorías del progreso presuponen una eternidad del capitalismo más próxima a las concepciones nacionalistas que al pensamiento de Marx.
Legados
En su trayectoria analítica desde la India hasta Irlanda Marx sentó las bases para explicar cómo el capitalismo genera subdesarrollo. Este es el principal aporte de sus textos sobre la periferia. No formuló una teoría del colonialismo, ni expuso una tesis de la relación centro-periferia, pero dejó una semilla de observaciones sobre la polarización global y la recreación del atraso.

Los señalamientos de Marx sobre el impacto positivo de las luchas nacionales sobre la conciencia de los obreros del centro aportaron cimientos al antiimperialismo contemporáneo. Indicaron la contraposición entre potencias opresoras y naciones oprimidas y enunciaron un principio de convergencia entre la lucha nacional y social.

Esos planteos inspiraron estrategias posteriores de alianzas entre obreros del centro y desposeídos de la periferia. También anticiparon el creciente protagonismo de los pueblos extra-europeos en la batalla contra el capitalismo.

Los escritos de Marx sobre la periferia no fueron obras menores, ni simples descripciones o comentarios periodísticos. Contribuyeron a su análisis del capitalismo central y motivaron cambios metodológicos de gran envergadura.

A principios del siglo XX sus trabajos inspiraron tres aportes claves a la teoría del subdesarrollo. Estas miradas de Lenin, Luxemburg y Trotsky requieren otro análisis, que desarrollaremos en nuestro próximo texto.
Resumen
Claudio Katz
El giro de Marx frente a la periferia suscita interés. Bajo el impacto de varias rebeliones modificó su mirada de la expansión capitalista mundial y sustituyó sus expectativas cosmopolitas por críticas al colonialismo. Revalorizó la lucha nacional e imaginó transiciones al socialismo desde formas comunales.

También reemplazó el esquema unilineal de desarrollo de las fuerzas productivas por una visión multilineal de desenvolvimientos variados. Percibió empalmes entre economías desarrolladas y fracturas con el resto del mundo, pero no definió primacías exógenas o endógenas en la gestación de esa brecha.

Los liberales transforman las denuncias de Marx del capitalismo en elogios. Los nacionalistas desconocen su viraje, equivocan las críticas al eurocentrismo y recrean objeciones superadas a los “pueblos sin historia”.
Marx inspiró caracterizaciones objetivo-subjetivas de la nación y criterios para diferenciar los nacionalismos progresivos y regresivos. No postuló teorías del progreso y anticipó nociones sobre el subdesarrollo.
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