Karl Marx ✆ Allan Cavanagh |
Óscar de Pablo | En la moral ideológicamente
dominante de la sociedad capitalista, así como en el núcleo de su sistema
jurídico, el derecho penal, impera un tipo de justicia enraizado en la
tradición escolástica medieval, que ha sido llamada retributiva y que podríamos
denominar también idealista. De acuerdo a ella, lo que cada persona merece,
como ente espiritual, no tiene nada que ver con lo que necesita para
cumplir sus funciones como ente social. Por el contrario, el merecimiento
depende de lo que cada persona haya aportado, ya sea en términos de sufrimiento
subjetivo o de mérito objetivo, es decir, de los beneficios que su trabajo le
rinda a Dios, a la sociedad o a algún particular encargado de recompensarlo. El
ejemplo clásico de la justicia retributiva es el sistema de premios y castigos
de la justicia divina. Esta concepción pone al albedrío humano por encima de
las relaciones causales que dominan el mundo material, para ubicarlo
por encima de toda determinación exterior. Se trata de una expresión
ideológica, más o menos mistificada, de la regla básica que regía el juego
mercantil desde mucho antes del nacimiento del capitalismo: el intercambio de
equivalente por equivalente.
En su Crítica al
programa de Gotha, Karl Marx describió esta justicia retributiva e
idealista y le enfrentó otra, totalmente contrapuesta, que podríamos llamar
“materialista” en el sentido de que no abstrae la moral humana del mundo
material de las relaciones causales. Posteriormente, el filósofo liberal John
Rawls popularizó este principio bajo el nombre de “justicia distributiva”,
aunque aplicándolo más limitadamente.[1] Para
simplificar, en este trabajo usaré el término de Rawls.
Marx resumió este tipo de moral en la hermosa consigna que
cierra el siguiente pasaje:
En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades! [2]
Esta consigna es célebre por su poder sintético, pero
también por su naturaleza inusual dentro de la vasta obra de Marx. A diferencia
de lo que ocurre por ejemplo en El capital (que no es más que una
descripción crítica y minuciosa de la realidad presente), aquí se vislumbra
algo parecido a una prescripción moral válida por sí misma, tan razonable que
no requiere vincularse con ninguna realidad histórica particular. La frase es,
en efecto, brillante como resumen de la moral subyacente a la política
proletaria, pero por su ubicación en el texto, aparece exactamente como el tipo
de afirmación que Marx rechazaba en sus adversarios como “receta utópica”,
aunque se trate de una receta genial.
Ahora bien, si se deja de lado el deslumbramiento que la
consigna produce, y se la lee críticamente, cotejándola no sólo con el párrafo
del que procede, sino con el conjunto de la obra marxiana, y en particular con
su pieza madura por antonomasia, el Libro Primero de El capital, se puede
aprovechar el núcleo materialista de la consigna contra el modo
utópico de expresión popular en que aparece formulada en la Crítica al programa de Gotha, donde
figura como una proyección inconsciente, hacia el mundo del deber ser, de un
principio que ya rige el mundo del ser.
Porque, de acuerdo a la descripción del propio Marx, el
criterio de justicia que la Crítica
al programa de Gotha proyecta explícitamente “sólo” a “la fase
superior de la sociedad comunista” ya impera en la sociedad burguesa, o al
menos en sus relaciones productivas, aunque su derecho penal y su ideología
dominante no lo reflejen. Y no me refiero a la legislación social que el
proletariado le ha impuesto al estado burgués, sino la esencia misma de las
relaciones productivas espontáneas que constituyen al sistema en estado puro.
Justicia distributiva en la realidad de las relaciones productivas capitalistas
Para
Marx, en el capitalismo, la fuerza de trabajo, por mucho que esté encarnada en
seres humanos, no es más que una mercancía como las otras. Esto significa que
su valor no depende en absoluto ni de lo subjetivamente arduo de las
condiciones en que se active ni de su “mérito” objetivo, es decir su
rendimiento, sino únicamente del tiempo de trabajo socialmente necesario para
producirla, que en este caso implica el tiempo de trabajo necesario para
producir los medios de subsistencia que el obrero requiere para subsistir y
criar a su relevo generacional.[3] En
otras palabras, la porción de riqueza a la que cada trabajador tiene derecho en
el capitalismo no depende de los sufrimientos o méritos de dicho trabajador,
sino de sus necesidades. Ahora buen, como veremos después, estas
necesidades están históricamente determinadas, y en el caso del capitalismo,
esa determinación resulta brutal.
Si la recompensa del trabajador correspondiera a la noción
ideológicamente dominante de justicia, los salarios se fijarían de acuerdo a
los méritos objetivos o los sufrimientos subjetivos de cada obrero, es decir,
de acuerdo a su rendimiento o a lo arduo de sus condiciones de trabajo. Si así
fuera, un muchacho analfabeta de once años, encargado de vigilar una lanzadera
industrial bajo las condiciones más insalubres, desagradables y peligrosas,
ganaría mucho más que el más calificado y mejor organizado de los artesanos,
pues el muchacho trabaja más horas, sufre más y, en virtud de la maquinaria con
la que trabaja, produce mucho más valores de uso por hora.
Pero no es esa justicia retributiva la que realmente impera
en las relaciones de producción capitalistas: las necesidades de producción de
un artesano calificado y sindicalizado son mayores (pues incluyen el costo de
su capacitación, para no hablar de las necesidades que él mismo amplía
conscientemente mediante la negociación contractual colectiva) y por lo tanto
su fuerza de trabajo vale más y su salario es mayor.
En realidad, para que el capitalista determine cuál es el
salario “justo” de cada trabajador, no cuentan ni sus sufrimientos ni su
rendimiento, sino sólo las necesidades de su sustento y reproducción.
Si el valor de la fuerza de trabajo (cuya expresión normal es el salario)
correspondiera al rendimiento del trabajo y no a las (mucho menos valiosas)
necesidades de reproducción del trabajador, no habría plusvalía ni capitalismo.
De manera que el capitalismo ya cumple el dictado de darle “a cada uno
según sus necesidades”.
En cuanto a exigir “de
cada quien según sus capacidades”, también es claro que el capitalismo ya
satisface esta forma de justicia, por ejemplo al extender la duración y la
intensidad de la jornada laboral hasta topar con el límite de la supervivencia
sana de la clase obrera, es decir, hasta topar con el límite práctico de sus capacidades,
incluyendo sus capacidades físicas, pero también, centralmente, su capacidad
social y moral de “aguante”.
(Por lo demás, darle “a
cada quién según sus necesidades” y exigir “de cada quien según sus capacidades” no son sólo dos modos de
expresar una misma moral, sino que en última instancia son sinónimos, pues
la ampliación de las necesidades equivale a la reducción de las capacidades:
por definición, necesitar algo equivale a carecer de la capacidad de
funcionar sin ese algo.)
El reconocer que la justicia distributiva rige la realidad
de las relaciones capitalistas no implica ningún elogio. En el esclavismo, por
ejemplo, cada amo sabía que, para conservar su inversión, debía darle a sus
esclavos todo lo que necesitaran para sobrevivir, pues si les daba menos,
dejaban de funcionar. La naturaleza del trabajador como un medio material
indispensable para la producción aparecía de forma transparente. Del mismo
modo, un granjero no requiere ningún humanitarismo especial entender la
conveniencia de pagar no sólo la comida de sus bestias carga, sino incluso los
tratamientos veterinarios que requieran. Lo mismo ocurre en el capitalismo,
sólo que convenientemente velado por las ilusiones de la justicia retributiva.
Garantizar, a través del pago de un salario, que el obrero satisfaga la
totalidad de sus necesidades de reproducción es una necesidad productiva para
el capitalista –tanto como alimentar a los esclavos lo era para el amo o
alimentar a las bestias de carga lo es para el granjero–, por mucho que el
salario se presente ante el sentido común ideológicamente travestido como una
especie de recompensa moral.
Aunque ni el derecho penal de la sociedad burguesa ni su
“sentido común” dominante lo hayan asumido, son las necesidades las
que determinan no sólo las relaciones productivas reales, sino también la rama
del derecho que las codifica: la legislación laboral. En México, por ejemplo,
el salario mínimo no se fija según los sufrimientos o el rendimiento de la población
trabajadora, sino, explícitamente, según sus necesidades:
Los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos. Los salarios mínimos profesionales se fijaran considerando, además, las condiciones de las distintas actividades económicas.[4]
A su vez, aunque no tan explícitamente, la limitación de la
jornada máxima se basa en las capacidades (incluida, centralmente, la
capacidad social de aguante) de la fuerza de trabajo.
Límites y contradicciones en la aplicación burguesa de la moral distributiva
Ciertamente, la consigna “de cada quien de acuerdo a sus
capacidades,” etc. tal como fue formulada en la Crítica al programa de Gotha tiene el defecto no hacer
explícito que este tipo de justicia ya rige las relaciones de
producción capitalista. ¿Estoy diciendo entonces que el brillante futuro de
libertad que describe ese párrafo ya existe, al menos como tendencia, en el
capitalismo? No, pues en el modo específicamente burgués de aplicar este tipo
de justicia hay tres contradicciones o limitaciones decisivas cuya superación
requerirá el cambio histórico radical que describe Marx, a saber:
En primer lugar, en el capitalismo la justicia
distributiva no se aplica igualmente a la totalidad de la sociedad. A un gran
sector, la llamada pequeña burguesía (las clases que para vivir deben completar
los réditos de su propiedad con cierta cantidad de trabajo o que pueden
producir sus propios medios de subsistencia con sus propios medios de trabajo),
este tipo de justicia sólo se le aplica parcialmente, y a un pequeño sector
(las clases que viven exclusivamente de los réditos de su propiedad sin tener
que trabajar en modo alguno) no se aplica en absoluto. En la experiencia vital
de los miembros de estas clases dominantes, ni la obligación de trabajar tiene
que ver con las capacidades del individuo ni la porción de la riqueza a la que
se tiene acceso tiene que ver con sus necesidades. Sólo el sector, siempre
creciente, que vive sólo de vender su fuerza de trabajo se ve sometido a este
tipo de justicia. Quizá por eso, de toda la sociedad burguesa, fue este sector,
el proletariado, el primero en reconocer esta realidad objetiva como su
criterio moral subjetivo inscribiéndolo, como decía Marx, “en sus banderas”.
En segundo lugar, el hecho de que la clase dominante
se vea históricamente excluida de la sencilla racionalidad materialista de la
justicia distributiva, se refleja, como ya se ha dicho, en que la moral
dominante en el conjunto de la sociedad rechace las reglas que ella misma
aplica a sus relaciones productivas y se eduque a sí misma, a través de todos
los medios ideológicos a su disposición, en la vieja justicia retributiva, que
en el derecho penal domina sin cortapisas.
Pero hay una tercera contradicción, más profunda, en el modo
burgués de aplicar la justicia distributiva: el modo de determinar
concretamente las necesidades y las capacidades de los trabajadores. Si el
aumento de la productividad en general siempre ha ampliado las necesidades
humanas, en el capitalismo esta ampliación sólo ocurre de manera desigual e
intermitente, cuando no se detiene o incluso se revierte.
Por un lado, es verdad que al exigir la ampliación constante
tanto de la productividad social del trabajo como del mercado interno, y al
desarrollar una clase obrera cada vez más poderosa, el capitalismo ha tendido a
extender socialmente las necesidades de la población trabajadora y (lo que es
lo mismo) a disminuir sus “capacidades” de aguante. La expansión de las
necesidades implica la educación formal y real, en el consumo, de la sociedad.
Por eso, a esta tendencia del capitalismo, que todavía puede apreciarse
esporádicamente en algunos sectores de la vida social, podemos llamarla civilizatoria.
Sin embargo, por otro lado, la extracción de plusvalía le
impone a cada capitalista una tendencia contraria: a ampliar la capacidad de
aguante de la población trabajadora y a mantener reducidas al mínimo sus
necesidades: se trata de la tendencia materialmente empobrecedora y
culturalmente embrutecedora del capitalismo, que también puede verse en
sectores cada vez más amplios de la vida social.
El resultado histórico de esas dos tendencias enfrentadas es
un movimiento desigual en el tiempo y en el espacio: sólo en términos muy
generales ha avanzado la tendencia civilizatoria,
pero a través flujos y reflujos, a veces violentos, que varían de una región
del mundo a otra, y que históricamente tienden a perder terreno. Cuando
hablamos de la decadencia del capitalismo, queremos decir, entre otras cosas,
que esta tendencia civilizatoria ha
dejado de avanzar en general. Dado que el ser humano prefiere aprender que
olvidar, de-civilizar deliberadamente a la población, embrutecerla y reducir el
ámbito de sus necesidades, es un proceso necesariamente violento y doloroso.
Las primeras décadas del siglo XXI pueden ejemplificar muy
gráficamente este movimiento doble. La revolución de las telecomunicaciones y
la informática ha creado todo un cúmulo de necesidades nuevas, que ella misma
satisface. Al mismo tiempo, sin embargo, la contracción relativa del sector
productivo y las medidas de austeridad han vuelto suntuarios elementos que la
generación anterior consideraba necesarios. Así, millones jóvenes necesitan y
consumen una tecnología que sus padres no hubieran soñado siquiera, pero no
pueden obtener empelo regular ni establecer un hogar independiente.
Estas limitaciones o contradicciones en el modo burgués de
aplicar la justicia distributiva la convierte no en la experiencia liberadora
que aparece en el texto de Marx, sino en su opuesto directo: un medio de
justificar la opresión material.
Así pues, la destrucción del poder burgués y su sustitución
por una democracia de los productores y los consumidores no implicará un cambio
del paradigma de justicia “de cada quien según sus capacidades”, etc., pero sí
tres cambios radicales, decisivos y relacionados entre sí, en el modo de
aplicarlo, si no de un día para el otro, sí al menos como tendencia histórica:
En primer lugar, la justicia distributiva se
extenderá a la totalidad de la sociedad, sin excluir, como ahora, a una clase
dominante parasitaria.
En segundo lugar, cuando pierda su base material en
la clase económicamente dominante, la justicia retributiva dejará de imperar en
el derecho penal y en la ideología dominante. En otras palabras, no se esperará
que los infractores y las víctimas reciban lo que “merecen”, sino lo quenecesitan.
Más aun: en última instancia, la noción de lo que cada quien “merece” como ente
moral terminará por fundirse con la noción de lo que cada quien necesita para
cumplir su función social.
En tercer lugar –y esta será en realidad la
transformación más importante, la del contenido material–, de las dos
tendencias históricas objetivamente presentes en el capitalismo actual, la civilizatoria y la barbarizante, sólo la
primera, la que tiende a ampliar culturalmente las necesidades de los seres
humanos y a reducir su “capacidad” de aguante, conservará su base material,
mientras que la tendencia barbarizante quedará objetivamente cancelada.
Conforme la productividad del trabajo se desarrolle, el ser humano se
desarrollará con ella, es decir, necesitará
cada vez más cosas y será cada vez menos capaz de aguantar privaciones y sufrimientos. Si esta
definición del desarrollo humano parece paradójica, es sólo porque contradice
un sentido común definido por la necesidad de justificar la insuficiencia del
desarrollo.
En conclusión, puede observarse que en el capitalismo
coexisten la vieja justicia idealista y retributiva, reflejo de su pasado
mercantil, con la justicia materialista, distributiva, que ya rige en los
hechos las relaciones productivas y que también ha aparecido en la consciencia
del movimiento obrero como vislumbre del futuro post capitalista. La
coexistencia en el presente de estas dos morales contrapuestas podría
sumarse la serie de polaridades con las que Engels resumió el carácter
inescapablemente antagónico del capitalismo: producción social versus
apropiación individual, economía internacional versus estado nacional y
burguesía versus proletariado.[5] Aunque
parezcan excluirse entre sí, todos estos rasgos existen en el
presente, ninguno procede de una vislumbre utópica del futuro, aunque la mitad
de ellos en efecto apunte al futuro y la otra mitad obstaculice su desarrollo.
Ser comunista no significa oponerse al presente en nombre de un utópico deber
ser, sino abrazar el lado progresista de las contradicciones reales, que
constituyen el rasgo definitorio más profundo de ese presente.
Notas
[1] Cfr.
Rawls, “Justicia distributiva” en revista Estudios Públicos del CEP,
Nº 24, 1986.
[2] Marx,
“Critica al programa de Gotha” (Sección I), En Marx y Engels, Obras
escogidas en dos tomos, tomo II, p. 16.
[3] Cfr.
Marx, El capital, Libro Primero, capítulo IV.
[4] Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, Artículo 123, fracción VI, párrafo
segundo.
[5] Cfr.
F. Engels, “Del socialismo utópico al socialismo científico”, sección III, en
Marx y Engels,Obras escogidas en dos tomos, tomo II, p. 152.
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