13/5/15

Tres derroteros del marxismo: pseudociencia, historia, ontología

Marc Saint Upéry   |   Una de las paradojas de la trayectoria histórica del pensamiento de Karl Marx es, además de su deformación e instrumentalización al servicio de los más feroces sistemas de dominación y envilecimiento del ser humano, la enorme acumulación de malentendidos que generaron las espurias construcciones doctrinarias conocidas bajo el nombre de «marxismo», incluso en sus versiones supuestamente heterodoxas. Más allá de lo que queda de válido en sus brillantes análisis de las contradicciones del capitalismo y del devenir histórico, es necesario entender y recuperar críticamente los parámetros y las fuentes de la antropología filosófica y de la ontología del ser social esbozadas por Marx.

1. En su relato autobiográfico publicado bajo el título de Abendlicht [Luz de atardecer], el poeta comunista disidente nacido en Alemania oriental Stefan Hermlin confiesa que, durante cerca de 40 años, un extraño lapso cognoscitivo le había impedido asimilar la formulación exacta de una famosa frase de Karl Marx: «El libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos» (MC). Inconsciente y sistemáticamente, su mentalidad, forjada por el culto estalinista del colectivo orgánico encarnado en el Partido-Estado, lo llevaba a leer esta frase al revés: «el libre desarrollo de todos es la condición del libre desarrollo de cada uno».

Esta anécdota resume gran parte del destino trágico del pensamiento de Marx: es decir, el modo en que una teoría del desarrollo «omnilateral» [vollseitig] de la libre individualidad en ruptura con todos los organicismos fue distorsionada y sacrificada en honor a la fetichización «marxista-leninista» de la Historia como ídolo colectivo y a la mezcla de jesuitismo y populismo autoritario e inculto que caracterizó a la izquierda «comunista» del siglo XX y gran parte de sus variantes radicales o socialdemócratas.

2. El filósofo francés Michel Henry dijo una vez que el marxismo era «el conjunto de los contrasentidos cometidos sobre Marx». Se trata de una caracterización sumamente acertada. Sin embargo, tampoco hay que caer en un contrasentido opuesto. No hay ilusión más estéril y acomodaticia que la de defender una supuesta pureza e inocencia de Marx frente a unos «marxismos» impuros. Comparado con Karl Kautsky o Gueorgui Plejánov, sin hablar de los miserables teólogos del diamat estalinista, Marx es un gigante cuya sutileza y complejidad aún no acabamos de descifrar en todas sus dimensiones. Eso no quiere decir que su pensamiento sea una fuente incontaminada completamente ajena a su desviación-instrumentalización ulterior. La transformación del pensamiento de Marx en: a) pseudociencia positivista de la inevitable caída del capitalismo devenido obstáculo del impulso vital transhistórico de las fuerzas productivas y b) cuasi religión mesiánica de la misión histórica de la clase obrera representada por un clérigo seglar ultracentralizado, cuasi militarizado y colectivamente infalible, no es una conspiración perversa fomentada por una pandilla de malvados, sino una posibilidad –no una necesidad– de mutación inscrita en el código genético de este mismo pensamiento.

3. Por supuesto, la raíz de esta posible mutación dogmática se puede identificar en la concepción de la «ciencia» de Marx, mezcla de Wissenschaft especulativa hegeliana y evolucionismo positivista típico del siglo XIX. Por un lado, el comunismo como «enigma resuelto de la historia» y negación de la negación, o sea inversión virtuosa de la socialización cooperativa operada bajo forma coercitiva y enajenante por el sistema de producción capitalista y el despotismo fabril, responde a la concepción hegeliana de la historicidad como teatro de una progresiva universalización moral, odisea del Espíritu que pasa por «el dolor del negativo» y desemboca en un apoteosis de reconciliación generalizada. En Georg W.F. Hegel como en Marx, este grandioso relato metahistórico es la transfiguración ideológica imperfectamente laicizada de concepciones religiosas de la salvación y de la providencia cimentadas en un esquema «dialéctico» creación-caída-redención. Sin embargo, como cualquier presupuesto metafísico racionalmente explicitado, la dialéctica hegeliana ofrece una riqueza de articulación categorial que permite ir más allá del empirismo vulgar y ofrecer diagnósticos a menudo muy pertinentes sobre la sociedad burguesa en formación. En este sentido, el «hegelianismo» de Marx no es una fuerza unilateralmente negativa, sino un necesario catalizador filosófico de su programa de investigación científica. Pero el carácter providencialista de este metarrelato tiene un costo neto tanto para la propia pertinencia heurística del pensamiento de Marx como para la lógica de su recepción y de su transmisión ulterior.

4. Entre 1789 y 1848, la burguesía europea occidental ya se pensaba a menudo como «clase universal» humanista y emancipadora, y no hay nada extraño en el desplazamiento efectuado por el burgués liberal disidente Marx hacia un nuevo sujeto aparentemente más prometedor, un sujeto portador a la vez de «cadenas radicales» y de una dinámica de recomposición de las potencias mentales de la producción (el «general intellect»), fuente tendencial de toda riqueza social –una fuente mágica destapada y potenciada por el desarrollo capitalista, pero susceptible de ser reapropiada y canalizada por la «libre asociación de los productores»–. En Marx, este paradigma estaba entrelazado con la «ideología científica» por excelencia del siglo XIX: el evolucionismo generalizado, reflejo de una «necesidad inconsciente de acceso directo a la totalidad»4 y «espacio de intercambio entre los programas de investigación científica y el imaginario teórico y social»5 –ello con independencia del valor propiamente científico de los descubrimientos de Charles Darwin–. Es bien conocida la admiración de Marx y Engels por el autor de El origen de las especies y su ambición más o menos explícita de hacer para la evolución social lo que el científico británico había hecho para la evolución natural. Sin embargo, la interpretación de la selección natural por Marx era parcialmente defectiva. Reprochaba a Darwin el rol excesivo otorgado al azar en su esquema de evolución y defendía a veces en modo más bien implícito una especie de lamarckismo sociológico en el que la supuesta función político-ideológica o económica crea inevitablemente el órgano social adecuado en cada etapa del desarrollo de la humanidad. De ahí a la teoría estalinista de los cinco estadios de la evolución histórica hay un camino complejo y tortuoso, pero relativamente plausible.

5. Sin embargo, Marx no es ni Herbert Spencer ni Auguste Comte, y menos un precursor del diamat soviético. El legado empírico y conceptual de su enorme y fragmentaria producción escrita (de la que nunca hay que olvidar que la inmensa mayoría era un work in progress no destinado a la publicación definitiva, con algunos textos claves que no se conocieron hasta la mitad del siglo XX) sigue siendo el humus de fecundas empresas hipotético-deductivas en el campo de las ciencias históricas y sociales. Muchas de sus numerosas intuiciones, sistematizaciones y «descripciones densas» –para retomar la fórmula de Clifford Geertz– de la modernidad capitalista y de sus tensiones siguen asombrándonos por su penetración conceptual y su calidad estilística. Más allá de esta fenomenología de la modernidad capitalista, el aporte central de Marx es probablemente «la articulación entre una problemática de los modos de producción y una problemática del modo de sujeción», entre el intercambio metabólico ser humano-naturaleza, la relación social entre los seres humanos y la construcción material y simbólica de la subjetividad. Sin embargo, esta misma configuración de problemas conlleva también las más serias dificultades de interpretación.

La invención del marxismo ortodoxo

6. La cristalización histórica de la formación discursiva etiquetada como «marxismo» no es una manifestación espontánea y lineal de la influencia de los escritos de los fundadores, sino que responde a un complejo proceso de elaboración ideológica por toda una gama de partidarios y adversarios, desde las adjetivaciones polémicas formuladas tanto por Mijaíl Bakunin como por la prensa burguesa de la época hasta la formalización de la vulgata por Kautsky a partir de 1883, coincidente con la creación de la revista Die Neue Zeit y la asunción más o menos simultánea de la etiqueta «marxista» por los socialistas guesdistas franceses.

El mismo Engels era consciente del peligro que acechaba a la divulgación de la nueva teoría. En su correspondencia, escribía que «nuestra teoría [no es] un dogma a aprender de memoria y a repetir mecánicamente», y alertaba en contra de los vulgarizadores ignorantes y dogmáticos que hacen de ella «una simple frase para clasificar sin necesidad de más estudio todo lo habido y por haber (…) una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo», «algo así como un allein seligmachendes Dogma [un dogma de salvación universal]». Engels observaba en modo profético que en ninguna parte este peligro era más grande que en la «Santa Rusia», donde «la Revolución se vuelve una especie de Virgen María, la teoría, una religión y la actividad en el movimiento, un culto».

7. El terreno para la transición del dogma positivista de la II Internacional a los delirios teológicos del estalinismo fue preparado por Vladimir Illich Lenin cuando justificó en la necesaria disciplina del partido sus violentas diatribas contra la libertad de crítica:
La «libertad de crítica» es la libertad de la tendencia oportunista en el seno de la social-democracia, la libertad de hacer de la socialdemocracia un partido demócrata de reformas, la libertad de introducir en el socialismo ideas burguesas y elementos burgueses. (…) la famosa libertad de crítica no implica la sustitución de una teoría por otra, sino la libertad de prescindir de toda teoría coherente y meditada, significa eclecticismo y falta de principios.
En 1913, el mismo Lenin describía el marxismo como una doctrina «todopoderosa porque es exacta. Es completa y armónica y ofrece a los hombres una concepción del mundo íntegra». Cegados por la luz deslumbrante de la revolución bolchevique, después de la noche de sangre y destrucción en la que había caído la civilización burguesa con el conflicto de 1914-1918, los espíritus más sofisticados estaban dispuestos a sacrificar su independencia espiritual en el altar de los fetiches de la ciencia marxista. El joven y brillante Georg Lukács escribía en 1923 que «hay incluso en la ‘falsa’ conciencia del proletariado, incluso en sus errores de hecho, una intención orientada a lo verdadero». En su famoso «Ensayo popular de sociología marxista» de 1921, Bujarin hablaba de la irrefutable superioridad de la «ciencia del proletariado», una noción desconocida por Marx y cuyo contenido dogmático sería radicalmente demolido por Antonio Gramsci. Pocos meses después de la muerte de Lenin, el culto del dogma ya había sido proclamado como no solamente necesario, sino obligatorio, en la revista doctrinal soviética El Bolchevique:
La lucha contra el marxismo «dogmático» fue siempre el lema de los reformistas más alejados del marxismo (…). Todo lo que hay de mejor en el movimiento obrero siempre luchó a favor del dogma de Marx, que unió a millones de hombres y ha sido comprobado en el transcurso de más de cien años de lucha de clases. Ya que, bajo el pretexto de la lucha contra el «dogmatismo» se manifiesta en realidad el revisionismo, el deber de todo marxista es defender a cualquier precio el dogma de Marx.
8. Parece que Marx hubiese previsto la lógica de este delirio. En efecto, a propósito de las ideologías de tipo religioso escribió que «tan pronto como esta locura idealista se torna práctica, se pone inmediatamente de manifiesto su carácter maligno: su ambición clerical de mando, su fanatismo religioso, su charlatanería, su hipocresía pietista, su piadoso fraude» (IA). Cabe decir que las consecuencias estrictamente intelectuales de esta «locura idealista» no son nada al lado de las decenas de millones de muertos de la colectivización forzada, de las purgas estalinistas y del gulag, sin hablar de los campos de reeducación chinos, de la barbarie de la Revolución Cultural o del genocidio camboyano. Sería idealista atribuir a una simple desviación doctrinal catástrofes de esta dimensión y confundir, según los términos mismos de Marx, la «fraseología» con los «intereses reales». Sin embargo, nuestro tema es la evolución propiamente ideológica del discurso marxista, o sea la «fraseología». Eso nos obliga a descuidar la enormidad de los crímenes cometidos, así como la sociología de la dominación burocrática y los aspectos propiamente sistémicos del fracaso generalizado de las economías de tipo soviético más allá de la fase de acumulación extensiva (y sanguinaria), la que el propio Lenin definía en 1918 como una 
«tarea [que] consiste en aprender de los alemanes el capitalismo de Estado, en implantarlo con todas las fuerzas, en no escatimar métodos dictatoriales para acelerar su implantación más aún que Pedro I aceleró la implantación del occidentalismo por la bárbara Rusia, sin reparar en medios bárbaros de lucha contra la barbarie».
9. Cierta continuidad del socialismo soviético y asiático con siglos de «despotismo oriental» está bien documentada. Sin embargo, sería a la vez ilusorio y etnocentrista creer que esta catástrofe del espíritu se explica solo por un oscurantismo secular y un relativo subdesarrollo cultural. Fracciones enteras de la inteligencia occidental vivieron también de esta narrativa grandiosa, hasta tal punto que el dirigente comunista italiano Palmiro Togliatti tuvo que definir así la desestalinización ideológica: 
«Hay que reaprender una vida democrática normal, reaprender a tomar iniciativas en el terreno de las ideas y de la práctica, en la búsqueda del debate apasionado, reaprender este grado de tolerancia hacia los errores que es imprescindible para descubrir la verdad, reaprender la plena independencia del juicio y del carácter».
Este proceso de reaprendizaje se desarrolló muy lenta, tímida y desigualmente según los países durante las tres décadas que siguieron al choque traumático del Informe Jrushchov y de la revuelta húngara. Mientras los partidos comunistas occidentales se despertaban con dificultad de su sueño dogmático, muchos de sus intelectuales descubrían apresuradamente –a menudo antes de ahogarse en el pragmatismo liberal-positivista o el desencanto posmoderno– los tesoros prohibidos de los varios marxismos heterodoxos y de las ciencias sociales «burguesas». En los países del «campo socialista» del Este europeo, después de un tímido e ilusorio repunte desdogmatizante en Polonia, Checoslovaquia y Hungría en el inicio de los años 60, el discurso marxista-leninista oficial, bajo los auspicios de Leonid Brezhnev y Mijaíl Suslov, llegó a un grado de imbecilidad inaudita que no podía ser siquiera «redimido» por la convicción religiosa fanática de los años heroicos. La fase de distensión relativa seguida por una osificación terminal que sucedió al fin del terror estalinista fomentó una atmosfera de hipocresía y de ignorancia generalizada que consumió en modo vergonzoso la liquidación del marxismo por los regímenes marxistas-leninistas. A pocos años del derrumbe final del imperio soviético, la tragedia ideológica acababa en farsa cínica.

10. En lo que queda del campo «socialista», incluso en Cuba, nadie más cree seriamente en la ideología marxista-leninista oficial fuera de las declaraciones ceremoniales de circunstancia. En la China Popular, un secretario provincial del Partido Comunista no tiene reparos en explicar a un corresponsal de The New York Times que «su economista preferido es Milton Friedman». En varios países de la periferia capitalista, subsisten sectas marxistas-leninistas que a veces siguen predicando en el desierto y a veces manejan una cuota de representación en las instituciones gremiales y la esfera política sobre la base de una curiosa síntesis de izquierdismo infantil y cretinismo parlamentario (¡una paradoja que hubiera asombrado a Lenin!). En algunas universidades públicas de América Latina, en particular, se sigue llenando la cabeza de los estudiantes de filosofía o de ciencias sociales con el contenido indigente de vetustos manuales de materialismo histórico y dialéctico adaptados del ruso o del chino. Pero se trata de fenómenos esencialmente residuales.

Existe también en el mundo toda una gama de organizaciones partidarias y de movimientos sociales de izquierda cuyo zócalo identitario más o menos pluralista comprende fuertes referencias a Marx y al marxismo. Desgraciadamente, a menudo el eclecticismo postsoviético à la carte juega más como una estrategia ideológica acomodaticia que permite no enfrentar los dilemas políticos y epistemológicos del patrimonio marxiano, que como un verdadero estímulo al pensamiento crítico racional. En América Latina, lo más parecido a la involución dogmática del marxismo-leninismo son las síntesis a geometría variable de pseudomarxismo mecanicista, populista y moralista con versiones rudimentarias de la Teología de la Liberación, del indigenismo o del nacionalismo revolucionario, terrenos donde los elementos teleológicos y mesiánicos pueden prosperar sin control. Sin embargo, la mayor difusión de una cultura democrática en la izquierda, así como la ausencia de un centro político-carismático reconocido y/o de un cuerpo sacerdotal unificado de codificadores del dogma, hace que estas formaciones ideológicas sean mucho más fluctuantes e inocuas que el marxismo-leninismo tradicional y tengan menos consecuencias fatales en la práctica política concreta.

Marxismo, ciencias sociales e historicismo

11. La cuestión de la herencia científica del marxismo conlleva varias paradojas. Según los criterios epistemológicos forjados por Imre Lakatos, si se considera como «núcleo duro» la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia y la teoría de la plusvalía, la suerte está echada: más de 100 años de controversias sobre la heterogeneidad extrínseca e intrínseca del trabajo «socialmente necesario», la transformación del valor en precios, el rol del progreso técnico y de la ciencia aplicada a la producción, la desvalorización del capital constante, el papel anticíclico del Estado, el desarrollo del trabajo indirectamente productivo, la financiarización de las actividades, el carácter endógeno o exógeno de la varias tendencias y contratendencias, etc., han debilitado profundamente la fuerza y la pertinencia de los argumentos marxistas ortodoxos. Si uno se limita, como Engels en su definición de la concepción materialista de la historia, a ver «las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas», así como de «la división social de los hombres en clases o estamentos», en «las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio» (SU/SC), surge el problema de saber qué son exactamente una «causa última», un «cambio social», una «revolución política» y, sobre todo, cómo se articulan en el relato marxista las líneas narrativas a menudo divergentes del desarrollo de las fuerzas productivas y de la lucha de clases. Aun suponiendo que estos dilemas queden sin resolver, no se puede negar que Marx y Engels han abierto un nuevo y fecundo campo de problemas dentro de las ciencias sociales. Sin embargo, en este nivel de generalidad, se trata más bien de un «núcleo blando» que de un «núcleo duro».

12. No menos paradójico es el comportamiento del «cinturón protector» de «hipótesis y teorías auxiliares» que deberían expandir y preservar la potencia explicativa de los postulados nucleares del materialismo histórico. Algunas hipótesis auxiliares, como la de la «aristocracia obrera» para explicar la ausencia de dinamismo revolucionario del proletariado europeo, caen por la simple evidencia de que otras fracciones de las clases obreras, incluso en los países en desarrollo, tampoco demuestran tal dinamismo, y que la domesticación y pacificación institucional del conflicto de clases es un fenómeno generalizado. Elaboraciones más complejas, como la teoría del imperialismo, conocen distintas metamorfosis. Si bien varios de sus postulados (como la supuesta necesidad de exportación de capitales excedentarios) han revelado su débil poder explicativo, la teoría del imperialismo, cuando escapa a la repetición dogmática, tiende a metabolizarse con campos de debate teórico no estrechamente marxistas, como la teoría del sistema-mundo, las teorías de la dependencia y los estudios subalternos y poscoloniales. Otras elaboraciones, como la teorización gramsciana de la hegemonía, tienen una curiosa propensión a migrar desde el rudo terreno de la lucha de clases hacia los horizontes exóticos y glamorosos de los estudios culturales o, más seriamente, a fusionarse con la sociología de la dominación y de la violencia simbólica.

13. Se puede describir la dinámica ideológico-científica de los marxismos posteriores a la Primera Guerra Mundial como sigue:

 Entre la década de 1920 y la desestalinización, se observa una nítida escisión entre un marxismo soviético esterilizado y un marxismo occidental ecléctico de corte más bien filosófico y ensayístico, y siempre más alejado de la praxis política (con Lukács en una posición intermedia, incómoda e incluso peligrosa). Al mismo tiempo, existe una relativa desconexión entre los varios marxismos y el desarrollo de las ciencias sociales «burguesas». En el espacio cominterniano, solo Gramsci y, en menor medida, José Carlos Mariátegui escapan a este esquema, aunque su desaparición prematura no permite extrapolar cuál hubiese sido su destino respectivo.

– Entre los años 60 y 70, se manifiesta un ciclo corto de «hipermarxismo», variablemente distribuido entre neoortodoxia y heterodoxia relativa, cuyo radicalismo abstracto se agotó rápidamente. A la postre, sus protagonistas más destacados vacilarían entre la conversión al orden establecido, la búsqueda de nuevos paradigmas (ecología, «nuevos» movimientos sociales, etc.) y una normalización académica vinculada a la dinámica del ciclo más largo descrito aquí abajo.

– Entre el fin de los años 50 y la caída del Muro de Berlín, se produce un complejo proceso de renovación-complejización-dilución tendencial del marxismo más creativo, en estrecha interacción con el desarrollo de las ciencias sociales. El choque de 1956 tendría un papel clave en la cristalización de la actividad de la escuela histórica marxista británica (Christopher Hill, Rodney Hilton, Eric Hobsbawm, Edward P. Thompson, etc.), que se emancipa completamente del materialismo histórico fosilizado y publica en los años posteriores una serie continua de obras brillantes que siguen alimentando los debates actuales. Más o menos una década después de esta renovación de la historia social (que tendrá también sus efectos en la sociología y los estudios culturales), empieza a consolidarse una macrosociología histórica comparativa en la que autores neomarxistas o influenciados por Marx, como Barrington Moore, Immanuel Wallerstein (también influenciado por Fernand Braudel y la escuela francesa de los Annales) o Perry Anderson juegan un papel destacado, en diálogo denso y permanente con los herederos de Max Weber. 

–  Entre los años 70 y 80, varios economistas neomarxistas generalmente franceses, pero con fuertes conexiones científicas en Estados Unidos, Japón y América Latina, convergen en la Escuela de la Regulación, que sintetiza aportes de Marx, de John Maynard Keynes y de la economía institucionalista, y ofrece uno de los principales puntos de reagrupamiento o de tránsito a los adversarios del paradigma neoclásico dominante. Mientras tanto, alrededor de la figura de Pierre Bourdieu se cristaliza un potente paradigma sociológico que pretende, con cierto éxito, fusionar orgánicamente lo mejor de Marx, Émile Durkheim y Weber en una teoría general de la dominación.

La cuestión del estatuto de Weber es sintomática. Hasta los años 50, predomina un uso de Weber en contra de Marx. Del lado de la ortodoxia, Weber es excomulgado como enemigo de clase y pensador idealista, mientras Lukács y la Escuela de Fráncfort reciben su influencia sin tematizarla siempre abiertamente. El sociólogo radical estadounidense Charles Wright Mills escribe en 1946 (en colaboración con Hans H. Gerth) que «una parte de la obra de Weber puede entonces ser percibida como una tentativa de ‘completar’ el materialismo económico por un materialismo político y militar», y que «la aproximación weberiana a las estructuras políticas es muy similar a la aproximación marxiana a las estructuras económicas», con lo cual anticipa con perspicacia la evolución ulterior predominante en los campos de la historia social, de la macrosociología histórica y de la sociología política.

14. En las últimas dos décadas, paralelamente a esta relativa dilución en el seno de varias corrientes críticas de las ciencias sociales, lo que se observa es una explosión de «marxismos posmarxistas» abocados a una serie de matrimonios teóricos con los más variados paradigmas, y un desplazamiento del centro de gravedad de la producción neomarxista desde la Europa latina –que había sucedido a la Europa germánica– hacia los países anglosajones. Por un lado, se consolida una importante corriente de investigación sociológica y filosófica dedicada a la reconciliación del marxismo con las exigencias de rigor, coherencia y racionalidad de la filosofía analítica anglosajona: el «marxismo analítico», cuya confrontación con la metodología de la economía neoclásica o las teorías normativas liberales de la justicia social ha producido resultados interesantes, aunque controvertidos. Por otro lado, florece una asombrosa cantidad de abigarradas hibridaciones del léxico marxista con teorías «críticas» de cuño posmoderno, poscolonial, deconstruccionista, feminista, queer, psicoanalítico, biopolítico, estético e incluso neorreligioso y espiritualista.

15. El hecho de que el marxismo ya no sea reconocible como fortaleza teórica en estado de resistencia permanente contra las seducciones perversas de la «ciencia burguesa» es un problema para el narcisismo identitario de los creyentes, no para el investigador o el militante racional. Sin embargo, este simpático eclecticismo tiene sus limitaciones. Primero, las 100 flores del marxismo en su edad posteológica son esencialmente flores de invernadero académico. No solo su vínculo con la práctica de los movimientos reales es tenue, sino que los marxismos universitarios y parauniversitarios son a menudo víctimas de los movimientos erráticos de las modas intelectuales. Segundo, la dilución del proyecto marxiano en un historicismo y un constructivismo social generalizados –que pueden ser políticamente agnósticos o socialmente comprometidos y moderadamente teleológicos (con nuevos sujetos emancipadores, aunque sean «plurales» y «descentrados»)– alimenta una relación acrítica con la doxa epistemológica minimalista y la relativa rusticidad filosófica de las ciencias sociales contemporáneas. En la noche del constructivismo social generalizado, por loables que sean sus motivaciones ético-ideológicas (evitar la «naturalización» subrepticia de las relaciones de poder), todas las vacas son negras, y bajo la bandera de la «deconstrucción» y del «antiesencialismo» se perfila una indiferenciación entrópica de los varios niveles ontológicos de la realidad social.

16. Para relegitimar un proyecto reco-nociblemente inspirado por la problemática de Marx, no basta solo con propugnar una mayor inflexión económica o clasista de este historicismo-constructivismo social generalizado. Es necesario tratar de reconstruir sin temor una auténtica ontología del ser social a partir de la genealogía antropológico-filosófica del proyecto marxiano. Lo que supone plantear problemas tabúes o informulables en la doxa del historicismo-constructivismo social generalizado: ¿qué es la naturaleza humana?; ¿cuáles son las capacidades y las necesidades cognoscitivas, afectivas y praxeológicas del ser humano en cuánto animal político y simbólico?; ¿en qué podría sostenerse una ética minimal universalizable que no sea tan formal y abstracta como las de Jürgen Habermas o John Rawls? Solo así se puede discriminar entre los varios marxismos, neomarxismos y «teorías críticas» que nos propone el mercado ideológico-académico.

De la libertad como autorrealización

17. El proyecto marxiano de salir de la filosofía y superarla/cumplirla [aufheben] en la praxis revolucionaria fracasó. Eso no implica un simple retorno a la filosofía, ya que la operación marxiana desplazó irreversiblemente el centro de gravedad del pensamiento filosófico: ya no se puede interpretar el mundo sin aceptar ser interpelado y cuestionado desde el mundo y la práctica. Lo que sí cumplió este fracaso relativo, que es también un éxito paradójico, es liberar a Marx para la filosofía. Una filosofía posmarxista inspirada por Marx debería ser ante todo una crítica de los reflejos condicionados y de los estereotipos vehiculados por el marxismo sedimentado.

18. Marx no es un filósofo de la igualdad y de la supremacía del bien público sobre el interés privado, sino un filósofo de la libertad y de la individualidad. La relativa igualación de las condiciones (que no puede ser una nivelación o una homogeneización, ya que los seres humanos, en muchas de sus características y capacidades, son «individuos desiguales [y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales]» [CPG]) no es un fin en sí mismo, una exigencia de uniformización moralizadora de las costumbres y de represión de la originalidad individual, tal como ha sido entendido a menudo en el «socialismo real». Es solo una condición necesaria del florecimiento individual, en cuanto reduce la acumulación del poder de las cosas sobre el ser humano y la transformación de la diferencia en dominación del hombre sobre el hombre. 

19. Sobre la relación entre individuo y totalidad social, Marx afirma que «es solamente con la comunidad, con otros, donde cada individuo tiene los medios para desarrollar sus facultades en todos sentidos; así pues, es solo en la comunidad donde la libertad personal resulta posible», pero solo en la medida en que tal comunidad no adquiera «una existencia propia e independiente frente a ellos [los individuos]» (IA). Aunque dispersas y nunca interconectadas en una exposición sistemática, las numerosas afirmaciones de Marx acerca de la prevalencia de la libertad individual como autorrealización no tienen ambigüedades. La crítica marxiana del egoísmo mercantil no es crítica del individualismo, sino crítica de la limitación y de la unilateralidad mutilante del desarrollo individual sometido a la división del trabajo y al fetichismo de la mercancía. El comunismo no es una sociedad de altruistas sacrificados, sino que «es precisamente la base real para hacer imposible cuanto existe independientemente de los individuos» (IA). En la sociedad comunista, «la conciencia de los individuos acerca de sus relaciones mutuas (…) no será (…) ni el principio del amor o la abnegación, ni tampoco el egoísmo» (IA). Inclusive, desde este punto de vista individualista, la forma enajenada de socialización creada por el dinero y el intercambio mercantil es preferible a la comunidad primitiva o al orden estamental: «Y, por cierto, esta conexión objetiva es preferible a la carencia de toda conexión, o a meramente una conexión local basada en lazos de sangre, o en relaciones señor-siervo primitivas y naturales» (G). Lo que importa es el vínculo entre desarrollo del individuo y universalización de las interacciones sociales:
Las relaciones de dependencia personal (al comienzo sobre una base del todo natural) son las primeras fuerzas sociales, en las que la productividad humana se desarrolla solamente en un ámbito restringido y en lugares aislados. La independencia personal fundada en la dependencia respecto a las cosas es la segunda forma importante en la que llega a constituirse un sistema de metabolismo social generalizado, un sistema de relaciones universales, de necesidades universales y de capacidades universales. La libre individualidad, fundada en el desarrollo universal de los individuos y en la subordinación de su productividad colectiva, social, como patrimonio social, constituye el tercer estadio. (G)
20. Sin embargo, la libertad de Marx, el desarrollo libre y polifacético de las capacidades individuales, no es la libertad optativa del homo oeconomicus, del individuo maximizador de placeres y de consumos. Para Marx, la vida buena no es un supermercado donde el consumidor ejerce sus «preferencias» ordenadas jerárquicamente. La libertad marxiana tampoco es la simple autodeterminación y autonomía moral kantiana, aunque se trate de una condición necesaria del libre desarrollo de la individualidad (Marx habla muy kantianamente del «imperativo categórico de subvertir todas las relaciones en las cuales el hombre es un ser envilecido, humillado, abandonado, despreciado» [CFDH]). La libertad, para Marx, es autorrealización, actividad multilateral, libre ejercicio de las facultades y de los talentos, actualización de potencialidades varias y complejas. Su libertad es una libertad del hacer más que del ser o del haber, o incluso del simple goce pasivo (aunque Marx, lector atento de Epicuro, no rechaza el placer como tal y habla incluso de «la legitimidad del goce» en las doctrinas materialistas clásicas [SF]). En los Grundrisse critica la concepción smithiana de lo que los economistas neoclásicos llamarán la «desutilidad del trabajo» y la visión de la felicidad como ocio y tranquilidad:
Que el individuo «en su estado normal de salud, vigor, actividad, habilidad, destreza», tenga también la necesidad de su porción normal de trabajo, y de la supresión del reposo, parece estar muy lejos de su pensamiento. A no dudarlo, la medida misma del trabajo se presenta como dada exteriormente, por medio del objetivo a alcanzar y de los obstáculos que el trabajo debe superar para su ejecución. Pero que esta superación de obstáculos es de por sí ejercicio de la libertad (…) autorrelación, objetivación del sujeto, por ende libertad real cuya acción es precisamente el trabajo, [de todo esto] A. Smith no abriga tampoco la menor sospecha. Tiene razón, sin duda, en cuanto a que en las formas históricas del trabajo (…) este se presenta siempre como algo repulsivo, siempre como trabajo forzado, impuesto desde el exterior, frente a lo cual el no trabajo aparece como «libertad y dicha». Esto es doblemente verdadero: lo es con relación a este trabajo antitético y, en conexión con ello, al trabajo al que aún no se le han creado las condiciones, subjetivas y objetivas (…) para que el trabajo sea travail attractif, autorrealización del individuo, lo que en modo alguno significa que sea mera diversión, mero amusement (diversión), como concebía Fourier con candor a la costurerita. Precisamente, los trabajos realmente libres, como por ejemplo la composición musical, son al mismo tiempo condenadamente serios, exigen el más intenso de los esfuerzos. (G)
21. En la obra de Marx, la libertad como autorrealización creadora fusiona toda una gama de motivos latentes en la autocrítica romántica incipiente de la Ilustración, pero su dimensión propiamente política está vinculada de manera explícita a su valoración de «la concepción antigua según la cual el hombre (…) aparece siempre (…) como objetivo de la producción (…) frente al mundo moderno donde la producción aparece como objetivo del hombre» (G). Varios autores ya observaron que hay una afinidad profunda entre la concepción marxiana de la libertad como autorrealización en una comunidad cívica y la noción aristotélica de eudaimonia, que se suele traducir como «felicidad», «florecimiento» o «bienestar». James B. Murphy la define como «experiencia subjetiva de la felicidad y ejercicio objetivo de la excelencia moral, física e intelectual». Para Aristóteles, esta experiencia se origina cuando ejercemos una facultad, aún más cuando opera la unidad de concepción y ejecución (noiesis y poiesis). En Marx, se trata de una resignificación del pensamiento griego en condiciones sociales que ya no son las de la ciudad-Estado antigua. El mismo Aristóteles no hubiera entendido la formidable ambivalencia de Marx entre la crítica del dinero y de la acumulación por la acumulación (tan similar a la crítica aristotélica de la «crematística») y su fascinación por el desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, así como de las capacidades y de las necesidades humanas (tan ajena a la preocupación antigua del mesotês, del justo medio, y al temor a la hybris, a la desmesura). Es precisamente en este aspecto donde la concepción marxiana del trabajo desenajenado como «primera necesidad vital» del hombre (CPG), a la vez producción generalizada, cuasi juego y cuasi arte, a pesar de su riqueza y su carácter atractivo, plantea varios problemas de fondo.

22. En Marx, el desarrollo universal de las capacidades, la riqueza incompresible de las necesidades, la autoproducción metabólica y estética del individuo por sí mismo, si bien exaltan el potencial emancipador de la individualidad moderna, también tienen todas las características de lo que Hegel llamaba «la mala infinitud». No solo padecen de ilimitación y de indeterminación (Marx habla de un estado en el que «el hombre no se reproduce en su carácter determinado, sino que produce su plenitud total, (…) no busca permanecer como algo devenido sino que está en el movimiento absoluto del devenir» [G]), desconocen además lo que Hannah Arendt describe como el carácter «no soberano» de la acción humana, vinculada por varias formas de «materialidad» (dependencia de cadenas causales contingentes), de «pluralidad» (dependencia intersubjetiva), de «impredecibilidad» y de «futilidad» (fragilidad del sentido). Por ejemplo, Marx casi nunca menciona que, en su ciclo vital, el ser humano es también un niño y un anciano y atraviesa varios estados de dependencia y de vulnerabilidad que no corresponden menos a su «esencia humana» que la omnipotencia creativa un poco machista del individuo comunista. Lo más curioso para un pensador supuestamente «colectivista» es el rol bastante marginal que juega el hecho de la pluralidad y de la intersubjetividad humana en el modelo casi autárquico de autorrealización individual esbozado por Marx –a pesar de su afirmación un poco abstracta, en sus escritos juveniles, de la existencia de un mecanismo de reciprocidad en el que la objetivación de las capacidades productivas del individuo es un reconocimiento de las necesidades de los demás (y viceversa), una mediación entre nuestras individualidades y la especie y un «espejo» de nuestra común humanidad–. Como lo señala Jon Elster, con la superación tendencial de la escasez y de la división del trabajo, la actividad humana se volvería a la vez siempre más creativa y siempre más cooperativa, sin que Marx, obsesionado por su ideal de «no dependencia», perciba la posible contradicción entre creatividad y «cooperatividad», «elaboración absoluta de [las] disposiciones creadoras» (G) del ser humano individual y reconocimiento recíproco de nuestra mutua vulnerabilidad y dependencia. Al igual que las tesis de Arendt, la crítica feminista y la crítica ecológica de las fantasías de autosuficiencia y de dominio absoluto de la subjetividad «soberana» apuntan a una redefinición sustancial de la autorrealización comunista: en lugar del comunismo como totalización sobrehumana de todos los fines –fin de la escasez, del mercado, del Estado, del derecho, de la religión, de la ideología–, hay que pensar en el «comunismo de la finitud» como desarrollo equilibrado de las capacidades y de las necesidades en función de la vulnerabilidad, de la pluralidad y de la impredecibilidad relativa del tejido intersubjetivo y de su ecología social y natural.

La catástrofe es demasiado grande como para lamentarse

23. El horizonte del comunismo en Marx no es solo un complejo de valores sino que depende también de una articulación –por cierto problemática– entre modo de producción socioeconómico y modo de sujeción y de subjetivación del individuo. El filósofo italiano Costanzo Preve plantea el problema de manera lúcida y radical:
La hipótesis fundamental de Marx se sostenía en el hecho de que las potencias mentales de la producción social [el general intellect], a pesar de su desarrollo bajo una forma capitalista, deberían haberse en un cierto punto recompuesto del lado del trabajo, no del lado del capital. Esta «recomposición» iba a ser la premisa histórico-material del comunismo, e implicaba la superación del modo de producción capitalista, simultáneamente favorecida por la capacidad política autónoma e independiente de la clase obrera, en cuanto «frente avanzado» de estas mismas potencias mentales de la producción. Todo esto no ocurrió. Las potencias mentales de la producción sí se desarrollaron, pero bajo un forma rigurosamente capitalista, fortaleciendo el capital y debilitando el trabajo. Se trata entonces de entender si –y hasta qué punto– esta tendencia es irreversible, desembocando en un verdadero fin capitalista de la historia, o si existen perspectivas materiales para su inversión. Ahí está el problema del comunismo, no en la retórica pauperista, moralista y miserabilista sobre las perversiones y las injusticias escandalosas del capitalismo.
24. El comunismo en el sentido aquí debatido no es una cuestión de «opción preferencial por los pobres» (opción perfectamente legítima y estimable, así como globalmente deseable, pero que poco tiene que ver con la problemática de Marx), aunque la persistencia de una desigualdad excesiva y de una pobreza abyecta sí son un obstáculo antropológico mayor para la posibilidad del comunismo. Tampoco es el reflejo espontáneo –por medio de las manifestaciones expresivas y cuasi demiúrgicas de la «multitud»– del tejido biopolítico y del trabajo inmaterial posfordista, aunque la confluencia tecnopolítica de la gestión de la vida (biotecnologías, salud, demografía y ecología) y del despliegue del general intellect (aplicación de la ciencia a la producción, lógica de la formación del «capital humano», etc.) será un nudo central de la problemática de la dominación y de la emancipación en el siglo XXI. Ninguna prestidigitación teórica o retórica puede remover la necesidad de repensar el (o los) sujeto(s) de la emancipación en modo radicalmente distinto de como lo(s) veía la tradición marxista. Hay que reconstruir sin ningún presupuesto teleológico la relación entre la antropología filosófica del comunismo y la sociología empírica del cambio social. Como lo señala Gerald A. Cohen, tanto en el nivel nacional como en el nivel internacional pueden existir mayorías demográficas con condiciones de existencia más o menos similares; pueden existir sectores sociales que contribuyen en mayor medida a la producción de riquezas; puede existir gente más explotada que otra y también gente más necesitada (no siempre las mismas personas); existe inclusive gente que no tendría nada que perder en una revolución, cualesquiera sean sus consecuencias, y existen personas y grupos que desean transformar radicalmente la sociedad. Todas estas categorías comparten algo de la condición «proletaria» tal como fue clásicamente definida, pero ninguna de ellas coincide totalmente con ninguna de las otras, y a menudo sus intereses reales divergen sustancialmente. No existe automatismo sociológico del progreso ético y político, ni centro de gravedad social estable del deseo de emancipación, y es inútil pretender lo contrario. Karl Korsch, el maestro de Bertolt Brecht, ya tenía la razón en 1950: «Todos los intentos de restablecer íntegramente la doctrina marxista en su función original de teoría de la revolución social de la clase obrera son hoy utopías reaccionarias».

25. En una carta escrita en 1917, desde la cárcel, a Luisa Kautsky, Rosa Luxemburgo delineó lo que podría ser la verdadera postura ética de un(a) militante comunista. Rosa no era una monja roja y se declaraba dispuesta a «pelear con ferocidad» por su parte de felicidad íntima y personal en el mundo. En esto estaba muy lejos del triste bagaje de la «moral socialista» como la conciben tanto sus adversarios como muchos de sus partidarios. Escribió:
Todos los que me escriben se quejan y suspiran del mismo modo. Es completamente ridículo. ¿No te das cuenta de que la catástrofe general es demasiado grande como para lamentarse? Me sentiría mal si Mimi se pusiera enferma o si te pasara algo a ti. Pero si el mundo se desquicia, entonces hago lo posible por entender lo que ha ocurrido y porque, y si resulta que he cumplido con mi deber, vuelvo a sentirme otra vez tranquila. Ultra posse nemo obligatur [Nadie está obligado a hacer más]. Vuelvo a tener entonces todo lo que me procura alegría: música, pintura, coger flores en la primavera, buenos libros, Mimi, tú y tantas otras cosas… Soy rica entonces y creo que lo seguiré siendo hasta el fin. Abandonarse a las calamidades del momento es intolerable e incomprensible. Piensa con qué tranquila compostura consideraba Goethe las cosas. Y recuerda lo que vivió: la gran Revolución Francesa, que vio hasta que debió de parecer una farsa sangrienta y soberanamente inútil. Y, después, entre 1793 y 1815, toda una ininterrumpida cadena de guerras hasta que el mundo volvió a parecer una casa de locos. (…) No espero que escribas poesía como Goethe, pero podrías adoptar su actitud ante la vida, su universalidad de intereses, su armonía interior: por lo menos, podrías esforzarte por conseguirlo. Y si dijeras: pero es que Goethe no fue políticamente activo, yo te diría que un militante político precisa tener la capacidad de situarse por encima de las cosas con mayor premura si cabe, porque de lo contrario se hundirá hasta las orejas en las trivialidades de la vida cotidiana.
En este párrafo, no solo Rosa Luxemburgo está en perfecta sintonía con la concepción marxiana de la autorrealización humana, sino que parece también hablar de nuestro tiempo: la aventura del socialismo «real» que se convirtió en lo esencial en «una farsa sangrienta y soberanamente inútil», el mundo que parece cada vez más «una casa de locos». Nos ayuda a entender que la supervivencia de la izquierda en el siglo XXI exige no solamente una nueva comprensión de lo que son realismo y radicalidad, sino también un nuevo equilibrio ético, un nuevo sentir de la vida que no sea pervertido ni por los venenos del poder, ni por los rencores de la ideología y la arrogancia fatal de los que saben siempre mejor que el pueblo lo que el pueblo necesita. No se trata de una cuestión de optimismo o de pesimismo («Los pesimistas son unos cobardes y los optimistas son unos imbéciles», decía Heinrich Blücher, el segundo esposo de Arendt). Se trata simplemente de la sabiduría provisional del único comunismo pensable: el comunismo de la finitud, como horizonte posible pero no necesario, del libre juego de las facultades humanas, con plena conciencia de los límites de las capacidades cognoscitivas, afectivas y praxeológicas del animal político y simbólico y de la frágil ecología de sus necesidades y de sus recursos.
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