Simone Weil © Shoshana Kertesz |
Simone
Weil | Hasta ahora, todos los que han experimentado
la necesidad de apuntalar sus sentimientos revolucionarios con concepciones
rigurosas han encontrado o han creído encontrar estas concepciones en Marx. Se
sabe definitivamente que Marx, gracias a su teoría general de la historia y a
su análisis de la sociedad burguesa, demostró la necesidad inevitable de una
próxima transformación en la que la opresión que nos hace sufrir el régimen
capitalista sería abolida; persuadidos de ello, se evita incluso, en general,
examinar más de cerca la demostración. El “socialismo científico” ha llegado a
convertirse en dogma, exactamente como sucede con los resultados obtenidos por
la ciencia moderna, resultados en los que todos piensan que deben creer sin
plantearse nunca el cuestionamiento del método. Respecto a Marx, si se intenta
asimilar verdaderamente su demostración, en seguida se percibe que comporta
muchas más dificultades de las que la propaganda del “socialismo científico”
permite suponer.
En realidad, Marx da cuenta admirablemente del mecanismo de la opresión
capitalista, pero lo hace sin mostrar apenas cómo este mecanismo podría dejar
de funcionar. De ordinario, no se considera de esta opresión sino el aspecto
económico, es decir, la extorsión de la plusvalía; desde este punto de vista,
ciertamente, es fácil explicar a las masas que esta extorsión está ligada a la
competencia, esta a la propiedad privada, y que el día en el que la propiedad
devenga colectiva todo irá bien. Sin embargo, incluso en los límites de este
razonamiento, aparentemente simple, ante un examen atento surgen mil
dificultades.
Porque Marx ha mostrado que la verdadera razón de la explotación
de los trabajadores no es el deseo que los capitalistas pudieran tener de
disfrutar y consumir, sino la necesidad de ampliar, con la mayor rapidez
posible, la empresa, con el fin de hacerla más poderosa que sus competidoras.
Pero no solo la empresa, sino cualquier colectividad de trabajo, sea cual sea,
necesita restringir al máximo el consumo de sus miembros para consagrar el
mayor tiempo posible a forjarse armas contra las colectividades rivales, de tal
manera que, mientras sobre la superficie del globo haya lucha por el poder y
mientras el factor decisivo de la victoria sea la producción industrial, los
obreros serán explotados. Verdaderamente Marx suponía, por otra parte sin
probarlo, que cualquier tipo de lucha por el poder desaparecería el día en que
el socialismo se estableciese en todos los países industrializados; la única
desgracia[1],
como el propio Marx reconoció, es que la revolución no puede hacerse en todas
partes a la vez; cuando se realiza en un país no suprime, sino que, por el
contrario, acentúa allí la necesidad de explotar y oprimir a los trabajadores,
por el miedo a ser más débil que las otras naciones. La historia de la
Revolución rusa constituye una dolorosa ilustración de esto.
Si se consideran otros aspectos de la opresión capitalista, aparecen
otras dificultades, más temibles aún, o, mejor dicho, la misma dificultad a una
luz más cruda. La fuerza para explotar y oprimir a los obreros que posee la
burguesía reside en los fundamentos mismos de nuestra vida social y no puede
ser aniquilada por ninguna transformación política y jurídica. Esta fuerza es,
ante todo y esencialmente, el régimen de producción moderno, es decir, la gran
industria. A este respecto, abundan en Marx vigorosas expresiones relativas al
sometimiento del trabajo vivo al trabajo muerto, “la inversión de la relación
entre el objeto y el sujeto”, “la subordinación del trabajador a las
condiciones materiales de trabajo”. “En la fábrica –escribe en El capital–
existe un mecanismo independiente de los trabajadores que los incorpora como
engranajes vivos [...] La separación entre las fuerzas espirituales que
intervienen en la producción y el trabajo manual, y la transformación de las
primeras en poder[2]
del capital sobre el trabajo, encuentran su culminación en la gran industria
fundada sobre el maquinismo. La minucia de la suerte individual del peón
desaparece como una nada ante la ciencia, las formidables fuerzas naturales y
el trabajo colectivo que son incorporados en el conjunto de las máquinas y
constituyen con ellas el poder del patrón”[3].
Por tanto, la total subordinación del obrero a la empresa y a quienes la
dirigen reposa en la estructura de la fábrica y no en el régimen de propiedad.
Así, “la separación entre las fuerzas espirituales que intervienen en la
producción y el trabajo manual” o, según otra expresión, “la degradante
división del trabajo en trabajo manual y trabajo intelectual”, es la base misma
de nuestra cultura, que es una cultura de especialistas. La ciencia es un
monopolio, no por una mala organización de la instrucción pública, sino por su
misma naturaleza; los profanos solo tienen acceso a los resultados, no a los
métodos, es decir, solo pueden creer, no asimilar. El “socialismo científico”
ha quedado como monopolio de algunos y, desgraciadamente, los “intelectuales”
tienen los mismos privilegios en el movimiento obrero y en la sociedad
burguesa. Esto es así incluso en el plano político. Marx había percibido con
claridad que la opresión estatal descansa sobre la existencia de aparatos de
gobierno, permanentes y distintos de la población, esto es, el aparato
burocrático, militar y policial; pero estos aparatos permanentes son el efecto
inevitable de la distinción radical que, de hecho, existe entre las funciones
de dirección y las de ejecución. También en este punto, el movimiento obrero
reproduce plenamente los vicios de la sociedad burguesa. En todos los planos
choca con el mismo obstáculo. Toda nuestra civilización está fundada sobre la
especialización, que implica la sumisión de los que ejecutan a los que
coordinan; sobre esta base solo se puede organizar y perfeccionar la opresión,
no aliviarla. La sociedad capitalista está lejos de haber elaborado en su seno
las condiciones de un régimen de libertad y de igualdad, porque la instauración
de un régimen así supone una transformación previa de la producción y de la
cultura.
Solo es comprensible que Marx y sus discípulos hayan podido creer en la
posibilidad de una democracia efectiva sobre la base de la civilización actual
si se toma en cuenta su teoría del desarrollo de las fuerzas de producción. Es
sabido que, para Marx, este desarrollo constituye, en último término, el
verdadero motor de la historia y es casi ilimitado. Cada régimen social, cada
clase dominante tiene como “tarea”, como “misión histórica”, conducir las
fuerzas productivas a un grado cada vez más elevado, hasta el momento en que el
marco social detenga su ulterior progreso; entonces las fuerzas productivas se
sublevan, quebrantan ese marco social y una nueva clase se hace con el poder.
La constatación de que el régimen capitalista aplasta a millones de hombres
solo permite condenarlo moralmente; lo que constituye la condena histórica del
régimen es el hecho de que, después de haber hecho posible el progreso, ahora
lo obstaculiza. La tarea de las revoluciones consiste esencialmente en la
emancipación no de los hombres, sino de las fuerzas productivas. En realidad,
está claro que, una vez que estas han alcanzado un desarrollo suficiente como
para que la producción pueda realizarse con poco esfuerzo, las dos tareas
coinciden; Marx suponía que este es el caso en nuestra época. Esta suposición
le permitió la conciliación, indispensable para su tranquilidad moral, entre
sus aspiraciones idealistas y su concepción materialista de la historia. A su
juicio, la técnica actual, una vez liberada de las formas capitalistas de la
economía, puede dar a los hombres el ocio suficiente que les permita
desarrollar armoniosamente sus facultades y que, por consiguiente, haga
desaparecer, en cierta medida, la especialización degradante que el capitalismo
establece; sobre todo, el ulterior desarrollo de la técnica debería aligerar
progresivamente el peso de la necesidad material y, como consecuencia
inmediata, el de la coacción social, hasta que la humanidad alcanzase
finalmente un estado paradisíaco, propiamente hablando, en el que la más
abundante producción costaría un esfuerzo insignificante; en el que se
levantaría la antigua maldición del trabajo; sencillamente, un estado en el que
encontrar de nuevo la felicidad de Adán y Eva antes del pecado. A partir de
esta concepción es fácilmente comprensible la posición de los bolcheviques y
por qué todos, incluido Trotsky, tratan las ideas democráticas con un soberano
desprecio. Se han encontrado impotentes para realizar la democracia obrera
prevista por Marx; pero no se inquietan por tan poca cosa, convencidos como
están de que, por una parte, toda tentativa de acción que no consista en
desarrollar las fuerzas productivas está de antemano abocada al fracaso y, por
otra, de que el progreso de las fuerzas productivas hace avanzar a la humanidad
por la vía de la liberación, incluso al precio de una opresión provisional. Con
semejante seguridad moral, no es extraño que hayan asombrado al mundo por su
fuerza.
Sin embargo, es raro que las creencias reconfortantes sean, a la vez,
razonables. Antes incluso de examinar la concepción marxista de las fuerzas de
producción, llama la atención el carácter mitológico que presenta en toda la
literatura socialista, en la que se admite como postulado. Marx no explica
nunca por qué las fuerzas de producción tenderían a desarrollarse; al admitir
sin prueba esta misteriosa tendencia se aproxima no a Darwin, como quería
creer, sino a Lamarck, que fundaba, igualmente, todo su sistema biológico en
una inexplicable tendencia de los seres vivos a la adaptación. Es más, ¿por
qué, cuando las instituciones sociales se oponen al desarrollo de las fuerzas de
producción, la victoria habría de pertenecer de antemano a estas antes que a
aquellas? Sin duda, Marx no supone que los hombres transformen conscientemente
su estado social para mejorar su situación económica; sabe muy bien que, hasta
hoy, las transformaciones sociales jamás han ido acompañadas de una conciencia
clara de su alcance real; admite pues, implícitamente, que las fuerzas de
producción poseen una virtud secreta que les permite superar los obstáculos. En
fin, ¿por qué propone sin demostración, y como verdad evidente, que las fuerzas
de producción son susceptibles de un desarrollo ilimitado? Esta doctrina, en la
que reposa por completo la concepción marxista de la revolución, está
absolutamente desprovista de carácter científico. Para comprenderla hay que
recordar los orígenes hegelianos del pensamiento marxista. Hegel creía en un
espíritu oculto en el universo y que la historia del mundo es, simplemente, la
historia de este espíritu del mundo que, como todo lo que es espiritual, tiende
indefinidamente a la perfección. Marx pretendió “volver a poner en pie” la
dialéctica hegeliana a la que acusaba de estar “patas arriba”; sustituyó el
espíritu por la materia como motor de la historia; pero, por una paradoja
extraordinaria, a partir de esta rectificación concibió la historia atribuyendo
a la materia lo que es la esencia misma del espíritu: una perpetua aspiración a
lo mejor. Coincidía así, por otra parte, con la corriente general del
pensamiento capitalista: transferir el principio del progreso del espíritu a
las cosas es dar expresión filosófica a aquella “inversión de la relación entre
sujeto y objeto” en la que Marx veía la esencia misma del capitalismo. El auge
de la gran industria ha hecho de las fuerzas de producción la divinidad de un
tipo de religión cuya influencia sufrió Marx, a su pesar, al elaborar su
concepción de la historia. El término religión puede sorprender cuando se trata
de Marx; pero creer que nuestra voluntad converge con una misteriosa voluntad
que actuaría en el mundo y nos ayudaría a vencer es pensar religiosamente, es
creer en la Providencia. Por otra parte, el mismo vocabulario de Marx lo
testifica, ya que contiene expresiones casi místicas, tales como “la misión
histórica del proletariado”[4].
Esta religión de las fuerzas de producción, en cuyo nombre generaciones de
empresarios han aplastado a las masas trabajadoras sin el menor remordimiento,
constituye igualmente un factor de opresión en el seno del movimiento
socialista; todas las religiones hacen del hombre un simple instrumento de la
Providencia; también el socialismo pone a los hombres al servicio del progreso
histórico, es decir, del progreso de la producción. Por eso, sea cual sea el
ultraje infligido a la memoria de Marx por el culto que le dedican los
opresores de la Rusia moderna, no le es del todo inmerecido. Marx, es verdad,
jamás tuvo otro móvil que una generosa aspiración a la libertad y a la igualdad;
pero esta aspiración, separada de la religión materialista con la que se
confundía en su espíritu, pertenecía ya a lo que Marx llamaba, desdeñosamente,
socialismo utópico. Si la obra de Marx no contuviese ninguna otra cosa de
valor, podría ser olvidada sin inconvenientes, a excepción de los análisis
económicos.
Pero este no es el caso; aparte de este hegelianismo al revés, en Marx
hay otra concepción, a saber, un materialismo que no tiene ya nada de religioso
y constituye no una doctrina, sino un método de conocimiento y de acción. No es
raro encontrar en muchos grandes espíritus dos concepciones distintas, e
incluso incompatibles, que se confunden favoreciendo la inevitable imprecisión
del lenguaje; absortos en la elaboración de ideas nuevas, les falta tiempo para
examinar críticamente lo que han encontrado. La gran idea de Marx es que en la
sociedad, igual que en la naturaleza, todo se efectúa por transformaciones
materiales. “Los hombres hacen su propia historia, pero en condiciones
determinadas”[5].
Desear no es nada, hay que conocer las condiciones materiales que determinan
nuestras posibilidades de acción; en el ámbito social, estas condiciones están
definidas por la manera en la que el hombre obedece a la necesidad material
atendiendo a sus propias necesidades[6],
dicho de otro modo, por el modo de producción. Una mejora metódica de la
organización social supone un estudio previo y profundo del modo de producción
para intentar saber, por una parte, qué se puede esperar en un futuro próximo y
remoto desde el punto de vista del rendimiento; por otra, qué formas de
organización social y de cultura son compatibles con él, y, finalmente, cómo
puede él mismo ser transformado. Solo seres irresponsables pueden desatender un
estudio así y, sin embargo, pretender regentar la sociedad; por desgracia, esto
es lo que pasa en todas partes, tanto en los medios revolucionarios como en los
dirigentes. El método materialista, este instrumento que Marx nos ha legado, es
un instrumento virgen; ningún marxista, comenzando por el propio Marx, se ha
servido realmente de él. La única idea verdaderamente valiosa en su obra es
también la única que ha sido completamente desatendida. No es extraño que los
movimientos sociales surgidos de Marx hayan quebrado.
La primera cuestión que plantear es la del rendimiento del trabajo. ¿Hay
razones para suponer que la técnica moderna, en su actual nivel, sea capaz, en
un hipotético reparto equitativo, de asegurar a todos suficiente bienestar y
ocio como para que las condiciones modernas de trabajo dejen de dificultar el
desarrollo del individuo? Respecto al tema parece haber muchas ilusiones,
sabiamente mantenidas por la demagogia. No son los beneficios lo que hay que
calcular; bajo cualquier régimen, los beneficios que se reinvierten en la
producción, en general, se sustraen a los trabajadores. Habría que poder sumar
todos los trabajos de los que fuese posible prescindir con vistas a una
transformación del régimen de propiedad. Incluso entonces la cuestión no
quedaría resuelta; hay que tener en cuenta qué trabajos implicaría la
reorganización completa del aparato de producción, una reorganización necesaria
para que la producción se adapte a su nuevo fin, a saber, el bienestar de las
masas; no hay que olvidar que la fabricación de armamento no se abandonaría
hasta que el régimen capitalista no quedase plenamente destruido; sobre todo,
hay que prever que la destrucción del beneficio individual, eliminando algunas
formas de despilfarro, suscitaría necesariamente otras. Es imposible, evidentemente,
establecer cálculos precisos; pero estos no son indispensables para percibir
que la supresión de la propiedad privada estaría lejos de impedir que el
trabajo en las minas y en las fábricas continúe pesando como una esclavitud
sobre aquellos que están sometidos a él.
Pero, si la técnica en su estado actual no basta para liberar a los
trabajadores, al menos ¿se puede esperar razonablemente que esté destinada a un
desarrollo ilimitado, que implicaría un crecimiento ilimitado del rendimiento
del trabajo? Esto es lo que todo el mundo, tanto capitalistas como socialistas,
admite sin el menor estudio previo de la cuestión; basta que el rendimiento del
esfuerzo humano haya crecido de manera inaudita desde hace tres siglos para
esperar que este crecimiento prosiga al mismo ritmo. Nuestra cultura, que se
dice científica, nos ha proporcionado el funesto hábito de generalizar, de
extrapolar arbitrariamente en lugar de estudiar las condiciones de un fenómeno
y los límites que implican; y Marx, cuyo método dialéctico debería preservar de
tal error, cayó como los demás en este punto.
El problema es capital y determinante respecto a todas nuestras
perspectivas; hay que formularlo con la mayor precisión. A tal efecto importa
saber, en primer lugar, en qué consiste el progreso técnico, qué factores
intervienen en él, y examinar independientemente cada uno; porque, bajo el
nombre de progreso técnico, se confunden procedimientos completamente
diferentes y que ofrecen diferentes posibilidades de desarrollo. El primer procedimiento
que se ofrece al hombre para producir más con un menor esfuerzo es la
utilización de fuentes naturales de energía; es verdad que, en un sentido, no
es posible asignar un límite preciso al provecho proporcionado por este
procedimiento, porque se ignora qué nuevas energías podrán un día ser
utilizadas; pero esto no significa que, en esta vía, pueda haber perspectivas
de progreso indefinido, ni que el progreso esté, en general, asegurado. Porque
la naturaleza no nos da esta energía en ninguna de las formas en las que se
presenta: fuerza animal, hulla, petróleo; hay que arrancársela y transformarla
mediante el trabajo para adaptarla a nuestros propios fines. Ahora bien, este
trabajo no disminuye con el tiempo; en la actualidad sucede, precisamente, lo contrario,
ya que la extracción de la hulla y el petróleo es, progresiva y
automáticamente, menos eficaz y más costosa. Es más, los yacimientos
actualmente conocidos están destinados a agotarse en poco tiempo. Se pueden
encontrar nuevos yacimientos, pero será costosa la búsqueda, la instalación de
nuevas explotaciones, de las que, sin duda, algunas fracasarán; además, no
sabemos, en general, cuántos yacimientos desconocidos existen, y, en todo caso,
el número no será ilimitado. También se puede y, algún día, por supuesto, se
deberá encontrar fuentes de energía nuevas; pero nada garantiza que su
utilización vaya a exigir menos trabajo que la utilización de la hulla o de los
aceites pesados; lo contrario es igualmente posible. En rigor, puede incluso
suceder que la utilización de una fuente de energía natural cueste mayor
trabajo que el esfuerzo humano que se intenta reemplazar. En este terreno, el
azar decide; porque reflexionar metódicamente y dedicar tiempo no asegura el
descubrimiento de una fuente de energía nueva y fácilmente accesible o de un
procedimiento económico de transformación de una fuente de energía conocida. En
este tema, es fácil engañarse porque es habitual considerar el desarrollo de la
ciencia desde fuera y en bloque, sin darse cuenta de que si ciertos resultados
científicos dependen únicamente del uso que el experto hace de su razón, otros
están condicionados por hallazgos afortunados. Esto es lo que sucede respecto a
la utilización de las fuerzas de la naturaleza. Ciertamente, toda fuente de energía
es, con seguridad, transformable; pero el experto no está más seguro de
encontrar algo económicamente ventajoso, en el curso de sus investigaciones, de
lo que pueda estarlo el explorador de alcanzar un territorio fértil. De esto se
puede encontrar un ejemplo instructivo en las famosas experiencias relativas a
la energía térmica del mar, en torno a las cuales se ha organizado tanto
alboroto, y tan vanamente. Por tanto, desde el momento en que el azar entra en
juego, la noción de progreso continuo deja de ser aplicable. Así, esperar que
el desarrollo de la ciencia vaya a acarrear un día, de forma automática, el
descubrimiento de una fuente de energía utilizable inmediatamente para todas
las necesidades humanas, es soñar. No se puede demostrar que sea imposible; en
realidad, también es posible que un buen día una súbita transformación del
orden astronómico conceda a una vasta extensión del globo el clima maravilloso
que permite, según se dice, a algunas tribus primitivas vivir sin trabajar;
pero las posibilidades de este tipo nunca se deben tener en cuenta. En general,
no sería razonable pretender determinar desde ahora lo que el futuro reserva al
género humano en este ámbito.
Por otra parte, solo existe un recurso que permita disminuir el cúmulo
de esfuerzo humano, a saber, lo que se puede llamar, utilizando una expresión
moderna, la racionalización del trabajo. Es posible distinguir aquí dos
aspectos, uno relativo a la relación entre esfuerzos simultáneos, otro a la
relación entre esfuerzos sucesivos; en los dos casos el progreso consiste en
aumentar el rendimiento de los esfuerzos por la forma de combinarlos. Está
claro que en este ámbito no se puede ignorar, en rigor, el azar y el que la
noción de progreso tiene aquí un sentido; el problema consiste en saber si este
progreso es ilimitado y, en caso contrario, si estamos aún lejos del límite. En
lo que respecta a lo que podemos llamar racionalización del trabajo, son
factores de ahorro la concentración, la división y la coordinación del trabajo.
La concentración del trabajo implica la disminución de todo tipo de gastos
generales, como los relativos al local, al transporte y, a veces, a la
maquinaria. La división del trabajo tiene efectos mucho más sorprendentes: unas
veces, permite obtener una considerable rapidez en la ejecución de obras que
trabajadores aislados podrían también realizar, pero mucho más lentamente, ya
que cada uno debería hacer por su cuenta el esfuerzo de coordinación que la
organización del trabajo permite que un solo hombre asuma por todos (el célebre
análisis de Adam Smith respecto a la fabricación de alfileres proporciona un
ejemplo de esto); otras, y esto es lo más importante, la división y la
coordinación del esfuerzo posibilita obras colosales que sobrepasarían
infinitamente las posibilidades de un hombre solo. Hay que tener también en
cuenta el ahorro que supone, en lo referente al transporte de energía y
materias primas, la especialización por regiones, y, sin duda, también otros
ahorros que sería demasiado largo investigar. En todo caso, cuando se echa una
ojeada al régimen actual de producción, parece bastante claro no solo que estos
factores de ahorro comportan un límite, más allá del cual se convierten en
factores de gasto, sino también que este límite se ha alcanzado y se ha sobrepasado.
Ya desde hace años la ampliación de las empresas viene acompañada no de una
disminución, sino de un aumento de los gastos generales; el funcionamiento de
la empresa, que se ha complicado demasiado como para permitir un control
eficaz, deja un margen cada vez mayor al despilfarro y suscita una ampliación
acelerada y, por supuesto, en cierta medida parasitaria del personal dedicado a
la coordinación de las diversas partes de la empresa. La ampliación de los
intercambios que, en su momento, jugó un formidable papel como factor de
progreso económico, causa más gastos de los que evita, porque la mercancía
queda mucho tiempo improductiva, porque el personal dedicado a los intercambios
se incrementa a un ritmo acelerado y porque el transporte consume una energía
cada vez mayor en función de las innovaciones destinadas a aumentar la
velocidad, innovaciones necesariamente cada vez más costosas y menos eficaces a
medida que se suceden unas a otras. Así, a todos los efectos, el progreso se
transforma hoy, matemáticamente, en regresión.
El progreso debido a la coordinación de esfuerzos en el tiempo es, sin
duda, el factor más importante de progreso técnico; pero es también el más
difícil de analizar. Después de Marx, es habitual designarlo hablando de la sustitución
del trabajo vivo por el trabajo muerto, fórmula de una temible imprecisión, en
cuanto que evoca la imagen de una evolución continua hacia una etapa de la
técnica en la que, si se puede hablar así, todos los trabajos por hacer
estarían ya hechos. Esta imagen es tan quimérica como la de una fuente natural
de energía que fuese tan inmediatamente accesible al hombre como su propia
fuerza vital. La sustitución de la que se trata, simplemente, pone, en el lugar
de los movimientos que permitirían obtener directamente algunos resultados,
otros movimientos que producen este mismo resultado indirectamente, gracias a
la disposición asignada a las cosas inertes; esto supone, siempre, confiar a la
materia lo que parece ser el papel del esfuerzo humano, pero utilizando la
resistencia, la solidez, la dureza que poseen algunos materiales en lugar de la
energía que proporcionan algunos fenómenos naturales. En uno y otro caso, las
propiedades de la materia ciega e indiferente solo pueden adaptarse a los fines
humanos mediante el trabajo; en ambos casos la razón impide admitir de antemano
que este trabajo de adaptación deba, necesariamente, ser inferior al esfuerzo
que habrían de realizar los hombres para alcanzar directamente la finalidad que
se proponen. Pero mientras que la utilización de fuentes naturales de energía
depende, en buena medida, de hallazgos imprevisibles, la utilización de
materiales inertes y resistentes se efectúa, en líneas generales, según una
progresión continua que es posible abarcar y prolongar una vez advertido el
principio. La primera etapa, tan antigua como la humanidad, consiste en confiar
a objetos situados en lugares convenientes todo el esfuerzo de resistencia, con
el fin de impedir determinados movimientos por parte de determinadas cosas. La
segunda etapa define el maquinismo, propiamente dicho; este llegó a ser posible
cuando se advirtió que se podía no solo utilizar la materia inerte para
asegurar la inmovilidad donde era necesaria, sino incluso encargarle conservar
las relaciones permanentes de los movimientos entre sí, relaciones que, hasta
entonces, el pensamiento tenía que establecer en cada ocasión. A tal fin es
necesario, y suficiente, poder inscribir estas relaciones, transponiéndolas, en
las formas impresas en la materia sólida. De este modo, uno de los primeros
progresos que abrió la vía del maquinismo fue el que consistía en dispensar al
tejedor de adaptar al diseño del tejido la elección de los hilos por extraer,
mediante un cartón perforado que correspondía al diseño. Si, en los diversos
tipos de trabajo, solo han podido obtenerse transposiciones de este orden poco
a poco y gracias a invenciones, aparentemente debidas a la inspiración o al
azar, se debe a que el trabajo manual combina los elementos permanentes que
contiene, disimulándolos, muy a menudo, bajo una apariencia de variedad; por
eso el trabajo de manufactura debió preceder a la gran industria. La tercera y
última etapa corresponde a la técnica automática que no ha hecho sino comenzar
a aparecer; su principio reside en la posibilidad de confiar a la máquina no
solo una operación siempre idéntica, sino un conjunto de operaciones variadas.
Este conjunto puede ser todo lo vasto y complejo que se quiera; solo es
necesario que la variedad esté definida y limitada de antemano. La técnica
automática, que se encuentra aún en un estado en cierto modo primitivo, en
teoría puede desarrollarse indefinidamente; la utilización de esta técnica para
satisfacer las necesidades humanas solo comporta los límites que impone lo que
hay de imprevisto en las condiciones de la existencia humana. Si se pudiesen
concebir condiciones de vida que no comportasen ningún imprevisto, tendría
sentido el mito americano del robot y sería posible la completa supresión del
trabajo humano por la disposición sistemática del mundo. No hay nada de esto;
todo ello no son sino ficciones; con todo, sería útil elaborar estas ficciones,
a título de límite ideal, si los hombres tuviesen, al menos, el poder de
disminuir progresivamente, mediante un método, algo de lo que, en su vida, hay
de imprevisto. Pero tampoco es este el caso, y jamás técnica alguna dispensará
a los hombres de renovar y adaptar continuamente, con el sudor de su frente,
las herramientas de las que se sirven.
En estas condiciones es fácil concebir que un cierto grado de
automatismo pueda costar más esfuerzo humano que un grado menos elevado. Al
menos, es fácil concebirlo en abstracto; en esta materia, por el gran número de
factores que habría que tener en cuenta, es casi imposible llegar a una apreciación
concreta. La extracción de los metales con los que se fabrican las máquinas
solo se lleva a cabo con trabajo humano; como se trata de minas, el trabajo
resulta cada vez más penoso a medida que se realiza, sin tener en cuenta que
los yacimientos corren el riesgo de agotarse con relativa rapidez; los hombres
se reproducen, el hierro no. Tampoco hay que olvidar, aunque los balances
financieros, las estadísticas y las obras de los economistas desdeñen anotarlo,
que el trabajo de las minas es más doloroso, más agotador, más peligroso que la
mayor parte de los trabajos; el hierro, el carbón, el potasio son productos
manchados de sangre. Además, las máquinas automáticas solo ofrecen ventajas en
la medida en que se utilizan para producir en serie y en cantidades masivas; su
funcionamiento está, pues, ligado al desorden y al despilfarro que entraña una
exagerada centralización económica; por otra parte, ofrecen la tentación de
producir mucho más de lo necesario para satisfacer las necesidades reales, lo
que induce a gastar, sin beneficios, una gran riqueza de fuerza humana y de
materias primas. Tampoco hay que desatender el gasto que todo progreso técnico
supone, a causa de las investigaciones previas, de la necesidad de adaptar a
este progreso otras ramas de la producción y del abandono del material antiguo,
a menudo desechado cuando podría servir aún mucho tiempo. Nada de todo esto es
medible, ni siquiera aproximadamente. Solo está claro, en líneas generales, que
cuanto más elevado es el nivel de la técnica, más disminuyen las ventajas que
pueden aportar los nuevos progresos en relación con los inconvenientes. Sin
embargo, no tenernos medio alguno de dar razón, claramente, de si estamos cerca
o lejos del límite a partir del cual el progreso técnico se transforma en
factor de regresión económica. Solo podemos intentar adivinarlo empíricamente,
por el modo en el que evoluciona la economía actual.
Ahora bien, lo que vemos es que, en casi todas las industrias desde hace
algunos años, las empresas rechazan sistemáticamente el acoger innovaciones
técnicas. La prensa socialista y comunista saca de este hecho elocuentes
declamaciones contra el capitalismo, pero omite explicar en función de qué
milagro lo que son innovaciones dispendiosas hoy se convertirían en económicamente
ventajosas en un régimen socialista, o que se llamase socialista. Es más
razonable suponer que, en este ámbito, no estamos lejos del límite del progreso
útil; incluso, dado que la complicación de las relaciones económicas actuales y
la formidable extensión del crédito impiden a los empresarios el darse cuenta
inmediatamente de que un factor que antes era ventajoso ha dejado de serlo, se
puede concluir, con todas las reservas que convienen a un problema tan confuso,
que verosímilmente este límite se ha sobrepasado ya.
Un estudio serio de la cuestión debería, en realidad, tomar en
consideración muchos otros elementos. Los diversos factores que contribuyen a
incrementar el rendimiento del trabajo, aunque haya que separarlos en el
análisis, no se desarrollan aisladamente; se combinan y sus combinaciones
producen efectos difíciles de prever. Por lo demás, el progreso técnico no
sirve solo para obtener con poco gasto lo que antes suponía mucho esfuerzo;
también posibilita obras que, sin él, habrían sido casi inimaginables.
Convendría examinar el valor de estas posibilidades nuevas, teniendo en cuenta
el hecho de que no son solo posibilidades de construcción, sino también de
destrucción; un estudio así estaría obligado a tener en cuenta relaciones
económicas y sociales necesariamente ligadas a una determinada forma de la
técnica. Por el momento, es suficiente con haber comprendido que la posibilidad
de ulteriores progresos en relación al rendimiento del trabajo no está fuera de
duda; que, por lo que parece, en la actualidad hay tantos motivos para esperar
su disminución como su aumento; y, lo que es más importante, que un crecimiento
continuo e ilimitado del rendimiento es, propiamente hablando, inconcebible.
Únicamente la embriaguez producida por la rapidez del progreso técnico ha hecho
nacer la loca idea de que el trabajo podría llegar a ser superfluo un día. En
el plano de la ciencia pura, esta idea se tradujo en la búsqueda de la «máquina
en perpetuo movimiento», es decir, de la máquina que indefinidamente produciría
trabajo sin consumirse en ello; aquí los expertos han hecho rápidamente
justicia planteando la ley de la conservación de la energía. En el ámbito
social, las divagaciones han sido mejor acogidas. “La etapa superior del
comunismo”, considerada por Marx como último término de la evolución social,
es, en suma, una utopía absolutamente análoga a la del movimiento perpetuo. En
nombre de esta utopía los revolucionarios han derramado su sangre; mejor dicho,
han derramado su sangre en nombre o de esta utopía o de la creencia, igualmente
utópica, en que el actual sistema de producción podría ponerse, por simple
decreto, al servicio de una sociedad de hombres libres e iguales. ¿Qué tiene de
extraño que toda esta sangre haya corrido inútilmente? La historia del
movimiento obrero se ilumina así con una luz cruel, pero particularmente viva.
Es posible resumirla en su totalidad señalando que la clase obrera nunca ha
dado pruebas de su fuerza más que cuando ha servido a algo distinto a la
revolución obrera. El movimiento obrero pudo dar la ilusión de poder (puissance)
mientras se trataba de eliminar vestigios de feudalismo, de instalar la
dominación capitalista tanto bajo la forma de capitalismo privado como bajo la
de capitalismo de Estado, como sucedió en Rusia; ahora que su papel en este
terreno ha terminado y la crisis pone ante él el problema de la toma efectiva
del poder (pouvoir) por parte de las masas trabajadoras, se pulveriza y
se disuelve con una rapidez que destroza el valor de quienes habían depositado
su fe en él. Sobre sus ruinas se desarrollan interminables controversias que no
pueden acallarse sino con las más ambiguas fórmulas; porque, entre todos los
que aún se obstinan en seguir hablando de revolución, quizá no haya dos que
atribuyan a este término el mismo contenido. Y no es extraño. La palabra
revolución es una palabra por la que se mata, por la que se muere, por la que
se envía a las masas populares a la muerte, pero que no tiene ningún contenido.
Tal vez, sin embargo, se pueda dar un sentido al ideal revolucionario,
si no como perspectiva posible, al menos como límite teórico de
transformaciones sociales realizables. Lo que pediríamos a la revolución es la
abolición de la opresión social, pero para que esta noción tenga, al menos,
posibilidades de tener un significado, es preciso ocuparse en distinguir entre
opresión y subordinación de los caprichos individuales a un orden social.
Mientras haya sociedad, esta encerrará la vida de los individuos en límites muy
estrechos y les impondrá sus reglas; pero esta inevitable coacción no merece
llamarse opresión salvo en la medida en que, por el hecho de provocar una
separación entre los que la ejercen y los que la sufren, pone a los segundos a
merced de los primeros, haciendo pesar, hasta la aniquilación física y moral,
la presión de los que mandan sobre los que ejecutan. Incluso según esta
distinción, a primera vista, nada permite suponer que la supresión de la
opresión sea posible, ni siquiera concebible a título de límite. Marx hizo ver
con energía, en análisis cuyo alcance él mismo desconoció, que el actual
régimen de producción, a saber, la gran industria, reduce al obrero a no ser
sino una pieza en el engranaje de la fábrica y un simple instrumento en manos
de los que la dirigen; es inútil esperar que el progreso técnico pueda, por una
progresiva y continua disminución del esfuerzo de producción, aliviar, hasta
hacerlo casi desaparecer, el doble peso sobre el hombre de la naturaleza y de
la sociedad. El problema, pues, es muy claro; se trata de saber si es posible
concebir una organización de la producción que, aunque sea incapaz de eliminar
las necesidades naturales y la coacción social que de ellas deriva, permita, al
menos, que se den sin aplastar los espíritus y los cuerpos bajo la opresión. En
una época como la nuestra, haber comprendido claramente este problema tal vez
sea una condición para poder vivir en paz con uno mismo. Si se llega a concebir
concretamente las condiciones de esta organización liberadora, solo queda
llevarla a cabo, encaminando a ella toda la capacidad de acción, pequeña o
grande, de la que se disponga; y si se comprende que la posibilidad de un modo
tal de producción no es ni siquiera concebible, al menos se gana el poder
resignarse, legítimamente, a la opresión, dejando de sentirse cómplice por el
hecho de no hacer nada para impedirla.
Este texto, que la autora dejó inédito y fue
publicado por primera vez por Albert Camus, forma parte del libro Reflexiones
sobre las causas de la libertad y de la opresión social, con prólogo y
traducción de Carmen Revilla Guzmán, que acaba de editar Trotta,
que está recuperando toda la obra de Weil.
Simone Weil nació en París en 1909, en el seno de
una familia agnóstica de procedencia judía. Asistió al liceo Henri IV donde
tuvo como profesor de filosofía a Alain. Tras pasar por la Escuela Normal
Superior, enseñará filosofía en liceos femeninos de provincias, hasta que sus
dolores de cabeza crónicos la obliguen a abandonar las tareas docentes.
Vinculada a grupos pacifistas y al sindicalismo revolucionario, a finales de
1934 deja por un tiempo la enseñanza para trabajar en distintas fábricas.
Llevada por esta necesidad interior de exponerse a la realidad, asumirá a lo
largo de su vida distintos trabajos manuales y participará brevemente en la guerra civil española en la columna Durruti. Entre 1935 y 1938 tienen lugar sus sucesivos encuentros
con el cristianismo, que la hacen cruzar un umbral, aunque sin cambiar el
sentido de su vocación. Con la ocupación alemana, abandona París acompañando a
sus padres, primero con destino a Marsella y luego a Nueva York. En contra de
su deseo de volver a Francia para participar en la Resistencia, es destinada a
labores burocráticas por los servicios de la Francia Libre. Consumida por la
pena y por una anorexia voluntaria, muere en 1943 en el sanatorio de Ashford,
cerca de Londres. De Simone Weil han sido publicados en esta misma
editorial: Pensamientos desordenados (1995), Escritos
de Londres y últimas cartas (2000), Cuadernos (2001), El
conocimiento sobrenatural (2003), Intuiciones precristianas (2004), La
fuente griega (2005), Poemas seguido de Venecia salvada (2006), La
gravedad y la gracia (2007), Escritos históricos y políticos (2007), A
la espera de Dios (2009), Carta a un religioso (2011), Echar
raíces (2014) y La condición obrera (2014).
Notas
[1] Malheur en el texto francés. Este
término alude, en los últimos escritos de la autora, a uno de los aspectos
centrales de su reflexión: designa la experiencia, pura y sin paliativos, de la
“fuerza” como ley que rige la despiadada e inexorable dinámica de lo real y
adquiere, entonces, un sentido muy preciso. Cuando, en esta obra, es este el
sentido al que el término apunta aparecerá traducido como desventura, en
los demás casos, y según el contexto, como desgracia o desdicha, con sus
connotaciones habituales (N. de la T.).
[2] Pouvoir en el texto francés. Aquí
traducimos por poder, indistintamente, los términos pouvoir y
puissance, a fin de evitar las connotaciones que otras expresiones podrían
tener y que, de hecho, en Simone Weil no tienen. Sin embargo, teniendo en
cuenta que el tema del poder es también progresivamente relevante en el
pensamiento weiliano, conviene recordar que, para la autora, puissance es la
capacidad positiva de acción, ilimitada en ausencia de obstáculos, que define
esencialmente a los hombres y marca, en consecuencia, el despliegue de sus
comportamientos; pouvoir se refiere a la capacidad de ejercer y manejar la
«fuerza» en un determinado marco de acción. Hay, sin duda, una conexión entre
ambas formas de poder, pero también diferencias que, en español, solo quedan
recogidas por el contexto. Cuando el matiz no queda precisado por el contexto,
mantenemos entre paréntesis el término francés (N. de la T.).
[3] El capital, libro I, secc. 4, cap.
15.
[4] Por ejemplo, en La Guerre civile en
France, 1871, Éditions Sociales, 1971, p. 68.
[5] Véase K. Marx, El dieciocho Brumario
de Luis Bonaparte.
[6] Nécessité en el texto. El concepto de
necesidad describe, en Simone Weil, el orden del mundo, un orden que es armonía
geométrica derivada de la obediencia fiel de todo acontecimiento a la ley de la
fuerza que rige la materia; el ser humano, inserto en el universo, es un ser
necesitado, dependiente de la necesidad cuya realidad experimenta como
imposición de la naturaleza que genera las necesidades, esto es, los hechos en
los que esta experiencia elemental se expresa en su existencia cotidiana y
concreta. Aunque este tema aparece desarrollado explícitamente en los últimos
escritos de la autora, en el texto los términos nécessité y besoin (que en
general traducimos respectivamente como necesidad y necesidades, en
plural) tienen este sentido (N. de la T.).
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