10/4/15

Crítica del marxismo. Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social

Simone Weil
© Shoshana Kertesz
Simone Weil   |   Hasta ahora, todos los que han experimentado la necesidad de apuntalar sus sentimientos revolucionarios con concepciones rigurosas han encontrado o han creído encontrar estas concepciones en Marx. Se sabe definitivamente que Marx, gracias a su teoría general de la historia y a su análisis de la sociedad burguesa, demostró la necesidad inevitable de una próxima transformación en la que la opresión que nos hace sufrir el régimen capitalista sería abolida; persuadidos de ello, se evita incluso, en general, examinar más de cerca la demostración. El “socialismo científico” ha llegado a convertirse en dogma, exactamente como sucede con los resultados obtenidos por la ciencia moderna, resultados en los que todos piensan que deben creer sin plantearse nunca el cuestionamiento del método. Respecto a Marx, si se intenta asimilar verdaderamente su demostración, en seguida se percibe que comporta muchas más dificultades de las que la propaganda del “socialismo científico” permite suponer.

En realidad, Marx da cuenta admirablemente del mecanismo de la opresión capitalista, pero lo hace sin mostrar apenas cómo este mecanismo podría dejar de funcionar. De ordinario, no se considera de esta opresión sino el aspecto económico, es decir, la extorsión de la plusvalía; desde este punto de vista, ciertamente, es fácil explicar a las masas que esta extorsión está ligada a la competencia, esta a la propiedad privada, y que el día en el que la propiedad devenga colectiva todo irá bien. Sin embargo, incluso en los límites de este razonamiento, aparentemente simple, ante un examen atento surgen mil dificultades. 

Porque Marx ha mostrado que la verdadera razón de la explotación de los trabajadores no es el deseo que los capitalistas pudieran tener de disfrutar y consumir, sino la necesidad de ampliar, con la mayor rapidez posible, la empresa, con el fin de hacerla más poderosa que sus competidoras. Pero no solo la empresa, sino cualquier colectividad de trabajo, sea cual sea, necesita restringir al máximo el consumo de sus miembros para consagrar el mayor tiempo posible a forjarse armas contra las colectividades rivales, de tal manera que, mientras sobre la superficie del globo haya lucha por el poder y mientras el factor decisivo de la victoria sea la producción industrial, los obreros serán explotados. Verdaderamente Marx suponía, por otra parte sin probarlo, que cualquier tipo de lucha por el poder desaparecería el día en que el socialismo se estableciese en todos los países industrializados; la única desgracia[1], como el propio Marx reconoció, es que la revolución no puede hacerse en todas partes a la vez; cuando se realiza en un país no suprime, sino que, por el contrario, acentúa allí la necesidad de explotar y oprimir a los trabajadores, por el miedo a ser más débil que las otras naciones. La historia de la Revolución rusa constituye una dolorosa ilustración de esto.

Si se consideran otros aspectos de la opresión capitalista, aparecen otras dificultades, más temibles aún, o, mejor dicho, la misma dificultad a una luz más cruda. La fuerza para explotar y oprimir a los obreros que posee la burguesía reside en los fundamentos mismos de nuestra vida social y no puede ser aniquilada por ninguna transformación política y jurídica. Esta fuerza es, ante todo y esencialmente, el régimen de producción moderno, es decir, la gran industria. A este respecto, abundan en Marx vigorosas expresiones relativas al sometimiento del trabajo vivo al trabajo muerto, “la inversión de la relación entre el objeto y el sujeto”, “la subordinación del trabajador a las condiciones materiales de trabajo”. “En la fábrica –escribe en El capital– existe un mecanismo independiente de los trabajadores que los incorpora como engranajes vivos [...] La separación entre las fuerzas espirituales que intervienen en la producción y el trabajo manual, y la transformación de las primeras en poder[2] del capital sobre el trabajo, encuentran su culminación en la gran industria fundada sobre el maquinismo. La minucia de la suerte individual del peón desaparece como una nada ante la ciencia, las formidables fuerzas naturales y el trabajo colectivo que son incorporados en el conjunto de las máquinas y constituyen con ellas el poder del patrón”[3]. Por tanto, la total subordinación del obrero a la empresa y a quienes la dirigen reposa en la estructura de la fábrica y no en el régimen de propiedad. Así, “la separación entre las fuerzas espirituales que intervienen en la producción y el trabajo manual” o, según otra expresión, “la degradante división del trabajo en trabajo manual y trabajo intelectual”, es la base misma de nuestra cultura, que es una cultura de especialistas. La ciencia es un monopolio, no por una mala organización de la instrucción pública, sino por su misma naturaleza; los profanos solo tienen acceso a los resultados, no a los métodos, es decir, solo pueden creer, no asimilar. El “socialismo científico” ha quedado como monopolio de algunos y, desgraciadamente, los “intelectuales” tienen los mismos privilegios en el movimiento obrero y en la sociedad burguesa. Esto es así incluso en el plano político. Marx había percibido con claridad que la opresión estatal descansa sobre la existencia de aparatos de gobierno, permanentes y distintos de la población, esto es, el aparato burocrático, militar y policial; pero estos aparatos permanentes son el efecto inevitable de la distinción radical que, de hecho, existe entre las funciones de dirección y las de ejecución. También en este punto, el movimiento obrero reproduce plenamente los vicios de la sociedad burguesa. En todos los planos choca con el mismo obstáculo. Toda nuestra civilización está fundada sobre la especialización, que implica la sumisión de los que ejecutan a los que coordinan; sobre esta base solo se puede organizar y perfeccionar la opresión, no aliviarla. La sociedad capitalista está lejos de haber elaborado en su seno las condiciones de un régimen de libertad y de igualdad, porque la instauración de un régimen así supone una transformación previa de la producción y de la cultura.

Solo es comprensible que Marx y sus discípulos hayan podido creer en la posibilidad de una democracia efectiva sobre la base de la civilización actual si se toma en cuenta su teoría del desarrollo de las fuerzas de producción. Es sabido que, para Marx, este desarrollo constituye, en último término, el verdadero motor de la historia y es casi ilimitado. Cada régimen social, cada clase dominante tiene como “tarea”, como “misión histórica”, conducir las fuerzas productivas a un grado cada vez más elevado, hasta el momento en que el marco social detenga su ulterior progreso; entonces las fuerzas productivas se sublevan, quebrantan ese marco social y una nueva clase se hace con el poder. La constatación de que el régimen capitalista aplasta a millones de hombres solo permite condenarlo moralmente; lo que constituye la condena histórica del régimen es el hecho de que, después de haber hecho posible el progreso, ahora lo obstaculiza. La tarea de las revoluciones consiste esencialmente en la emancipación no de los hombres, sino de las fuerzas productivas. En realidad, está claro que, una vez que estas han alcanzado un desarrollo suficiente como para que la producción pueda realizarse con poco esfuerzo, las dos tareas coinciden; Marx suponía que este es el caso en nuestra época. Esta suposición le permitió la conciliación, indispensable para su tranquilidad moral, entre sus aspiraciones idealistas y su concepción materialista de la historia. A su juicio, la técnica actual, una vez liberada de las formas capitalistas de la economía, puede dar a los hombres el ocio suficiente que les permita desarrollar armoniosamente sus facultades y que, por consiguiente, haga desaparecer, en cierta medida, la especialización degradante que el capitalismo establece; sobre todo, el ulterior desarrollo de la técnica debería aligerar progresivamente el peso de la necesidad material y, como consecuencia inmediata, el de la coacción social, hasta que la humanidad alcanzase finalmente un estado paradisíaco, propiamente hablando, en el que la más abundante producción costaría un esfuerzo insignificante; en el que se levantaría la antigua maldición del trabajo; sencillamente, un estado en el que encontrar de nuevo la felicidad de Adán y Eva antes del pecado. A partir de esta concepción es fácilmente comprensible la posición de los bolcheviques y por qué todos, incluido Trotsky, tratan las ideas democráticas con un soberano desprecio. Se han encontrado impotentes para realizar la democracia obrera prevista por Marx; pero no se inquietan por tan poca cosa, convencidos como están de que, por una parte, toda tentativa de acción que no consista en desarrollar las fuerzas productivas está de antemano abocada al fracaso y, por otra, de que el progreso de las fuerzas productivas hace avanzar a la humanidad por la vía de la liberación, incluso al precio de una opresión provisional. Con semejante seguridad moral, no es extraño que hayan asombrado al mundo por su fuerza.

Sin embargo, es raro que las creencias reconfortantes sean, a la vez, razonables. Antes incluso de examinar la concepción marxista de las fuerzas de producción, llama la atención el carácter mitológico que presenta en toda la literatura socialista, en la que se admite como postulado. Marx no explica nunca por qué las fuerzas de producción tenderían a desarrollarse; al admitir sin prueba esta misteriosa tendencia se aproxima no a Darwin, como quería creer, sino a Lamarck, que fundaba, igualmente, todo su sistema biológico en una inexplicable tendencia de los seres vivos a la adaptación. Es más, ¿por qué, cuando las instituciones sociales se oponen al desarrollo de las fuerzas de producción, la victoria habría de pertenecer de antemano a estas antes que a aquellas? Sin duda, Marx no supone que los hombres transformen conscientemente su estado social para mejorar su situación económica; sabe muy bien que, hasta hoy, las transformaciones sociales jamás han ido acompañadas de una conciencia clara de su alcance real; admite pues, implícitamente, que las fuerzas de producción poseen una virtud secreta que les permite superar los obstáculos. En fin, ¿por qué propone sin demostración, y como verdad evidente, que las fuerzas de producción son susceptibles de un desarrollo ilimitado? Esta doctrina, en la que reposa por completo la concepción marxista de la revolución, está absolutamente desprovista de carácter científico. Para comprenderla hay que recordar los orígenes hegelianos del pensamiento marxista. Hegel creía en un espíritu oculto en el universo y que la historia del mundo es, simplemente, la historia de este espíritu del mundo que, como todo lo que es espiritual, tiende indefinidamente a la perfección. Marx pretendió “volver a poner en pie” la dialéctica hegeliana a la que acusaba de estar “patas arriba”; sustituyó el espíritu por la materia como motor de la historia; pero, por una paradoja extraordinaria, a partir de esta rectificación concibió la historia atribuyendo a la materia lo que es la esencia misma del espíritu: una perpetua aspiración a lo mejor. Coincidía así, por otra parte, con la corriente general del pensamiento capitalista: transferir el principio del progreso del espíritu a las cosas es dar expresión filosófica a aquella “inversión de la relación entre sujeto y objeto” en la que Marx veía la esencia misma del capitalismo. El auge de la gran industria ha hecho de las fuerzas de producción la divinidad de un tipo de religión cuya influencia sufrió Marx, a su pesar, al elaborar su concepción de la historia. El término religión puede sorprender cuando se trata de Marx; pero creer que nuestra voluntad converge con una misteriosa voluntad que actuaría en el mundo y nos ayudaría a vencer es pensar religiosamente, es creer en la Providencia. Por otra parte, el mismo vocabulario de Marx lo testifica, ya que contiene expresiones casi místicas, tales como “la misión histórica del proletariado”[4]. Esta religión de las fuerzas de producción, en cuyo nombre generaciones de empresarios han aplastado a las masas trabajadoras sin el menor remordimiento, constituye igualmente un factor de opresión en el seno del movimiento socialista; todas las religiones hacen del hombre un simple instrumento de la Providencia; también el socialismo pone a los hombres al servicio del progreso histórico, es decir, del progreso de la producción. Por eso, sea cual sea el ultraje infligido a la memoria de Marx por el culto que le dedican los opresores de la Rusia moderna, no le es del todo inmerecido. Marx, es verdad, jamás tuvo otro móvil que una generosa aspiración a la libertad y a la igualdad; pero esta aspiración, separada de la religión materialista con la que se confundía en su espíritu, pertenecía ya a lo que Marx llamaba, desdeñosamente, socialismo utópico. Si la obra de Marx no contuviese ninguna otra cosa de valor, podría ser olvidada sin inconvenientes, a excepción de los análisis económicos.

Pero este no es el caso; aparte de este hegelianismo al revés, en Marx hay otra concepción, a saber, un materialismo que no tiene ya nada de religioso y constituye no una doctrina, sino un método de conocimiento y de acción. No es raro encontrar en muchos grandes espíritus dos concepciones distintas, e incluso incompatibles, que se confunden favoreciendo la inevitable imprecisión del lenguaje; absortos en la elaboración de ideas nuevas, les falta tiempo para examinar críticamente lo que han encontrado. La gran idea de Marx es que en la sociedad, igual que en la naturaleza, todo se efectúa por transformaciones materiales. “Los hombres hacen su propia historia, pero en condiciones determinadas”[5]. Desear no es nada, hay que conocer las condiciones materiales que determinan nuestras posibilidades de acción; en el ámbito social, estas condiciones están definidas por la manera en la que el hombre obedece a la necesidad material atendiendo a sus propias necesidades[6], dicho de otro modo, por el modo de producción. Una mejora metódica de la organización social supone un estudio previo y profundo del modo de producción para intentar saber, por una parte, qué se puede esperar en un futuro próximo y remoto desde el punto de vista del rendimiento; por otra, qué formas de organización social y de cultura son compatibles con él, y, finalmente, cómo puede él mismo ser transformado. Solo seres irresponsables pueden desatender un estudio así y, sin embargo, pretender regentar la sociedad; por desgracia, esto es lo que pasa en todas partes, tanto en los medios revolucionarios como en los dirigentes. El método materialista, este instrumento que Marx nos ha legado, es un instrumento virgen; ningún marxista, comenzando por el propio Marx, se ha servido realmente de él. La única idea verdaderamente valiosa en su obra es también la única que ha sido completamente desatendida. No es extraño que los movimientos sociales surgidos de Marx hayan quebrado.

La primera cuestión que plantear es la del rendimiento del trabajo. ¿Hay razones para suponer que la técnica moderna, en su actual nivel, sea capaz, en un hipotético reparto equitativo, de asegurar a todos suficiente bienestar y ocio como para que las condiciones modernas de trabajo dejen de dificultar el desarrollo del individuo? Respecto al tema parece haber muchas ilusiones, sabiamente mantenidas por la demagogia. No son los beneficios lo que hay que calcular; bajo cualquier régimen, los beneficios que se reinvierten en la producción, en general, se sustraen a los trabajadores. Habría que poder sumar todos los trabajos de los que fuese posible prescindir con vistas a una transformación del régimen de propiedad. Incluso entonces la cuestión no quedaría resuelta; hay que tener en cuenta qué trabajos implicaría la reorganización completa del aparato de producción, una reorganización necesaria para que la producción se adapte a su nuevo fin, a saber, el bienestar de las masas; no hay que olvidar que la fabricación de armamento no se abandonaría hasta que el régimen capitalista no quedase plenamente destruido; sobre todo, hay que prever que la destrucción del beneficio individual, eliminando algunas formas de despilfarro, suscitaría necesariamente otras. Es imposible, evidentemente, establecer cálculos precisos; pero estos no son indispensables para percibir que la supresión de la propiedad privada estaría lejos de impedir que el trabajo en las minas y en las fábricas continúe pesando como una esclavitud sobre aquellos que están sometidos a él.

Pero, si la técnica en su estado actual no basta para liberar a los trabajadores, al menos ¿se puede esperar razonablemente que esté destinada a un desarrollo ilimitado, que implicaría un crecimiento ilimitado del rendimiento del trabajo? Esto es lo que todo el mundo, tanto capitalistas como socialistas, admite sin el menor estudio previo de la cuestión; basta que el rendimiento del esfuerzo humano haya crecido de manera inaudita desde hace tres siglos para esperar que este crecimiento prosiga al mismo ritmo. Nuestra cultura, que se dice científica, nos ha proporcionado el funesto hábito de generalizar, de extrapolar arbitrariamente en lugar de estudiar las condiciones de un fenómeno y los límites que implican; y Marx, cuyo método dialéctico debería preservar de tal error, cayó como los demás en este punto.

El problema es capital y determinante respecto a todas nuestras perspectivas; hay que formularlo con la mayor precisión. A tal efecto importa saber, en primer lugar, en qué consiste el progreso técnico, qué factores intervienen en él, y examinar independientemente cada uno; porque, bajo el nombre de progreso técnico, se confunden procedimientos completamente diferentes y que ofrecen diferentes posibilidades de desarrollo. El primer procedimiento que se ofrece al hombre para producir más con un menor esfuerzo es la utilización de fuentes naturales de energía; es verdad que, en un sentido, no es posible asignar un límite preciso al provecho proporcionado por este procedimiento, porque se ignora qué nuevas energías podrán un día ser utilizadas; pero esto no significa que, en esta vía, pueda haber perspectivas de progreso indefinido, ni que el progreso esté, en general, asegurado. Porque la naturaleza no nos da esta energía en ninguna de las formas en las que se presenta: fuerza animal, hulla, petróleo; hay que arrancársela y transformarla mediante el trabajo para adaptarla a nuestros propios fines. Ahora bien, este trabajo no disminuye con el tiempo; en la actualidad sucede, precisamente, lo contrario, ya que la extracción de la hulla y el petróleo es, progresiva y automáticamente, menos eficaz y más costosa. Es más, los yacimientos actualmente conocidos están destinados a agotarse en poco tiempo. Se pueden encontrar nuevos yacimientos, pero será costosa la búsqueda, la instalación de nuevas explotaciones, de las que, sin duda, algunas fracasarán; además, no sabemos, en general, cuántos yacimientos desconocidos existen, y, en todo caso, el número no será ilimitado. También se puede y, algún día, por supuesto, se deberá encontrar fuentes de energía nuevas; pero nada garantiza que su utilización vaya a exigir menos trabajo que la utilización de la hulla o de los aceites pesados; lo contrario es igualmente posible. En rigor, puede incluso suceder que la utilización de una fuente de energía natural cueste mayor trabajo que el esfuerzo humano que se intenta reemplazar. En este terreno, el azar decide; porque reflexionar metódicamente y dedicar tiempo no asegura el descubrimiento de una fuente de energía nueva y fácilmente accesible o de un procedimiento económico de transformación de una fuente de energía conocida. En este tema, es fácil engañarse porque es habitual considerar el desarrollo de la ciencia desde fuera y en bloque, sin darse cuenta de que si ciertos resultados científicos dependen únicamente del uso que el experto hace de su razón, otros están condicionados por hallazgos afortunados. Esto es lo que sucede respecto a la utilización de las fuerzas de la naturaleza. Ciertamente, toda fuente de energía es, con seguridad, transformable; pero el experto no está más seguro de encontrar algo económicamente ventajoso, en el curso de sus investigaciones, de lo que pueda estarlo el explorador de alcanzar un territorio fértil. De esto se puede encontrar un ejemplo instructivo en las famosas experiencias relativas a la energía térmica del mar, en torno a las cuales se ha organizado tanto alboroto, y tan vanamente. Por tanto, desde el momento en que el azar entra en juego, la noción de progreso continuo deja de ser aplicable. Así, esperar que el desarrollo de la ciencia vaya a acarrear un día, de forma automática, el descubrimiento de una fuente de energía utilizable inmediatamente para todas las necesidades humanas, es soñar. No se puede demostrar que sea imposible; en realidad, también es posible que un buen día una súbita transformación del orden astronómico conceda a una vasta extensión del globo el clima maravilloso que permite, según se dice, a algunas tribus primitivas vivir sin trabajar; pero las posibilidades de este tipo nunca se deben tener en cuenta. En general, no sería razonable pretender determinar desde ahora lo que el futuro reserva al género humano en este ámbito.

Por otra parte, solo existe un recurso que permita disminuir el cúmulo de esfuerzo humano, a saber, lo que se puede llamar, utilizando una expresión moderna, la racionalización del trabajo. Es posible distinguir aquí dos aspectos, uno relativo a la relación entre esfuerzos simultáneos, otro a la relación entre esfuerzos sucesivos; en los dos casos el progreso consiste en aumentar el rendimiento de los esfuerzos por la forma de combinarlos. Está claro que en este ámbito no se puede ignorar, en rigor, el azar y el que la noción de progreso tiene aquí un sentido; el problema consiste en saber si este progreso es ilimitado y, en caso contrario, si estamos aún lejos del límite. En lo que respecta a lo que podemos llamar racionalización del trabajo, son factores de ahorro la concentración, la división y la coordinación del trabajo. La concentración del trabajo implica la disminución de todo tipo de gastos generales, como los relativos al local, al transporte y, a veces, a la maquinaria. La división del trabajo tiene efectos mucho más sorprendentes: unas veces, permite obtener una considerable rapidez en la ejecución de obras que trabajadores aislados podrían también realizar, pero mucho más lentamente, ya que cada uno debería hacer por su cuenta el esfuerzo de coordinación que la organización del trabajo permite que un solo hombre asuma por todos (el célebre análisis de Adam Smith respecto a la fabricación de alfileres proporciona un ejemplo de esto); otras, y esto es lo más importante, la división y la coordinación del esfuerzo posibilita obras colosales que sobrepasarían infinitamente las posibilidades de un hombre solo. Hay que tener también en cuenta el ahorro que supone, en lo referente al transporte de energía y materias primas, la especialización por regiones, y, sin duda, también otros ahorros que sería demasiado largo investigar. En todo caso, cuando se echa una ojeada al régimen actual de producción, parece bastante claro no solo que estos factores de ahorro comportan un límite, más allá del cual se convierten en factores de gasto, sino también que este límite se ha alcanzado y se ha sobrepasado. Ya desde hace años la ampliación de las empresas viene acompañada no de una disminución, sino de un aumento de los gastos generales; el funcionamiento de la empresa, que se ha complicado demasiado como para permitir un control eficaz, deja un margen cada vez mayor al despilfarro y suscita una ampliación acelerada y, por supuesto, en cierta medida parasitaria del personal dedicado a la coordinación de las diversas partes de la empresa. La ampliación de los intercambios que, en su momento, jugó un formidable papel como factor de progreso económico, causa más gastos de los que evita, porque la mercancía queda mucho tiempo improductiva, porque el personal dedicado a los intercambios se incrementa a un ritmo acelerado y porque el transporte consume una energía cada vez mayor en función de las innovaciones destinadas a aumentar la velocidad, innovaciones necesariamente cada vez más costosas y menos eficaces a medida que se suceden unas a otras. Así, a todos los efectos, el progreso se transforma hoy, matemáticamente, en regresión.

El progreso debido a la coordinación de esfuerzos en el tiempo es, sin duda, el factor más importante de progreso técnico; pero es también el más difícil de analizar. Después de Marx, es habitual designarlo hablando de la sustitución del trabajo vivo por el trabajo muerto, fórmula de una temible imprecisión, en cuanto que evoca la imagen de una evolución continua hacia una etapa de la técnica en la que, si se puede hablar así, todos los trabajos por hacer estarían ya hechos. Esta imagen es tan quimérica como la de una fuente natural de energía que fuese tan inmediatamente accesible al hombre como su propia fuerza vital. La sustitución de la que se trata, simplemente, pone, en el lugar de los movimientos que permitirían obtener directamente algunos resultados, otros movimientos que producen este mismo resultado indirectamente, gracias a la disposición asignada a las cosas inertes; esto supone, siempre, confiar a la materia lo que parece ser el papel del esfuerzo humano, pero utilizando la resistencia, la solidez, la dureza que poseen algunos materiales en lugar de la energía que proporcionan algunos fenómenos naturales. En uno y otro caso, las propiedades de la materia ciega e indiferente solo pueden adaptarse a los fines humanos mediante el trabajo; en ambos casos la razón impide admitir de antemano que este trabajo de adaptación deba, necesariamente, ser inferior al esfuerzo que habrían de realizar los hombres para alcanzar directamente la finalidad que se proponen. Pero mientras que la utilización de fuentes naturales de energía depende, en buena medida, de hallazgos imprevisibles, la utilización de materiales inertes y resistentes se efectúa, en líneas generales, según una progresión continua que es posible abarcar y prolongar una vez advertido el principio. La primera etapa, tan antigua como la humanidad, consiste en confiar a objetos situados en lugares convenientes todo el esfuerzo de resistencia, con el fin de impedir determinados movimientos por parte de determinadas cosas. La segunda etapa define el maquinismo, propiamente dicho; este llegó a ser posible cuando se advirtió que se podía no solo utilizar la materia inerte para asegurar la inmovilidad donde era necesaria, sino incluso encargarle conservar las relaciones permanentes de los movimientos entre sí, relaciones que, hasta entonces, el pensamiento tenía que establecer en cada ocasión. A tal fin es necesario, y suficiente, poder inscribir estas relaciones, transponiéndolas, en las formas impresas en la materia sólida. De este modo, uno de los primeros progresos que abrió la vía del maquinismo fue el que consistía en dispensar al tejedor de adaptar al diseño del tejido la elección de los hilos por extraer, mediante un cartón perforado que correspondía al diseño. Si, en los diversos tipos de trabajo, solo han podido obtenerse transposiciones de este orden poco a poco y gracias a invenciones, aparentemente debidas a la inspiración o al azar, se debe a que el trabajo manual combina los elementos permanentes que contiene, disimulándolos, muy a menudo, bajo una apariencia de variedad; por eso el trabajo de manufactura debió preceder a la gran industria. La tercera y última etapa corresponde a la técnica automática que no ha hecho sino comenzar a aparecer; su principio reside en la posibilidad de confiar a la máquina no solo una operación siempre idéntica, sino un conjunto de operaciones variadas. Este conjunto puede ser todo lo vasto y complejo que se quiera; solo es necesario que la variedad esté definida y limitada de antemano. La técnica automática, que se encuentra aún en un estado en cierto modo primitivo, en teoría puede desarrollarse indefinidamente; la utilización de esta técnica para satisfacer las necesidades humanas solo comporta los límites que impone lo que hay de imprevisto en las condiciones de la existencia humana. Si se pudiesen concebir condiciones de vida que no comportasen ningún imprevisto, tendría sentido el mito americano del robot y sería posible la completa supresión del trabajo humano por la disposición sistemática del mundo. No hay nada de esto; todo ello no son sino ficciones; con todo, sería útil elaborar estas ficciones, a título de límite ideal, si los hombres tuviesen, al menos, el poder de disminuir progresivamente, mediante un método, algo de lo que, en su vida, hay de imprevisto. Pero tampoco es este el caso, y jamás técnica alguna dispensará a los hombres de renovar y adaptar continuamente, con el sudor de su frente, las herramientas de las que se sirven.

En estas condiciones es fácil concebir que un cierto grado de automatismo pueda costar más esfuerzo humano que un grado menos elevado. Al menos, es fácil concebirlo en abstracto; en esta materia, por el gran número de factores que habría que tener en cuenta, es casi imposible llegar a una apreciación concreta. La extracción de los metales con los que se fabrican las máquinas solo se lleva a cabo con trabajo humano; como se trata de minas, el trabajo resulta cada vez más penoso a medida que se realiza, sin tener en cuenta que los yacimientos corren el riesgo de agotarse con relativa rapidez; los hombres se reproducen, el hierro no. Tampoco hay que olvidar, aunque los balances financieros, las estadísticas y las obras de los economistas desdeñen anotarlo, que el trabajo de las minas es más doloroso, más agotador, más peligroso que la mayor parte de los trabajos; el hierro, el carbón, el potasio son productos manchados de sangre. Además, las máquinas automáticas solo ofrecen ventajas en la medida en que se utilizan para producir en serie y en cantidades masivas; su funcionamiento está, pues, ligado al desorden y al despilfarro que entraña una exagerada centralización económica; por otra parte, ofrecen la tentación de producir mucho más de lo necesario para satisfacer las necesidades reales, lo que induce a gastar, sin beneficios, una gran riqueza de fuerza humana y de materias primas. Tampoco hay que desatender el gasto que todo progreso técnico supone, a causa de las investigaciones previas, de la necesidad de adaptar a este progreso otras ramas de la producción y del abandono del material antiguo, a menudo desechado cuando podría servir aún mucho tiempo. Nada de todo esto es medible, ni siquiera aproximadamente. Solo está claro, en líneas generales, que cuanto más elevado es el nivel de la técnica, más disminuyen las ventajas que pueden aportar los nuevos progresos en relación con los inconvenientes. Sin embargo, no tenernos medio alguno de dar razón, claramente, de si estamos cerca o lejos del límite a partir del cual el progreso técnico se transforma en factor de regresión económica. Solo podemos intentar adivinarlo empíricamente, por el modo en el que evoluciona la economía actual.

Ahora bien, lo que vemos es que, en casi todas las industrias desde hace algunos años, las empresas rechazan sistemáticamente el acoger innovaciones técnicas. La prensa socialista y comunista saca de este hecho elocuentes declamaciones contra el capitalismo, pero omite explicar en función de qué milagro lo que son innovaciones dispendiosas hoy se convertirían en económicamente ventajosas en un régimen socialista, o que se llamase socialista. Es más razonable suponer que, en este ámbito, no estamos lejos del límite del progreso útil; incluso, dado que la complicación de las relaciones económicas actuales y la formidable extensión del crédito impiden a los empresarios el darse cuenta inmediatamente de que un factor que antes era ventajoso ha dejado de serlo, se puede concluir, con todas las reservas que convienen a un problema tan confuso, que verosímilmente este límite se ha sobrepasado ya.

Un estudio serio de la cuestión debería, en realidad, tomar en consideración muchos otros elementos. Los diversos factores que contribuyen a incrementar el rendimiento del trabajo, aunque haya que separarlos en el análisis, no se desarrollan aisladamente; se combinan y sus combinaciones producen efectos difíciles de prever. Por lo demás, el progreso técnico no sirve solo para obtener con poco gasto lo que antes suponía mucho esfuerzo; también posibilita obras que, sin él, habrían sido casi inimaginables. Convendría examinar el valor de estas posibilidades nuevas, teniendo en cuenta el hecho de que no son solo posibilidades de construcción, sino también de destrucción; un estudio así estaría obligado a tener en cuenta relaciones económicas y sociales necesariamente ligadas a una determinada forma de la técnica. Por el momento, es suficiente con haber comprendido que la posibilidad de ulteriores progresos en relación al rendimiento del trabajo no está fuera de duda; que, por lo que parece, en la actualidad hay tantos motivos para esperar su disminución como su aumento; y, lo que es más importante, que un crecimiento continuo e ilimitado del rendimiento es, propiamente hablando, inconcebible. Únicamente la embriaguez producida por la rapidez del progreso técnico ha hecho nacer la loca idea de que el trabajo podría llegar a ser superfluo un día. En el plano de la ciencia pura, esta idea se tradujo en la búsqueda de la «máquina en perpetuo movimiento», es decir, de la máquina que indefinidamente produciría trabajo sin consumirse en ello; aquí los expertos han hecho rápidamente justicia planteando la ley de la conservación de la energía. En el ámbito social, las divagaciones han sido mejor acogidas. “La etapa superior del comunismo”, considerada por Marx como último término de la evolución social, es, en suma, una utopía absolutamente análoga a la del movimiento perpetuo. En nombre de esta utopía los revolucionarios han derramado su sangre; mejor dicho, han derramado su sangre en nombre o de esta utopía o de la creencia, igualmente utópica, en que el actual sistema de producción podría ponerse, por simple decreto, al servicio de una sociedad de hombres libres e iguales. ¿Qué tiene de extraño que toda esta sangre haya corrido inútilmente? La historia del movimiento obrero se ilumina así con una luz cruel, pero particularmente viva. Es posible resumirla en su totalidad señalando que la clase obrera nunca ha dado pruebas de su fuerza más que cuando ha servido a algo distinto a la revolución obrera. El movimiento obrero pudo dar la ilusión de poder (puissance) mientras se trataba de eliminar vestigios de feudalismo, de instalar la dominación capitalista tanto bajo la forma de capitalismo privado como bajo la de capitalismo de Estado, como sucedió en Rusia; ahora que su papel en este terreno ha terminado y la crisis pone ante él el problema de la toma efectiva del poder (pouvoir) por parte de las masas trabajadoras, se pulveriza y se disuelve con una rapidez que destroza el valor de quienes habían depositado su fe en él. Sobre sus ruinas se desarrollan interminables controversias que no pueden acallarse sino con las más ambiguas fórmulas; porque, entre todos los que aún se obstinan en seguir hablando de revolución, quizá no haya dos que atribuyan a este término el mismo contenido. Y no es extraño. La palabra revolución es una palabra por la que se mata, por la que se muere, por la que se envía a las masas populares a la muerte, pero que no tiene ningún contenido.

Tal vez, sin embargo, se pueda dar un sentido al ideal revolucionario, si no como perspectiva posible, al menos como límite teórico de transformaciones sociales realizables. Lo que pediríamos a la revolución es la abolición de la opresión social, pero para que esta noción tenga, al menos, posibilidades de tener un significado, es preciso ocuparse en distinguir entre opresión y subordinación de los caprichos individuales a un orden social. Mientras haya sociedad, esta encerrará la vida de los individuos en límites muy estrechos y les impondrá sus reglas; pero esta inevitable coacción no merece llamarse opresión salvo en la medida en que, por el hecho de provocar una separación entre los que la ejercen y los que la sufren, pone a los segundos a merced de los primeros, haciendo pesar, hasta la aniquilación física y moral, la presión de los que mandan sobre los que ejecutan. Incluso según esta distinción, a primera vista, nada permite suponer que la supresión de la opresión sea posible, ni siquiera concebible a título de límite. Marx hizo ver con energía, en análisis cuyo alcance él mismo desconoció, que el actual régimen de producción, a saber, la gran industria, reduce al obrero a no ser sino una pieza en el engranaje de la fábrica y un simple instrumento en manos de los que la dirigen; es inútil esperar que el progreso técnico pueda, por una progresiva y continua disminución del esfuerzo de producción, aliviar, hasta hacerlo casi desaparecer, el doble peso sobre el hombre de la naturaleza y de la sociedad. El problema, pues, es muy claro; se trata de saber si es posible concebir una organización de la producción que, aunque sea incapaz de eliminar las necesidades naturales y la coacción social que de ellas deriva, permita, al menos, que se den sin aplastar los espíritus y los cuerpos bajo la opresión. En una época como la nuestra, haber comprendido claramente este problema tal vez sea una condición para poder vivir en paz con uno mismo. Si se llega a concebir concretamente las condiciones de esta organización liberadora, solo queda llevarla a cabo, encaminando a ella toda la capacidad de acción, pequeña o grande, de la que se disponga; y si se comprende que la posibilidad de un modo tal de producción no es ni siquiera concebible, al menos se gana el poder resignarse, legítimamente, a la opresión, dejando de sentirse cómplice por el hecho de no hacer nada para impedirla.

Este texto, que la autora dejó inédito y fue publicado por primera vez por Albert Camus, forma parte del libro Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, con prólogo y traducción de Carmen Revilla Guzmán, que acaba de editar Trotta, que está recuperando toda la obra de Weil.

Simone Weil nació en París en 1909, en el seno de una familia agnóstica de procedencia judía. Asistió al liceo Henri IV donde tuvo como profesor de filosofía a Alain. Tras pasar por la Escuela Normal Superior, enseñará filosofía en liceos femeninos de provincias, hasta que sus dolores de cabeza crónicos la obliguen a abandonar las tareas docentes. Vinculada a grupos pacifistas y al sindicalismo revolucionario, a finales de 1934 deja por un tiempo la enseñanza para trabajar en distintas fábricas. Llevada por esta necesidad interior de exponerse a la realidad, asumirá a lo largo de su vida distintos trabajos manuales y participará brevemente en la guerra civil española en la columna Durruti. Entre 1935 y 1938 tienen lugar sus sucesivos encuentros con el cristianismo, que la hacen cruzar un umbral, aunque sin cambiar el sentido de su vocación. Con la ocupación alemana, abandona París acompañando a sus padres, primero con destino a Marsella y luego a Nueva York. En contra de su deseo de volver a Francia para participar en la Resistencia, es destinada a labores burocráticas por los servicios de la Francia Libre. Consumida por la pena y por una anorexia voluntaria, muere en 1943 en el sanatorio de Ashford, cerca de Londres. De Simone Weil han sido publicados en esta misma editorial: Pensamientos desordenados (1995), Escritos de Londres y últimas cartas (2000), Cuadernos (2001), El conocimiento sobrenatural (2003), Intuiciones precristianas (2004), La fuente griega (2005), Poemas seguido de Venecia salvada (2006), La gravedad y la gracia (2007), Escritos históricos y políticos (2007), A la espera de Dios (2009), Carta a un religioso (2011), Echar raíces (2014) y La condición obrera (2014).

Notas

[1]    Malheur en el texto francés. Este término alude, en los últimos escritos de la autora, a uno de los aspectos centrales de su reflexión: designa la experiencia, pura y sin paliativos, de la “fuerza” como ley que rige la despiadada e inexorable dinámica de lo real y adquiere, entonces, un sentido muy preciso. Cuando, en esta obra, es este el sentido al que el término apunta aparecerá traducido como desventura, en los demás casos, y según el contexto, como desgracia o desdicha, con sus connotaciones habituales (N. de la T.).
[2]    Pouvoir en el texto francés. Aquí traducimos por poder, indistintamente, los términos pouvoir y puissance, a fin de evitar las connotaciones que otras expresiones podrían tener y que, de hecho, en Simone Weil no tienen. Sin embargo, teniendo en cuenta que el tema del poder es también progresivamente relevante en el pensamiento weiliano, conviene recordar que, para la autora, puissance es la capacidad positiva de acción, ilimitada en ausencia de obstáculos, que define esencialmente a los hombres y marca, en consecuencia, el despliegue de sus comportamientos; pouvoir se refiere a la capacidad de ejercer y manejar la «fuerza» en un determinado marco de acción. Hay, sin duda, una conexión entre ambas formas de poder, pero también diferencias que, en español, solo quedan recogidas por el contexto. Cuando el matiz no queda precisado por el contexto, mantenemos entre paréntesis el término francés (N. de la T.).
[3]    El capital, libro I, secc. 4, cap. 15.
[4]    Por ejemplo, en La Guerre civile en France, 1871, Éditions Sociales, 1971, p. 68.
[5]    Véase K. Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.
[6]    Nécessité en el texto. El concepto de necesidad describe, en Simone Weil, el orden del mundo, un orden que es armonía geométrica derivada de la obediencia fiel de todo acontecimiento a la ley de la fuerza que rige la materia; el ser humano, inserto en el universo, es un ser necesitado, dependiente de la necesidad cuya realidad experimenta como imposición de la naturaleza que genera las necesidades, esto es, los hechos en los que esta experiencia elemental se expresa en su existencia cotidiana y concreta. Aunque este tema aparece desarrollado explícitamente en los últimos escritos de la autora, en el texto los términos nécessité y besoin (que en general traducimos respectivamente como necesidad y necesidades, en plural) tienen este sentido (N. de la T.).
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