José Ramón Martín
Largo | Hace unos días, en una conversación
televisiva con Pablo Iglesias, explicaba Chantal Mouffe cuál fue la acogida
que recibió este libro en el momento de su publicación en Londres, allá por
1985: ferozmente crítica por parte de los marxistas ortodoxos, que encontraron
su contenido “pequeñoburgués” y “revisionista”, en contraste con la muy
favorable recepción que el mismo tuvo entre los nuevos movimientos sociales.
Éstos últimos vieron en el libro una puerta abierta a su incorporación, en
calidad de protagonistas, a un proyecto emancipador, mucho más allá del papel
subordinado y contingente que el pensamiento marxista tradicional les había
adjudicado. Hegemony and socialist
strategy. Towards a radical democratic politics fue publicado en el ámbito
anglosajón por la editorial Verso, convirtiéndose pronto en obra de referencia
para la izquierda inglesa y norteamericana, y dos años después, traducido al
castellano y publicado en Buenos Aires por Fondo de Cultura Económica, inició
su influyente andadura en Latinoamérica. De la vigencia de este libro, ahora
también en Europa, da fe el hecho de que sea uno de los fundamentos sobre los
que Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón vienen construyendo su
teoría política. Hegemonía y estrategia
socialista apareció en un momento en el que se apreciaba una creciente
quiebra entre las realidades contemporáneas del capitalismo y lo que la
tradición marxista podía legítimamente ofrecer, en el campo teórico y político,
en respuesta a aquéllas.
Esas nuevas formas adoptadas por la sociedad
capitalista, que a principios de los años ochenta exhibían ya los signos de una
pujante ofensiva neoconservadora, habían puesto de manifiesto los límites del
rico y creativo período vivido por los diversos pensamientos de izquierda de
los años sesenta, desde la obra de Althusser hasta el renovado interés por la
de Gramsci, pasando por la Escuela de Frankfurt. A partir del Mayo del 68
francés y de la aparición de una respuesta juvenil en Estados Unidos contra la
guerra de Vietnam, algunos de los sectores menos tradicionalistas de la
izquierda empezaron a incorporar a su proyecto a los novedosos movimientos
sociales, en especial los llegados desde el feminismo y la ecología. El campo
teórico de la izquierda, sin embargo, quedaba intacto, dominado por un
economicismo que consideraba a la lucha de clases como el motor de la Historia
y al proletariado como sujeto de la misma y de su futura e inevitable
transformación revolucionaria. En este marco, los nuevos movimientos sociales
no pasaban de ser aliados estratégicos, compañeros de viaje subordinados a un
sistema de ideas y a una praxis cuyo protagonismo correspondía a la clase
trabajadora. El libro de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, fundador de una
teoría política postmarxista en la que las categorías clásicas habían sido
deconstruidas, vino a cambiar todo esto, abriendo el campo de acción de la
izquierda a una pluralidad de sujetos políticos llamados a alcanzar la
hegemonía y a hacer posible una radicalización de la democracia.
Situar este libro de difícil lectura en un contexto que
permita entender el mismo, y a la vez la novedad radical de sus propuestas,
exige atender al estado del pensamiento heterodoxo de matriz marxista que
alentaba ya en el momento de su publicación. En este punto Laclau y Mouffe
hacen referencia a dos obras de Alain Touraine y André Gorz que aparecieron en
1980: El postsocialismo, del primero;
y, del segundo, Adiós al proletariado.
Acerca de las tesis de Gorz, creador de lo que se ha llamado la ecología
política y al que ya nos hemos referido aquí,
Laclau y Mouffe afirman que no ha ido “lo suficientemente lejos en la ruptura
con la problemática tradicional”. Y añaden que “puesto que atribuye a la ‘no-clase
de los no-trabajadores’ el privilegio que niega al proletariado, no hace en
realidad otra cosa que invertir la posición marxista. Es siempre el lugar o el
nivel de las relaciones de producción el que es determinante; incluso cuando,
como en el presente caso, es por la ausencia de inserción en el mismo que se
define el sujeto revolucionario”. De modo semejante, el debilitado y dividido
proletariado que en nuestro capitalismo postindustrial ya no puede hacerse
cargo de las tareas históricas que le asignaba el marxismo clásico, es
simplemente sustituido en la obra de Touraine por un movimiento social
destinado a desempeñar en “una sociedad programada” el papel que se atribuía a
los trabajadores. A juicio de Laclau y Mouffe el realineamiento de la izquierda
en un nuevo escenario económico y político reclamaba un cuestionamiento en
profundidad del conjunto de la teoría política de tradición marxista.
A fin de realizar ese cuestionamiento nuestros autores se
sirven de diversos instrumentos teóricos tomados del postestructuralismo, de
Lacan y Derrida, y, más allá de ellos, de la peculiar lectura que hacen de la
obra de Antonio Gramsci, cuyo concepto de “hegemonía” es aquí formulado de
manera original a la luz de la deconstrucción y la teoría lacaniana. Dicha
hegemonía representa un lugar central en el pensamiento de Laclau y Mouffe, uno
de cuyos análisis se centra en su genealogía, desde la socialdemocracia rusa y
los austromarxistas hasta el propio Gramsci. El arsenal de conceptos de éste
(guerra de posición, bloque histórico, voluntad colectiva, liderazgo
intelectual y moral) constituye “el punto de arranque” de la obra.
Lo que tenían en común las reelaboraciones del concepto de
hegemonía mencionadas más arriba era el análisis desde una perspectiva que
quería ser ortodoxa de una realidad concreta, económica y social, que no lo
era: la Rusia desindustrializada, agrícola y semifeudal; la diversidad de un
Imperio Austrohúngaro en el que convivían el capitalismo avanzado con otras
formas de economía basadas en la artesanía y en la pura subsistencia; y el
desigual desarrollo capitalista italiano, sometido a un fuerte contraste entre
el norte y el sur e irreductible, por ello, a toda teoría unificada. El “esencialismo”
de la izquierda tradicional, según los autores del libro, ha tenido durante
décadas el propósito de dar a la realidad una construcción ideal que
coincidiera, en abstracto, con los principios de la ortodoxia. Los resultados
de semejante planteamiento están hoy a la vista, y son causa de la necesidad
que Laclau y Mouffe observaron de “revisitar –reactivar– las categorías
marxistas”, lo que implicaba “deconstruir aquéllas, desplazar algunas de sus
condiciones de posibilidad y desarrollar otras nuevas”.
El libro se interroga acerca de la cuestión de qué tiene que
ocurrir para que una realidad hegemónica resulte posible. Condición inherente a
ello es que una fuerza social particular, no determinada de antemano, “asuma la
representación de una totalidad que es radicalmente inconmensurable con ella”.
No se trata, pues, de aplicar al campo de lo social un esencialismo previo ni
ninguna otra clase de determinismo histórico, ni tampoco de localizar entre los
agentes que coexisten en la sociedad a uno que sea expresión directa de un
discurso hegemónico, sino de que uno de esos agentes tome sobre sí
discursivamente el papel de establecer una hegemonía, la cual tendrá que
articularse con otras en un contexto antagónico que no tiene fin. Ese contexto
es el de la democracia radical, de la que el socialismo es sólo un componente
más.
Conquistar la hegemonía en ese espacio antagónico supone
discutir al adversario los así llamados “significantes flotantes o vacíos” que
configuran en toda sociedad el discurso del poder político. Estos significantes
son variables y su naturaleza depende de los consensos en los que se configura
una sociedad: la democracia, los servicios públicos, la patria, el futuro de
los hijos, la libertad, el bienestar, los derechos civiles, la igualdad, la
comunidad, la justicia. Resulta de ello que la proliferación de un discurso que
se opone al del poder establecido sirviéndose de los mismos significantes que
éste dice representar –los que componen el imaginario social–, pero
confiriéndoles otro sentido, reconfigura el escenario de la cosa pública
abriéndolo a nuevas posibilidades. “Un sistema plenamente logrado, que
excluyera a todo significante flotante, no abriría el campo a ninguna
articulación; el principio de repetición dominaría toda práctica en el interior
del mismo, y no habría nada que hegemonizar”. La disputa por la hegemonía,
dentro del campo plural de la democracia, tiene lugar porque lo social presenta
un carácter incompleto y abierto, o lo que es lo mismo: porque existen a la vez
una presencia de fuerzas antagónicas y una inestabilidad de las fronteras que
las separan.
Muchos de los espacios que se abren a una posible
articulación hegemónica son producto del cambio que puede operarse entre las
relaciones de subordinación y las de opresión. Laclau y Mouffe ponen un
ejemplo: el del feminismo. Durante siglos las mujeres han vivido su
subordinación sin ser capaces de articular un discurso hegemónico y colectivo
que la pusiera fin. Es a partir de los últimos años del siglo XVIII, tras la
Revolución francesa, cuando empieza a establecerse la conciencia de que la
subordinación femenina es de hecho una opresión. Momento inaugural de esa
conciencia es la publicación en 1792 de Vindication
of the rights of women, el libro de Mary Wollstonecraft que determinó el
nacimiento del feminismo. Este momento en el que una relación subordinada –no
antagónica– empezó a ser interpretada como una opresión frente a la que era
posible establecer un discurso y rebelarse fue posible por el desplazamiento
que se produjo de los valores de la democracia al ámbito de las relaciones
entre los géneros. La igualdad ha sido contemplada desde entonces como un valor
positivo y por tanto deseable, ampliamente compartido, una positividad que hoy
sigue vigente y extendiéndose a nuevos dominios, por ejemplo al de los derechos
de los inmigrantes. “Pero para poder ser
movilizado de tal modo era preciso primero que el principio democrático de
libertad e igualdad se hubiera impuesto como nueva matriz del imaginario social”.
Articulaciones así que interrumpen el discurso de la subordinación para
convertirlo en antagonismo son las que están en el centro de las luchas por la
hegemonía.
A las mutaciones así acontecidas les dan Laclau y Mouffe el
nombre de “revolución democrática”, tomando la expresión de la obra de
Tocqueville. “Con ella designaremos el fin del tipo de sociedad jerárquica y
desigualitaria, regida por una lógica teológico-política” que fue hegemonizada
por la invención de la cultura democrática. Frente al proyecto de reconstrucción
de una sociedad jerárquica manifestado hoy por el capitalismo, la alternativa
de la izquierda debe consistir en “ubicarse
plenamente en el campo de la revolución democrática. La tarea de la izquierda
no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal democrática
sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una
democracia radicalizada y plural”.
Puede que algunos echen de menos en esta teoría política la
parte de utopía que tenía la izquierda ortodoxa. Sin embargo, tal noción, como
horizonte último y clausura de la Historia no tiene sentido concebible en la
sociedad humana, en la que no hay atisbo de que las luchas sociales puedan
prescribir. El territorio social es, en efecto, el lugar del antagonismo, cuya
resolución opera indefinidamente en “momentos” que tendrán un sentido
progresista en la medida en que actúen los sujetos que lo constituyen. El
pensamiento de la izquierda sólo es posible a partir de la presencia de este
imaginario como conjunto de significaciones simbólicas. Así, la utopía es
presentada de otro modo: no como terminación, sino como condición previa. “Sin
ella”, escriben Laclau y Mouffe, “sin la
posibilidad de negar un cierto orden más allá de lo que está permitido
cuestionarlo en los hechos, no hay forma alguna de constitución de un
imaginario radical democrático o de ningún otro tipo”. De hecho toda puesta
en práctica de lo que los autores llaman “una política democrática radical”
debe evitar los dos extremos representados “por
el mito de la Ciudad Ideal y por el pragmatismo de los reformistas sin proyecto”.
Decían en 2004 los autores de Hegemonía y estrategia socialista en el prefacio a la segunda
edición española de su libro que, al revisarlo, les sorprendió “lo poco que
teníamos que poner en cuestión respecto de la perspectiva intelectual y
política” en él planteada. Desde que apareció el libro, y hasta entonces, se
habían sucedido el fin de la Guerra Fría y la desintegración del bloque
soviético, a lo que habría que añadir la consolidación del neoliberalismo y las
drásticas transformaciones producidas en la estructura social de los países
avanzados, las cuales estaban en la raíz de nuevos paradigmas en la
constitución de identidades sociales y políticas. Para cuando escribían esas
notas, Laclau daba los últimos toques a otro libro no menos influyente: La razón populista, que publicó en
Argentina Fondo de Cultura Económica en 2005. Ernesto Laclau, que desarrolló la
mayor parte de su actividad académica en la Universidad de Essex y que escribió
muchas de sus obras en inglés, murió en Sevilla el año pasado sin llegar a ver
el nacimiento de Podemos, movimiento social entonces y hoy partido con cuyos
principios teóricos tiene algo que ver. La que fue su compañera no sólo
intelectual, Chantal Mouffe, sigue hoy felizmente en activo y sabemos que está
redactando un libro junto a Íñigo Errejón. El que hemos comentado aquí es un
clásico al que le ha llegado la hora de ser tan leído y debatido entre nosotros
como lo ha sido en los países anglosajones y en Latinoamérica. Con demasiada
frecuencia, y no con menos ligereza, suele decirse de un libro que es
imprescindible. Éste lo es.
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