31/1/15

El marxismo en América Latina y la problemática de la recepción transnacional de las ideas

Karl Marx ✆ Diego Rivera 
“Todo lo que sé es que yo no soy marxista” – Karl Marx

Horacio Tarcus
El auge de la historia intelectual, así como la renovación del repertorio conceptual de la historia política, ha venido estimulando en los últimos años el estudio de los avatares del marxismo en América Latina. Aunque todavía de modo emergente, los estudios sobre la historia del libro, la edición y la lectura han descubierto en el universo de los marxismos latinoamericanos, un campo de estudios promisorio. Este estudio se centra en a la recepción y circulación transnacional de las ideas. El auge de la historia intelectual, así como la renovación del repertorio conceptual de la historia política, ha venido estimulando en los últimos años el estudio de los avatares del marxismo en América Latina. Aunque todavía de modo emergente, los estudios sobre la historia del libro, la edición y la lectura han descubierto en el universo de los marxismos latinoamericanos, con su monumental despliegue en el plano de la cultura letrada, un campo de estudios promisorio.

Este campo de estudio cuenta con numerosos precedentes, como la antología de Michael Löwy, enriquecida con un estudio preliminar, El marxismo en América Latina (1982), que ha conocido numerosas reediciones. O el estudio de Raúl Fornet-Betancourt O marxismo na América Latina (São Leopoldo, Brasil, 1995; el original alemán es de 1994). Poco después de esta última obra, el chileno Jaime Massardo publicó sus Investigaciones sobre la historia del marxismo en América Latina (2001).

Pero yo quisiera referirme aquí a una renovación de los estudios sobre los marxismos latinoamericanos, renovación que toma como problemática teórica central a la recepción y circulación transnacional de las ideas. Estos estudios tienen, a mi modo de ver, dos precedentes en los estudios latinoamericanos. Por una parte, las obras de José Aricó: Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano (1978) y Marx y América Latina (1982). Por otra parte, por esos mismos años trabajó con una problematización semejante el latinoamericanista francés Robert Paris, como lo revela su trabajo «Difusión y apropiación del marxismo en América Latina», que apareció en el Boletín de Estudios Latinoamericanos y del Caribe número 36 (junio de 1984).

Estos estudios se vieron sin duda beneficiados por las dos grandes empresas intelectuales de estudio histórico del marxismo que se emprendieron en Europa en las dé- cadas de 1970 y 1980. Me refiero aquí a Storia del marxismo, la obra colectiva dirigida por Eric Hobsbawm y colaboradores, editada por la editorial italiana Einaudi (1978); y Storia del marxismo contemporaneo, obra publicada también en varios volúmenes por la Fundazione Giangiacomo Feltrinelli.

El marxismo latinoamericano aparece en estas obras como un estudio de caso del proceso de difusión mundial del marxismo entre finales del siglo XIX y principios del XX, proceso que parte de la tensión entre lo que la teoría de Marx gana y al mismo tiempo pierde cuando es asumida como doctrina por un movimiento internacional de masas.

Pero este estudio de caso, además de inscribir este proceso de difusión en una escala universal, implica también el reconocimiento de la especi- ficidad que adopta el marxismo o los marxismos cuando son recepcionados y apropiados en cada una de las naciones de nuestro continente. Esta teoría surgida en Europa occidental será, según las diversas matrices de interpretación, aplicada, adaptada, aclimatada, mestizada, recreada o bien antropofaguizada, si se apela a la elocuente operación de la vanguardia brasileña de los veinte.

Las nuevas perspectivas se interesan por la lectura y sus usos sobre el carácter activo y creativo de quienes buscan importar o adoptar ciertas ideas provenientes de otro contexto para hacerlas propias, ya sea traduciéndolas, citándolas, publicándolas, prologándolas, anotándolas, profesándolas... Se interesan por la lectura y sus medios: libros, folletos, periódicos, revistas; sobre la lectura y sus ámbitos: las bibliotecas obreras, los centros de estudio, las librerías populares; sobre la lectura y sus sujetos: traductores, editores, profesores, investigadores, divulgadores... que son, todos ellos, también y sobre todo, lectores.

Finalmente, insisto, la perspectiva de la recepción exige una investigación sobre los modos, los canales y los agentes a través de los cuales ha ingresado el pensamiento de Marx en la América Latina, al mismo tiempo que una reflexión más general sobre los procesos de recepción de ideas, de sus alcances y límites.

En las antípodas de aquella perspectiva que entiende que hay un verdadero Marx al que basta leer correctamente, el punto de partida de esta nueva perspectiva ha sido la recepción como problema. Lejos de suponer al marxismo como una teoría universal disponible para su uso adecuado y que solo se trata de aplicar correctamente a la realidad local, se interesa por aquel malentendido estructural inherente a todo proceso de adopción de ideas en un contexto heterónomo al contexto de su producción.

En este marco de preguntas elaboré Marx en la Argentina. Sus primeros lectores obreros, intelectuales y científicos, que publicó Siglo XXI, Buenos Aires, en el 2007, y que reeditó recientemente. La pregunta que guio mi investigación no fue, pues, ¿quién leyó correctamente a Marx en la Argentina de finales del siglo XIX y principios del XX?, sino otra si se quiere previa: ¿era posible leer El Capital en la Argentina de las décadas anteriores al Centenario? No solo en el sentido lato de si se hallaban ejemplares disponibles de esta obra —cuestión nada menor, desde luego—, sino sobre todo en el sentido de si existían lectores individuales o sujetos sociales que pudieran decir o hacer algo productivo con él. Se sabe que leer El Capital no fue, a pesar de las manifiestas esperanzas de su autor, una tarea sencilla, ni siquiera en Europa Occidental. Desde entonces hasta hoy, la historia de El Capital es la historia de ciento cincuenta años de querellas en torno a sus interpretaciones.

¿Qué significaba, entonces, leer El Capital en el país de las vacas y las mieses, tan lejos del maquinismo, la gran industria y la clase obrera moderna? Y en todo caso ¿por qué leerlo?, ¿para quiénes?, ¿contra quié- nes? Y aún más: ¿por qué traducirlo y editarlo? ¿Cómo difundirlo, cómo enseñarlo, cómo divulgarlo, cómo resumirlo? Es más: ¿leerlo en sintonía con qué otras obras de su época? ¿Darwin, Comte, Spencer, Hæckel? ¿O en compañía de Saint-Simon, Fourier y Lassalle? ¿O incluso de Nietzsche? ¿Como una obra cientí- fica sobre las leyes que rigen el modo de producción capitalista o como una condena ética del capital como maquinaria que se alimenta de trabajo humano vivo? Y, desde luego, ¿cómo referirlo —aplicarlo— a la realidad argentina? ¿Debían los socialistas argentinos entender el texto de Marx en el sentido de que la expansión mundial del capitalismo era progresiva y por lo tanto debían alentarla en el propio país, o bien debían resistirla con barreras proteccionistas? ¿Podía también nuestro país, como parecía sugerir el texto de Marx, ver reflejado su propio porvenir en el espejo de los países industrialmente desarrollados? ¿Hablaban de nuestra situación los tramos de El Capital referidos a la «acumulación originaria» y a la «moderna teoría de la colonización»?

Mi libro intenta configurar un mapa de las respuestas que a estas preguntas ensayaron obreros, intelectuales y científicos en la Argentina de 1871-1910, ya fueran inmigrantes o criollos. Como toda obra de historia, busca ponderar desde el presente los alcances y los límites de cada una de sus respuestas. Pero la vara para esta evaluación no es la «correcta» interpretación que se reserva para sí el autor, sino las condiciones históricas de recepción de la teoría.

El lector encontrará en ese libro una serie de paradojas abiertas por el «malentendido» inherente a toda recepción. Raymond Wilmart, el introductor de El Capital en la Argentina, no encontró lectores para la obra de su maestro en el Buenos Aires de 1873, y decepcionado ante el escaso eco de la recepción no tardó en transformarse en un prestigioso abogado de la élite dirigente.

Germán Avé-Lallemant, el naturalista de origen alemán y primer lector local intenso de El Capital, hizo su lectura de esta obra —que había tomado al capitalismo británico como modelo y cuyo autor esperaba que fuera leída por la clase obrera industrial— desde la periferia de la periferia: la ciudad de San Luis en el año 1888.

Juan B. Justo, que asumió el ingente esfuerzo de traducir El Capital por vez primera al español, tomó prudente distancia de la teoría de Marx y del marxismo.

El joven José Ingenieros recorrió en una década la parábola que comenzó en un «socialismo revolucionario» de tintes románticos y libertarios, y concluyó en un socialismo reformista de tintes biologistas y hasta racistas.

Y Ernesto Quesada, que cuestionó el socialismo, pero pretendió haber alcanzado una lectura más rigurosa, fidedigna y profunda de Marx que los propios socialistas...

Esforzándome en situar a estos actores históricos en su época y privilegiando esta mirada paradojal, me propuse trabajar ante todo los matices, las tensiones internas, los claroscuros. Me anticipo a advertir que se decepcionará aquel lector que busque en este libro la idealización de alguna figura magistral para ejemplo de las jóvenes generaciones —a la manera de la literatura reverencial sobre Juan B. Justo—. Pero también se decepcionará aquel que busque en él una suerte de historia justiciera que establezca justos y réprobos según los actores históricos leyeran correctamente o incorrectamente a Marx, o según lo aplicasen de modo fiel o traicionasen al Maestro, ya sea seducidos por las ilusiones del revisionismo o del reformismo, o tentados por las prebendas del Poder. Al contrario, tomé como punto de partida que las lecturas originales y productivas de un autor suelen ser ciertas «malas» lecturas, al mismo que las lecturas ortodoxas son también, necesariamente, construcciones, interpretaciones. Y no siempre tan productivas…

Si apelo a un Marx es también al Marx de la paradoja, aquel que no se reconocía en el marxismo instituido. Y si apuesto a una transmisión, creyendo —como creo— que la historia puede aportar a la construcción crítica de una memoria de los oprimidos y ofrecer orientaciones y estímulos en las luchas por su emancipación, busqué evitar las formas cerradas y simples del relato ejemplar y heroico del pasado. Entiendo que la política emancipadora necesita nutrirse de la historia, no de mitos cristalizados, no de las epopeyas de los grandes timoneles, sino de una historia como la definía recientemente el colectivo Wu Ming:
Hace falta no parar de contar historias del pasado, del presente o del futuro, que mantengan en movimiento a la comunidad, que le devuelvan continuamente el sentido de la propia existencia y de la propia lucha. Historias que no sean nunca las mismas, que representen goznes de un camino articulado a través del espacio y el tiempo, que se conviertan en pistas transitables. Lo que nos sirve es una mitología abierta y nómada, en la que el héroe epónimo es la infinita multitud de seres vivos que ha luchado y lucha por cambiar el estado de cosas. Elegir las historias justas quiere decir orientarse según la brújula del presente (Fernández-Savater, 2004, p. 73).
Publicado originalmente en N° 54 de Temas de Nuestra América Revista de Estudios Latinoamericanos, una de las publicaciones académicas de la Universidad Nacional de Costa Rica.




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