Karl Marx ✆ Guillermo Martina |
Diego Guerrero | En
el debate teórico y político sobre la posibilidad y necesidad de una revolución
social en la actualidad, y en particular sobre las características de la
transición desde una sociedad capitalista hasta el socialismo y el comunismo,
tienen que intervenir toda una serie de consideraciones que en este trabajo se
dejarán voluntariamente de lado, para centrarnos sólo en un aspecto de la
cuestión. No ignoramos que de la teoría a la práctica hay mucho trecho y que en
la realidad las cosas aparecen siempre entremezcladas y formando parte de un
sistema que las engloba y hace que ninguna de ellas opere con independencia de
las demás, por todo lo cual el análisis se vuelve mucho más complejo. Pero como
aquí sólo pensamos realizar un trabajo teórico con la idea de establecer
ciertas premisas para posteriores investigaciones (o debates, o
comportamientos), pensamos que es legítimo usar un método aproximativo del
problema, el usual en la investigación científica, que consiste en abstraer un
solo aspecto del problema para, en un primer momento, centrar el foco de
atención sólo en él, suponiendo que las otras dimensiones del problema están
dadas, por así decir, y no ejercen influencia sobre ese único aspecto de la
cuestión elegido para el análisis. Como todos sabemos que esto no es cierto en
la práctica, es evidente que ninguna de las conclusiones obtenidas en un
trabajo de esta naturaleza puede tomarse como un resultado teórico definitivo,
sino tan sólo como algo provisional y pendiente de posteriores puntualizaciones
o modificaciones.
Es decir, sean cuales sean las conclusiones que se extraigan
de este artículo, estas sólo servirán como un paso intermedio dentro de una
reflexión que se desea abrir pero que no puede acabar ahí y sólo puede tener
sentido si es complementada con pasos subsiguientes de acercamiento al
problema, en los que se vaya introduciendo los diversos aspectos que,
provisional y conscientemente, aquí se dejaron de lado.
Introducción
Antes de comenzar con la reflexión sobre varios aspectos de la organización económica
de una sociedad postcapitalista, se impone realizar otra consideración preliminar. El enfoque que utilizaremos
en nuestro análisis se inspira en la teoría de Marx, pero lo hace de la única
manera legítima en que creemos que es posible hacer esto, es decir,
presentándolo al mismo tiempo como una determinada interpretación personal que
el autor ofrece de esa teoría, sin pretender que sea la única posible1;
interpretación que en nuestro caso adopta el punto de vista político que el
autor llama comunista. Por consiguiente, lo que aquí nos preocupa es la
reflexión sobre la transición desde el capitalismo al comunismo, no al
socialismo, en el bien entendido de que el comunismo es algo más que el
socialismo.
Siguiendo las pistas del propio Marx, entenderemos que hay
dos fases en la sociedad comunista, de forma que si llamamos «comunismo puro» a
la segunda de ellas (y la representamos por C-II), podremos decir que centraremos
nuestro análisis en el «comunismo de transición» (que representaremos por C-I),
que es precisamente aquello a lo que se refería Marx cuando escribía que esta
última sería la sociedad comunista «tal como surge de las entrañas de la
sociedad capitalista» (nuestra C-I) y no tal y como se manifiesta una vez que
puede desarrollarse «sobre su propia base”2 (nuestra C-II). En principio, no
hay mayor inconveniente en llamar también «socialismo» a C-I, tal como se hace
habitualmente. Pero creemos preferible llamarlo comunismo de transición por dos
razones: primero, porque así queda expresamente dicho que se trata de un paso intermedio
hacia algo que hay más allá; y, segundo, porque se evita con ello una parte de
la confusión que aquejan al término «socialismo», cuyo uso está asociado hoy en
día con los más diversos postulados teóricos y políticos, algunos de los cuales
son de índole claramente procapitalista y no superadores del capitalismo.
Con esto empieza a aclararse el «punto de vista comunista»
del autor: lo que habitualmente se conoce como la «transición hacia el
socialismo» no es más que el corto paso que va del capitalismo a C-I (corto,
porque si se alarga demasiado, ese mismo hecho será señal de que el paso en
realidad no se ha dado, que no se ha logrado salir de las entrañas del capitalismo).
Pero este paso no es lo esencial, al menos para nuestro análisis. Y lo que pretendemos
es, por una vez, mirar más allá de él, con la esperanza de que esa mirada nos
ayude a comprender mejor la realidad a la que aspiramos y nos ofrezca nueva luz
sobre cómo abordar la lucha por ella en el presente. Para Marx, ese paso, que
debe por supuesto darse en forma revolucionaria, es «un parto», algo que
acontece de forma más o menos rápida. Pensamos que la auténtica transición es
la que define la evolución desde C-I en dirección a C-II, y prestar atención al
análisis de las vías de construcción y organización económica de la sociedad
comunista es algo que no se suele hacer pero ayudará a entender mejor los dolores
del parto revolucionario3. Esto es importante porque cuando muchos analistas insisten
en la importancia de la «fase de transición hacia el socialismo» puede que en
realidad estén simplemente aconsejando que el parto mismo sea tan lento que, de
llevarse a la práctica tal consejo, la criatura ya nazca muerta.
Más allá de los socialistas que no lo son –los que tan
pacíficamente conviven con las estructuras de la sociedad capitalista,
preocupados acaso tan sólo por la apariencia cosmética de ese sistema–, hay todavía
muchas clases de socialistas y comunistas, de diversas tendencias, bien
intencionados y deseosos de superar de verdad la sociedad capitalista. No me
atrevo a decir, y mucho menos en un trabajo como este, qué estrategia, qué conducta
o qué planteamientos prácticos son los más adecuados para la actividad de los
individuos y organizaciones de todo tipo que se autodenominan socialistas o
comunistas. Si acaso, aquí sólo cabe aprovechar la oportunidad para lamentarse
de la falta de unidad que caracteriza a todos cuantos nos movemos dentro de
esos referentes políticos, pues cada grupo y cada pensador individual, sea o no
un intelectual, harían bien en tratar de comprender al otro, empeñándose en una
batalla sin fin por superar las diferencias teóricas que nos separan. 4 Además,
es importante ser conscientes de que no siempre se da una correspondencia entre
el punto de vista político y el punto de vista teórico. Más a menudo de lo que
se cree, lo que hay es más bien una típica falta de correspondencia, de forma
que puede verse a «enemigos» políticos (dentro del ámbito socialista-comunista
al que nos referimos) que utilizan un punto de vista teórico más afín al propio
que lo es el de personas y colectivos políticamente más cercanos 5.
En nuestra opinión –y esto tiene especial trascendencia aquí
por el ámbito geográfico y político en el que se desarrolla este Coloquio latinoamericano–,
esto es lo que ocurre en un caso particular al que nos vamos a referir enseguida.
Digamos que, sin entrar a valorar directamente la posición política del
importante asesor del presidente Chávez que es el profesor Heinz Dieterich, en la
sección I de este trabajo revisaremos detenidamente los fundamentos teóricos de
dicha posición, o al menos de sus propuestas políticas más difundidas, así como
los de lo que él mismo considera sus «escuelas» de referencia, la de Bremen
especialmente, pero también la llamada «escuela escocesa» 6.
Avancemos únicamente que lo que se presenta en los escritos
de este autor –que muchos comentaristas consideran erróneamente un desarrollo
de la teoría de Marx– no es realmente compatible con la auténtica teoría de
Marx, y en especial con su componente fundamental, que es su Teoría laboral del
valor. Como la reflexión sobre la organización económica de la sociedad postcapitalista
se hace recaer, como no podía ser de otra manera, sobre las categorías básicas
que utilizan y tienen que utilizar todas las teorías del valor existentes
–estamos refiriéndonos a los conceptos de «valor», «precio», «dinero», «mercado»…–,
el lector comprenderá que es de importancia decisiva saber si las categorías
que se utilizan corresponden a la teoría A o pertenecen más bien a la teoría B,
la C o la que sea. Si no se hace así y eso queda envuelto en una neblina de confusión,
si no se hace la mayor claridad posible en ese terreno, difícilmente se podrá
contribuir adecuadamente a la construcción de esa nueva economía, entre otras
cosas porque los que participen prácticamente en dicha construcción no podrán
saber realmente en qué clase de edificio están trabajando y ni siquiera en qué
dirección lo están levantando.
Este trabajo pretende ser más específicamente un intento de
contribución a la importante tarea de deshacer esas neblinas y aportar claridad
sobre la estructura y forma del edificio que quieren construir los comunistas.
II
De la demanda
agregada a la oferta agregada y el empleo
Si ahora pasamos a las otras secciones características de
los Informes macroeconómicos actuales, podemos empezar por la descomposición de
la demanda agregada capitalista:
Y = C + I + G + (X–M),
donde Y = demanda agregada (del mismo valor que la renta
nacional), C = consumo privado, I = inversión privada, G = demanda pública1, X
= exportaciones y M = importaciones. Supongamos que la estructura porcentual de
esa demanda total es, como media, de C = 60%, I = 25%, G = 15% y (X–M) = 0%.
Por lo que hasta ahora hemos dicho de la nueva distribución de la «renta» y la
riqueza, es obvio que, aunque se mantuvieran esos mismos porcentajes en la
sociedad C–I, las cosas pueden cambiar radicalmente. Pero analicemos los otros
cambios previsibles.
Para empezar, el consumo privado estaría distribuido
ahora de forma igualitaria, de manera que a cada trabajador y su familia
le correspondería la misma participación en el total que a los demás, lo cual
no significa que el destino de esa capacidad sea el mismo o más uniforme para
todos ellos; al contrario, al estar ahora en una situación democrática e
igualitaria, cada familia estará en condiciones de ejercer con una libertad
mayor sus verdaderas preferencias, las que resultan del principio democrático
de su distribución entre la población, no del plutocrático, de forma que cada
una podrá proveerse de los bienes y servicios que más se conformen a sus
gustos. Como no habrá familias con alto poder adquisitivo por comparación a la
media, los bienes de lujo tenderán a desaparecer del panorama de la producción.
Evidentemente, este cambio en el consumo privado, al ser
este el elemento más importante cuantitativamente de la demanda, tendrá una
influencia decisiva sobre la estructura
de la producción, que necesariamente se modificará, como ya se ha apuntado
en parte. Pero lo mismo ocurrirá con la producción si cambian los otros
componentes de la demanda agregada, que ahora sí –pero no en el capitalismo–
estarán determinados en último término, todos ellos, por las necesidades de la
población y no de la acumulación de capital.
Veamos cómo afectará el cambio en las pautas de consumo y
demanda a la producción (la oferta).
Si ya no se pueden «comprar» Rolls Royces, ninguna empresa podría venderlos
tampoco, por lo que los fabricantes de este bien y de tantos otros similares
tendrán que reconvertir su aparato productivo hacia la producción de otro tipo
de bienes. En los casos en que ello no sea posible, el cambio social obligará a
cerrar esa empresa, y sus antiguos trabajadores deberán encontrar un puesto de
trabajo distinto en otro sitio. En principio, esta posibilidad de desaparición
de puestos de trabajo podrá parecerles a muchos un residuo de la sociedad
capitalista y un regreso a la amenaza del «desempleo». Pero eso sólo ocurre
porque los esquemas mentales antiguos están tan arraigados que algunos seguirán
viendo siempre a los trabajadores como si fueran los antiguos asalariados
dependientes del mercado de trabajo capitalista. No se dan cuenta de que los
mercados de trabajo habrán desaparecido en esta nueva sociedad, y en ella el
hecho de que se cierre una empresa ya no implica en absoluto, para ningún
ciudadano implicado en esa eventualidad, cambio alguno en su derecho y deber de
trabajar, así como tampoco en su capacidad de acceso igual al consumo
descentralizado y centralizado.
Ningún cambio en la estructura productiva generará ya un
auténtico desempleo. Globalmente, la pérdida de empleo en una empresa o en un
sector será compensada con aumentos en otras empresas o sectores. Pero a nivel
descentralizado, hay que perfilar más. En primer lugar, en un sector donde la
producción global resulte excedentaria como consecuencia de un desplazamiento
de la demanda desde ese sector a algún otro, la tendencia a la caída inmediata
del «precio» puede ser sólo el prólogo de mayores problemas para algunas
empresas del sector, pudiéndose llegar incluso al cierre de las empresas menos
eficientes. Si realmente se quiere mantener la eficiencia económica, los
costes deben computarse correctamente, de forma que estos costes laborales de
quienes están en transición entre un puesto de trabajo y otro se tendrán que
asumir y trasladar a los precios de alguna empresa (salvo que se decidan «socializar»
en forma de gasto a cargo del presupuesto público, G). Conocida la duración
media del periodo de ajuste (entre un empleo y otro) para un trabajador que
cambia de empresa, siempre se puede atribuir los costes laborales de esos
trabajadores durante ese periodo a la empresa en la que han dejado de trabajar.
O bien repartir según una regla conocida de antemano por todos, esos costes
entre la empresa que despide y la empresa que resulte ser la contratante, que
en este sistema no tiene ningún incentivo para contratar a otros trabajadores a
un coste inferior, por la sencilla razón de que no existen. O, como tercera
posibilidad, hacer intervenir además un fondo específico centralizado como una
nueva manera de flexibilizar el método anterior.
En cualquier caso, además, si la economía convierte en
redundante una parte del trabajo social, la respuesta no será el desempleo,
como en el capitalismo, y por tanto la amenaza sobre las condiciones de vida
del trabajador y su familia, sino algo tan opuesto a eso como es la redistribución del empleo total de la
sociedad de acuerdo con el principio de reducción
del tiempo de trabajo medio para cada trabajador.
Cabría preguntarse si la existencia de un mecanismo de ajuste
como este no significa realmente la pervivencia de las relaciones mercantiles
que se pretenden superar, puesto que ahora estamos hablando nada menos que de
la fuerza de trabajo, cuya mercantilización en el capitalismo habíamos
considerado el elemento definitorio de este último sistema. Ya hemos dicho
que, en nuestra opinión, nada de eso ocurre. En primer lugar, en esta economía
operan las fuerzas de la planificación centralizada y de la descentralización
al mismo tiempo. El problema es que se ha tendido a ver en ambos mecanismos una
contraposición o polaridad irresoluble, un antagonismo que necesariamente se
debe resolver con el dominio de uno de ellos sobre el otro y el sometimiento de
este al primero. Pero en la nueva sociedad,3 ambos mecanismos pueden colaborar
sin imponerse el uno al otro4, en primer lugar porque los que trabajan en la
planificación central tendrán tanto interés en conseguir los mismos objetivos
que quienes trabajan en la esfera de la «planificación descentralizada».
La expresión «planificación descentralizada» puede
sorprender al principio, pero no si se reflexiona un poco sobre ella. Todo el
mundo sabe que en el capitalismo las empresas planifican, sobre todo las
grandes pero también las pequeñas (aunque se haya tendido a enfatizar esta
conducta en el caso de las primeras). Pues bien, el que ahora exista un órgano
planificador central no elimina el campo ni las posibilidades de planificación
individual por parte de las empresas comunistas. Todas ellas querrán adaptarse
a la demanda real y por tanto producir de acuerdo con las necesidades vitales y
sociales de la población, y todas serán conscientes de que la estructura del
consumo privado y familiar determinará además la estructura de la demanda de
inversión, y que ambas cosas se producirán una vez definida previamente la
esfera de la demanda pública (G)5. Pero una vez que la sociedad decida en qué
porcentaje se distribuirá el producto global entre esos varios componentes, el
margen que queda para la decisión descentralizada es todavía enorme.
Las empresas saben que producen para la sociedad –ahora sí,
no en el capitalismo–, para cubrir las necesidades de la población de la mejor
manera posible. Saben que la población va a decidir, dentro de su capacidad de
compra global, si consume el producto A o el B, o más del uno o del otro. Si la
gente cambia de gustos y pasa de preferir A a preferir B, las empresas tendrán
que reorientar su producción de A a B. ¿Cómo se conseguirá que las empresas
lleven a cabo esa reorientación productiva? ¿Tendrán que esperar a que lo
decida el planificador central? ¡No! ¿Qué necesidad hay de que sea así cuando
la información se puede transmitir directamente a las empresas a través de las
preferencias6 que las propias decisiones de consumo expresan?
En realidad, no hay ningún problema para que las empresas
comunistas imiten el mecanismo de la «Mano invisible» típico del capitalismo,
sin que ello suponga un riesgo de caer en el capitalismo. Esto quiere decir que
los gestores–planificadores de las empresas, que serán los propios
trabajadores (aunque sometidos a las restricciones que se les impone desde
fuera), pueden planificar la producción con todas sus consecuencias, fijando la
cantidad producida al nivel en que, a priori7, piensan que el excedente (lo que
queda tras asumir y computar todos sus costos de producción a esos precios
contables, que a su vez querrán minimizar) será máximo. Así como en el
comunismo habrá plustrabajo pero no plusvalor, habrá también maximización del
excedente aunque no haya maximización del beneficio y la explotación. Y, lo que
es más importante, aunque se querrá maximizar el excedente en cada empresa,
ello no se deberá a que las empresas sigan dominadas por la fuerza compulsiva
de la acumulación por la acumulación misma –compulsión que caracterizaba al
capitalismo y sólo significaba la voluntad y a la vez necesidad para cada
capitalista de incrementar el crecimiento de su propiedad a la máxima
velocidad posible–, sino que se hará como el medio y la garantía de conseguir
la máxima eficacia posible en la producción. ¿Por qué y quién iba a querer
acumular por acumular si ya nadie puede contratar trabajadores a su servicio ni
enriquecerse a su costa, y nadie puede «ganar» ni consumir más que los demás?
Repitamos una vez más la misma idea. La eficacia o eficiencia
en sí es algo positivo que todo agente económico en el capitalismo debe buscar,
y por tanto también en el terreno de la producción. El problema no es la
búsqueda de la eficiencia sino el tipo de eficiencia que se buscaba en el
capitalismo. En ese sistema la eficiencia estaba inseparablemente ligada a la
obtención del máximo grado de explotación posible del trabajo por el capital,
y en consecuencia a la prolongación e intensificación de la jornada de trabajo
de la mayoría, el uso del mercado de trabajo y el desempleo como mecanismo regulador,
y, en definitiva, todo lo que hacía posible la creciente polarización de la
sociedad (la «ley general de la acumulación capitalista»: Marx, 1867). La
eficiencia capitalista iba dirigida a la maximización de la plusvalía absoluta
y relativa. La comunista se dirigirá a la maximización de lo que podríamos
llamar, parafraseando los términos anteriores, «plustrabajo relativo», y a la
vez a la disminución del «plustrabajo absoluto». Por eso, en esencia, el
resultado final era que en el capitalismo la mayoría tenía que trabajar demasiado
para que unos pocos trabajaran demasiado poco, y a la vez que los primeros
tenían que renunciar al tiempo libre y el ocio enriquecedor, que quedaba
convertido en el auténtico bien de lujo de la minoría de privilegiados
propietarios.
No hay que temer el objetivo de la eficiencia. Lo que hay
que hacer es superar la eficiencia capitalista simplemente reemplazándola por
la eficiencia comunista, que por cierto será superior. Y la eficiencia
comunista exige que tanto el planificador central como los planificadores
descentralizados persigan sus objetivos de producción, en realidad
coincidentes, al menor coste posible, y para ello deberán computar esos costes
empleando la guía de los precios contables a los que nos referimos a
continuación.8
Diego Guerrero fue profesor de
Economía en la Universidad Complutense de Madrid, España. Formado en economía marxista
en las universidades París-XIII, New School (Nueva York) y SOAS (Londres), es
autor de Acumulación de capital,
distribución de la renta y crisis de rentabilidad en España (1989), Competitividad: Teoría y política (1995), Historia del Pensamiento Económico
Heterodoxo (1997) y La
explotación: Trabajo y capital en España (2006). Es miembro fundador
de ‘Asalariados sin Fronteras’. Ha editado los libros Macroeconomía y crisis mundial (2000), Manual
de economía política (2002) y Lecturas
de Economía Política (2002), y coeditado La Nueva Economía Política de la Globalización (2000).
El presente trabajo fue publicado
en dos entregas [12-10-2007 y 12-06-2009, respectivamente] en la revista
Laberinto que hoy, por su evidente actualidad, ofrecemos en un solo bloque.
http://laberinto.uma.es/ |