César Rendueles & Igor Sádaba | Imagínese una larga cola frente al INEM.
Seguramente muchas de esas personas hoy en paro tenían hasta hace poco empleos
relacionados directa o indirectamente con el sector inmobiliario: peones de
obra, administrativos, agentes comerciales, pero también vendedores de muebles
y electrodomésticos, albañiles dedicados a las reformas o arquitectos. De
repente, un pequeño grupo de informáticos, abogados y profesores de universidad
se colocan en la acera de enfrente con un megáfono y empiezan a burlarse de los
parados. Les responsabilizan de su situación por formar parte de una industria
moribunda y no haber sido capaces de amoldarse a las dinámicas económicas
emergentes. Les acusan de haber acaparado subvenciones estatales y haber
participado en la creación de la burbuja inmobiliaria. Les echan en cara su
escasa capacidad de adaptación a los nuevos tiempos, a oleadas históricas
arrolladoras que hay que aprender a surfear y que sería ingenuo y pernicioso
intentar detener. Los de izquierdas les recordarán su complicidad con la
financiarización capitalista. Los de derechas les reprocharán haber perjudicado
a los consumidores con sus prácticas monopolistas. Es una escena inimaginable, claro. Y, sin embargo, en esos
parámetros se han movido muchos de los discursos que han proliferado en torno a
los problemas de la propiedad intelectual, especialmente algunos de los más
críticos.
Lo mejor que muchos de los que cuestionan o atacan el modelo dominante del copyright han tenido que decirles a los libreros, camarógrafos, empleados de tiendas de discos, taquilleros, guionistas, acomodadores, ingenieros de sonido, actores, músicos, vendedores de palomitas, escritores, directores de fotografía, roadies, periodistas… es que monten una campaña de crowdfunding y ajusten las velas a los nuevos vientos de cambio.
Lo mejor que muchos de los que cuestionan o atacan el modelo dominante del copyright han tenido que decirles a los libreros, camarógrafos, empleados de tiendas de discos, taquilleros, guionistas, acomodadores, ingenieros de sonido, actores, músicos, vendedores de palomitas, escritores, directores de fotografía, roadies, periodistas… es que monten una campaña de crowdfunding y ajusten las velas a los nuevos vientos de cambio.
Los problemas relacionados con la subsistencia material de
esas personas o de la financiación de los proyectos en los que participan han
quedado completamente periclitados por las cuestiones jurídicas y tecnológicas.
Apenas se ha debatido acerca de la salarización o remuneración en el campo
artístico y cultural, del descenso de la financiación pública en los últimos
años o de las relaciones entre el Estado y las empresas en esos ámbitos. A
tenor de las discusiones recientes sobre el copyright, lo único que parece
relevante es que hay tecnologías que permiten compartir contenidos e
instrumentos jurídicos para blindar esa posibilidad. Es decir, se reduce todo a
un problema técnico aparentemente neutro que sombrea los dilemas políticos
subyacentes. El modo en que se
producirán esos contenidos y se remunerará (o no) a los productores, o la
relación de poder entre las grandes empresas del copyright y sus trabajadores
parece no importarle a nadie. Como si los intereses de un inmigrante ilegal
que trabaja como mozo de almacén en la Warner fueran los mismos que los de los
accionistas de la compañía. Este libro de David García Aristegui desafía ese
consenso y abre un campo de discusión política y laboral que los movimientos de
cultura libre necesitan afrontar.
Si hace dos o tres décadas alguien nos hubiera pedido alguna
opinión, por vaga que fuera, sobre la propiedad intelectual le hubiéramos
tildado de pervertido (¿legalofilia?) y le hubiéramos mandado a empollar algún
compendio de derecho mercantil. Se trataba de temas áridos y técnicos sólo
aptos para picapleitos ocupados con jurisdicción secundaria y casos menores de
comercio que apenas nos afectaban. Tal vez le hubiéramos recomendado lecturas
relacionadas con la ecología, el feminismo o el pacifismo, mucho más cercanas a
la agenda política del momento.
A día de hoy el panorama ha cambiado drásticamente. Las discusiones sobre la propiedad
intelectual han adquirido una centralidad política incuestionable. La
mochila y el vocabulario del militante del siglo XXI están llenos de
referencias al copyright, a los derechos de autor o a las patentes. Este giro
no ha sido accidental y está perfectamente justificado. Es una respuesta a la
ofensiva neoliberal que ha impulsado un proceso de privatización violento y
generalizado. La intensificación de la acumulación por cercado legal, del
paradigma del individualismo posesivo y de las prácticas empresariales
acaparadoras han otorgado a la propiedad intelectual un papel protagonista en
nuestro presente globalizado. De Colombia a Indonesia, de Etiopía a Canadá, una
avalancha de mecanismos jurídicos, tratados internacionales y regulaciones
apropiacionistas van delimitando nuestra relación con la cultura, el trabajo o
la naturaleza.
Este proceso, sin embargo, no ha surgido de la chistera de
algún miembro de la Escuela de Chicago. Es la conclusión de una historia larga,
conflictiva y a menudo contradictoria. Muchos debates actuales entorno a las
propiedad intelectual están contaminados por sobredosis de romanticismo
idealista. El campo de lo que se puede discutir está delimitado por una serie
de figuras mitológicas –el pirata, el mantero, el autor, las discográficas y
las editoriales, los gorrones…–que impiden cuestionar esos escenarios
constituidos. De nuevo, este ensayo desmonta esas precompensiones. La historia
de la propiedad intelectual no es lineal, está repleta de procesos y personajes
ambivalentes y de consecuencias no esperadas de decisiones contingentes.
Este libro propone una perspectiva innovadora. Muchos de los
más firmes críticos de la propiedad intelectual han caído en una especie de
trampa naturalista y han otorgado a los dispositivos legales un valor excesivo.
Como si al revertir su sentido jurídico –de copyright a copyleft- quedara
garantizado un cambio social radical. Como si las licencias pudieran cambiar el
mundo y resolver de un plumazo cuestiones políticas centrales. El movimiento de conocimiento abierto ha
concedido demasiado al capitalismo, ha aceptado un corpus intelectual heredado
que prestaba escasa atención al contexto económico, social o político.
Muchas de las críticas a la gestión privativa del arte y cultura se han
enfangado en procedimientos y mecanismos formales y han desatendido las
cuestiones relacionadas con las decisiones éticas y políticas sustantivas.
Por eso, muy pocas alternativas a la propiedad intelectual
convencional han integrado en sus proyectos alguna clase de crítica del mercado
de trabajo, una redefinición de la categoría de trabajador intelectual, una
solución viable para las tareas de mediación, formas de retribución justa de
actividades artístico-culturales o, incluso, alguna clase de complicidad con
proyectos políticos antagonistas más amplios. La opción mayoritaria ha sido
dejar esas cuestiones abandonadas a la espontaneidad de la red, como antes el
liberalismo propuso abandonarlas a la espontaneidad del mercado. La confianza
en que algún mecanismo impersonal cooperativo –la mano invisible de Internet–
proveería de soluciones a los dilemas políticos de fondo ha lastrado, al menos
en parte, la potencia progresista de estos movimientos. Este ensayo, en cambio,
propone una perspectiva alternativa que cuestiona el consenso dominante
inyectando en los debates sobre la propiedad intelectual problemas urgentes
relacionados con los conflictos laborales, la desigualdad y, en última
instancia, la lucha de clases.
El texto anterior es el prólogo del libro ‘¿Por qué Marx no habló de copyright? La propiedad intelectual y sus revoluciones’ del cual es autor David García Arístegui. El prólogo fue escrito 'a dos manos' por el sociólogo y ensayista César Rendueles e Igor Sádaba, quien es físico y sociólogo.
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