► “Así es que del modo más cruel nos atormenta sentir, en el seno de la opulencia,
la falta de una cosa. La porfía, la obstinación menoscaban el logro más
soberbio; de suerte que, para más profundo y más horrible tormento, debe uno cansarse
de ser justo” | Goethe, Fausto
Ángel de Lucas &
Alfonso Ortí | Las escandalosas crisis de algunas
empresas multinacionales de perfil más vanguardista (desde ENRON a VIVENDI),
pioneras en muchos casos en el sector de las «nuevas tecnologías» (de la
comunicación y la informática, y ligadas a veces a Internet, etc.), parecen
haber marcado -en el umbral mismo del siglo XXI- el límite de la fase eufórica
de la expansiva globalización financiera
y neotecnológica de los años 1990. Más allá de la mayor o menor profundidad de la crisis económica -probablemente cíclica y transitoria- en que han tenido lugar estas quiebras empresariales, su significación histórica se ha visto además resaltada por su coincidencia con el súbito advenimiento -en los países centrales y hegemónicos de Occidente- de un difuso clima político frente al incierto futuro del orden mundial establecido. Han sido los trágicos acontecimientos que están marcando los comienzos del siglo XXI - simbolizados en el actual universo mediático por la espectacularidad del atentado de Nueva York del 11 de septiembre de 2001— los que han abierto, de forma más o menos consciente, la sombría perspectiva de su posible interpretación como anuncio de una nueva fase de radicalización de los conflictos de alcance mundial.
1. La globalización
neotecnológica y financiera como meta y límite de la acumulación capitalista
1.1. Choque de civilizaciones o crisis del capitalismo
Se trata — para los que
nos atrevemos a pensar consecuentemente esta tesis— de una interpretación
sintomática sustentada por el evidente carácter imperialista de las nuevas
guerras neocoloniales emprendidas por la Administración Bush y apoyadas con
entusiasmo, una vez más, por el complejo militar—industrial norteamericano:
guerras dirigidas hasta ahora contra Afganistán e Irak, pero también
potencialmente contra cualquier Estado o sistema desafecto, mientras se arma y
se deja las manos libres a la política genocida del Gobierno israelí de Ariel
Sharon contra el pueblo palestino. Esta naturaleza imperialista de las actuales
agresiones norteamericanas se pone de manifiesto en la imposición 2 por la
fuerza, en regiones muy distantes de sus fronteras, de la dialéctica hegemónica
de sus propios intereses económicos (explotación del petróleo y control de su
precio, etc.) y geoestratégicos (incluyendo el del mantenimiento en activo de
un colosal Ejército como gran cliente y demandante de la industria de armamento
y de muchos otros suministros).
Este neoimperialismo,
que abre el siglo XXI, lejos de ser entendido simplemente como una «nueva forma
de soberanía» (como pretende el best-seller
de moda de Michael Hardt y Antonio Negri), debe ser interpretado —a nuestro
juicio— como una respuesta del capitalismo norteamericano frente a un nuevo límite
histórico alcanzado por el actual modelo de acumulación del capital. Es este
nuevo límite histórico el que está en el fondo de las actuales crisis del
capitalismo, crisis que con frecuencia se interpretan como una crisis de la
propia civilización capitalista, y que a veces se racionaliza mediante el
referente externo a un choque de civilizaciones de carácter cultural y
religioso, con su correlato de la emergencia del terrorismo internacional. Es
cierto, sin embargo, que estas interpretaciones y racionalizaciones parecen
generadas por la existencia de una conciencia histórica — más o menos
consciente— de que la aceleración actual del proceso de globalización
neotecnológica y financiera capitalista pasa necesariamente por la
confrontación con sociedades y culturas externas, y por la subordinación de las
mismas a la dinámica hegemónica de la propia civilización capitalista
occidental. Por eso no parece pertinente rechazar de plano el concepto de
«choque de civilizaciones». Pero conviene destacar su significado histórico
concreto en el marco actual del desarrollo capitalista.
En este punto, en efecto, parece oportuno introducir la
diferencia establecida por Lenin a finales del siglo XIX— en El desarrollo del
capitalismo en Rusia— entre el desarrollo «en extensión» y el desarrollo «en
profundidad». En el primer caso, se trata del largo proceso de expansión
geográfica del mercado capitalista historiado por Immanuel Wallerstein (El
moderno sistema mundial), proceso que culmina en la constitución de una economía—
mundo articulada en centro, periferias y semiperiferias. Y es en el contexto de
esta economía— mundo articulada donde tiene lugar, a partir de la mitad del
siglo XX, el establecimiento de las sociedades de consumo o sociedades del
bienestar: primero en los países centrales y luego —más o menos precariamente—
en los países semiperiféricos. El segundo modelo de desarrollo, el desarrollo
«en profundidad», se caracteriza — en una primera etapa— por la intensificación
de los mercados de consumo interiores en los países centrales y
semiperiféricos, y por la subordinación de la economía— mundo a condiciones que
permitiesen el acceso de grandes masas de consumidores a esos mismos mercados.
Se trata de lo que podríamos denominar etapa dorada del capitalismo, marcada
por la adopción del paradigma teórico keynesiano, con sus implicaciones de
reforma social y democratización política, y que acaba integrando a las masas
trabajadoras — incluidas sus organizaciones de clase— en la aceptación del
sistema. Este capitalismo dorado conoce su crisis a lo largo de los años ‘80
del siglo XX, coincidiendo prácticamente con la derrota del bloque soviético en
la guerra fría, pero sale de ella ideológicamente reforzado, al imponer el
modelo ideológico del neoliberalismo conservador, fundado principalmente en el individualismo
consumista.
Durante los últimos veinticinco años, los países centrales
de la economía— mundo han combinado articuladamente el desarrollo en extensión y
el desarrollo en profundidad. El fin de la guerra fría les permitió abrir los
mercados de Asia y del oriente europeo, y apropiarse ventajosamente de sus
reservas energéticas y de sus inmensas fuerzas de trabajo. Pero al mismo
tiempo, han progresado considerablemente en la constitución de mercados
orientados al consumo interior en muchos de los países hasta ahora periféricos.
En este punto, pues, desarrollo en extensión y desarrollo en profundidad
tienden a converger hacia la meta utópica e inalcanzable de la mundialización
del modelo occidental de sociedad de
consumo.
Esta doble expansión del capitalismo de los países centrales
ha venido acompañada por la puesta en marcha acelerada de un «marketing
global», destinado a la gestión de una intensiva «comercialización de los
estilos de vida» occidentales y de una «red mundial de logos y productos» en
«un planeta unido por las marcas» (Naomi Klein). Sin embargo, esta
globalización de la producción y del marketing ha tenido como contrapartida una
nueva dualización mundial. Primero, entre países centrales (en deriva hacia un
sobreconsumo ocioso —Thorstein Veblen — ecológicamente destructivo) y periferias
(dislocadas o reducidas, en buena medida, a una red de enclaves de fuerza de
trabajo proletarizada, a veces inmigrante, al servicio de ese mismo sobreconsumo
central). Y luego en el interior mismo de esas periferias, marcadas por las
desigualdades impuestas por su propio modelo de desarrollo y por el crecimiento
de unas clases medias emergentes, ganadas ideológicamente por los estilos de
vida del consumismo occidental. Acaban así contraponiéndose, en el nuevo espacio
globalizado y dual, franjas «centrales» o zonas privilegiadamente integradas
(de alto y sofisticado consumo) frente a franjas marginales o «zonas de
vulnerabilidad» (Robert Castell), como partes necesariamente complementarias de
un desequilibrio creciente, desequilibrio que define los nuevos límites del
desarrollo capitalista mundial.
Desde un punto de vista sociopolítico e ideológico, esta
nueva frontera del despliegue de la economía— mundo expresa —a su vez— el
límite de una nueva radicalización conflictiva en la confrontación entre la agresión
agónica del «neocapitalismo occidental de sobreconsumo» y la «respuesta» (Arnold
J. Toynbee) de los movimientos de reivindicación y resistencia de las
sociedades y culturas periféricas explotadas. En efecto, la imposición por los
países centrales del modelo de la sociedad de consumo —con su correlato
político de la democracia formal de partidos— a mundos con formas de vida y con
valores profundamente diferentes (la familia patriarcal islámica, la sociedad
de castas hindú, los sistemas tribales afroasiáticos, etc.), unido a las
crecientes diferencias económicas que produce, ha generado la proliferación de
movimientos radicales de resistencia, capaces de estimular resonancias
ideológicas positivas en las masas explotadas y empobrecidas. Por eso, el
actual despliegue capitalista de los países centrales tiende a apoyarse —de
nuevo— en la violencia armada contra los sistemas políticos y las poblaciones
de los países periféricos. Volveremos más adelante —en la parte central de esta
ponencia— sobre la naturaleza estructural de los conflictos generados por el
capitalismo a lo largo de su proceso de desarrollo, y sobre la especificidad
concreta que adoptan en su actual momento histórico de despliegue.
1.2. Hacia la globalización del modelo de la sociedad de consumo: el conflicto entre el capitalismo y el ecosistema
Vamos a ocuparnos ahora del conflicto del capitalismo con el planeta Tierra, un conflicto que
ha acompañado toda su historia, pero que ha adquirido una peligrosa aceleración
en el marco del actual modelo de globalización capitalista. La mayoría de los
análisis coinciden en señalar que la meta utópica de una sociedad de consumo mundializada
— meta que ocupa el centro de la ideología con la que el modelo se legitima y
racionaliza— es inalcanzable. Las previsiones de futuro indican que el ecosistema
del planeta — propiedad inalienable de la humanidad en su conjunto— no podrá,
durante mucho tiempo, soportar sin quiebra el nivel de explotación al que está
sometido. La bibliografía sobre esta acuciante cuestión es cada vez más
abundante. En ella resuenan los ecos de la reacción de los años ‘60 del siglo
XX frente al «despilfarro consumista» de los países centrales: reacción que
tuvo su máxima representación escénica de masas en las revueltas estudiantiles
de 1968. «Société du gaspillage» —
decían, en francés, los jóvenes de entonces. Pero los acentos ideológicos
fundamentales de esta reacción anticonsumista fueron principalmente 6 estéticos
y moralizantes. Por el contrario, en buena parte de la bibliografía más
reciente predomina la atención sobre los efectos materiales del modelo actual de
desarrollo sobre el conjunto de nuestro ecosistema. Y las conclusiones que de
ella pueden extraerse son concluyentes. En un plazo relativamente corto —de 20
a 40 años— el planeta no podrá soportar la explotación a la que está sometido.
La tendencia a la mundialización de la sociedad de consumo, en el caso de
mantenerse su ritmo actual, producirá efectos irreversible sobre el ecosistema,
efectos que supondrán, en primer término, un mayor deterioro de las formas de
vida de las masas empobrecidas que habitan las regiones periféricas del sistema
capitalista, agudizando así las contradicciones y antagonismos sociales que
ocupan ya, a escala planetaria, el centro estructural del modelo de desarrollo
capitalista en el momento histórico concreto que marca el tránsito entre los
siglos XX y XXI. El conflicto del capital con la naturaleza viene a
superponerse, pues, a la radicalización mundial de los conflictos sociales,
generando así una dialéctica en la que ambos conflictos se alimentan y se
potencian mutuamente.
A este respecto, resulta significativo que el Worldwatch
Institute, en su informe anual sobre «La situación en el mundo», haya escogido
como «tema central» para el año 2004, el análisis de «La sociedad de consumo». (Traducción
al español en Icaria Editorial, S. A., Barcelona, 2004). El volumen contiene
trabajos de diversos especialistas, destinados al estudio de los fenómenos más
importantes en los que se manifiesta el actual consumo mundial, desde el
creciente consumo de recursos energéticos hasta la invasión masiva de
«cachivaches» electrónicos en los mercados de consumo mundializados. En el
conjunto del volumen se destacan los rasgos fundamentales de los mercados de
agua, de energía, de alimentos, de automóviles, de aparatos electrodomésticos, etc.,
y en todos los casos se hace hincapié en los costes ecológicos que generan. El
Presidente del Worldwatch Institute, Christopher Flavin, en su presentación del
volumen, sostiene la convicción de que el consumo debe ser considerado como
«uno de los elementos fundamentales... en la búsqueda mundial de un futuro
sostenible», y se lamenta de que haya sido hasta ahora uno de los «más
descuidados». Por nuestra parte, podemos lamentarnos también del lugar marginal
que los estudios sobre el consumo han venido ocupando en el campo sociológico,
especialmente en la Sociología académica, cuya habitual ceguera ha tendido a
identificarlos con el marketing y a considerar las formas de consumo como
epifenómenos prácticamente desvinculados de las formas de reproducción social. Apoyándose
en la autoridad del historiador Gary Cross («An All—Consuming Century: Why
Commercialism Won in Modern America», Nueva York, Columbia University Press,
2000), Flavin sostiene que el triunfo ideológico del consumismo a lo largo del
siglo XX constituye «el rasgo que mejor define nuestra época». Esta ha sido la
victoria ideológica real de la guerra fría, aunque se presente —dice— como «el
triunfo del capitalismo o de la democracia sobre el comunismo». Los economistas
conceden una enorme importancia a los indicadores de los niveles de consumo. Si
el nivel de consumo se estanca, igualmente se estanca el volumen total de la
producción social. Si no crece lo suficiente, esta última no alcanza el volumen
que se precisa para cubrir las «nuevas necesidades». Del consumo —se dice—
dependen las tasas de empleo y los niveles individuales de renta. Por esta
razón, como afirma Christopher Flavin, «la relación del consumo con objetivos
económicos más amplios, como el empleo, es una piedra de toque para los
políticos». Como todo el mundo sabe, la marcha acelerada del «tren del consumo»
representa una condición indispensable para la intensificación «en profundidad»
de la acumulación capitalista. Pero en el discurso ideológico, la aspiración a
niveles de consumo en crecimiento permanente se identifica con un derecho
individual que constituye una de las características fundamentales de las
«sociedades democráticas». No importa que —incluso en los países desarrollados
de Occidente— la realidad de los últimos veinticinco años haya acabado
imponiendo mercados de consumo tajantemente segmentados, mercados que reservan
para «una elite privilegiada» buena parte de los productos más excelentes: se
trata de la diferenciación social por los «modelos de consumo». En cualquier
caso, en la fase actual del desarrollo capitalista, esta elite privilegiada de
consumidores tiende a extenderse —con más o menos intensidad— a regiones y
sociedades periféricas, y es posible observar también la emergencia creciente
de una clase media mundial —la «clase del excedente»— que ha entrado ya en las
«prácticas del sobreconsumo ocioso».
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