16/7/14

Feudalismo, Capitalismo, Socialismo, o teoría y política de las transiciones eco-históricas

Jason Moore   |   Esta descripción eco-histórica sugiere que la división del trabajo que surgió durante la transición del feudalismo al capitalismo, estaba entretejida por las relaciones de producción, tanto como por las relaciones de intercambio –comprendiendo ellas juntas lo que Marx llama un “todo orgánico”. Nos hemos concentrado en las dramáticas transformaciones socio-ecológicas efectuadas por la conquista de las Américas por Europa, no simplemente porque fueran dramáticas, sino igualmente porque estas transformaciones fueron momentos centrales de la acumulación “originaria” de capital. “Las Américas no fueron incorporadas a una economía-mundo capitalista ya existente”. Su conquista más bien fue decisiva en la canalización del resultado de la crisis feudal hacia el capitalismo.

La subordinación de las Américas a la ley del valor no debería ser vista, no obstante, como exógena a los desarrollos que tuvieron lugar al interior de Europa. Las fronteras comerciales que avanzaban, del
azúcar y la plata, señalando “la rosada alborada… de la producción capitalista”, alteraron la sociedad tanto en Europa como en el Nuevo Mundo. Tal vez lo más significativo fue la nueva relación entre ciudad y campo, vinculada de modos complejos con los nuevos sistemas de producción de mercancías en los Mundos, tanto Viejo como Nuevo. Para mencionar solo algunos ejemplos, podríamos haber considerado cómo las relaciones ciudad-campo más geográficamente expansivas –y ecológicamente problemáticas– desplazaron las relaciones ciudad-tierras interiores de la era feudal. El Ámsterdam del siglo XVI, por ejemplo, dependía del grano báltico para una cuarta parte de sus necesidades (Elliot, 1968: 48). Un resultado fue el extendido agotamiento de los suelos en las regiones exportadoras de grano de Europa del este en el siglo siguiente (Wallerstein, 1980: 132-33). Y la madera que fluía desde los bosques bálticos –sin la cual el auge de las grandes flotas mercantes holandesa e inglesa era inconcebible y que encontraron el camino hacia distantes puertos en Portugal y en Castilla– era extraída a un alto costo. Para el siglo XVII, la “temeraria explotación” de los bosques de Polonia “produjo un desierto en el bosque”. Las dunas de arena invadieron las costas de la Pomerania, donde una vez prosperaron los bosques. (Braudel, 1981: 365; 1961: 256).

Podríamos haber observado que la urbani­zación del campo en esta era conllevaba no solo la divergencia entre la ciudad y el campo, sino también el desarrollo disparejo de la sociedad rural. Es decir, no solamente se oponía a la ciudad contra el campo en un antagonismo dialéctico, sino que el campo era opuesto a sí mismo. Cada vez más la sociedad rural era un ensamblaje de regímenes de monocultivo –el grano y la madera en Europa del este, la cría de ovejas en Castilla e Inglaterra, el azúcar en las Américas y así sucesivamente. En estos momentos tempranos de la especialización regional se encuentran los orígenes de la radical simplificación de la tierra que hizo el capitalis­mo, lo que hoy día se extiende hasta los propios fundamentos genéticos de la vida.

Finalmente también podríamos haber notado que no eran solo los esclavos los que sufrían el uso que hacía el capitalismo de “el cuerpo como una estrategia de acumulación” (Harvey 2000). Los campesinos y obreros de Europa prospe­raron inmediatamente después de la Muerte Negra, pero sufrieron una dieta deterioradora después de la reavivación económica del siglo XV. Para tomar prestada una frase de Lynn White, esta dieta rica en cereal era una forma de “aminohambruna” (1962: 75)2. Los salarios reales cayeron y los señores de la tierra se des­plazaron de la agricultura cerealera a los pasti­zales. La cría de animales fue cada vez más mo­nopolizada por los grandes terratenientes y los precios de los cereales se movían hacia arriba. Unos granos cada vez más caros desplazaron a la aún más costosa carne en la dieta europea. Como resultado las crisis de subsistencia y las graves epidemias que tendían a acompañarlas, persistieron durante todo el “largo” siglo XVI. La mortalidad en las rápidamente crecientes ciudades de Europa era alta hasta en los años promedio, en los “catastróficos” y en los demás tiempos (Helleiner, 1967: 83). La hambruna “era tan insistentemente recurrente durante siglos, que llegó a incorporarse al régimen biológico del hombre y a incorporarse a su vida cotidiana” (Braudel, 1981: 73-74). Así fue que la transición al capitalismo se posibilitó por un régimen biológico que ponía un pesado fardo (mal)nutricional sobre los vientres de los productores directos.

Así, una brecha metabólica –que se iba siempre ampliando– entre la ciudad y el campo y crucialmente entre el campo y el mismo campo, desde los principios mismos del sistema capitalista mundial. (Los lotes comerciales de alimentos y los monocultivos de granos de hoy día, tienen un linaje bien largo). Esta brecha metabólica entre la ciudad y el campo interrum­pió el flujo de nutrientes del campo hacia la ciudad, donde los desechos no eran reciclados sino usualmente echados, por ejemplo a los ríos. Así, el capitalismo tendía a amasar la contami­nación en y alrededor de las ciudades y a agotar los recursos en el campo (Foster & Magdoff, 1998). Finalmente, la explotación capitalista directa del medio ambiente, como en el caso de la plata y el azúcar, creó nuevas redes secunda­rias de actividad productiva. La plata y el azúcar dieron vida a los cultivos comerciales en la agri­cultura cerealera, la silvicultura y la ganadería (entre otros) –todos ellos destructivos en grados variados. La plata y el azúcar no eran las únicas fronteras mercantiles del capitalismo temprano. Pero eran las más importantes.

Hemos enfocado los desarrollos en las Américas más bien que en Europa en este bosquejo, porque parece dudoso que el capita­lismo hubiera podido surgir solamente sobre la base de las ventajas socio-culturales y eco­lógicas de Europa, que no eran grandes. Las Américas asumen tal importancia especial para la cuestión de la transición por varias razones. Primero, las Américas ofrecían oro y plata. La Europa medieval estaba desesperadamente, cró­nicamente escasa de lingotes –como lo estaría hasta fines del siglo XIX. Como hemos visto, la entrada de plata americana aportó un filo especial contra el hambre, particularmente en aquellas ciudades que jugaron un rol crucial en la acumulación originaria de capital. Segundo, los climas tropicales del Nuevo Mundo eran favorables a una diversidad de cultivos comer­ciales, muchos de ellos importados de Afro-Eurasia en un ejemplo clásico de “imperialis­mo ecológico” (Crosby, 1986). Tercero, por más animada que fuera, la resistencia de las socieda­des indígenas a la invasión europea era en gran parte inefectiva, eliminando así en la mayoría de los casos la amenaza de revueltas campesi­nas serias, que resultaron tan problemáticas a los estratos dominantes de Europa en los siglos XIV y XV. Cuarto, si bien el gran diezmo de la población del Nuevo Mundo mediante la en­fermedad –en sí una crisis ecológica probable­mente sin precedente en la historia de la civi­lización humana– socavó las posibilidades de resistencia efectiva al imperialismo, también planteaba un problema laboral, que solo podía ser resuelto mediante el trabajo forzado. La solución a este problema laboral se encontró, por supuesto, en la trata de esclavos africanos. La gran ventaja del esclavismo moderno sobre la servidumbre y sus antecedentes pre-moder­nos era su movilidad geográfica; aún más que el trabajo asalariado, el esclavismo le permitía al capital y a los plantadores mudarse según lo de­mandaran la ecología y la economía (Tomich, 2001). Esto no era poca cosa en las sociedades de fronteras inquietas del Nuevo Mundo.

Donde más dramáticas eran las contradiccio­nes socio-ecológicas del capitalismo temprano era en el Nuevo Mundo. Como consecuencia, la demanda del sistema por suministros frescos de tierra y trabajo era más grande en las Américas, que aportaban un terreno hospitalario que sa­tisficiera esa demanda porque: 1) había vastos espacios de tierra para el que la quisiera, debido a la débil resistencia indígena; y 2) había amplios suministros de trabajo, debido al éxito de la trata de esclavos africanos. En suma, las Américas no solo eran económicamente centrales para la consolidación del capitalismo en el “largo” siglo XVI; también eran ecológicamente centrales. En otras palabras, las Américas eran económi­camente centrales en el grado en que el medio ambiente natural favorecía la rápida acumu­lación de capital. El intercambio ecológico desigual entre las periferias americanas y los centros europeos –y entre la ciudad y el campo en múltiples escalas– significaba no solo que el medio ambiente americano era dejado sin apro­vechar y que necesitaba una mayor ampliación de la división del trabajo. Cada nueva etapa de esta ampliación capitalista mundial involucraba una agricultura capitalista más intensiva, una nueva y más grave ruptura en el reciclaje de nu­trientes de los ecosistemas locales –en Europa no menos que en las Américas.

El flujo de productos agrícolas america­nos –sobre todo, del azúcar– significaba que la división del trabajo ciudad-campo dentro de los estados centrales podría profundizarse más allá de la capacidad de ninguna economía “nacional” individual. Robert Brenner puede tener razón en que la transformación social de la agricultura inglesa –que hizo posible la pro­ductividad aumentada– también hizo posible el surgimiento de un vasto ejército de reserva de trabajo, que podía ser puesto a trabajar en los molinos satánicos (1977). Pero hay mucho más que esto. Los beneficios que resultaban tanto directamente de los comercios íntimamente vinculados de esclavos y azúcar, como indirec­tamente mediante los costos reducidos para re­producir a la clase trabajadora inglesa, o las ac­tividades rentables de transporte por barco y la construcción naviera, contribuyeron a un fondo de acumulación que hizo posible la ulterior expansión e intensificación de la división ca­pitalista mundial del trabajo. La esclavitud africana, por ejemplo, representaba no solo una transferencia económica de una arena externa a la economía-mundo capitalista, sino también (¿igualmente?) una transferencia ecológica. Este era el “cálculo ecológico” del esclavismo. Los plantadores “compraban esclavos ‘cultivados’ en África, con alimentos africanos, le aplicaban su trabajo a la producción de carbohidratos para la exportación a Europa y desplegaban poca pre­ocupación por su sobrevivencia una vez que pasaba el tiempo en que ellos realizaran trabajo útil” (Hugill, 1993: 61). El desarrollo “nacional” al interior de Europa se alimentaba con los frutos de la ecología política del esclavismo.

Todo esto permitía y en realidad forzaba a una ampliación de la brecha entre el centro y la periferia y entre el campo y la ciudad, así como dentro del propio campo. En igual medida, la capacidad de los ecosistemas locales para re­producirse dentro de la división capitalista del trabajo, era radicalmente –y todavía más, pro­gresivamente– socavada. Por tanto, la explota­ción por el capital del medio ambiente natural –es decir, la explotación de la naturaleza (extra-humana) mediante la explotación de la fuerza de trabajo– es una de las contradicciones más importantes, quizás la más importante que necesita la continuada expansión geográfica de la economía-mundo capitalista.

El presente trabajo es un extracto de la traducción realizada por Daniel Piedra Herrera del artículo “Nature and the Transition from Feudalism to Capitalism” publicado en Review, XXVI, 2, 2003, 97. El artículo publicado surgió a raíz de la solicitud hecha al autor de una introducción para la selección escogida de la traducción anteriormente mencionada.



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