Jason Moore |
Esta descripción eco-histórica sugiere que la división del trabajo que
surgió durante la transición del feudalismo al capitalismo, estaba entretejida
por las relaciones de producción, tanto como por las relaciones de intercambio
–comprendiendo ellas juntas lo que Marx llama un “todo orgánico”. Nos hemos
concentrado en las dramáticas transformaciones socio-ecológicas efectuadas por
la conquista de las Américas por Europa, no simplemente porque fueran
dramáticas, sino igualmente porque estas transformaciones fueron momentos
centrales de la acumulación “originaria” de capital. “Las Américas no fueron
incorporadas a una economía-mundo capitalista ya existente”. Su conquista más
bien fue decisiva en la canalización del resultado de la crisis feudal hacia el
capitalismo.
La subordinación de las Américas a la ley del valor no
debería ser vista, no obstante, como exógena a los desarrollos que tuvieron
lugar al interior de Europa. Las fronteras comerciales que avanzaban, del
azúcar y la plata, señalando “la rosada alborada… de la producción capitalista”,
alteraron la sociedad tanto en Europa como en el Nuevo Mundo. Tal vez lo más
significativo fue la nueva relación entre ciudad y campo, vinculada de modos
complejos con los nuevos sistemas de producción de mercancías en los Mundos,
tanto Viejo como Nuevo. Para mencionar solo algunos ejemplos, podríamos haber
considerado cómo las relaciones ciudad-campo más geográficamente expansivas –y
ecológicamente problemáticas– desplazaron las relaciones ciudad-tierras
interiores de la era feudal. El Ámsterdam del siglo XVI, por ejemplo, dependía
del grano báltico para una cuarta parte de sus necesidades (Elliot, 1968: 48).
Un resultado fue el extendido agotamiento de los suelos en las regiones
exportadoras de grano de Europa del este en el siglo siguiente (Wallerstein,
1980: 132-33). Y la madera que fluía desde los bosques bálticos –sin la cual el
auge de las grandes flotas mercantes holandesa e inglesa era inconcebible y que
encontraron el camino hacia distantes puertos en Portugal y en Castilla– era
extraída a un alto costo. Para el siglo XVII, la “temeraria explotación” de los
bosques de Polonia “produjo un desierto en el bosque”. Las dunas de arena
invadieron las costas de la Pomerania, donde una vez prosperaron los bosques. (Braudel, 1981: 365; 1961: 256).
Podríamos haber observado que la urbanización del campo en
esta era conllevaba no solo la divergencia entre la ciudad y el campo, sino
también el desarrollo disparejo de la sociedad rural. Es decir, no solamente se
oponía a la ciudad contra el campo en un antagonismo dialéctico, sino que el
campo era opuesto a sí mismo. Cada vez más la sociedad rural era un ensamblaje
de regímenes de monocultivo –el grano y la madera en Europa del este, la cría
de ovejas en Castilla e Inglaterra, el azúcar en las Américas y así
sucesivamente. En estos momentos tempranos de la especialización regional se
encuentran los orígenes de la radical simplificación de la tierra que hizo el
capitalismo, lo que hoy día se extiende hasta los propios fundamentos
genéticos de la vida.
Finalmente también podríamos haber notado que no eran solo
los esclavos los que sufrían el uso que hacía el capitalismo de “el cuerpo como
una estrategia de acumulación” (Harvey 2000). Los campesinos y obreros de
Europa prosperaron inmediatamente después de la Muerte Negra, pero sufrieron
una dieta deterioradora después de la reavivación económica del siglo XV. Para
tomar prestada una frase de Lynn White, esta dieta rica en cereal era una forma
de “aminohambruna” (1962: 75)2. Los salarios reales cayeron y los señores de la
tierra se desplazaron de la agricultura cerealera a los pastizales. La cría
de animales fue cada vez más monopolizada por los grandes terratenientes y los
precios de los cereales se movían hacia arriba. Unos granos cada vez más caros
desplazaron a la aún más costosa carne en la dieta europea. Como resultado las
crisis de subsistencia y las graves epidemias que tendían a acompañarlas,
persistieron durante todo el “largo” siglo XVI. La mortalidad en las
rápidamente crecientes ciudades de Europa era alta hasta en los años promedio,
en los “catastróficos” y en los demás tiempos (Helleiner, 1967: 83). La
hambruna “era tan insistentemente recurrente durante siglos, que llegó a
incorporarse al régimen biológico del hombre y a incorporarse a su vida
cotidiana” (Braudel, 1981: 73-74). Así fue que la transición al capitalismo se
posibilitó por un régimen biológico que ponía un pesado fardo (mal)nutricional
sobre los vientres de los productores directos.
Así, una brecha metabólica –que se iba siempre ampliando–
entre la ciudad y el campo y crucialmente entre el campo y el mismo campo,
desde los principios mismos del sistema capitalista mundial. (Los lotes
comerciales de alimentos y los monocultivos de granos de hoy día, tienen un
linaje bien largo). Esta brecha metabólica entre la ciudad y el campo interrumpió
el flujo de nutrientes del campo hacia la ciudad, donde los desechos no eran
reciclados sino usualmente echados, por ejemplo a los ríos. Así, el capitalismo
tendía a amasar la contaminación en y alrededor de las ciudades y a agotar los
recursos en el campo (Foster & Magdoff, 1998). Finalmente, la explotación
capitalista directa del medio ambiente, como en el caso de la plata y el
azúcar, creó nuevas redes secundarias de actividad productiva. La plata y el
azúcar dieron vida a los cultivos comerciales en la agricultura cerealera, la
silvicultura y la ganadería (entre otros) –todos ellos destructivos en grados
variados. La plata y el azúcar no eran las únicas fronteras mercantiles del
capitalismo temprano. Pero eran las más importantes.
Hemos enfocado los desarrollos en las Américas más bien que
en Europa en este bosquejo, porque parece dudoso que el capitalismo hubiera
podido surgir solamente sobre la base de las ventajas socio-culturales y ecológicas
de Europa, que no eran grandes. Las Américas asumen tal importancia especial
para la cuestión de la transición por varias razones. Primero, las Américas
ofrecían oro y plata. La Europa medieval estaba desesperadamente, crónicamente
escasa de lingotes –como lo estaría hasta fines del siglo XIX. Como hemos
visto, la entrada de plata americana aportó un filo especial contra el hambre,
particularmente en aquellas ciudades que jugaron un rol crucial en la
acumulación originaria de capital. Segundo, los climas tropicales del Nuevo
Mundo eran favorables a una diversidad de cultivos comerciales, muchos de
ellos importados de Afro-Eurasia en un ejemplo clásico de “imperialismo
ecológico” (Crosby, 1986). Tercero, por más animada que fuera, la resistencia
de las sociedades indígenas a la invasión europea era en gran parte
inefectiva, eliminando así en la mayoría de los casos la amenaza de revueltas
campesinas serias, que resultaron tan problemáticas a los estratos dominantes
de Europa en los siglos XIV y XV. Cuarto, si bien el gran diezmo de la
población del Nuevo Mundo mediante la enfermedad –en sí una crisis ecológica
probablemente sin precedente en la historia de la civilización humana– socavó
las posibilidades de resistencia efectiva al imperialismo, también planteaba un
problema laboral, que solo podía ser resuelto mediante el trabajo forzado. La
solución a este problema laboral se encontró, por supuesto, en la trata de
esclavos africanos. La gran ventaja del esclavismo moderno sobre la servidumbre
y sus antecedentes pre-modernos era su movilidad geográfica; aún más que el
trabajo asalariado, el esclavismo le permitía al capital y a los plantadores
mudarse según lo demandaran la ecología y la economía (Tomich, 2001). Esto no
era poca cosa en las sociedades de fronteras inquietas del Nuevo Mundo.
Donde más dramáticas eran las contradicciones
socio-ecológicas del capitalismo temprano era en el Nuevo Mundo. Como
consecuencia, la demanda del sistema por suministros frescos de tierra y
trabajo era más grande en las Américas, que aportaban un terreno hospitalario
que satisficiera esa demanda porque: 1) había vastos espacios de tierra para
el que la quisiera, debido a la débil resistencia indígena; y 2) había amplios
suministros de trabajo, debido al éxito de la trata de esclavos africanos. En
suma, las Américas no solo eran económicamente centrales para la consolidación
del capitalismo en el “largo” siglo XVI; también eran ecológicamente centrales.
En otras palabras, las Américas eran económicamente centrales en el grado en
que el medio ambiente natural favorecía la rápida acumulación de capital. El
intercambio ecológico desigual entre las periferias americanas y los centros
europeos –y entre la ciudad y el campo en múltiples escalas– significaba no
solo que el medio ambiente americano era dejado sin aprovechar y que
necesitaba una mayor ampliación de la división del trabajo. Cada nueva etapa de
esta ampliación capitalista mundial involucraba una agricultura capitalista más
intensiva, una nueva y más grave ruptura en el reciclaje de nutrientes de los
ecosistemas locales –en Europa no menos que en las Américas.
El flujo de productos agrícolas americanos –sobre todo, del
azúcar– significaba que la división del trabajo ciudad-campo dentro de los
estados centrales podría profundizarse más allá de la capacidad de ninguna
economía “nacional” individual. Robert Brenner puede tener razón en que la
transformación social de la agricultura inglesa –que hizo posible la productividad
aumentada– también hizo posible el surgimiento de un vasto ejército de reserva
de trabajo, que podía ser puesto a trabajar en los molinos satánicos (1977).
Pero hay mucho más que esto. Los beneficios que resultaban tanto directamente
de los comercios íntimamente vinculados de esclavos y azúcar, como indirectamente
mediante los costos reducidos para reproducir a la clase trabajadora inglesa,
o las actividades rentables de transporte por barco y la construcción naviera,
contribuyeron a un fondo de acumulación que hizo posible la ulterior expansión
e intensificación de la división capitalista mundial del trabajo. La
esclavitud africana, por ejemplo, representaba no solo una transferencia
económica de una arena externa a la economía-mundo capitalista, sino también
(¿igualmente?) una transferencia ecológica. Este era el “cálculo ecológico” del
esclavismo. Los plantadores “compraban esclavos ‘cultivados’ en África, con
alimentos africanos, le aplicaban su trabajo a la producción de carbohidratos
para la exportación a Europa y desplegaban poca preocupación por su
sobrevivencia una vez que pasaba el tiempo en que ellos realizaran trabajo útil”
(Hugill, 1993: 61). El desarrollo “nacional” al interior de Europa se
alimentaba con los frutos de la ecología política del esclavismo.
Todo esto permitía y en realidad forzaba a una ampliación de
la brecha entre el centro y la periferia y entre el campo y la ciudad, así como
dentro del propio campo. En igual medida, la capacidad de los ecosistemas
locales para reproducirse dentro de la división capitalista del trabajo, era
radicalmente –y todavía más, progresivamente– socavada. Por tanto, la explotación
por el capital del medio ambiente natural –es decir, la explotación de la
naturaleza (extra-humana) mediante la explotación de la fuerza de trabajo– es
una de las contradicciones más importantes, quizás la más importante que
necesita la continuada expansión geográfica de la economía-mundo capitalista.
El presente trabajo es un
extracto de la traducción realizada por Daniel Piedra Herrera del artículo “Nature and the Transition from Feudalism to
Capitalism” publicado en Review,
XXVI, 2, 2003, 97. El artículo publicado surgió a raíz de la solicitud hecha al
autor de una introducción para la selección escogida de la traducción
anteriormente mencionada.
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