Karl Marx ✆ A.d. |
Rubén Zardoya Loureda | Digamos
sin rodeos: está en crisis el marxismo vulgar, esa forma transfigurada de la
teoría marxista que constituye la institucionalización del dogma fosilizado y
su ensamblaje arbitrario con los más disímiles razonamientos pancistas que
reproducen los fenómenos externos de la vida social en calidad de
representación y prejuicio.
No se trata, simplemente, del resultado de un desgaste
inevitable o de una avalancha de mordiscos sobre la teoría clásica, sino de un
modo específico de pensamiento socialmente cristalizado, cuya especificidad,
desde el punto de vista lógico, es la absolutización y fetichización de la
lógica formal, la negación radical del historicismo concreto a favor de las más
diversas formas de historicismo abstracto, que sustituyen la unidad de lo
histórico y lo lógico –la investigación de la lógica del desarrollo, el cambio,
la metamorfosis– por la clasificación, la tipología y la cronología, en esencia
suprahistóricas, de los hechos y los avatares del devenir social; el
parasitismo escolástico sobre las conquistas del pensamiento anterior, la
traducción al lenguaje doctrinario de toda suerte de rutinas y politiquerías;
la adoración de la forma externa o, lo que es lo mismo, la solución puramente
formal de las contradicciones; el detallismo insulso, la pasión por el
comentario que nada
agrega sino páginas a los libros, la recopilación
pedantesca y el amontonamiento de puntos de vista diferentes; la
profesionalización, en fin, del arte de enjambrar paralogismos y enfundarlos en
la terminología de la dialéctica hegeliana y la concepción materialista de la
historia.
Está en crisis el marxismo apologético que, de espaldas a la
realidad, arrojando velos y limando asperezas, supone un deber moral ante el
proletariado componer mitos filosóficos y económicos acerca del advenimiento
paulatino del reino celestial sobre la tierra.
Está en crisis el marxismo exegético –o bien hermenéutico–,
esa suerte de mediador apostólico entre la verdad revelada y los no iniciados,
que ve su tarea en proporcionar el aprendizaje y llevar la luz de la ciencia a
los profanos mediante abecedarios, vademécumes y ensayos popularizadores en los
que se recortan y conjugan frases de las obras de Marx, Engels y Lenin,
descontextualizadas e insufladas de vida propia. Es el marxismo cuyo recurso
supremo es la apelación a la autoridad, la celebración de concilios periódicos
con el objetivo de canonizar frases, otorgarles la forma de auctoritas
medievales, de imperativos categóricos incuestionables de la conciencia
científicas y la lucha por la emancipación de la clase obrera.
Está en crisis el marxismo de las citas, el modo de teorizar
que en una cita de los clásicos ve un eslabón de la demostración, una premisa
del silogismo e, incluso, la propia conclusión, a la que habrá de encontrársele
premisas.
El marxismo que hurga en las obras de los clásicos como en
un cofre de piratas, en busca de definiciones o, más exactamente, transformando
en definiciones expresiones aisladas, sin preocuparse apenas de que satisfagan
las más elementales exigencias de la propia lógica que se absolutiza, la lógica
formal, convierte el proceso investigativo en este encontrar, recortar,
sublimar definiciones y ve en ellas el fin teórico alcanzado.
El marxismo que, desde este punto de vista, vuelve los ojos
a la cultura espiritual de la humanidad en busca de confirmaciones para los
esquemas adoptados, hace pasar por el purgatorio de su propio escolasticismo a
todos los pensadores del pasado y fabula una historia cronológica de
“acercamiento progresivo” a la verdad postulada.
El marxismo ecléctico que, temeroso de la acusación de
sectarismo y unilateralidad, se deleita con aquello de los “meollos racionales”
de cada doctrina y de dedica a coleccionarlos.
El marxismo cuantitativo que toma conciencia de sí mismo
como un proceso lisamente evolutivo y se da golpes en el pecho con cada grano
de arena u hoja de árbol que logra incorporar a su volumen, que agrega el punto
de vista catorce sobre una cuestión dada a los trece anteriores “con derecho a
la existencia”, añade una nueva tipología “con cierto valor heurístico” a la
profusión de ellas, un nuevo “rasgo”, “característica”, “principio”, “nivel de
análisis”, “enfoque” o “género” a la multiplicidad agobiante que el desdichado
aprendiz habrá de memorizar con larga aplicación.
El marxismo que, ávido de tales “puntos de crecimiento” de
la teoría, busca un concepto detrás de cada término y, a cada vuelta de página,
convierte en categoría una palabreja o una expresión figurada.
El marxismo del abracadabra que supone una vergüenza no
tener para todo una respuesta hecha o esbozada.
El marxismo especulativo que delega el sudor de la
investigación empírica a naturalistas y sociólogos “limitados”, “circunscritos
a una u otra esfera de la realidad”; o bien su compañero de armas, el marxismo
empirista que cae de bruces sobre los hechos sin arte ni método.
El marxismo que, pese a todo tipo de salvedades, objeciones
y reclamos, sigue requiriendo el antediluviano pedestal de la Ciencia de las
Ciencias, el monopolio de “lo universal” en todas sus variantes –como universal
cósmico o universal humano– y que, insuflado de semejantes ánimos, sustituye la
batalla terrenal por el augusto punto de vista de lo general, y las vicisitudes
temporales, por la majestad beatífica de la eternidad, incluidas las leyes
mundiales y sus categorías suficientes para todo, todos y cada uno.
El marxismo que, una vez canonizado el reino de “lo
universal” en la forma de una preceptística infalible, se convierte en una
actividad ejemplificante (“singularizante”) a través de los dominios de la
física, la biología, las ciencias sociales; actividad para la cual lo alto y lo
bajo son contrarios dialécticos y la revolución proletaria en cualquier isla
perdida en el Pacífico supone necesariamente en sus inicios una dualidad de
poderes.
El marxismo trinitario, que acuchilla el cuerpo vivo de la
teoría clásica e imagina desarrollarla por secciones con “relativa
independencia”: la Filosofía, la Economía Política y el Comunismo Científico;
secciones cuyos representantes, a la manera de los habitantes de los feudos
medievales, apenas conocen las faenas que realizan sus vecinos y sólo muy
esporádicamente intercambian mensajeros y algún que otro mercader de baratijas
teóricas, con el objetivo, largamente estratégico, de realizar una gran
síntesis –una especie de “desacuchillamiento” a un nivel superior– que devenga
una macroteoría (o reino) robusta.
El marxismo que encuentra su expresión más acabada en las
aulas universitarias, donde el cadáver de la concepción científica del mundo,
entrelazado con una profesa variedad de concepciones ajenas u hostiles a él, se
ofrece en bandeja de plata al estudiante que habrá de memorizar, codificar,
reproducir y ejemplificar hasta el hartazgo. En esta fase funeral no queda ya
en la historia sistema o concepción a la que no se le haya escamoteado un
problema, término o idea, no quedan puntos de vista opuestos que no se hayan
fundido en un abrazo, ni categoría aristotélica o hegeliana que no haya viajado
al cosmos, participado en torneos de boxeo y habladurías de carnicería, y sido
ilustrada con artículos popularizadores de ciencias naturales o pasajes de
novelones brasileños.
No se trata, simplemente, de un pseudomarxismo, de un
marxismo ilusorio, falso o apócrifo, sino de una forma real de movimiento de la
fuerza espiritual más potente, multiforme, omnímoda y avasalladora de nuestra
época; un momento específico de su circulación social, de su trastrueque en el
mundo de las ideas, de su realización como móvil, ideal diverso de millones de
individuos, grupos sociales y partidos políticos, un resultado unilateral de la
larga cadena de metamorfosis materiales y espirituales en la odisea de la
producción social contemporánea que devino forma dominante de la totalidad,
guía, índice, marcador de pasos, aglutinante y censor.
Que esta forma de la teoría haya ido cediendo paulatinamente
sus posesiones y prerrogativas y se encuentre hoy en franca bancarrota, no
resulta arisco a la representación educada en la fe en las potencialidades de
la razón y la dignidad del ser humano. Mucho más difícil resulta explicar el
testarudo hecho de que este modelo vulgar del marxismo haya “funcionado”
históricamente, haya cristalizado en la sociedad como resorte ideal o bien
paralizante de la actividad de los más diversos grupos de hombres y en las más
diversas esferas de la vida social. Esclarecer las causas de tamaño retruécano
epocal es motivo para empeños mucho más graves.
Tal es, en su esqueleto lógico más abstracto, la versión del
marxismo teórico que ha provocado más de una sonrisa o gesto despreciativo o
caritativo en pensadores con un mínimo de cultura histórica y que, por
decenios, ha constituido un objeto de crítica fácil (concebida, por lo general,
como crítica al marxismo clásico o, simplemente, al “marxismo”) para los
intelectuales asalariados por el capital, dedicados a hacer pasar la propiedad
privada capitalista por un valor universal y una forma eviterna de organización
de la vida social.
Algún arrepentido intentará borrar de un manotazo todo el
marxismo posclásico, y se las ingeniará para demostrar que, “por sus límites
naturales y sociales”, el marxismo clásico resulta incapaz de dar cuenta de las
postrimerías “posindustriales” y “posmodernas” de nuestro siglo. No quedaría
otro remedio que superar (Aufheben) a Marx: su mundo u “objeto de estudio”
habría sido “otro”, su diagnóstico social habría sido el diagnóstico de “otra
sociedad”, las soluciones que propuso habrían sido soluciones a “otros
problemas”.
¿Se ha parado a pensar este crítico de oportunidad en las
condiciones de validez del marxismo, es decir, en su capacidad o incapacidad
para que la realidad del mundo contemporáneo “tienda”, según la conocida
expresión, hacia sus formas de pensamiento, hacia sus categorías y conceptos?
La doctrina de Marx es la expresión teórica del antagonismo
entre los hombres en las condiciones de la compraventa universal de la fuerza
de trabajo y de la gestación de las premisas para su negación revolucionaria.
¿Perdura la sumisión de la sociedad y los individuos a las leyes “ciegas” de la
producción de plusvalía, a las leyes inmanentes de la ganancia capitalista que
rebaja permanentemente la voluntad al estatus de instrumento? ¿Subordina la
astucia de la “razón capitalista” la libertad colectiva e individual de los
hombres que con su actividad productiva configuran su cuerpo objetivado?
¿Impera en este mundo un valor –el capital– que supedita a sí, aplasta o
prostituye los restantes valores? ¿Son o no las relaciones humanas y los
propios individuos simples cosas que empuja a su antojo el viento de la
ganancia capitalista? ¿Siguen o no las cosas apropiándose de la personalidad
humana? ¿Han sido suprimidas, con la evolución histórica, las relaciones
sociales basadas en la compraventa de la fuerza de trabajo? ¿Vivimos en un
mundo diferente del de la gran propiedad privada capitalista? ¿Ha cambiado la
orientación fundamental del régimen de propiedad privada hacia la
centralización del capital y el poder? ¿No están ya los seres humanos
categorizados objetivamente en burgueses y asalariados? ¿Ha dejado de ser el
Estado capitalista una maquinaria organizada para imponer la voluntad violenta
de la burguesía sobre las restantes clases sociales? ¿No es ya la “igualdad de
los hombres ante la ley” el grito de combate por excelencia de la burguesía, y
el derecho, la forma universal institucionalizada de sometimiento de la voluntad
de los individuos a los designios de la producción de plusvalía? ¿No sigue la
política burguesa subordinando a su antojo todas las formas de conciencia,
todos los valores humanos, todo el cuerpo universal de la cultura? ¿Es este o
no el mundo de la polarización extrema de la riqueza y la pobreza? ¿Es o no la
contradicción entre el capital y el trabajo el pulso vivo de nuestra época?
¿Permanece o no en la sociedad de nuestros días el imperio del pasado sobre el
presente, del trabajo muerto sobre el trabajo vivo? ¿Hemos llegado al fin de la
historia o vive aún la historia grávida de su negación? ¿Se mantiene en pie el
ideal de una asociación de productores libres en la que el libre desarrollo de
cada individuo constituya una condición para el desarrollo libre de toda la
sociedad? ¿Puede, en fin, el mundo de la propiedad privada capitalista
resolver, sin negarse a sí mismo, el torrente de contradicciones destructivas
para la civilización que dimana de sus entrañas?
La superación, en sentido estricto, del pensamiento de Marx,
estaría a la orden del día para la ciencia social si la realidad que constituye
su objeto hubiera roto ya sus marcos, si las contradicciones fundamentales del
sistema de relaciones sociales que sometió a crítica hubieran sido solucionadas
por la propia historia y otras contradicciones ocuparan su lugar. Es cierto que
la vida de esta realidad es la de la metamorfosis permanente de sus propios
fundamentos y de todas sus formas concretas de existencia y que, por
consiguiente, constituye un imperativo el estudio científico de las nuevas
categorías económicas, política e ideológicas que han cristalizado con estas
metamorfosis y que confieren al modo de producción material y espiritual
capitalista una configuración diferente de la que adoptaba en la etapa de la
libre concurrencia e, incluso, en la primera fase del capitalismo monopolista.
Pero su sustancia sigue siendo la esclavitud asalariada, la propiedad
capitalista sobre los medios fundamentales de producción y la disociación de
los productores de sus propias condiciones
de existencia, de los medios de producción, de los resultados del
trabajo, incluido el conjunto de relaciones, instituciones sociales y formas de
conciencia, y su consecuente conversión en fuerzas hostiles que obstaculizan el
desarrollo libre de la humanidad. Es cierto, asimismo, que no son eternas las
categorías del marxismo: emanadas del estudio del antagonismo universal entre
los seres humanos, la historia habrá de superarlas al superarse a sí misma, al
superar a escala histórica mundial el imperio de la propiedad privada y la
plusvalía sobre todas las relaciones sociales. Pero en tanto perdure este
imperio, la ciencia social se verá obligada a volver una y otra vez al autor de
El Capital y los Fundamentos de la crítica de la economía política, se verá
compelida a pensar con sus categorías, en tanto categorías objetivas de la
realidad capitalista, y a erigirse sobre los fundamentos teóricos y
metodológicos por él echados. Compelida y obligada, no en la forma propia del
marxismo vulgar, a saber, copiando la forma externa del discurso, entresacando
frases y conceptos y trasplantándolos con soberana ligereza a la explicación de
realidades anteriormente inéditas; sino a través del estudio concreto, en
primer término, empírico, de estas realidades en los marcos de una formación
social que permanece sustancialmente invariable en, y a través, de sus
metamorfosis históricas.
El marxismo de la creación viva, la crítica teórica y
práctica creadora del modo de producción material y espiritual capitalista
–siempre una tierra incógnita y un hueso infrangible para sabuesos y roedores
de toda laya–, sobrevive y sobrevivirá al derrumbe del “socialismo” en la luna
mientras la fuerza de trabajo sea una mercancía y las relaciones sociales vivan
enajenadas de sus propios productores.