25/6/14

¿Qué marxismo está en crisis?

Karl Marx ✆ A.d. 
Rubén Zardoya Loureda  |  Digamos sin rodeos: está en crisis el marxismo vulgar, esa forma transfigurada de la teoría marxista que constituye la institucionalización del dogma fosilizado y su ensamblaje arbitrario con los más disímiles razonamientos pancistas que reproducen los fenómenos externos de la vida social en calidad de representación y prejuicio.

No se trata, simplemente, del resultado de un desgaste inevitable o de una avalancha de mordiscos sobre la teoría clásica, sino de un modo específico de pensamiento socialmente cristalizado, cuya especificidad, desde el punto de vista lógico, es la absolutización y fetichización de la lógica formal, la negación radical del historicismo concreto a favor de las más diversas formas de historicismo abstracto, que sustituyen la unidad de lo histórico y lo lógico –la investigación de la lógica del desarrollo, el cambio, la metamorfosis– por la clasificación, la tipología y la cronología, en esencia suprahistóricas, de los hechos y los avatares del devenir social; el parasitismo escolástico sobre las conquistas del pensamiento anterior, la traducción al lenguaje doctrinario de toda suerte de rutinas y politiquerías; la adoración de la forma externa o, lo que es lo mismo, la solución puramente formal de las contradicciones; el detallismo insulso, la pasión por el comentario que nada
agrega sino páginas a los libros, la recopilación pedantesca y el amontonamiento de puntos de vista diferentes; la profesionalización, en fin, del arte de enjambrar paralogismos y enfundarlos en la terminología de la dialéctica hegeliana y la concepción materialista de la historia.

Está en crisis el marxismo apologético que, de espaldas a la realidad, arrojando velos y limando asperezas, supone un deber moral ante el proletariado componer mitos filosóficos y económicos acerca del advenimiento paulatino del reino celestial sobre la tierra.

Está en crisis el marxismo exegético –o bien hermenéutico–, esa suerte de mediador apostólico entre la verdad revelada y los no iniciados, que ve su tarea en proporcionar el aprendizaje y llevar la luz de la ciencia a los profanos mediante abecedarios, vademécumes y ensayos popularizadores en los que se recortan y conjugan frases de las obras de Marx, Engels y Lenin, descontextualizadas e insufladas de vida propia. Es el marxismo cuyo recurso supremo es la apelación a la autoridad, la celebración de concilios periódicos con el objetivo de canonizar frases, otorgarles la forma de auctoritas medievales, de imperativos categóricos incuestionables de la conciencia científicas y la lucha por la emancipación de la clase obrera.

Está en crisis el marxismo de las citas, el modo de teorizar que en una cita de los clásicos ve un eslabón de la demostración, una premisa del silogismo e, incluso, la propia conclusión, a la que habrá de encontrársele premisas.

El marxismo que hurga en las obras de los clásicos como en un cofre de piratas, en busca de definiciones o, más exactamente, transformando en definiciones expresiones aisladas, sin preocuparse apenas de que satisfagan las más elementales exigencias de la propia lógica que se absolutiza, la lógica formal, convierte el proceso investigativo en este encontrar, recortar, sublimar definiciones y ve en ellas el fin teórico alcanzado.

El marxismo que, desde este punto de vista, vuelve los ojos a la cultura espiritual de la humanidad en busca de confirmaciones para los esquemas adoptados, hace pasar por el purgatorio de su propio escolasticismo a todos los pensadores del pasado y fabula una historia cronológica de “acercamiento progresivo” a la verdad postulada.

El marxismo ecléctico que, temeroso de la acusación de sectarismo y unilateralidad, se deleita con aquello de los “meollos racionales” de cada doctrina y de dedica a coleccionarlos.

El marxismo cuantitativo que toma conciencia de sí mismo como un proceso lisamente evolutivo y se da golpes en el pecho con cada grano de arena u hoja de árbol que logra incorporar a su volumen, que agrega el punto de vista catorce sobre una cuestión dada a los trece anteriores “con derecho a la existencia”, añade una nueva tipología “con cierto valor heurístico” a la profusión de ellas, un nuevo “rasgo”, “característica”, “principio”, “nivel de análisis”, “enfoque” o “género” a la multiplicidad agobiante que el desdichado aprendiz habrá de memorizar con larga aplicación.

El marxismo que, ávido de tales “puntos de crecimiento” de la teoría, busca un concepto detrás de cada término y, a cada vuelta de página, convierte en categoría una palabreja o una expresión figurada.

El marxismo del abracadabra que supone una vergüenza no tener para todo una respuesta hecha o esbozada.

El marxismo especulativo que delega el sudor de la investigación empírica a naturalistas y sociólogos “limitados”, “circunscritos a una u otra esfera de la realidad”; o bien su compañero de armas, el marxismo empirista que cae de bruces sobre los hechos sin arte ni método.

El marxismo que, pese a todo tipo de salvedades, objeciones y reclamos, sigue requiriendo el antediluviano pedestal de la Ciencia de las Ciencias, el monopolio de “lo universal” en todas sus variantes –como universal cósmico o universal humano– y que, insuflado de semejantes ánimos, sustituye la batalla terrenal por el augusto punto de vista de lo general, y las vicisitudes temporales, por la majestad beatífica de la eternidad, incluidas las leyes mundiales y sus categorías suficientes para todo, todos y cada uno.

El marxismo que, una vez canonizado el reino de “lo universal” en la forma de una preceptística infalible, se convierte en una actividad ejemplificante (“singularizante”) a través de los dominios de la física, la biología, las ciencias sociales; actividad para la cual lo alto y lo bajo son contrarios dialécticos y la revolución proletaria en cualquier isla perdida en el Pacífico supone necesariamente en sus inicios una dualidad de poderes.

El marxismo trinitario, que acuchilla el cuerpo vivo de la teoría clásica e imagina desarrollarla por secciones con “relativa independencia”: la Filosofía, la Economía Política y el Comunismo Científico; secciones cuyos representantes, a la manera de los habitantes de los feudos medievales, apenas conocen las faenas que realizan sus vecinos y sólo muy esporádicamente intercambian mensajeros y algún que otro mercader de baratijas teóricas, con el objetivo, largamente estratégico, de realizar una gran síntesis –una especie de “desacuchillamiento” a un nivel superior– que devenga una macroteoría (o reino) robusta.

El marxismo que encuentra su expresión más acabada en las aulas universitarias, donde el cadáver de la concepción científica del mundo, entrelazado con una profesa variedad de concepciones ajenas u hostiles a él, se ofrece en bandeja de plata al estudiante que habrá de memorizar, codificar, reproducir y ejemplificar hasta el hartazgo. En esta fase funeral no queda ya en la historia sistema o concepción a la que no se le haya escamoteado un problema, término o idea, no quedan puntos de vista opuestos que no se hayan fundido en un abrazo, ni categoría aristotélica o hegeliana que no haya viajado al cosmos, participado en torneos de boxeo y habladurías de carnicería, y sido ilustrada con artículos popularizadores de ciencias naturales o pasajes de novelones brasileños.

No se trata, simplemente, de un pseudomarxismo, de un marxismo ilusorio, falso o apócrifo, sino de una forma real de movimiento de la fuerza espiritual más potente, multiforme, omnímoda y avasalladora de nuestra época; un momento específico de su circulación social, de su trastrueque en el mundo de las ideas, de su realización como móvil, ideal diverso de millones de individuos, grupos sociales y partidos políticos, un resultado unilateral de la larga cadena de metamorfosis materiales y espirituales en la odisea de la producción social contemporánea que devino forma dominante de la totalidad, guía, índice, marcador de pasos, aglutinante y censor.

Que esta forma de la teoría haya ido cediendo paulatinamente sus posesiones y prerrogativas y se encuentre hoy en franca bancarrota, no resulta arisco a la representación educada en la fe en las potencialidades de la razón y la dignidad del ser humano. Mucho más difícil resulta explicar el testarudo hecho de que este modelo vulgar del marxismo haya “funcionado” históricamente, haya cristalizado en la sociedad como resorte ideal o bien paralizante de la actividad de los más diversos grupos de hombres y en las más diversas esferas de la vida social. Esclarecer las causas de tamaño retruécano epocal es motivo para empeños mucho más graves.

Tal es, en su esqueleto lógico más abstracto, la versión del marxismo teórico que ha provocado más de una sonrisa o gesto despreciativo o caritativo en pensadores con un mínimo de cultura histórica y que, por decenios, ha constituido un objeto de crítica fácil (concebida, por lo general, como crítica al marxismo clásico o, simplemente, al “marxismo”) para los intelectuales asalariados por el capital, dedicados a hacer pasar la propiedad privada capitalista por un valor universal y una forma eviterna de organización de la vida social.

Algún arrepentido intentará borrar de un manotazo todo el marxismo posclásico, y se las ingeniará para demostrar que, “por sus límites naturales y sociales”, el marxismo clásico resulta incapaz de dar cuenta de las postrimerías “posindustriales” y “posmodernas” de nuestro siglo. No quedaría otro remedio que superar (Aufheben) a Marx: su mundo u “objeto de estudio” habría sido “otro”, su diagnóstico social habría sido el diagnóstico de “otra sociedad”, las soluciones que propuso habrían sido soluciones a “otros problemas”.

¿Se ha parado a pensar este crítico de oportunidad en las condiciones de validez del marxismo, es decir, en su capacidad o incapacidad para que la realidad del mundo contemporáneo “tienda”, según la conocida expresión, hacia sus formas de pensamiento, hacia sus categorías y conceptos?

La doctrina de Marx es la expresión teórica del antagonismo entre los hombres en las condiciones de la compraventa universal de la fuerza de trabajo y de la gestación de las premisas para su negación revolucionaria. ¿Perdura la sumisión de la sociedad y los individuos a las leyes “ciegas” de la producción de plusvalía, a las leyes inmanentes de la ganancia capitalista que rebaja permanentemente la voluntad al estatus de instrumento? ¿Subordina la astucia de la “razón capitalista” la libertad colectiva e individual de los hombres que con su actividad productiva configuran su cuerpo objetivado? ¿Impera en este mundo un valor –el capital– que supedita a sí, aplasta o prostituye los restantes valores? ¿Son o no las relaciones humanas y los propios individuos simples cosas que empuja a su antojo el viento de la ganancia capitalista? ¿Siguen o no las cosas apropiándose de la personalidad humana? ¿Han sido suprimidas, con la evolución histórica, las relaciones sociales basadas en la compraventa de la fuerza de trabajo? ¿Vivimos en un mundo diferente del de la gran propiedad privada capitalista? ¿Ha cambiado la orientación fundamental del régimen de propiedad privada hacia la centralización del capital y el poder? ¿No están ya los seres humanos categorizados objetivamente en burgueses y asalariados? ¿Ha dejado de ser el Estado capitalista una maquinaria organizada para imponer la voluntad violenta de la burguesía sobre las restantes clases sociales? ¿No es ya la “igualdad de los hombres ante la ley” el grito de combate por excelencia de la burguesía, y el derecho, la forma universal institucionalizada de sometimiento de la voluntad de los individuos a los designios de la producción de plusvalía? ¿No sigue la política burguesa subordinando a su antojo todas las formas de conciencia, todos los valores humanos, todo el cuerpo universal de la cultura? ¿Es este o no el mundo de la polarización extrema de la riqueza y la pobreza? ¿Es o no la contradicción entre el capital y el trabajo el pulso vivo de nuestra época? ¿Permanece o no en la sociedad de nuestros días el imperio del pasado sobre el presente, del trabajo muerto sobre el trabajo vivo? ¿Hemos llegado al fin de la historia o vive aún la historia grávida de su negación? ¿Se mantiene en pie el ideal de una asociación de productores libres en la que el libre desarrollo de cada individuo constituya una condición para el desarrollo libre de toda la sociedad? ¿Puede, en fin, el mundo de la propiedad privada capitalista resolver, sin negarse a sí mismo, el torrente de contradicciones destructivas para la civilización que dimana de sus entrañas?

La superación, en sentido estricto, del pensamiento de Marx, estaría a la orden del día para la ciencia social si la realidad que constituye su objeto hubiera roto ya sus marcos, si las contradicciones fundamentales del sistema de relaciones sociales que sometió a crítica hubieran sido solucionadas por la propia historia y otras contradicciones ocuparan su lugar. Es cierto que la vida de esta realidad es la de la metamorfosis permanente de sus propios fundamentos y de todas sus formas concretas de existencia y que, por consiguiente, constituye un imperativo el estudio científico de las nuevas categorías económicas, política e ideológicas que han cristalizado con estas metamorfosis y que confieren al modo de producción material y espiritual capitalista una configuración diferente de la que adoptaba en la etapa de la libre concurrencia e, incluso, en la primera fase del capitalismo monopolista. Pero su sustancia sigue siendo la esclavitud asalariada, la propiedad capitalista sobre los medios fundamentales de producción y la disociación de los productores de sus propias condiciones  de existencia, de los medios de producción, de los resultados del trabajo, incluido el conjunto de relaciones, instituciones sociales y formas de conciencia, y su consecuente conversión en fuerzas hostiles que obstaculizan el desarrollo libre de la humanidad. Es cierto, asimismo, que no son eternas las categorías del marxismo: emanadas del estudio del antagonismo universal entre los seres humanos, la historia habrá de superarlas al superarse a sí misma, al superar a escala histórica mundial el imperio de la propiedad privada y la plusvalía sobre todas las relaciones sociales. Pero en tanto perdure este imperio, la ciencia social se verá obligada a volver una y otra vez al autor de El Capital y los Fundamentos de la crítica de la economía política, se verá compelida a pensar con sus categorías, en tanto categorías objetivas de la realidad capitalista, y a erigirse sobre los fundamentos teóricos y metodológicos por él echados. Compelida y obligada, no en la forma propia del marxismo vulgar, a saber, copiando la forma externa del discurso, entresacando frases y conceptos y trasplantándolos con soberana ligereza a la explicación de realidades anteriormente inéditas; sino a través del estudio concreto, en primer término, empírico, de estas realidades en los marcos de una formación social que permanece sustancialmente invariable en, y a través, de sus metamorfosis históricas.

El marxismo de la creación viva, la crítica teórica y práctica creadora del modo de producción material y espiritual capitalista –siempre una tierra incógnita y un hueso infrangible para sabuesos y roedores de toda laya–, sobrevive y sobrevivirá al derrumbe del “socialismo” en la luna mientras la fuerza de trabajo sea una mercancía y las relaciones sociales vivan enajenadas de sus propios productores.