12/6/14

El metamorfismo de Marx

Karl Marx ✆ A.d. 
Fernando López Laso  |  A las puertas del veinticinco aniversario de la caída del Muro de Berlín y de la derrota del comunismo tras el hundimiento de la URSS, parece inevitable interrogarse sobre lo que pueda enseñarnos aún, y en qué sentido, la obra de Marx. No evidentemente con un espíritu de trivial revancha ideológica. Así sucedió entonces, con aquella muchedumbre de propagandistas que clamaban solemnemente la refutación definitiva del marxismo y de la obra teórica de Marx. Para ello había que tomar groseramente la parte por el todo. Se trata, muy al contrario, de plantear la interrogación con toda su dificultad en un terreno filosófico, más allá de las banales simplificaciones ideológicas al uso en los medios de comunicación de masas. Por lo demás, el carácter inevitable de la interrogación, su consistencia como problema, se impone porque la obra de Marx pretende ser juzgada en su verdad precisamente por el movimiento de la historia. Para plantear el problema en estos términos propondré un argumento analógico, al modo que Pierce denominaba por abducción, es decir, una hipótesis basada en cierta semejanza y proporcionalidad. Y tomaré la analogía de un proceso geológico: el metamorfismo.

Los procesos de metamorfismo afectan a las rocas, e implican cambios en su composición mineral, en su microestructura o en ambas. Constituyen uno de los principales orígenes de las rocas terrestres, junto con el vulcanismo y la sedimentación. Los cambios metamórficos se deben en esencia a una adaptación de la roca
a condiciones físicas distintas a las de su génesis, especialmente a fuertes variaciones de presión y de temperatura. Es característico, por ejemplo, que las rocas de este origen se formen –a partir de otras sedimentarias, volcánicas o ya metamórficas– por temperaturas superiores a los 200º C, aunque también pueden formarse por descensos térmicos. Estos procesos pueden darse con fusión parcial de la roca primitiva, e inducir cambios en la composición química de ésta. Hay, por otra parte, diferentes criterios para clasificar el metamorfismo. Fundamentalmente, o bien a partir de su distribución regional (por abarcar regiones de alcance más o menos amplio) o como fenómeno local. El primero puede ser de tipo orogénico, cuando está asociado a la formación de las montañas y las cadenas montañosas; de enterramiento, o bien de fondo oceánico, típicamente en las dorsales. El local, a su vez, puede ser térmico, de dislocación o de impacto (por ejemplo, de un meteorito). El primero de ellos, el térmico, puede ser desencadenado por incendio, por rayo, por contacto, por corrientes hidrotermales, etcétera. Tales procesos conforman una significativa proporción de las rocas terrestres, y algunas muy bien conocidas como el mármol y la pizarra tienen este origen.

¿Qué significa, entonces, hablar de un metamorfismo de Marx? Lo que sugiero con esta analogía es que la obra teórica de Marx, el conjunto de sus aportaciones científicas y filosóficas, se ha visto afectada por cambios profundos en las condiciones históricas: cambios de naturaleza política, social, económica, tecnológica, pero también por transformaciones de índole propiamente teórica, por modificaciones de las ciencias y la filosofía. La trascendencia de estos cambios y, por ende, el rango de sus efectos sobre la obra original cobran una importancia singular porque esta obra –como recordábamos al comienzo– está concebida para ser juzgada ante el tribunal de la historia. Y lo está porque se presenta a sí misma como una guía para comprender las sociedades contemporáneas e intervenir racionalmente en su desarrollo evolutivo, acelerando mediante la acción política planificada las transformaciones inevitables que conducirían la historia hasta su meta final, tan inexorable como científicamente prevista. La pregunta es si, al exponerse a sí misma de este modo, la obra marxiana ha sido completamente fundida por las corrientes ígneas de la historia, absorbida o aniquilada en su estructura formal por el magma histórico –por sus acontecimientos catastróficos, o incluso meramente imprevistos por sus pretendidas prognosis, cabría decir– y en consecuencia pertenece ya íntegramente al pasado; o bien mantiene algunas de sus características formales o estructurales, y puede ser reconocible como una guía para comprender al menos determinados rasgos esenciales de las sociedades contemporáneas. En este último caso, habría sido transformada por un proceso de metamorfismo histórico.

Plantear la cuestión en estos términos implica el intento de ejercitar e impulsar en lo posible, la operación filosófica que Gustavo Bueno ha denominado “vuelta del revés de Marx”, con un propósito similar al que animó en su día a Marx a hacer lo propio respecto a Hegel. Es decir, implica tomar la palabra al Marx del ‘Epílogo’ a la segunda edición alemana de El capital, de 1873: el propósito de darle la vuelta es “descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística”. Porque si no es ya mística, la envoltura de la dialéctica marxiana es en buena medida metafísica, ante todo por su teleologismo histórico. Recordaremos que en el citado ‘Epílogo’ el filósofo renano, con la lancinante prosa que le es característica, acentúa su desdén por los “presuntuosos y mediocres epígonos que llevan hoy la voz cantante en la Alemania culta”, quienes dieron en tratar a Hegel como a un “perro muerto”. Pero la dialéctica –la teoría procesual de la realidad, en la cual todo proceso es determinado por los antagonismos y las contradicciones– no se reduce, afirma Marx, a la forma falseada que expone Hegel:

“La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel, en modo alguno obsta para que haya sido él quien, por vez primera, expuso de manera amplia y consciente las formas generales del movimientos de aquélla. En él la dialéctica está puesta del revés. Es necesario darle vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística”[1].

En su forma falseada la dialéctica –prosigue el argumento– parece glorificar lo existente. En su figura racional, es “escándalo y abominación” para sus defensores, “porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina; porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero”[2].

Sin perder de vista este lado perecedero de los asuntos humanos, volvamos a nuestro aniversario de la caída del Muro de Berlín. Se recordará que en el verano de 1989, pocos meses antes del acontecimiento, el influyente politólogo Francis Fukuyama publicó un artículo titulado ‘¿El fin de la historia?’[3], al cual siguió en 1992 el libro El fin de la historia y el último hombre[4]. Su enorme difusión y éxito en todo el mundo nos permiten considerar sus tesis como ideas-fuerza lo bastante representativas para plantear, en relación con ellas, algunas preguntas pertinentes a modo de líneas orientadoras del análisis.

En primer lugar, ¿ha triunfado definitivamente la democracia liberal, en los términos pronosticados por Fukuyama? Éste auguraba que, una vez derrotados sucesivamente los totalitarismos fascista y comunista, nada podría oponerse a la victoria final del liberalismo económico y político. De acuerdo con su hipótesis, el derrumbamiento del “socialismo realmente existente” ponía fin a dos siglos de contiendas ideológicas, superadas las cuales –al modo de la Aufhebung hegeliana– el liberalismo sólo podría ser entorpecido, aunque no realmente perturbado en su inexorable avance, por enemigos menores de signo nacionalista o religioso.

Ahora bien: ¿han concluido los enfrentamientos ideológicos? ¿Se han revelado las ideologías superfluas, y han sido sustituidas por la pacífica competencia económica? ¿Son los fanatismos nacionalistas y religiosos enemigos menores de las democracias existentes en el mundo occidental? ¿Se han convertido Estados Unidos y sus aliados occidentales, las democracias poshistóricas allende las guerras auguradas por el politólogo, en la única realización posible del sueño socialista de una sociedad sin clases? ¿Son las insatisfacciones de las sociedades posmodernas consecuencia de haber logrado ya el bienestar, y por tanto no del deseo a un reconocimiento igualitario, sino de la ambición individualista de destacar por encima del resto? Son muchos los interrogantes que se abren, y muy problemáticas las líneas verosímiles de respuesta. Fukuyama, impelido por su entusiasmo profético, desdeña demasiados factores que el tiempo ha revelado vigorosos y con una gran capacidad para desestabilizar el orden mundial. 

Con la caída de la URSS se desmorona un gran imperio y Rusia invierte una tendencia histórica de varios siglos, volviendo a las dimensiones y el status internacional de la época anterior a Pedro el Grande. Pocos hombres asisten en sus vidas a una catástrofe histórica de estas dimensiones, que evoca incluso en su lejanía la atmósfera en la cual compuso Agustín de Hipona La ciudad de Dios, bajo la conmoción del saqueo de Roma por las tropas de Alarico I en el año 410. No es superfluo recordar que nadie esperaba entonces el súbito desenlace que se produjo; y, cuando éste ya fue un hecho, las emociones predominantes fueron el estupor y el sobrecogimiento ante la incertidumbre. Rusia había sido una gran potencia desde el siglo XVIII y el derrumbamiento de su colosal imperio dejaba un vacío hegemónico que carece de precedentes en el mundo moderno. Una vastísima extensión geográfica de potenciales desórdenes, enfrentamientos y catástrofes. El orden bipolar de la Guerra Fría ejerció un cierto influjo estabilizador de los conflictos bajo la cobertura del principal, que enfrentaba a las potencias occidentales con el bloque comunista. Una vez desvanecido, el escenario se volvió rápidamente incontrolable incluso para el único imperio superviviente.

Para calibrar la distancia histórica que nos separa de entonces, citaré algunos hechos destacados, a modo de líneas de fuga, que nos permitan adquirir una perspectiva adecuada: la expansión de programas económicos neoliberales tanto en los países desarrollados como en los emergentes o en vías de desarrollo; el rebrote de las tensiones nacionalistas y étnicas en diversas zonas del mundo y destacadamente en Europa, comprendida también la Unión Europea; el crecimiento del fanatismo religioso desde la escala local, sustentado por el subdesarrollo, hasta convertirse en una amenaza basada en el terror a escala mundial; la aparición de los BRICS, las nuevas potencias económicas (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) cuya perdurabilidad como tales es aún incierta; el resurgimiento de Rusia y de China como grandes potencias militares y estratégicas; las crisis económicas, como la peligrosa crisis financiera asiática (1997), la crisis argentina (1999-2002) y la crisis hipotecaria y financiera iniciada en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, de una dureza sin precedentes cercanos; y en relación con éstas, lejos de difuminarse como pronosticaba Fukuyama, un relativo recrudecimiento de las luchas de clases que ha afectado también a las potencias occidentales, cuyas clases medias se han debilitado y empobrecido.

Estas líneas de fuga nos permiten retornar a Marx, quien en el ‘Postfacio’ citado de 1873 escribía que “el movimiento contradictorio de la sociedad capitalista se le revela al burgués práctico, de la manera más contundente, durante las vicisitudes del ciclo periódico que recorre la industria moderna y en su punto culminante: la crisis general”[5]. El problema del metamorfismo histórico se plantea, por emplear sus mismas expresiones, a la escala de “la universalidad de su escenario y la intensidad de sus efectos”[6].

Distintos estudiosos, entre quienes destaca por su brillantez Louis Althusser, han tratado de deslindar en la obra marxiana un período filosófico o de juventud, y un período científico o de madurez. Sin embargo hay poderosas razones para defender que Marx es siempre, simultáneamente, un científico y un filósofo. No es éste el lugar más indicado para adentrarse en complejidades de la gnoseología, la filosofía de la ciencia y la teoría económica, pero es necesario exponer algunas precisiones. La cuestión tiene más importancia de lo que pudiera presumirse, entre otras razones porque Marx se presenta a sí mismo en su madurez –eso sí es indudable– como un científico.

En primer lugar, Marx desplaza el campo de la economía respecto al estudiado por sus predecesores. El campo de la crítica de la economía política marxiana no es el campo de la economía política clásica. Para entender lo que significa este desplazamiento recurriremos a la obra del historiador económico Karl Polanyi, y en particular a una importante distinción enunciada en El sustento del hombre (1964). Según Polanyi el término economía posee dos significados por completo independientes entre sí, y de raíces distintas: un significado formal y un significado sustantivo[7].

El significado formal surge de la relación lógica entre medios y fines, y de éste provienen la definición de la economía en términos de escasez, y los significados populares de economizar en la acepción de ahorrar, o de económico en la de barato. Así se refleja, por ejemplo, en la definición de economía que recoge el diccionario de la Real Academia Española, como “ciencia que estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos”. Este concepto de economía va surgiendo a partir del siglo XVI con el mercantilismo propugnado ya por la Escuela de Salamanca y madura con los fisiócratas en el siglo XVIII, siguiendo el desarrollo de la institución del mercado como mecanismo de fijación de los precios a través de la oferta y la demanda. De modo que éste es precisamente su supuesto, el mercado autorregulador. Por su parte, el significado sustantivo se funda en la evidencia de que los humanos, como cualquier otro ser vivo, necesitamos para vivir un entorno físico que nos mantenga y aprovisione. Este significado proviene de la obvia dependencia del hombre respecto a la naturaleza y a sus semejantes para lograr el sustento, puesto que sobrevivimos gracias a relaciones socialmente institucionalizadas con el entorno natural.

De estos dos significados discernidos por Polanyi, sólo el formal corresponde a la ciencia de la economía, en tanto el sustantivo es un significado filosófico. Las ciencias son saberes regionales o sectoriales cuyo origen ha de buscarse en las actividades técnicas: acotan una región o categoría de la realidad y la exploran sistemáticamente. Construyen campos cerrados y, en este sentido, una ciencia se constituye cuando consigue cerrar su categoría, es decir, alcanzar su cierre categorial. Desde esta perspectiva, un campo científico es un conjunto de términos enclasados, agrupados en una clase lógica. Las ciencias son construcciones históricas que pretenden lograr el control objetivo de regiones del mundo real, de alcance más o menos amplio. De acuerdo con ello, a efectos gnoseológicos una categoría (por ejemplo, el campo de la economía política) es una totalidad atributiva en la cual ha sido posible concatenar por cierres operatorios unas partes con otras, en círculos de mayor o menor amplitud, e intercomunicarlos entre sí. Las categorías son estos círculos trazados por términos y proposiciones, vinculados conceptualmente. De ahí que también se designe a los conceptos científicos como categorías. Las verdades científicas –los teoremas de las ciencias– son identidades sintéticas, producto de largos procesos operatorios dados históricamente[8].

La filosofía es un saber dialéctico que se configura y define polémicamente, por referencia a las interpretaciones alternativas de los conceptos producidos por otros saberes ya dados, o de primer grado (científicos, morales, políticos, religiosos, técnicos, etcétera). Es un saber de segundo grado porque requiere para su surgimiento de la existencia de estos saberes previos ya constituidos, cuyas interrelaciones indaga. El objeto propio de la filosofía, las ideas[9], son las contradicciones, inconmensurabilidades y analogías entre conceptos distintos, o entre diferentes regiones de conceptos. Las ideas son, por tanto, realidades gnoseológicas objetivas que constituyen el campo de la filosofía. Atraviesan varias categorías, o todas ellas, y en este sentido son trascendentales. Mientras las ciencias se ciñen estrictamente a los diferentes recintos de las categorías, las ideas se forman principalmente sobre conceptos de categorías diferentes, de manera que son determinaciones resultantes de la confluencia de diversos conceptos, conformados en el terreno de las categorías (matemáticas, biológicas, económicas, históricas, etcétera) o de las tecnologías (políticas, industriales, etcétera). El análisis de las ideas (por ejemplo, las de causa, libertad, estructura, materia u hombre) desborda los métodos de las ciencias particulares[10]. Las ideas instauran un campo abierto configurado por las relaciones entre las ciencias y otros contenidos de la cultura, como los conocimientos morales, políticos, religiosos o técnicos.

La investigación en el campo de la economía sustantiva requiere adentrarse en las relaciones entre los diversos factores implicados en el sustento del hombre, factores biológicos, antropológicos, técnicos, sociales, históricos, económico-categoriales, etcétera, y tal investigación desborda los campos de las ciencias particulares. Pero la confusión entre las dos acepciones, la formal y la sustantiva, está enormemente extendida y es la fuente del grave error que Polanyi denomina la falacia económica: igualar la economía humana general con su forma de mercado. No de cualquier mercado, por añadidura, sino del mercado regulador de los precios a través de la oferta y la demanda. Porque si bien los mercados son muy antiguos en las sociedades humanas, el dispositivo oferta-demanda-precio es una institución bastante reciente, con una estructura extremadamente específica, difícil de constituir y de mantener. Constitución y mantenimiento sólo al alcance, entre las instituciones humanas, de los estados políticos. No hay, sin embargo, sociedades que puedan prescindir de alguna modalidad de economía sustantiva.

Lo que no refiere Polanyi, quien no es un filósofo, es que esta crucial diferencia entre los dos significados de economía había sido ya enunciada por Aristóteles con admirable nitidez en la Política. Precisamente Marx inicia su estrategia argumentativa en El capital desde ella, para mostrar cómo lo característico del capitalismo es que se trata de un sistema económico basado en la búsqueda de la ganancia, lo cual ha de tener forzosamente consecuencias de la mayor importancia por su repercusión sobre la cohesión de las sociedades. Otro tanto ha de decirse sobre la mejor exposición de las teorías filosóficas de Marx, es decir, los Grundrisse[11].

El pasaje de Aristóteles, en el capítulo VIII del libro I de la Política, explica la diferencia entre la economía (la administración de las cosas necesarias para la vida) y la crematística (la técnica del intercambio de bienes). Mientras lo propio de ésta es la adquisición, de la primera lo es la utilización[12]. El objeto de la crematística es examinar cómo conseguir los bienes de uso y la propiedad a través del intercambio en el mercado, y por ende se identifica con la economía formal de Polanyi. Pero la economía es otra especie de arte adquisitivo, aquel que se ocupa de procurar “aquellas cosas cuya provisión es indispensable para la vida y útil a la comunidad de la ciudad o de la casa. Y parece que la verdadera riqueza está formada por éstos. La provisión de estos bienes en cantidad suficiente no es algo ilimitado”[13]. Éste es, de acuerdo con Aristóteles, el arte adquisitivo natural. Para el otro tipo de arte adquisitivo, la crematística, parece que no existe límite alguno a la riqueza ni a la propiedad. “De los dos, el primero, es por naturaleza, y este segundo, no, sino que más bien se desarrolla de una cierta práctica y técnica”[14]. El fundamento de la argumentación de Aristóteles es que, debido a la afinidad entre ambas formas de economía por su objeto común, la propiedad, si bien en distintos aspectos (la utilización en el primer caso, y el acrecentamiento en el otro), algunos “concluyen con la convicción de que hay que conservar o aumentar la riqueza hasta el infinito. La causa de esta disposición es la preocupación por vivir, pero no por vivir bien. Así, al ser aquel deseo sin límites, desean también unos medios sin límite”[15]. Como si el placer –añade– residiera en la superabundancia, “persiguen la producción de una superabundancia placentera”. Para  Aristóteles, en consecuencia, la riqueza no se identifica en modo alguno con la acumulación de dinero.

Toda la estrategia argumentativa de Marx en El capital se configura en la sección segunda del libro primero, titulada ‘La transformación de dinero en capital’. Y se plantea desde la distinción anterior, ya trazada por Aristóteles. El filósofo griego reconocía la necesidad de una crematística natural orientada a la adquisición de valores de uso, puesto que es muy difícil disponer uno solo de todas las cosas necesarias para la vida, y la separaba con nitidez de la crematística superflua, cuyo objeto es estrictamente la adquisición de dinero, el puro acrecentamiento del valor de cambio. Este argumento aristotélico converge con la distinción de Marx entre las dos funciones clave del dinero: como medio de cambio y como capital. Éstas “sólo se distinguen, en un principio, por su distinta forma de circulación. La forma directa de la circulación mercantil es M-D-M, conversión de mercancía en dinero y reconversión de éste en aquélla, vender para comprar. Paralelamente a esta forma nos encontramos, empero, con una segunda, específicamente distinta de ella: la forma D-M-D, conversión de dinero en mercancía y reconversión de mercancía en dinero, comprar para vender. El dinero que en su movimiento se ajusta a este último tipo de circulación, se transforma en capital, deviene capital y es ya, conforme a su determinación, capital”[16]. Es obvio que resulta absurdo intercambiar una cantidad de dinero por esa misma cantidad tras una serie de operaciones mercantiles, de modo que en el segundo ciclo, D-M-D, hemos de suponer un incremento del dinero en el punto de llegada, y su representación precisa ha de ser D-M-D', simbolizando en D' tal incremento. Porque el dinero en el movimiento de esta circulación es ya capital, esto es, valor que se valoriza a sí mismo.

El problema que constituye el núcleo de El capital se condensa en esta pregunta: ¿de dónde surge este incremento, cuál es la fuente de esta ganancia, el origen del capital? Este problema ha adquirido aquí un sentido ya muy distinto al examinado por Aristóteles. Porque toda la actividad económica de la sociedad estudiada por Marx está basada en la búsqueda de la ganancia, algo inconcebible en las condiciones históricas de la Antigüedad clásica. Y se le abre una verdadera aporía. Habiendo aceptado metodológicamente desde el principio los presupuestos de la economía política clásica de Smith y Ricardo, alcanza un resultado paradójico: según aquellos presupuestos, si se intercambian equivalentes (lo cual sucede siempre a escala social) no se origina ningún plusvalor o ganancia en la masa de valores de la sociedad, y si se intercambian no equivalentes, tampoco (aunque añada a la fortuna de uno lo que quita a la de otro)[17]. La circulación de mercancías no crea ningún valor. Y fuera de la circulación, “el poseedor de mercancías puede crear valores por medio de su trabajo, pero no valores que se autovaloricen[18]. “El capital, por ende, no puede surgir de la circulación, y es igualmente imposible que no surja de la circulación. Tiene que brotar al mismo tiempo en ella y no en ella”[19]. Tal es la aporía que permite postular la hipótesis marxiana por excelencia: la teoría del plusvalor, cuya clave es la compra y venta de la potencia de trabajo humana, la única mercancía capaz de crear valor, el verdadero origen del valor. No hay según ella otra fuente de la ganancia a gran escala que la compra de la potencia de trabajo, durante el tiempo necesario para producir con ella más valor que el percibido por el trabajador con su salario.

¿Adónde nos conduce este recorrido por el itinerario argumentativo de Marx? Nos conduce a la consideración de las aportaciones de Marx a la ciencia económica, en una perspectiva filosófica adecuada. Por una parte, Marx está convencido de la imposibilidad de comprender la sociedad moderna sin remitirse al sistema económico. Por otra, con su cientificismo decimonónico característico, pretende analizar y comprender la sociedad capitalista en su funcionamiento actual, en su estructura presente y en su devenir inevitable. Ahora bien: ¿en qué medida las conclusiones de Marx en la teoría económica siguen siendo defendibles?

Un artículo del autorizado economista norteamericano Fred Moseley afrontaba, en 1998, el reto de responder a esta pregunta desde un punto de vista estrictamente empírico[20]. Moseley comienza por subrayar que todas las aportaciones de Marx a la ciencia económica se desarrollan con rigurosa coherencia lógica a partir de sus fundamentos conceptuales, la teoría clásica del valor-trabajo y la teoría de la plusvalía. De acuerdo con sus análisis, las evidencias empíricas confirman ampliamente las conclusiones de Marx a propósito de los siguientes hechos: la caída tendencial de la tasa de ganancia; el crecimiento de la tasa de plusvalía (o empobrecimiento relativo de los trabajadores asalariados); la inherente tendencia del capitalismo a fomentar el cambio tecnológico; el conflicto estructural en el sistema económico respecto a la duración de la jornada de trabajo, y a la intensidad del esfuerzo laboral; la recurrencia continuada de crisis, o depresiones de la actividad económica con altas cotas de desempleo; la creciente concentración del capital; la disminución relativa de los productores autónomos en proporción al grado de desarrollo económico; y la amplificación, a favor de la maquinaria, de la ratio maquinaria/trabajo.

Por supuesto Marx no puede demostrar como pretende que la plusvalía sea cuantificable, ni la predicción sobre la ineluctable caída del capitalismo. Menos aún, cuándo pueda producirse ésta. Pero incluso sin tener presente que fue el primero en predecir un desarrollo del capitalismo caracterizado por la recurrencia de las crisis, como muestran los Grundrisse (1857-58), anticipándose a la obra clásica de Clément Juglar de 1862[21], la potencia explicativa de su teoría económica sigue siendo muy grande.

La pregunta inmediata es qué sucede con la teoría sociológica que erige sobre aquella teoría económica. Y aún más, con su filosofía social y política. Y claro que a estas preguntas las respuestas no son tan favorables para Marx, de modo que puede decirse que esta parte de su obra ha sufrido mucho más los estragos del tiempo. Sin desdeñar la importancia de las luchas de clases en las sociedades contemporáneas, la composición de esas clases se ha modificado lo bastante como para que la teoría de Marx sea fundamentalmente anacrónica. Su teoría del proletariado como la clase universal, una teoría metafísica que en las versiones simplificadas del marxismo oficial adquiría tonalidades míticas, difícilmente podría suscitar hoy adhesiones racionales. Y en general, cabe decir lo mismo de todos los componentes teleológicos de su filosofía de la historia, como ejemplarmente sucede con la doctrina del fin de la prehistoria de la humanidad en el comunismo. Por otra parte, en la faceta de Marx como filósofo político se echa en falta una mayor serenidad de juicio y prudencia, al menos en contraste con otros grandes filósofos clásicos, como Spinoza.

Por lo que se refiere a las aportaciones de Marx a la filosofía social, destacaré la teoría del extrañamiento. Traduzco así, por extrañamiento, el término alemán Entfremdung que utiliza copiosamente en sus obras maduras, al igual que el adjetivo fremde, extrañado. Se trata de una teoría más desarrollada en los Grundrisse, donde expone más amplia y abiertamente sus concepciones filosóficas, que en El capital. No debe confundirse con la teoría de la alienación de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, de la cual deriva parcialmente. Es una teoría sobre la dominación abstracta propia de las sociedades contemporáneas. Como es sabido, Marx clasifica las sociedades históricas según criterios que, en esencia, toman como referencia central las formas del trabajo humano explotadas por antonomasia en cada una de ellas. Y a este respecto, el esclavismo y el feudalismo eran formaciones sociales en las cuales predominaba la dominación de carácter personal. La forma de dominación propia del capitalismo es una dominación abstracta, la dominación del dinero –o, más precisamente del valor de cambio– que somete a los hombres a mandatos y constricciones impersonales, de una apariencia racional. Esta clase de dominación, más allá de sus vínculos en la teoría marxiana con la lucha de clases, abre la dificultad de que sus procesos difícilmente pueden ser comprendidos en términos de la hegemonía concreta de grupos sociales, tales como clases, o instituciones del estado o de la economía[22].

Esto plantea nuevas perspectivas de interpretación del legado filosófico de Marx, que van obviamente más allá de lo que su autor pudiera pretender. La compleja dinámica histórica expuesta en los Grundrisse y en El capital, a través de la dialéctica del valor de cambio –siempre reducible a tiempo de trabajo humano– y el valor de uso, conduce a la conclusión de que la forma de dominación social intrínseca del capitalismo es la dominación del hombre por el tiempo mecánico. Entre otras consecuencias, la conjugación de la tendencia del capital hacia el incremento de la productividad, y su sustento en el consumo de tiempo de trabajo humano, conduce a una forma de organización de la sociedad en la cual la tecnología automatizada que podría liberar a los humanos del trabajo rutinario, fragmentado y repetitivo, antes bien refuerza tal clase de trabajo. Esta teoría marxiana sobre la contradicción central del capitalismo es inseparable de su visión del desarrollo de  éste como un proceso ambivalente de enriquecimiento y empobrecimiento, imposible de comprender mediante su reducción unilateral, ni a términos de progreso y bienestar, ni de pura dominación y destrucción.

A efectos prácticos, es difícil decir cuál pueda ser la utilidad de estos análisis sobre el metamorfismo histórico de Marx. Por supuesto, no puede deducirse de ellos la aspiración a un comunismo que ya no sería de este mundo. Tal vez, en la medida en que puedan ser acertados, nos permitan orientarnos un poco mejor en aquello que siempre recordaba el viejo Aristóteles: no se trata simplemente de vivir, sino de vivir bien.

Fernando López Laso (Bilbao, 1958) es catedrático de Filosofía de Instituto (Madrid), investigador y ensayista. Es asesor del centro regional de formación del profesorado de Madrid, el CRIF ‘Las Acacias’. Desde 1988 ha participado en encuentros filosóficos nacionales e internacionales, y ha colaborado en diversas publicaciones, como las revistas El Basilisco y El Catoblepas, editadas por la Fundación Gustavo Bueno.

Notas

[1]    Karl Marx, Epílogo a la segunda edición de El capital, en: El capital, Libro I, vol. 1, Siglo XXI, Méjico 1994, pág. 20 (traducción de Pedro Scaron, 20ª edición).
[2]    Ibídem.
[3]    Francis Fukuyama, ‘End of the History?’, en The National Interest (verano de 1989).
[4]    The End of History and the Last Man, Free Press, Nueva York, 1992 (traducido a más de 20 lenguas).
[5]    Karl Marx, Loc. cit.
[6]    Ibíd.
[7]    Karl Polanyi, El sustento del hombre, Mondadori, Barcelona, 1994, pág. 91 y sigs. (traducción de Ester Gómez Parro).
[8]    Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, 5 vols., Pentalfa, Oviedo, 1992-1993.
[9]    Evidentemente las ideas son realidades objetivas y no, como en la acepción común, representaciones mentales.
[10]   Para una mayor profundización, véase Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, págs. 425-646, y en especial 608-646.
[11]   Karl Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie, en Marx-Engels Gesamtausgabe (MEGA) II, 1-2, Berlín, 1976-1981. Hay traducción española de la edición alemana de 1953, Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857-1858, Siglo XXI, México, 1971 (traducción de Pedro Scaron).
[12]   Aristóteles, Política, I, 8, 1256a, Alianza Editorial, Madrid, 2001, pág. 57 (traducción de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez).
[13]   Ibídem, 1256b, pág. 59.
[14]   Ibíd., 1257a, pág. 60.
[15]   Ibíd., 1257b-1258a , pág. 63.
[16]   Karl Marx, El capital, edición citada, pág. 180.
[17]   Ibíd., pág. 199.
[18]   Ibíd., pág. 201.
[19]   Ibíd., pág. 202.
[20]   Fred Moseley, ‘An empirical assessment of Marx's economic theory¡, en: R. Panasiuk & L. Nowak (eds.), Marx's theories today, Rodopi, Ámsterdam, 1998.
[21]   Clément Juglar, Des crises commerciales et leur retour périodiques en France, en Anglaterre et aux États-Unis, Guillaumin, París, 1862.
[22]   Véase Moishe Postone, Time, Labour and Social Domination: A Reinterpretation of Marx's Critical Theory, Cambridge UP, Cambridge y Nueva York, 1993; y del mismo Postone, ‘Rethinking Capital in light of the Grundrisse’, en: Marcello Musto (ed.) Karl Marx's Grundrisse. Foundations of the critique of political economy 150 years later, Routledge, Londres y Nueva York, 2008.