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Lenin ✆ Nikolay Fechin |
Iñaki Gil de San
Vicente | El noventa aniversario de
la revolución bolchevique facilita y exige a la vez un sinfín de investigaciones
teóricas orientadas a la mejora de la praxis revolucionaria mundial. De entre
las muchas cuestiones históricas que se han de rescatar de la mentira, ahora
vamos a centrarnos en dos ellas: ¿debemos hablar de revolución rusa, de 1917,
de octubre o de revolución bolchevique? Y ¿qué papel jugó la personalidad de
Lenin en todo ello, o más aún, qué personalidad tenía Lenin? Sobre esta segunda
parte disponemos de multitud de hagiografías stalinistas destinadas a borrar
todo aquellos que contradecía directa y esencialmente al nuevo régimen
burocrático, y que era prácticamente todo. También tenemos las innumerables
mentiras burguesas al respecto. Pero de entre las muy contadas descripciones
objetivas disponibles destaca la de Krúpskaya, su libro sobre su vida con
Lenin, y especialmente la nota que vamos a usar en este breve texto. Hay que
decir que la propia Krúpskaya ha sido rebajada, menospreciada y maltratada por
las versiones burguesas y stalinistas, todas ellas patriarcales aunque en
diverso grado, cuando realmente tanto el bolchevismo como las aportaciones innegable
de Lenin al marxismo hubieran sido imposibles sin la titánica militancia
integral de esta
revolucionaria intachable que merece ser reconocida como una
de las artífices imprescindibles para el triunfo de la revolución bolchevique y
para la creación histórica del bolchevismo.
1. Por qué hablar de revolución
bolchevique
Sin mayores precisiones, hay que decir que se empezó a
hablar de “leninismo” una vez muerto Lenin, aunque ya al final de su vida
comenzó tímidamente el proceso de su mitificación, proceso que dio un salto con
su muerte. Veremos en el capítulo siguiente que opinaba sobre esa y otras
cuestiones su compañera Krúpskaya. De “bolchevismo” se empezó a hablar antes,
cuando la fracción bolchevique o “mayoritaria” en la dirección de la
socialdemocracia rusa, empezó a entrar en colisión con las otras fracciones,
con los mencheviques en especial, y con el resto de partidos y organizaciones
no bolcheviques. De bolchevismo, que concitaba todo lo abominable y aborrecible
que se puedan imaginar las mentes de bien, las personas que se comportan “como
dios manda” y, más tarde, del “leninismo”, se empezó a hablar de la misma forma
en que antes, estando vivo Marx, se empezó a hablar de “marxismo”, al igual que
de “trotskismo” estando vivo Trotsky y de “luxemburguismo”, pero una vez
asesinada esta revolucionaria ejemplar, admirada por Lenin y excomulgada por
Stalin. Podríamos extender este comentario a los “ismos” añadidos a Stalin,
Mao, Gramsci, Pannkoek en menor medida, Mariátegui, Che Guevara, Castro, etc.
El objetivo común de la creación artificial e interesada de
un “ismo” es el de anular el proceso complejo de formación del pensamiento de
la persona mitificada para lo bueno o para lo malo, o del grupo de personas que
ha construido ese movimiento, en nuestro caso el bolchevismo y los bolcheviques.
Toda formación de un programa, de una teoría y de una estrategia tiene siempre
sus fases, etapas ascendentes o descendentes, contradicciones, paradojas,
lagunas, vacíos, crisis, retrocesos, estancamientos o saltos bruscos adelante
que abren una nueva etapa total o parcial en su pensamiento tras una dolorosa
autocrítica anterior. Todo “ismo” anula la dialéctica del pensamiento colectivo
e individual y su movimiento permanente, con lo que anula las importantes y
frecuentemente decisivas raíces que se habían anclado y emergido luego gracias a
pensamientos y teorías anteriores. De este modo, el nuevo “ismo” es
descontextualizado, reducido a una lista de axiomas.
Aunque parezca una disputa bizantina e intranscendente, es
necesario aclarar por qué aquí se prefiere el concepto de revolución
bolchevique a los de “revolución de octubre”, “revolución de 1917”, “revolución
rusa” u otros. Hablar de “revolución rusa”, pese a que se aclare el año de 1917
e incluso que hagan alusiones a febrero y octubre, y hasta se aclare la relación
entre la revolución de 1905 y la de 1917, pese a estas precisiones, sin
embargo, hablar de “revolución rusa” no concreta el tema crucial: el papel
decisivo del bolchevismo. Rusia era una parte del imperio zarista, de esta
cárcel de pueblos, mientras que la “revolución bolchevique” fue en la práctica
--y sigue siéndolo en la teoría-- un acto consciente que infunde pavor y pánico
en la burguesía mundial, que anula toda la argumentación reformista en
cualquiera de sus formas y que plantea exigencias ineludibles, como veremos, a
la lucha revolucionaria mundial en todos los tiempos.
Hablar “del 17” o otra expresión similar, es decir, poner un
nombre cronológico y temporal a una revolución --que es un proceso con un salto
cualitativo-- es detener su evolución, su dialéctica interna, en un momento e
instante precisos, con los riesgos muy claros de petrificar el tiempo, el
cambio y la transformación, la lucha de sus contrarios. Otro tanto hay que
decir con respeto a “revolución de octubre”, cambiando el año por el mes; sin
embargo, en el caso que tratamos, hablar de “octubre” es algo más correcto ya
que especifica que el cambio cualitativo revolucionario se produjo no en
febrero de 1917 sino en octubre, planteando así una serie de reflexiones
teóricamente imprescindibles.
Por el contrario, “revolución bolchevique” hace referencia a
un proceso ascendente en el que se mantienen una serie de constantes que
estructuran el hilo rojo de la praxis comunista desde finales del siglo XIX
hasta comienzos la primera mitad de la década de 1920, y que luego va
renaciendo periódicamente en situaciones concretas. Unas constantes que también
van variando en su forma externa, que van enriqueciéndose y ampliándose, que se
concretan en respuesta a las transformaciones objetivas y subjetivas de las
contradicciones que minan el capitalismo. La enorme capacidad del bolchevismo
para comprender los cambios sociales y adaptarse a ellos, y a la vez, mediante
esa adaptación incidir de inmediato sobre ellos, reorientándolos y abriendo
nuevas expectativas de transformación, esta capacidad innegable fue decisiva
para hacer que la revolución de febrero de 1917 pudiera culminar en la
revolución de octubre de ese año.
Sin la corrección estratégica y táctica del bolchevismo, que
era una parte de la totalidad del proceso, éste no hubiera llegado a su salto y
cambio cualitativo en octubre, quedándose en una bella y brillante erupción
revolucionaria fracasada en su objetivo histórico esencial e integrada en la
lógica de la modernización del capitalismo ruso mediante la desvirtuación de
sus contenidos revolucionarios. Si hubiera fallado la parte bolchevique de la
totalidad del proceso abierto en febrero de 1917, éste mismo proceso se hubiera
hundido, implosionado o degenerado desde su interior por la acción reformista burguesa
de los mencheviques y socialrevolucionarios de derechas, por los errores del
los socialrevolucionarios de izquierda, por la inutilidad estructural del
anarquismo y por la agresión contrarrevolucionaria del imperialismo apoyada por
las clases dominantes rusas. El bolchevismo no fue algo “externo” a la
“revolución rusa” o “del 17” o “de octubre”; fue un componente esencial de la totalidad
concreta del proceso revolucionario, una especie de “subsistema” integrado en
el sistema que llegó a ser el elemento decisivo, detonante, del salto de la
fase prerrevolucionaria, en sentido comunista, del proceso a la nueva fase
revolucionaria. Sin el bolchevismo esta salto no se habría dado en su contenido
creativo de una novedad cualitativa anteriormente inexistente, se habría
detenido la tendencia ascendente hacia la emergencia de lo nuevo, hacia el
punto crítico de no retorno en el momento de irreversible irreconciliabilidad
de las contradicciones totales.
El bolchevismo fue --es-- la materialización como fuerza
práctica objetiva del llamado “factor subjetivo”, de la conciencia teórica
elaborada durante décadas por la lucha práctica, en dialéctica interna con
ella, en su mismo desenvolvimiento cotidiano pero con una imprescindible
autonomía relativa siempre flexible y adaptable garantizada por la existencia
de la organización revolucionaria de vanguardia como parte inserta en la
totalidad del proceso histórico, e inherente a él. Esta integración de la parte
teóricamente consciente en el todo histórico, su interacción con el resto de
niveles de conciencia menos desarrollados, fue lo que permitió al bolchevismo
comprender los cambios sociales, adaptarse a ellos y a la vez, como hemos
dicho, abrir nuevas vías y acelerar el proceso en su conjunto. Muy
sucintamente, podemos sintetizar esas constantes en cuatro dialécticas de
unidad y lucha de contrarios irreconciliables: una, la que existe entre el
poder capitalista y el poder proletario; otra, la que existe entre la propiedad
privada y la expropiación de la burguesía; además, la que existe entre el internacionalismo
burgués y el internacionalismo proletario y, la que existe entre la ética
capitalista y la ética comunista.
El choque frontal, permanente e inevitable entre estas
contradicciones irreconciliables es consustancial al modo de producción
capitalista, y la “revolución bolchevique” elaboró soluciones prácticas y teóricas
que han resistido la prueba del tiempo pese a que el bolchevismo sufrió una
primera derrota a partir de la segunda mitad de la década de 1920. Por su
naturaleza de componente inscrito en la totalidad del proceso, la derrota del
bolchevismo tuvo que ser y fue la derrota del proceso revolucionario iniciado
en febrero de 1917 en cuanto tal. No podía haber, y no hubo, revolución bolchevique
posterior a la década de 1920 y en especial tras las masacres de los ’30, sin
bolchevismo como organización práctica ya que todas y cada una de sus cuatro
soluciones revolucionarias concretas materializadas en el poder soviético, en
la propiedad socializada, en el internacionalismo y en el desarrollo de una
sociedad que se encaminaba a la ética comunista, fueron barridas
progresivamente hasta concluir en la restauración del capitalismo como modo de
producción dominante a partir de 1991.
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